La intersección de Einstein, de Samuel R. Delany

Por Martín Cristal

Al referirme a El juego de Ender, comentaba que uno pronto aprende a relativizar la importancia de algunos premios famosos, sobre todo de aquellos basados en recortes temporales periódicos: éstos siempre proyectan un cono de sombra en el que se hunden obras valiosas. No hay que olvidar que cada entrega de cualquier premio anual siempre deja en segundo o tercer lugar —sin premio— a obras que pueden ser mucho mejores que las premiadas en años anteriores (y viceversa: la obra premiada en algún año de cosecha particularmente floja puede y suele ser peor que la del segundo o tercer puesto de un año en el que el azar haya concentrado muchas obras de gran calidad). La intersección de Einstein, de Samuel R. Delany, ganó el premio Nebula en 1967.

Lo del Nebula habrá sido por lo “nebuloso” de su planteo, digo yo. La novela propone una fantasía de a ratos vívida, pero que a mi juicio no se construye sobre el cimiento de una idea nueva y estimulante, como quería Philip K. Dick para la buena ciencia ficción.

Dicho mal y pronto: el libro no garpa.

El anterior es el juicio de un lector que quizás leyó la obra con expectativas equivocadas, de punta a punta sin averiguar nada antes; un lector que ni se tomó el trabajo de contextualizarla en su época de aparición. (Ahora veo que decir esto tal vez implica la sospecha subyacente de que el libro, con todo y su lirismo, haya envejecido mal).

En todo caso, el anterior es el tipo de juicios personales que, pasada ya la experiencia de lectura, se fijan, inamovibles, más allá de las pacientes explicaciones posteriores que uno pueda recibir. Conclusiones íntimas de lector que de paso también relativizan a futuro ciertas recomendaciones de terceros. Como la de Neil Gaiman, por ejemplo, que suele alabar La intersección de Einstein (y hasta ha prologado alguna de sus ediciones).

Incluso una sinopsis del libro terminaría siendo vaga como su argumento general. Sinteticemos al menos el inicio: en un mundo postapocalíptico, sin que se especifique por qué catástrofe, los humanos son cosa del pasado. Hay una variada paleta de mutantes semifantásticos que intentan seguir adelante con sus vidas, tratando de diferenciarlas en todo lo posible de la de los humanos anteriores. Muchos son deformes, muchos subnormales, muchos tienen algún don. Entre estos mutantes hay un pastor de cuatro manos, Lobey, enamorado de una chica llamada Friza. Cuando Friza muere asesinada, Lobey sale tras el posible asesino, en un relato que a su retorcida manera intentará remedar el mito de Orfeo —quien bajaba a los Infiernos en busca de su amada Eurídice—, narración que sólo se quedará en “una oscuridad deforme y fabulosa”.

Por increíble que pueda parecer, ése era el título original que Delany pretendía ponerle a la novela: A Fabulous, Formless Darkness. Un sincericidio. Desde un punto de vista estrictamente editorial, quien lo convenció de que desistiese de ese título merece una medalla. Aunque The Einstein Intersection, la verdad, se pasa para el otro lado de tan pedante y pretencioso.

Einstein no tiene nada que hacer en esta historia, más que como un marco teórico muy lejano y sostenido con alfileres durante un par de páginas. (En todo caso, el que podría haber figurado en el título era Gödel, a quien también se nombra en esas dos páginas). Pareciera que, con ese título, Delany y sus editores hubieran querido inscribir a esta novela en la corriente de la ciencia ficción más pura y dura, como queriendo disimular la fantasía desbocada y el pastiche reelaborador de mitos que en realidad propone el texto. Lobey y sus camaradas quisieran reinventar sus propios mitos desde cero, no reescribir los mitos humanos… pero se dan cuenta de a poco de que esto no es posible: la vida siempre “se escribe” y se basa en una reelaboración de pasados remotos.

Los diálogos son elusivos, entrecortados y, por momentos, directamente insufribles. Las motivaciones de los personajes son endebles. Exceptuando la búsqueda del asesino de Friza —que va perdiendo sentido cuando vemos que la muerta revive, y muere otra vez, y mejor no sigo porque me rechinan los dientes—, Lobey termina haciendo todo lo que le dicen que haga, sin cuestionarlo:


—Baja allí; busca la bestia, y mátala.
—¡No!
—Es por Friza.
— ¿Cómo? —dije.
Halcón se encogió de hombros. —La Dira sabe. Tienes que aprender a cazar, y a cazar bien. —Y lo dijo de nuevo.
—Estoy dispuesto a probar que soy un hombre y esas cosas. Pero…
— La razón es otra, Lobey.
—Pero…
—Lobey. —La voz de Lo Halcón era débil, aunque firme—. Soy más viejo que tú, y de esto sé más que tú. Toma la espada y la ballesta y baja a la cueva, Lobey. Anda.
[p. 27-28].

