Por Martín Cristal
Segunda parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en esta segunda parte, a los primeros intentos de narrar por escrito.
[Leer la primera parte]
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Entonces, manos a la obra. ¿Por dónde se empieza a ser escritor cuando uno tiene 22 años? Pensé un rato y me dije: “necesito una máquina de escribir”.
Tomé prestada la pesada Olivetti de mi papá y me la llevé a mi cuarto. Puse una hoja en el rodillo y me senté a escribir. Sólo que no escribí nada, porque no tenía nada para escribir. ¿Había escrito algo, alguna vez?
Veamos: el 1º de enero de 1980 mi papá me había regalado un grueso cuaderno chino, que a su vez alguien le había regalado a él. En el lomo, en letras doradas, traía escrita la palabra Diary: su finalidad era llevar un diario íntimo. A mí me gustó la idea y me apliqué inmediatamente a llenarlo. El cuaderno me duró varios años hasta que lo completé, con todo tipo de observaciones infantiles. Incluso recuerdo que cierto día consigné la típica entrada, ésa que luego de la fecha del día dice: Hoy no me ha pasado nada.
Unos diez años más tarde, ya en la secundaria, el profesor de Lógica y Filosofía nos encargó el primer trabajo práctico del año, consistente en escribir una hoja completa con lo que fuera. Tema libre. No sé muy bien qué se proponía el profesor con esa consigna. Para algunos era una consigna ridícula, mientras para otros resultaba hasta complicada. A mí me encantó hacerlo: escribí un texto sobre mis gustos, en prosa poética, una larga aliteración de “me gusta esto” y “me gusta lo otro”. Después resultó que había que leerlo enfrente de la clase. Cuando terminé, mis compañeros aplaudieron: sorpresa.
Había escrito también los típicos poemas adolescentes de amor no correspondido, esos poemas secretos que, para que nadie los lea, uno deja siempre sobre la mesa donde todos podrán verlos.
Y, ya a los 21 años, un compañero de trabajo, que era muy buen dibujante, me preguntó si yo no tenía algún argumento para una historieta. Él quería hacer una historieta corta para enviarla a una revista de Buenos Aires y ver si se la publicaban; pero no tenía ningún guión para empezar. Le dije que si se me ocurría algo, lo escribiría y se lo pasaría. Pensando en eso, esa misma semana se me ocurrió una historia: la escribí a mano y fotocopié las hojas para dárselas. Aquel cuento se titulaba “Garage” y a mi amigo le gustó. Llegamos a discutir su traducción en imágenes y todo, pero al poco tiempo él se cambió de trabajo y pronto dejamos de vernos. La historieta nunca se concretó, pero yo ya tenía un cuento escrito.
Decidí pasar en limpio “Garage” en la prehistórica Olivetti de mi papá, para ver qué se sentía. Yo no sabía —ni sé— dactilografía. Quedó claro que yo era zurdo: con la izquierda me defendía bastante bien; pero todas las letras que caían bajo el dominio de la mano derecha me salían erradas o grises, sin fuerza. Además demoré una eternidad, y me molestaba muchísimo no poder enmendar los errores inmediatamente, cosa a la que ya me había acostumbrado en mi trabajo, porque ahí usaba computadora.
A pesar de mi evidente impericia, escribí dos cuentos más en aquella máquina, titulados “Blues de la solitaria” y “Espacios verdes”. Ya tenía tres cuentos. De inmediato secuestré a un par de amigos y los obligué a que leyeran mis “obras completas”.
Sus observaciones me irritaron. “Esto no se entiende”, decía uno, respetuosamente. ¿Pero cómo no se va entender si está clarísimo? Éste no sabe leer, pensaba yo. “El final de este cuento es muy parecido al de aquél”, decía el otro. Pero, ¡si son completamente diferentes!, pensaba yo.
Recién empezaba y ya era un escritor incomprendido.
Esto me sucedió muchas veces. La verdad es que cuando mis amigos se iban, yo releía, cambiaba muchas cosas y, por lo general, tenía que admitir que las historias mejoraban. Era lógico lo que sucedía: yo mostraba lo que escribía demasiado pronto, con la ingenuidad de no haberlo leído yo mismo ni siquiera un par de veces. Acababa de descubrir que yo no era un genio y que tendría que corregir lo escrito siempre.
