El arte es largo; la vida, breve. Hipócrates no se refería a ninguna de las Bellas Artes; hablaba de Medicina, de Ciencia. Aún hoy, la palabra arte puede designar todo lo que es delicado o difícil de hacer, lo que requiere de conocimiento y habilidad, sin que por eso se trate propiamente de una disciplina artística. Toda persona que aprecia su propio oficio, luego de aprenderlo a fondo, se gana el derecho de condecorarlo con esa metáfora. En la secundaria, mi profesor de Contabilidad arrancó su primera clase definiendo: La Contabilidad es el arte de…
Equiparaciones así eran más plausibles cuando las artes estaban reguladas por las escuelas, que transmitían el difícil manejo de las técnicas tradicionales; para la futura consideración del artista, el dominio de esas técnicas sería tan decisivo como su propio talento. De las vanguardias en adelante, la destreza técnica se fue volviendo una dimensión más, que puede ser reinventada, minimizada o hasta suprimida, si el artista así lo desea. Hoy la esencia del arte es la libertad, entendida como autodeterminación: cada artista elige sus propias reglas. El juego es hacerlas valer, primero ante sí mismo y luego ante los demás.
El deporte, por el contrario, es un microcosmos hiperreglado. Los atletas se someten a normas fijadas de antemano y compiten para dominar ese universo, simplificado y definido. Sólo bajo condiciones homologadas se puede establecer la justa superioridad de un deportista sobre otro. El 22 de junio de 1986, la selección argentina de fútbol enfrentó a la inglesa en el Estadio Azteca. Eran los cuartos de final de la Copa del Mundo, y hubo tres goles.
Empecemos por recordar el tercer gol. “Recordar” es un decir: lo hizo un inglés y no se lo acuerda nadie más que él, su madre y Wikipedia. Esto es así porque no alteró el juego, pero sobre todo porque veintiséis minutos antes, el segundo gol del partido había eclipsado cualquier otra acción posible. Lo hizo Maradona y todos lo recordamos: el tranco largo, el zigzag premonitorio, la estela azul sobre el campo verde, los seis ingleses desparramados. Una hazaña emocionante, casi once segundos de perfección deportiva, un hito en la historia del fútbol, el gol del siglo, barrilete cósmico, etcétera, etcétera (aquí Villoro podría seguir durante media hora).
Por supuesto, hay quien de este gol dice: “una obra de arte”. De acuerdo, pero sólo en el sentido doméstico de la expresión. Porque si hablamos de arte no ya como mera “habilidad” —por más evidente que ésta sea—, sino como esa práctica amplia pero concreta que asociamos a quienes llamamos artistas; si hablamos de arte en un sentido contemporáneo, la obra maestra de Maradona no es su segundo gol, sino el primero de ese mismo partido: el gol que, como toda gran obra de arte, niega lo consensuado, juega con sus propias reglas y destroza las de los demás a la vista de todos. El artista —comprometido hasta la deshonestidad con su obra— desata su intuición y salta para alcanzar su deseo. El artista hace lo que le pinta y luego corre a gritarlo ante el público, incluso antes de que lo convaliden los “árbitros”, forzando así la realidad. Como deportista, Maradona hizo trampa; como artista, modificó el juego para sus pares, cambió la historia y generó fuertes adhesiones y rechazos. Todo eso logra una obra maestra. Que en este caso, además, tiene un título inolvidable: La mano de Dios.
Han pasado veinticinco años y todavía la recordamos. Hipócrates tenía razón: la vida es breve, pero el arte es largo.
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Publicado originalmente en el blog de La Tempestad (México), 22 de junio de 2011.