Y el boludobey va y lo hace: se mete en una cueva, sin que le hayan dado ni una puta buena razón, por la pura insistencia del otro, para tratar de matar a un enorme toro mutante (ante el personaje llamado Araña, Lobey reacciona con sumisión similar). En el centro de la cueva, de paso, encontrará una antigua computadora parlante. La combinación de minotauros, dragones y computadoras en un mismo espacio y tiempo es difícil de fraguar.

Como si no fuera poco, las copiosas citas que abren cada capítulo sacan al lector de esa fantasía en la que trataba de seguir a Lobey (por más irritante que éste haya podido volverse). En especial, resultan disruptivas y molestas las citas del diario de viaje del propio autor (!), que mientras recorre parte de Europa nos cuenta, cual comentarista de fútbol, cómo le va en la escritura del libro que estamos leyendo. Lejos de parecerme una desobediencia genial, un rasgo de originalidad o algo así, encuentro el recurso torpe y sin sentido. Veinte páginas construyendo una época y un paisaje imaginarios, con dragones y mutantes y minotauros, para tirarlos abajo cada tanto con quince o veinte renglones metaficcionales que no vienen a cuento. Un exceso autoindulgente.

A lo largo del viaje de Lobey, el tono alegórico que emana de la reescritura de mitos superpuestos se vuelve más y más fuerte. Esto lleva al lector a “cálculos de representación”: Niño-Muerte, ¿será algo así como el Diablo? ¿Ojo-Verde podría representar a un Cristo? ¿Araña cumple el rol de Judas? Paloma = Espíritu, ¿o tal vez es el Deseo? Enredados en estas especulaciones paralelas a la historia, el destino del personaje principal nos importa cada vez menos.

Estimo que, con el tiempo, sólo me quedarán la bronca y algunos detalles de color: un machete que es al mismo tiempo una flauta; o el poder de Lobey de adivinar, en cualquier momento, qué canciones suenan en las mentes ajenas. Por lo demás, yo no conseguí adivinar qué canción sonaba en la cabeza de Samuel Delany cuando escribió este libro.

13 pensamientos en “La intersección de Einstein, de Samuel R. Delany

  1. si, este libro siempre he intentado leerlo y me quedo atascado en las primeras paginas. de los minotauros que he leído, es sin duda el más débil de la serie (o de seguro: cuyo comienzo es el mas debil, pues no he ido más alla).

  2. alasdeoso: Coincido, aunque la serie de Minotauros seguramente no sea la misma.

    Ahí paseé un poco por tu blog, muy bueno el comentario sobre la saga de Hyperion, de Dan Simmons. Es uno de los libros que quise buscar por acá durante mi fiebre, aunque fuera el tomo uno, pero no pude conseguirlo. :(

  3. muy bueno, Martín, muy muy bueno. No conozco el libro pero me has hecho el señalado favor de ahorrarme un mal rato. Así, pues, en abstracto, la reseña tiene sus puntas de ferocidad y vitriolo que son raras de encontrar en tanta seudocrítica vernácula y son, por supuesto, expresión de lo mejor de la tradición española en la materia: hay párrafos, como el que incluye el feliz neologismo»sincericidio» simplemente memorables. Por último y a modo de mínima contribución: Araña es, desde luego, Ariadna. ¿Se ha visto algún Teseo entre las computadoras y los minotauros?
    m

  4. En relación a tu comentario sobre los premios, es interesante lo que sucede con lo nobeles. Cada año publican las deliberaciones de los jurados de lo que sucedió cincuenta años antes. En 1961 le otorgaron el premio a un yugoeslavo que al parecer ya nadie lee. En esa terna también estuvieron Lawrence Durrell y Tolkien.

  5. Carlos: El protagonista cumple el rol de Teseo en la escena que cito: debe entrar al laberinto, vencer al Minotauro… Ariadna, en esa escena es la computadora. Araña aparece más tarde… y más que a una Ariadna, se parece a un Judas.

    Octavio: Me intrigaste, ahí lo busqué: es Ivo Andric. Y está editado en la editorial Del Acantilado, eh. ¿Será que igual no lo lee nadie, como decís? Bueno, no tantos como a Tolkien, seguro. Pero, ¿es la popularidad una buena medida para juzgar el acierto de un premio? Es un parámetro, sí, aunque no el único.

    Natalia: Gracias a vos por leer.

  6. Y yo que pensaba que algo había en mí que me hizo quedar bien confundido cuando terminé de leer esa novela. Me parece que tu crítica es buena y tan objetiva como podría ser una opinión personal que, sin embargo, está de acuerdo con muchos otros lectores.

    Saludos!

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