A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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Diarios de John Cheever

Por Martín Cristal

Vida ordinaria de un escritor extraordinario

John-Cheever-Diarios-Emece-1993Para los lectores argentinos, la vigencia de la obra narrativa de John Cheever podría cifrarse en el hecho de que los sueños agrietados y la lujosa angustia suburbana de aquella clase media-alta yanqui de los años cincuenta, que él supo narrar tan bien —y cuya reencarnación más reciente es el infierno doméstico que comparten Betty y Don Draper en la serie televisiva Mad Men—, se parecen bastante a los de la “generación country” de la Argentina de las últimas dos décadas. Para verificarlo se pueden buscar los dos volúmenes de sus Relatos, o la antología La geometría de amor, o novelas como Bullet Park o Falconer, todos libros editados por Emecé.

John-Cheever-Diarios-Emece-2007Quienes degustaron la obra de Cheever y desean profundizar en ella, pueden seguir con sus Diarios. Se consiguen en una edición con prólogo y notas de Rodrigo Fresán (Emecé, 2007); y también —husmeando entre usados y con algo de suerte, como tuve yo— en una coqueta edición española con tapas duras y retrato del autor en sobrecubierta (Emecé, 1993).

Aunque mundana y sin grandes tragedias, la vida íntima de Cheever no se equipara a un viaje de placer. Creciente soledad en familia, alcoholismo social o a escondidas, bisexualidad clandestina —que en realidad es homosexualidad reprimida— tras la fachada de un matrimonio estándar… Sólo el amor por sus hijos aparece como un tesoro por el que vale la pena enfrentar los problemas conyugales, a los que —en menor medida— se les suman los de dinero (y, ya en la vejez, también la enfermedad). “Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable”, confiesa en una página de 1963. “Mi afición a los interiores agradables y las voces de los niños me ha destruido. […] No he sabido revolver en mis propios asuntos”.

La escritura íntima de todo diario se trastoca cuando aparece la idea de su eventual publicación. Según Benjamin H. Cheever, hijo del autor, “cuando [mi padre] empezó a escribir estos diarios no pensaba en publicarlos. Eran material de trabajo para sus obras de ficción. Y eran asimismo material de trabajo para su vida”. La idea de editarlos póstumamente, dice Benjamin en la introducción, surgió cerca de 1979 (Cheever murió en 1982). Para la familia, retratada a quemarropa, no fue un plan fácil de asumir: “el texto era deprimente y en ocasiones mezquino”.

La marea de frustraciones barridas bajo la alfombra por su moral cristiana y las buenas costumbres, crece y casi ahoga los comentarios literarios o “del oficio”, que muchos ansiamos encontrar en los diarios de escritores. En eso, los de Cheever son muy diferentes de, por ejemplo, los diarios de Abelardo Castillo, recientemente publicados por Alfaguara. Los cuadernos de Castillo ejercitan un reservorio de ideas que tiende a la reflexión literaria (tan pulida que resulta sospechosa: si hay algo que un diario no puede perder ante el lector, es la frescura percibida de haber sido escrito sin plan, en el día a día). Los Diarios de Cheever, en cambio, poseen un registro que es sobre todo vital y, a veces, hasta espiritual. Lo doméstico se intercala con una suerte de largo desahogo.

John-Cheever

“Leo una biografía de Dylan Thomas y se me ocurre que soy como Dylan: alcohólico, casado sin remedio con una mujer destructiva”, anota Cheever en 1966.

Sin embargo, hay perlas dispersas sobre literatura, como las recurrentes lecturas autocríticas de sus cuentos, desde los más tempranos (en una entrada de 1952), pasando por “La monstruosa radio”, “Adiós, hermano mío” y “Los Wryson” hasta otros posteriores, de los que dice: “Su precisión me fastidia; es como si siempre apuntara a dianas pequeñas. Doy en ellas, claro, pero ¿por qué no sacas la escopeta del 12 y buscas presas más grandes?”. También figuran consideraciones sobre la marcha acerca del que será uno de sus mejores relatos, “El nadador”, y varias menciones a escritores contemporáneos: Philip Roth (“joven, acomodaticio, brillante, inteligente”), Hemingway (“Ayer por la mañana Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre”), Fitzgerald, O’Hara, Cummings y el omnipresente Saul Bellow, a quien Cheever a veces ve con admiración y otras con envidia (“cada vez que leo una reseña sobre Saul Bellow siento náuseas”). “Entre los novelistas reina una rivalidad tan intensa como entre las sopranos”, anota en 1977.