Otro descubrimiento me anuló por un tiempo. En materia de estilo, de pronto todos mis cuentos me parecieron peligrosamente cortazarianos. Había leído demasiados libros de Cortázar uno detrás del otro, y ahora no sabía cómo salir de ese bestiario.
Obtuve la solución de un amigo fotógrafo que, sin hablar de literatura sino de su propio arte, me dijo: “hay que tener muchas influencias; si uno tiene una sola influencia, entonces está copiando”. Comprendí que es una trampa común a todo escritor novato el creer que un único autor conforma la literatura toda. La solución era no apurarse y seguir leyendo a otros autores.
Me pasé a Borges. Al poco tiempo estaba en la misma situación. Atrapado en un laberinto borgeano, lleno de puntos y comas.
Fue así que me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Uno escribe de lo que vive, pero también de lo que lee. No había que descuidar entonces ese importante 50%.
Resuelto ese problema, me di cuenta de que era necesario definir muchas otras cosas más. El arte lo exigía: cuanto antes tuviera las cosas claras conmigo mismo, antes podría empezar a escribir. Soluciones que funcionan para un autor no necesariamente le sirven a otro. Hay que encontrarse. Definirse artísticamente es delimitar un campo de acción, de intereses y de estéticas. Siempre con cuidado de no confundir definirse con confinarse. Había que proponerse ciertos límites que fueran elásticos y autodestructibles.
Tomé un bloc de hojas y con una lapicera escribí para mí mismo una serie de reflexiones acerca de diversos temas relacionados con el arte en general y la literatura en particular. Era una especie de ensayo, un manifiesto personal —que, para evitar contrariedades, no le mostré a nadie—, donde por mis propios medios intentaba contestar a las preguntas: “¿Por qué el arte?” “¿Por qué escribir?” y “¿Cómo hacerlo?”
Dentro de esta última pregunta se incluía una cuestión importante: ¿había que estudiar Letras o no? Por vago decidí que no, y de inmediato me dediqué a justificar mi decisión con otros motivos. Por ejemplo, le eché la culpa a todos los buenos escritores que nunca habían necesitado estudiar Letras. Listo: a otra cosa.
En 1996 me mudé con tres amigos más de Córdoba a Buenos Aires para terminar la carrera, aunque a mí la publicidad ya no me interesaba casi nada.
Mentalmente, la mudanza a Buenos Aires fue el comienzo de otro capítulo. Mis amigos tenían computadora: fue a partir de ahí que comencé a escribir con regularidad. Mientras, me tragué religiosamente un par de librejos de ortografía y gramática. Para sobrevivir conseguí un trabajo: diseñador gráfico en una editorial de revistas de medicina veterinaria. Cuando podía, también escribía ahí, a escondidas de mis jefes.
Al año y medio sumaba unos veinte cuentos escritos. Tenía ya 25 años y muchas ganas de ver esos cuentos publicados en forma de libro. Me alentaban los casos que conocía de ciertos autores famosos que habían publicado sus primeras obras cuando todavía eran muy jóvenes: mi “ejemplo estrella” era Bioy Casares. “¡Publicó su primer libro a los 14 años!” le decía yo a quien cuestionara mis intenciones. “Sí, es cierto que ese primer libro suyo no fue muy bueno. ¡Pero empezando así fue que pudo escribir uno bueno a los 27! Y yo ya tengo 25. ¡Soy un anciano!”. Así decía yo.
La verdad es que no tenía ni idea de cuáles eran las alternativas editoriales. Publicar primero un cuento en alguna revista, por ejemplo, ni se me había cruzado por la cabeza. Ir a las editoriales con el manuscrito, tampoco. En realidad me había armado mi propio plan ideal: consistía, primero, en ahorrar; luego, en proponer donde trabajaba que me imprimieran el libro en su propia imprenta, por el menor costo posible; y por fin, con el libro listo, en regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos.
Estaba convencido de que eso era lo mejor: no entrar en el aparato comercial, evitar el circuito editorial. Mantenerse puro…
(Esas cosas hoy me parecen bastante ingenuas; pero, en aquellos tiempos, yo pensaba así.)
Entonces tuve que pasar por un trance amargo: me hablaron a Buenos Aires para decirme que a mi papá le había dado un infarto. Lo iban a operar de urgencia.
[Leer la tercera parte]
Unas cuantas coincidencias entre el texto y mi propia experiencia (no demasiado extensa, pero experiencia al fin). Eso de formar un estilo propio con retazos de la literatura es bastante complicado, generalmente uno se aferra a un solo color y una sola textura y acaba por parecer una copia.
