Por Martín Cristal
El sábado, durante el almuerzo, mi chica me iba a contar algo que soñó, pero apenas me dijo “anoche soñé que…”, recordé de un solo golpe que yo también había tenido dos sueños. Dos y no sólo uno, como había creído al despertar.
En el primer sueño, una araña estaba dentro de un vaso transparente, y cada vez que yo la sacaba de ahí sacudiendo el vaso hacia una pared —porque yo necesitaba ese vaso—, el bicho volvía a meterse ni bien el vaso tocaba otra vez la mesa. Volvía al vaso a una velocidad asombrosa, tantas veces que al fin me obligó a buscar el pilón de un mortero para meterlo en el vaso y triturar a la araña en el fondo. El sueño se interrumpió antes de que lo hiciera. En mi memoria, la araña se impuso: cuando desperté, sólo recordaba este sueño, y nada del segundo, que sólo volvió a la hora del almuerzo, cuando mi chica dijo “anoche soñé que”.
En el segundo sueño, mi padre agonizaba en un hospital. No lo veía porque yo estaba afuera de su habitación. Recuerdo una luz lechosa, verdiblanca. También una ventana, la punta de una cama a contraluz (la punta de los pies). Y la sensación. Recuerdo la sensación. Algo como peso, impotencia, desasosiego, tristeza, bronca. Una tensión brutal entre resignación y negación. Este sueño (creo) también se interrumpía antes de que llegara la muerte.
Después del almuerzo, mi padre me habló por teléfono. Quería decirme dos cosas, pero sólo recordaba una de ellas (algo sobre un paquete que había llegado para mí desde México). Mi padre tiene setenta y cinco años, y la memoria le falla cada día un poco más; a mí también, pero por lo pronto se me nota menos. Esto, que a veces me irrita, porque perdemos un tiempazo en el teléfono mientras él trata de recordar por qué me llamó, esta vez fue como un remanso. Lo dejé dudar, pensar, hacer memoria, hablar, decirme cualquier cosa, hasta que se acordó de lo otro que quería decirme: que había encontrado, en el fondo de un cajón, el pasaporte ruso con el que mi abuela entró al país en 1923. Me lo describió, y yo escuchaba su voz y me alegré de que estuviéramos ahí, cada uno en su casa, y no en un hospital verdiblanco.
A la tarde me enteré de la muerte de Fogwill. Posteé una foto in memoriam. La foto me gusta porque está desnudo, o porque parece desnudo, pero no por el pecho descubierto, sino por la mirada. Me parece que tiene una mirada desnuda. No sus miradas famosas, la de loco, la de tipo furioso o inteligente, ni tampoco una mirada de indolente o distraído.
Ayer lunes, a la siesta, leí la nota que Carlos Schilling escribió en La Voz para recordar a Fogwill. En esa nota, Schilling arranca diciendo: “Muchas veces soñé la muerte de Fogwill, porque dicen que matar a alguien en sueños le alarga la vida. No sirvió”.
Anoche soñé que una ex compañera del secundario —cuyo nombre no recuerdo y a quien no he vuelto a ver desde entonces— nos llevaba a mi chica y a mí en su auto: nos iba a acercar desde el Nuevocentro Shopping hasta Cañada y San Juan. Mi chica y yo tuvimos que ir en el asiento trasero, porque el del acompañante ya estaba ocupado… por Fogwill.
Fogwill hablaba y hablaba, pero desde atrás no escuchábamos lo que decía, porque la radio estaba prendida. Mientras trepábamos la calle Misiones, la conductora, de repente, cambió de idea: dijo que ya no iba para la zona de Cañada y San Juan, frenó en una esquina cualquiera y nos hizo bajar a todos. Fogwill bajó primero y se alejó. Yo lo despedí diciéndole: “Chau, nos vemos”. La conductora, con cierta saña, dijo: “eh, por qué le decís ‘nos vemos’, si sabés bien que se acaba de morir”. Lo dijo en voz demasiado alta, como para que el propio Fogwill pudiera oír que ya estaba muerto.