Otra curiosidad: por un comentario de John Updike, Cheever descubre la obra de Borges: “No me ha gustado Borges, pero los pasajes citados por John me dejan la sensación de que el anciano ciego tiene un tono extraordinariamente hermoso, tan hermoso que es capaz de abarcar la muerte con toda elegancia” (1976).

La muerte de Cheever llegaría en forma de cáncer. En 1981, poco antes de operarse del riñón, escribía: “Pienso que estar vivo en este planeta significa una gran oportunidad. Yo que he conocido el frío, el hambre y la terrible soledad, creo que aún siento la emoción de tener una oportunidad. La sensación de estar con una persona dormida —un hijo, un amante— y saborear el privilegio de vivir o estar vivo”.

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Diarios, de John Cheever. Emecé, Barcelona, 1993. 416 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 2 de octubre de 2014).

Cacería, de María Teresa Andruetto

Por Martín Cristal

Cacería es el título “mondadorizado” de lo que puede leerse como una edición ampliada de Todo movimiento es cacería, colección de cuentos que María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Córdoba, 1954) publicara originalmente con el sello cordobés Alción. A los ocho cuentos incluidos en aquella edición de 2002, aquí se suman otros cinco, en perfecta armonía con los anteriores. Respecto del cambio de título, no me consta si la iniciativa fue de la autora o si se trató de una sugerencia del editor; si éste fuera el caso y por si Mondadori tuviera en mente reeditar alguna vez a Hemingway o a Proust, quisiera dejar asentado en actas que Campanas no es un mejor título que Por quién doblan las campanas, ni Tiempo resulta más pregnante y conmovedor que En busca del tiempo perdido.

“Todo movimiento es cacería” es un verso de Amelia Biagioni que Andruetto eligió para abrir el cuento del mismo nombre. Es el primer relato del libro, y su clave es… Seguir leyendo en El lince miope

Vida de Pi, de Yann Martel

Por Martín Cristal

El tigre y el mar

El centro es un bote y la circunferencia, el horizonte. El radio es la mirada del que espera ser rescatado. ¿Qué más hace falta para calcular la vasta superficie de historias posibles que flotan en el Océano Pacífico? Sólo un náufrago llamado Pi.

Piscine Molitor Patel —o Pi a secas— es hijo del encargado del zoológico de Pondicherry, India. El joven se educa en la costumbre de observar atentamente el comportamiento de los animales. El aprendizaje que destila de ese estudio a veces es un alimento espiritual que Pi también busca en fuentes más obvias, como la religión. Pero, ¿en cuál religión? ¿El Hinduismo, el Cristianismo, el Islam? ¿Cómo elegir entre todos esos relatos que compiten para darle forma al origen, el presente y el final de nuestro universo?

Ésta es una de las preocupaciones existenciales del personaje central de Vida de Pi, la tierna e imaginativa novela del autor canadiense Yann Martel (1963), por la cual éste obtuvo el prestigioso Premio Booker en 2002. En la Argentina pasó algo desapercibida, quizás porque el libro era importado y en esa época postcrisis el bolsillo no daba para lujos así.

Martel narra sin apurarse. Primero se presenta a sí mismo como autor-entrevistador; sólo después pasa al relato, que pone en boca del propio Pi. En esta parte, deja que su narrador se explaye sobre su vida en Pondicherry; quiere que conozcamos muy bien a Pi antes de arribar al detonador de la novela, ese hecho que no pueden callar ni las contratapas, ni las ilustraciones de tapa, ni las colillas cinematográficas ni tampoco esta reseña. Y es que, en busca de una vida mejor, la familia de Pi decide trasladarse a Canadá con animales y todo, para venderlos. Pero el buque en que viajan naufraga. Sólo Pi se salva, en un bote al que también suben algunos animales. Entre ellos, un tigre de Bengala adulto.

O sea que hay un bote y el mar (hay Hemingway), hay un chico indio y un tigre (hay Kipling), hay un fugaz islote con plantas extrañísimas (hay Swift), hay el relato de un náufrago (García Márquez, sí, pero mucho más divertido). ¿Cómo sobrevivió Pi durante 227 días? [*]. Su historia es, literalmente, increíble. ¿Qué relato elegimos creer cuando la fe y la razón están reñidas en el entendimiento? Martel propone la belleza de la ficción narrativa como un factor desequilibrante, capaz de dirimir esa clase de empates.

