¿Arte o entretenimiento? (I)

Por Martín Cristal

Ante la pregunta por el antónimo de “aburrido”, algunas personas suelen contestar que es “divertido”, mientras que otras dicen que es “interesante”. No sin cierta arbitrariedad, ubico entre las primeras a quienes ven la literatura como un mero entretenimiento, mientras que entre las otras siento que han de estar los “pocos sabios” —Cervantes dixit— que entienden la literatura como un arte.

Hay escritores que se vuelcan netamente hacia una vertiente o la otra, lo cual —creo— está bien si no confunden sus objetivos (y si son buenos en lo que hacen, claro). Sin embargo, no podemos pensar en un buen escritor de entretenimiento que no se preocupe por algunas cuestiones formales o estéticas, ni tampoco tolerar a un escritor que, dentro de su programa artístico —sin importar cuán radical sea—, incluya el efecto de lograr nuestro rotundo aburrimiento como lectores.

El equilibrio entre ambas categorías es algo difícil de lograr. Si lo consigue, el precio que el escritor paga por ese equilibrio puede ser un doble desdén: los grandes artistas le dicen que su trabajo es pobre o demasiado simple, mientras que los entertainers lo encuentran demasiado pretencioso o rebuscado.

En el Quijote (I, 48) se discute la calidad de lo escrito y para quiénes escribirlo. Así lo expone el canónigo (las negritas son mías):


“…es más el número de los simples que el de los prudentes; y que puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, á quien, por la mayor parte, toca leer semejantes libros”.

Luego sigue así:


“…estas [comedias teatrales] que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas ó las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan piés ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores que las representan, dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos. […] Y aunque algunas veces he procurado persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia, que dél los saque”.

Y después:


“Decidme: ¿no os acordáis que a poco años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta de estos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron, y suspendieron a todos cuántos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros á los representantes, ellas tres solas, que treinta de las mejores que después acá se han hecho? […] y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á todo el mundo: así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa”.

Quizás después de leer estas razones, Augusto Monterroso decidió acortar con paradójica ironía la distancia entre ambos públicos y —en el famoso decálogo de su novela Lo demás es silencio—  optó por incluir el mandamiento que dice: “Entre mejor escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado”.

De esta misma discusión cervantina se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. [Sigue en el próximo post.]

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