El combustible de la literatura

Por Martín Cristal

“Por distintos motivos me veo en la situación de tener que desarmar una hermosísima biblioteca. Es por eso que organizo un mercadillo de libros”. Así empezaba la invitación que, con la típica viralidad de hoy, me llegó por diferentes vías. Según algunos amigos era una biblioteca grande. Tomé nota sin ilusionarme: el interés que suscita una biblioteca privada no guarda relación directa con su tamaño. Las hay enormes pero caóticas, cementerios verticales sin criterio alguno. Las temáticas pueden ser más valiosas, aunque el tema que las aglutina quizás nos sea indiferente… ¿Por qué ésta era “hermosísima”? ¿De quién era?

El tercer viernes de abril, la curiosidad me llevó hasta un viejo departamento del centro cordobés. Sus luces amarillentas todavía no le ganaban al gris mortecino de la tarde, en retirada tras los vidrios de un patiecito embaldosado. Doce personas escrutaban las mesas cubiertas de libros, los aparadores abiertos y desbordantes de libros, las estanterías, los cajones de libros diseminados en todas las habitaciones. Había libros hasta en la cocina.

El protagonista de una novela de Paul Auster se mudaba a un departamento en Nueva York y, sin dinero para muebles, los emulaba apilando de distintas formas las cajas de libros heredadas de un tío muerto. En este departamento cordobés también era un tío el que había legado sus libros al morir (incluido El palacio de la luna de Auster). El Gran Lector que había vivido entre esas paredes —quizás reconciliando vida y lectura, en lugar de percibirlas con el triste desbalance borgeano—, era el psiquiatra Jorge Alexopoulos. Su sobrina Laura fue quien envió la invitación original.

Previamente, Laura había intentado catalogar el legado de su tío. Uno de sus hermanos residentes en Europa viajó para ayudarla; su estadía se agotó mucho antes de terminar la tarea. Pudieron inventariar 2.400 libros, bastante menos de la mitad de los que encontraron desembalados (todavía les faltaba relevar un depósito entero con cajas de una mudanza pretérita, que habían quedado sin abrir porque el Gran Lector las había ido tapando con más libros). A ojo entonces, pero sin exagerar, estimaron un total de 8.000 títulos. “Nos encanta leer”, me contó Laura, “pero esa cantidad superaba todas nuestras posibilidades”. Y —calculo yo— también las del señor Alexopoulos: para leer 8.000 libros en (pongamos) setenta años de vida, habría que despacharse un título cada tres días, llueva o truene, y empezando desde bebé. Es evidente que, a la larga, todo lector empedernido adquiere algún porcentaje de bibliomanía.

“Separamos todo lo relacionado con la profesión de mi tío para donarlo, tarea nada fácil porque la respuesta de ‘no tenemos lugar’ es más frecuente de lo que quisiéramos”, me explicó Laura, y agregó: “nosotros también nos hemos quedado una buena parte”. El resto lo ofrecieron, primero, a sus amigos más cercanos; después, con la ayuda de sus primos y otros colaboradores, armaron la feria, abierta al público durante todo un fin de semana. Un precio accesible —en promedio, veinte pesos por título— permitiría que cada ejemplar llegara a quien lo valorase tanto como su dueño original. De paso, la familia resolvería el problema del espacio y el traslado. Con los ingresos arreglarían el viejo departamento.

Me llevé una caja llena. Al despedirme, le comenté a Laura que Gabriel Zaid, en sus ensayos de Los demasiados libros, razona entre otras cosas el problema de estas bibliotecas: sus motivos y su desmesura, el costo en dinero, tiempo y espacio (tanto para formarlas como para mantenerlas o desarmarlas). Ella miró alrededor y dijo: “Creo que ese libro estaba por acá en alguna parte”.

El sábado a la siesta volví por más. El departamento ahora se veía luminoso y repleto de lectores, ávidos como hormigas que encontraron la azucarera. Hombro con hombro frente a los mismos estantes, su murmullo ignoraba el calor, el polvo en suspensión, los ácaros y el revoltijo que ellos mismos generaban.