Vale la pena explorar los estantes reales y virtuales para ver si aparece un ejemplar de esta hermosa novela. Si no, habrá que esperar hasta noviembre, cuando el estreno de la adaptación cinematográfica —dirigida por Ang Lee— la vuelva a poner a flote en el océano de las librerías.

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Vida de Pi, de Yann Martel. Novela. Destino, 2003. 336 páginas. Recomendamos este libro en «Ciudad X», La Voz (Córdoba, 6 de septiembre de 2012).

[*] 227 días: 22 / 7 = 3.142857… Bastante cerca de Pi, ¿no?

Fun Home, de Alison Bechdel

Por Martín Cristal

A la sombra de un padre en flor

Para captar el espíritu de Fun Home: Una familia tragicómica, puede que convenga enfocarse primero en la viñeta que, ampliada, cubre las tapas de la edición castellana de esta historieta creada por Alison Bechdel (Pennsylvania, 1960). Es el perfil de una casona antigua: flotando sobre la hiedra de sus muros, Bechdel dibujó las siluetas de su cinco habitantes. Una familia, sí, aunque desintegrada: cada miembro está cerca del otro pero aislado en un micromundo personal, delimitado por un grueso círculo que Bechdel trazó alrededor de cada silueta. Así la autora nos sugiere que las 234 páginas que siguen serán un microscopio con el cual estudiar en detalle a esos especímenes.
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De esas siluetas, la del padre se encuentra, significativamente, dibujada sobre los cimientos del hogar. La historieta de Bechdel se basa ante todo en la exploración de esa figura paterna, y desenreda desde ahí toda la lógica relacional de una familia que es la de la propia autora: estamos ante una pieza de autoficción, unas “memorias gráficas”, más trágicas que cómicas, y tan sensibles como sinceras.

Lo que se quiere sacar del sótano, entonces, es a ese padre: su homosexualidad reprimida, su muerte dudosa. Estos aspectos serán cruciales en la vida de Alison, la narradora: su maduración y el descubrimiento de su propia orientación sexual irán ocupando de a poco el centro de su retrato familiar (cuyo capítulo dedicado al negocio de los Bechdel inevitablemente recordará la serie Six Feet Under).

La inspección de los recuerdos es serena e implacable. La voz del texto —que habita en los márgenes de las viñetas más que en los globos de diálogo— es honda y reflexiva, prolija y mesurada, como las dos tintas de sus dibujos. En la evocación de los detalles (muchas veces señalados con flechas) hay una búsqueda de la fidelidad tan honesta como la relectura a conciencia que Alison hace de su diario infantil.

La atmósfera asfixiante de un pueblo chico y la tiranía del perfeccionismo estético de su padre —“un alquimista de la apariencia, un erudito de la imagen externa”— irán empujando a Alison a alejarse de esa casa y ese pueblo, para encontrarse consigo misma en la gran ciudad. Paradójicamente, solo la distancia en el tiempo y el espacio permitirán que ella se aproxime a su padre, a su comprensión.

Bechdel construye su historieta sobre un entramado de citas literarias. No faltan Proust ni Wilde; tampoco Joyce, Fitzgerald, Hemingway ni referencias a otras obras que tratan directamente la cuestión del género y las elecciones sexuales. Dichas citas encauzan muchas de las reflexiones de Bechdel, y establecen lazos entre su obra —uno de los 100 libros del año 2006, según The New York Times— y las de aquellos prestigiosos precursores narrativos.

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Fun Home. Una familia tragicómica, de Alison Bechdel. Historieta. Mondadori, Reservoir Books, 2008. 234 páginas. Recomendamos este libro en «Ciudad X», el nuevo suplemento de Cultura de La Voz (Córdoba, 5 de julio de 2012).

Antología: Obras maestras. La mejor ciencia ficción del siglo XX (I)

Por Martín Cristal

La antología Obras maestras. La mejor
ciencia ficción del siglo XX
(Ediciones B,
Nova; Barcelona, 2007) me brindó un fructífero paseo por el género. Una lectura
más que interesante, dada mi reciente Sci-Fi Fever.