El sueño continuó en un supermercado: con mi chica todavía comentábamos la crueldad de la conductora del auto —“¡cómo le va a decir eso!”— mientras yo me arrodillaba para buscar una botella de Pritty, o alguna otra gaseosa de limón, quizás una Schweppes. Estiré la mano para sacar una botella grande de uno de los estantes más bajos y oscuros, y entonces descubrí que el envase estaba abierto: alguien se había tomado casi la mitad. Un empleado del supermercado, mestizo o negro, muy viejo y desdentado (parecido a un trompetista de New Orleans que aparece en una historieta que estoy leyendo por estos días, 100 balas), apareció a mi lado y me señaló acusatoriamente, como si hubiera sido yo el que se había tomado la gaseosa, ahí, en el súper.
Mientras me paraba, murmuré: “la puta que lo parió”. El empleado lo tomó como un insulto personal. Yo no había querido insultarlo a él, era una puteada más bien genérica, por el fastidio de la situación. Quise explicárselo, pero él ya se había dado la media vuelta para ir a buscar al encargado. Supongo que quería echarnos del lugar, pero nosotros no lo íbamos a permitir.
Extraordinario quilombo onírico. Al final, qué había soñado tu chica?
Marce: Ella había soñado que una amiga de España le mostraba las monedas que circulaban por allá. Las de 10 centavos eran botones muy chiquitos, de color rojo. En cambio, las monedas de 1 peso eran una suerte de anillo de goma… pero enormes, como unos salvavidas translúcidos, llenos de agua, sal y otras cositas de colores. Por supuesto, le resultaba inconcebible que alguien pudiera llevar estas monedas para comprar algo en el súper…
Muy bueno Martín. Por si no lo leíste, te paso el enlace de Radar donde salió la evocación de su hija Vera.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-6427-2010-08-29.html
un abrazo
Pingback: Sumario #5 « El pez volador
Qué cagada no? Estuve con Kike hace unos meses y la verdad ni por casualidad me imaginé que se moriría tan rápido, tan imprevistamente. Mantenía su rutina de pileta, gimnasio y esas cosas que venía haciendo desde hace algunos años. En los más de 10 años de laburar con él le conocí momentos más complicados, de una vida, digamos, más enquilombada, pero desde que nacieron José y Pilar, estaba más cuidadoso consigo mismo.
Me sorprendí en su velatorio con lo que han crecido esos pibes. Karina es ahora una señora y no más esa pendeja con la que había hecho esos últimos hijos. Me sentí muy cerca de ella, yo también como una especie de viuda de este tipo que primero fue mi profe, y luego una de mis fuentes de laburo y finalmente un querido amigo.
Kike siempre fue un tipo muy exigente, con él y con los demás. Te exigía pensar y estar atento. Y bancar su lado crítico y hasta cruel por momentos. Pero también era de una generosidad y un desapego por las cosas, inigualable. Y en mi caso, no sólo conocí su lucidez impresionante sino también su capacidad de ver esos detalles que sólo él veía, en cualquier clase de textos (escritos, en publicidades, en reflexiones o implicaturas).
De haberlo conocido me quedaron muchos recuerdos, libros, dedicatorias, algunas filmaciones de laburo y anécdotas. Y la amargura de sentir que este año después de haberse muerto mi viejo en abril, se moría mi otro padre.
Claudio: Sí, tal cual: una cagada.
A Fogwill lo leí por primera vez debido a tu insistencia (y la de Florencia, que de paso rima). Una insistencia que en aquellos días más bien me frenaba, aunque finalmente promovió varias primeras lecturas importantes.
Así que una tarde entré a una librería para comprar Bajo el volcán, de Lowry, y en cambio salí con Cantos de marineros en La Pampa. Lo leí en el avión hacia México. (A Lowry lo leí al volver, cinco años después. En seguida me di cuenta de que leerlo ahí, a la vuelta, me daba mucho más de lo que hubiera obtenido de ese mismo libro de haberlo leído a la ida… por lo que tu recomendación modeló un timing perfecto para dos libros, y no solo para el de Fogwill).
Lamento lo de tu viejo. Lo recuerdo en tu ex casa de Congreso, sobre el fondo de una escalera todavía sin construir, apenas dibujada a lápiz sobre la pared.
Te mando un fuerte abrazo.