A decir verdad, no sé cómo llegué acá, de palabra en palabra, de sitio en sitio -pequeña mariposa informática-, pero los escritos me resultaron fascinantes. Si no me equivoco empecé a buscar después de encontrarme repentinamente con un «Yo te adoro, Aznavour» que me dejó maravillada tanto por la hermosa simpleza de la historia, como las reflexiones y la magia, el encanto de las palabras (y me también reprocho un poco por no haber leído estos textos mucho antes).
En fin, mis humildes felicitaciones, y seguiré dándome vueltas por acá.
Impresionantemente divertido… y real, como te imaginarás. Leyendo esto tuyo y con lo hablado con otros amigos escritores, esta es una historia de nunca acabar, en la que a todos nos pasan en esencia las mismas cosas. Y, para quien no haya probado la experiencia de la máquina de escribir (yo tengo dos y han sido usadas hasta casi despedazarlas), no sabe lo que se pierde.
Saludos.
Maga: te agradezco mucho las visitas que prometés y todo lo que decís, sobre todo de ese cuento, que todavía me gusta mucho.
¿Por qué tanta afinidad con lo francés? ¿Viviste allá o sos una libre-prisionera de Cortázar, como lo fui yo durante mucho tiempo?
Guillermo B.: Decís «Impresionantemente divertido… y real, como te imaginarás.» El tema es ése, que no me lo imagino: para mí fue real…
Por cierto, la máquina de escribir de la foto es justo la que usé en ese entonces, una Olivetti Lexicon, más pesada que un tanque de guerra. ¿Cuáles son esas que usaste vos?
Supongo que debería definirme como una libre-prisionera de ese hechizo inagotable que tiene Cortázar sobre los lectores. Me hubiera gustado vivir allá, sin embargo; París, al igual que el misterio de Inglaterra-Escocia-Irlanda con sus corros de hadas, es uno de esos puntos en el mapa que más me cautivan.
Por cierto, siempre quise experimentar con una máquina de escribir, aunque no tuve la suerte hasta ahora.
Hola, Martín, me encantaría mentirte diciendo que usé una Olivetti o una Smith Corona, pero las mías son una Brother y una Rover 500. La Brother es un pequeño monstruo japonés, indestructible y suave a pesar de su tosquedad; como le perteneció a mi amado abuelo (por él ando en todo esto), pues es una verdadera joya para mí. La Rover es una cuadrada belleza italiana, de un tamaño medio inmanejable, pero ruidosa como me gustan. Tu Olivetti es una obra maestra…
Yo tenía una Olivetti Lettera 32. Una portátil que me acompañó toda la carrera de periodismo y que me permitió ejercitar la habilidad de no equivocarme tanto para no tener que borronear las hojas. Aún extraño el sonido de los tipos golpeando el rodillo. La conservo. Está en uno de los estantes de mi librero en la oficina. Sé que ahí comenzó a forjarse una buena parte de lo que soy actualmente.
Un saludo.
Édgar: Ah, sí, el sonido… Muchos escritores «de máquina» hicieron referencia a la «musicalidad» del acto de escribir con una. En el futuro —pronto— eso se leerá como un comentario típico de escritor del siglo XX. Pluma, máquina, compu… Mutaciones: siempre algo se gana y algo se pierde… Saludos.
No se como llegué a tu blog, creo que fue por el artículo de DANTE y el limbo, que me pareció bastante entretenido y muy cierto… como fuese, llegué a este artículo que me ha dejado atónito y me identificado profundamente (quizás a todo iniciado, pero al fín y al cabo, eso es lo que soy).
A diferencia de tu escrito, creo que es más sano para todos no contar de mi vida (ya sea por que no tengo tu soltura y recien estoy en la etapa de «no sería malo publicar algo, ¿no?), pero si quiero agradecerte por este espacio, por este artículo y por todos los otros.
Un saludo desde Chile pero en Argentina.
Pablo: Gracias, me alegro de que el texto te sirva… no sé, ¿de espejo? En todo caso, aprovechalo, cualquier orientación en esta etapa resulta fundamental, como se verá en la tercera parte de este texto, la semana próxima… Saludos.
Vengo desde el blog Hablando del asunto. Celebro haber aterrizado acá, me gusta lo que leo. Volveré, volveré…
Estrella: gracias, bienvenida cuando quieras.
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