Conocemos el pecado de toda antología: aun declaradas sus mejores intenciones, al final nunca son todos los que están ni están todos los que son. Por eso valoro que, en la introducción del libro, Orson Scott Card —encargado de la selección y la presentación de los autores— explique cuáles fueron sus limitaciones y su criterio a la hora de darle forma a este compilado, y que no se dedique sólo a defender su visión personal sobre la historia del género. Sobre este último asunto, me parece destacable el siguiente pasaje:


Las teorías sobre la crítica literaria […] estaban concebidas para demostrar por qué las obras de los modernistas (la revolución literaria más reciente previa a la ciencia ficción) eran Arte Verdadero. Naturalmente, los académicos, que estaban totalmente concentrados en celebrar a Woolf, Lawrence, Joyce, Eliot, Pound, Faulkner, Hemingway y sus hermanos literarios, no tenían ni idea de lo que pasaba tras los muros del gueto de la ciencia ficción. Y cuando al final prestaron atención, porque sus estudiantes no dejaban de mencionar libros como
Dune y Forastero en tierra extraña, los académicos descubrieron que esas revistas y esos libros extraños con portadas ridículas no prestaban la más mínima atención a los estándares de la Gran Literatura que ellos habían desarrollado. En lugar de comprender que sus estándares era inadecuados porque no eran aplicables a la ciencia ficción, llegaron a la conclusión mucho más segura y simple de que la ciencia ficción era mala literatura. [p. 12].

Otra cosa elogiable es que Card no haya incluido ningún relato suyo. El de «antologador antologado» es un doble rol que muchos siempre están dispuestos a jugar cuando editan libros como éste. Esa cortesía de ceder el espacio es coherente con el problema inevitable del límite material/comercial para un libro de estas características. Dicho inconveniente volvió problemática la extensión de algunos buenos relatos —que por tanto Card tuvo que dejar afuera— y también lo prolífico de ciertos autores —Bradbury, Ellison—, que le hicieron difícil al antólogo el decidirse por sólo uno de sus cuentos.

Por supuesto, el criterio de selección de Card puede ser cuestionado por los conocedores del género. Recomiendo no dejar de leer la reseña de Luis Pestarini que en su balance señala algunas falencias notables del libro:


Curiosamente, ausentes […] hay tres nombres insoslayables en el campo del cuento de ciencia ficción: Dick, Bester y Sheckley. Sin intentar ser más papista que Benedicto, la ausencia de ciertos nombres revela un poco el programa que subyace a la selección: la ciencia-ficción es un género de ideas, que se atreve a cierta crítica social, pero que no tiene mucho de subversivo.

Y esto queda revelado con claridad cuando revisamos el espectro temático que recorren los relatos de la antología. Hay dos grandes temas del género que están por completo ausentes: sexo y religión.

(Leer la reseña completa en Cuasar)

Los veintisiete relatos del libro están organizados en tres grandes bloques o períodos muy generales, con los que Card divide y simplifica (quizás demasiado) la historia del género:

  • La edad de oro (“desde el comienzo hasta mediados de los sesenta”,
    “los autores que araron y plantaron el campo”, según Card);
  • La nueva ola (“desde mediados de los sesenta hasta mediados de los setenta”; “escritores que aportaron fervor y un estilo deslumbrante”, y que así “devolvieron la energía al género y lo abrieron a muchas formas de la narración”); y por último:
  • La generación mediática (“los años ochenta y noventa”; escritores que leían a sus antecesores pero que, al mismo tiempo, “crecieron viendo Dimensión desconocida, Más allá del límite y Star Trek”).

Los nombres de estos períodos no coinciden exactamente con los del gráfico que venía usando como guía general para mis lecturas del género: el monstruoso e impresionante The History of Science Fiction, creado por Ward Shelley, que recomiendo examinar en detalle, al igual que las otras obras infográficas de este artista neoyorquino:

Ampliar el gráfico | Visitar la web de su autor, Ward Shelley

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Aunque con esta división de Card queden algo disminuidos términos ineludibles —como por ejemplo cyberpunk—, la partición sirve bien a los fines prácticos de ordenar el libro. La aprovecharé para dar cuenta de mi recorrido por sus 570 páginas, hecho desde el asombro —o el aburrimiento— de un recién iniciado.

[Leer la segunda parte de esta reseña]

Situaciones extremas

Por Martín Cristal

Toda persona en principio evita un gran riesgo o incluso una situación ligeramente molesta si tiene oportunidad de hacerlo. Para que resulte creíble que el protagonista de una historia no dé un paso al costado y en cambio decida enfrentar cierto peligro, el autor tiene que ir acorralándolo poco a poco frente a ese peligro, cerrándole todas las salidas laterales para empujarlo a la acción. Las situaciones extremas sólo pueden resultar verosímiles si primero se han ido anulando esos factores que le hubieran ahorrado al personaje el tener que llegar a una situación así.

La forma arquetípica de ese “aislamiento” es, precisamente, la isla: los protagonistas enfrentan variados peligros sencillamente porque el mar no los deja irse a otra parte. Por ejemplo, en Diez negritos de Agatha Christie, los invitados a una fiesta en una exclusiva isla donde no parece haber nadie más que ellos, son asesinados uno tras otro: el asesino debe ser uno de ellos, pero los sospechosos van muriendo sucesivamente… ¿Por qué los sobrevivientes no huyen? Ah, porque el bote que los trajo no volverá hasta dentro de una semana… o cuando pase la tormenta… o cuando baje la marea…

Otras islas famosas: la de Lost (donde los riesgos se superponen en una indefinición de género: al comienzo cuesta saber si estamos viendo cine catástrofe, fantástico, sobrenatural, ciencia ficción… Quizás eso fue uno de los factores del éxito inicial de la serie). También las de Dos años de vacaciones (Julio Verne), El señor de las moscas (William Golding), La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares), La tempestad (William Shakespeare), Robinson Crusoe (Daniel Defoe)… La isla siempre circunscribe el campo de la acción.

Una embarcación también puede ser una isla, porque el mar también le impone sus límites: esto se ve en la imaginativa novela Vida de Pi, de Yann Martel; en La aventura del Poseidón; o en los clásicos Moby Dick, de Melville, o El viejo y el mar, de Hemingway, donde la obsesión y el orgullo obligan a ir adelante en la aventura. Por supuesto, el mar y el bote pueden ser reemplazados por el espacio exterior y una nave solitaria, como en Solaris, o en 2001: Odisea del espacio; lo mismo pasa en las series Cosmos 1999, Galáctica, Robotech

A veces todo consiste en una noche que hay que pasar en un lugar aislado, que puede ser desde un castillo siniestro hasta una casita de madera, como en cualquier secuela de La noche de los muertos vivientes. Muchas historias de terror se basan en este principio, que los relatos más realistas no aceptan fácilmente (porque tienden a proponer que en la vida real siempre hay múltiples opciones para el protagonista).

A partir de esa estrategia, los narradores inventan trampas mortales para sus aventureros, sólo que a veces se les va la mano: extreman tanto la tensión que, cuando llega el momento de sacar al protagonista del atolladero, no nos convencen con las soluciones que ofrecen. Es el caso de “El pozo y el péndulo”, de Edgar Allan Poe, cuyo final enojaba a Stevenson, y con razón: es un típico deus ex machina.

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Otra trampa demasiado buena es la que retiene a Jonathan Harker en el castillo del conde Drácula, en la famosa novela de Bram Stoker: el autor deja a su personaje atrapado en un castillo herméticamente cerrado, a merced de tres mujeres-vampiro que lo liquidarán esa misma noche… Y no sabemos más: luego de una larga elipsis, Harker reaparece postrado en un hospital de Budapest, sin que se nos ofrezca el relato de cómo pudo escapar del castillo del conde.

Las trampas mejor logradas, creo, son aquellas en las que sí hay una salida plausible, pero que conlleva un alto costo; o aquellas donde el protagonista debe determinar cuál es el menor de dos males, tal como sucede en la Odisea, en el canto de Escila y Caribdis (XII, 234-260). Ulises y sus hombres deben pasar con su embarcación entre estos dos temibles monstruos. No es imposible lograrlo, pero alejarse de un monstruo los lleva a acercarse al otro, y el costo final de ese paso es la pérdida de muchos marinos, tanto que Ulises concluye: “De todo lo que padecí peregrinando por el mar, fue este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos”. No es poca cosa viniendo de alguien que una y otra vez se ha visto acorralado por toda clase de peligros.

Cuando los periodistas van al infierno

Por Martín Cristal

En el octavo círculo infernal, Dante se asusta de un grupo de demonios que lo acompaña durante un trecho. Mientras avanza, el poeta entiende que deberá acostumbrarse a andar junto a ellos. Cuando nos lo narra (Infierno, XXII, 13-15), Dante recuerda un dicho popular:


Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compañía!, mas en la taberna
con borrachos, y con santos en la iglesia.

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Noi andavam con li diece demoni.
Ahi fiera compagnia! ma ne la chiesa
coi santi, e in taverna coi ghiottoni.

En cada lugar con la compañía que corresponda. En el Infierno, entonces, con demonios… ¿y con quién más? Ese octavo círculo —llamado también Malebolge— es la morada final de los fraudulentos, es decir, el lugar donde se atormenta a los que en vida usaron el engaño contra los desprevenidos. Ahí están los seductores, los aduladores, los simoníacos, los adivinos y las brujas, los estafadores, los corruptos, los hipócritas, los malos consejeros, los ladrones de objetos sagrados, los falsarios, los sembradores de discordia, los alquimistas, los falsificadores…

En Bajo el volcán (1947), uno de los personajes de Malcolm Lowry sugiere que en ese selecto grupo también debería incluirse a los periodistas. En la novela, Hugh Firmin e Yvonne conversan mientras pasean por Cuernavaca; una cabra que los embiste interrumpe momentáneamente lo que Hugh viene contando, una anécdota que involucra a ciertos hombres de prensa. Hugh retoma el diálogo así:


“¡Estas cabras! —dijo rechazando a Yvonne con un enérgico movimiento de sus brazos—. Aun cuando no haya guerras, piensa en el daño que hacen […]. Me refiero a los periodistas, no a las cabras. No hay castigo en la tierra para ellos. Sólo el
Malebolge…”.

Poco después Hugh agregará que el periodismo «equivale a la prostitución intelectual masculina del verbo y la pluma”.

Algunos ecos de Dante y Lowry alcanzaron a Woody Allen. En Deconstructing Harry (también conocida como Los secretos de Harry o Desmontando a Harry), hay una escena en la que el personaje interpretado por Allen baja al infierno en un ascensor, mientras se oye una voz femenina que va anunciando por los parlantes el paso por cada nivel infernal: quinto nivel, tales pecadores; sexto nivel, tales otros… Al pasar por el séptimo nivel —no por el octavo—, la voz anuncia: “Séptimo piso, la Prensa: lo siento, el sitio está lleno” (Floor seven, the Media: sorry, that floor is all filled up). La escena sigue hasta que Harry Block se encuentra con el mismísimo Diablo (Billy Crystal).

Deconstructing Harry (Woody Allen, 1997)
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Hablando del Diablo: se sabe que él tiene su propio diccionario, el cual fue redactado nada menos que por un periodista: Ambrose Bierce. En su irónico Diccionario del diablo, Bierce define un elemento de trabajo esencial para escritores y periodistas: la tinta…


Tinta,
s. Innoble compuesto de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se usa principalmente para facilitar la propagación de la idiotez y promover el crimen intelectual. Las cualidades de la tinta son peculiares y contradictorias: puede emplearse para hacer reputaciones y para deshacerlas; blanquearlas y ennegrecerlas; pero su aplicación más común y aceptada es a modo de cemento para unir las piedras en el edificio de la fama, y de agua de cal para esconder la miserable calidad del material. Hay personas, llamadas periodistas, que han inventado baños de tinta, en los que algunos pagan para entrar, y otros pagan por salir. Con frecuencia ocurre que el que ha pagado para entrar, paga el doble con tal de salir”.

Por supuesto que los periodistas fraudulentos no existen… pero que los hay, los hay. ¿Pagan justos por pecadores? ¿O será el típico caso de “hazte fama…”?

J. Jonah Jameson (creado por Stan Lee)

Otro ejemplo literario de mala imagen periodística: en el episodio 7 del Ulises, Leopold Bloom —que vende publicidad para un diario de Dublin— nos permite leer en su flujo de conciencia cuáles son sus pensamientos acerca de los periodistas:


“Curiosa la forma en que estos hombres de prensa viran cuando olfatean alguna nueva oportunidad. Veletas. Saben soplar frío y caliente. No se sabría a quien creer. Una historia buena hasta que uno escucha la próxima. Se ponen de vuelta y media entre ellos en los diarios y después no ha pasado nada. Tan amigos como antes”.

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“Funny the way those newspaper men veer about when they get wind of a new opening. Weathercocks. Hot and cold in the same breath. Wouldn’t know which to believe. One story good till you hear the next. Go for one another baldheaded in the papers and then all blows over. Hail fellow well met the next moment”.

Por lo visto, dentro de la literatura, el periodismo sencillamente tiene mala prensa. Pero, ¿por qué? Quizás porque periodismo y literatura no son tan cercanos como podría parecer, y la literatura desea que esa diferencia se note. Fogwill, en Los libros de la guerra —una selección inteligente y picante de lo que él, no en vano, llama sus “intervenciones de prensa”— incluye un artículo de 1984 titulado “El periodismo no es para nosotros”; en ese artículo, con el filoso bisturí de su prosa, Fogwill “interviene” quirúrgicamente las posiciones relativas de ambas actividades:


“Los periodistas escriben en los medios a los que —como suele decirse— ‘pertenecen’. El valor periodístico de un texto sobre Calcuta, se calcula por la coincidencia entre lo que es Calcuta y lo que enuncia el texto. El valor literario de un texto sobre Calcuta se mide por su diferencia con Calcuta y por su semejanza con los deseos del escritor.” […]

“La afinidad entre ambas actividades no va más allá del acto mecánico de escribir. Son semejanzas de superficie. La afinidad de fondo de la literatura se establece con la composición musical, la especulación filosófica, la matemática, la teología y la pintura. La escritura tiene más en común con los oficios del asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que con la profesión de periodista.” […]

“El concepto de ‘profesión’ alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. Los profesionales hacen lo prescripto, lo necesario. Los artistas hacen lo inesperado, lo innecesario, que por obra de arte se convierte en imprescindible. Mientras en una profesión —por ejemplo, el periodismo— se recompensa con salarios y rangos el buen cumplimiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, lectores y anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra.”

De ahí que Fogwill concluya su artículo definiéndose no como un “auténtico profesional”, sino como “un escritor”. Ser escritor es también el título de un libro de Abelardo Castillo, donde este otro escritor argentino también se expide sobre el tema:


“Un escritor profesional es un artesano aplicado, que puede escribir casi sobre cualquier cosa. […] Lo que hace es parecido al trabajo periodístico: escríbame sobre aquel incendio o aquel mafioso, pero escríbalo ya. El escritor, el poeta, es cualquier cosa menos un profesional; salvo que le demos a la palabra
profesión su antiguo valor etimológico, el de profesar, como cuando decimos que se profesa una idea, una religión, ciertas convicciones. Únicamente en ese sentido el escritor es un profesional: pero entonces no escribe artesanalmente, escribe lo que debe o lo que puede. Tengo mis serias dudas de que un buen escritor pueda escribir sobre cualquier cosa. Incluso cuando imagina escribir “a pedido” es porque ese pedido coincide con algo que, íntimamente, él quería escribir o le importaba escribir”.

Quizás esa distancia que marcaba Fogwill es la que hace que, vistos en bloque desde la literatura, los periodistas parezcan marchar, no como los santos del jazz, sino como los demonios que acompañaban a Dante por el octavo círculo del infierno.

El jazz y el infierno confluyen en un álbum llamado, precisamente, Jazz From Hell, compuesto por Frank Zappa en 1986. Cierta vez, un periodista que lo entrevistaba le preguntó a Zappa qué haría si un día estuviera a punto de convertirse en un viejo sin inspiración. Zappa contestó: “Me volvería periodista”. En otras palabras: lo mandó al demonio.

¿Fraudulentos sin inspiración, máquinas de escribir por encargo, demonios alejados de todo arte? No conviene caer en una generalización precipitada. Hay grandes escritores que ejercieron el periodismo: en su artículo, Fogwill destaca a Borges, Arlt y al ejemplar Rodolfo Walsh; podemos agregar también a Fresán, a Onetti, a Hemingway… Cuando recordamos estos y otros nombres por el estilo, nos dan ganas de redimir del infierno a toda la especie. Y también de saludarla, por qué no, hoy 7 de junio: feliz día, periodistas.

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Imagen: J. Jonah Jameson, el inescrupuloso director del Daily Bugle en la historieta del Hombre Araña.