Y sí: era una biblioteca hermosísima. Desdentada ahora que sus libros iban desapareciendo, pero con literatura de la buena recopilada con gran consistencia: seis o siete estantes en sólido amarillo-anagrama, varios más en negro-tusquets, en blanco-seix-barral, en alfaguara-multicolor… Las novedades de los ochenta y los noventa habían sido adquiridas sistemáticamente por el Gran Lector, aunque su curiosidad también se estiraba hasta libros muy recientes de autores locales, nacionales e internacionales.

Había ejemplares de hace veinte años con el plástico protector sin abrir. Había repetidos, en idéntica edición o en dos distintas. Había colecciones completas, diarios, biografías. Libros de editoriales contemporáneas pero con diseños que ya no se ven en librerías. Títulos tempranos de autores que uno ha descubierto hace diez o quince años, pero que el Gran Lector ya seguía desde mucho antes.

No se parecía en nada a comprar en una librería de usados: aquí cada rincón estaba impregnado de una misma presencia. No la de un fantasma, sino la de un hombre de carne y hueso (como prueba: la postal con una mujer desnuda que un amigo encontró dentro de un libro de George Steiner). Deambular entre esas joyas con la posibilidad de llevárselas producía la felicidad ansiosa de los chicos en una caramelería, la codicia y el cálculo de los traficantes de artículos religiosos, el asombrado respeto de los arqueólogos al descubrir un templo antiguo, el atropello de vikingos arrasando una aldea costera. Y también la comodidad de lo familiar: estábamos en una biblioteca.

Completa mi segunda caja, hice la fila para pagar y salir detrás de estudiantes de Psicología, de Filosofía y Letras, arquitectos, artistas, poetas, narradores… Jóvenes y viejos, todos felices con sus hallazgos, siempre a la medida de sus intereses y del nivel de lectura de cada uno. Algunos cebados que llevaban más de lo que podían pagar, tuvieron que dejar varios ejemplares a los pies de la agotada cajera.

ExLibris-AlexopoulosVolví a casa con libros de Pynchon, Foster Wallace, Eugenides, Vonnegut, Ballard, Le Guin, Bernhard, Wilcock, Fogwill, Briante, Gandolfo y siguen las firmas. Varios con la calco de Rubén Libros en la primera página. Varios con la reseña de ese mismo libro recortada del diario y amorosamente doblada tras una solapa. Casi todos con el ex libris del Gran Lector, o estampados con su sello de psiquiatra.

Podrían haber liquidado de una vez todo el lote, por un valor redondeado, con un mercader de libros; en cambio, los Alexopoulos decidieron convertir la disgregación de aquel tesoro en un evento social (sin necesidad de cursar un máster en gestión cultural, y con mejores resultados que Augusto Monterroso en “Cómo me deshice de quinientos libros”). Los lectores, esa entelequia vaporosa e inasible, se volvieron corpóreos e identificables por su convocatoria. No parece que el e-book (inexorable y muy bienvenido por otras razones) vaya a prodigar la alegría de reuniones como ésta.

Los libros de Alexopoulos ya viven en otros estantes. Mañana sus nuevos dueños también se irán de este mundo, y esas bibliotecas se diseminaran otra vez. El combustible de la literatura no son los libros —los cuales conforman un solo texto continuo, con pequeños agregados y supresiones—, sino los lectores. Son ellos los que se extinguen y se regeneran para que ese Texto siga fluyendo de mano en mano, de mente en mente, de biblioteca en biblioteca.

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Crónica publicada en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 9 de mayo de 2013).

11 pensamientos en “El combustible de la literatura

  1. Cómo las matemáticas, las estadísticas y los sistemas me pueden, no voy a dejar pasar este dato — » para leer 8.000 libros en (pongamos) setenta años de vida, habría que despacharse un título cada tres días, llueva o truene, y empezando desde bebé «. Por un lado entristece saber que no puede leer todo lo que hay, sumado a que tampoco podremos oír todas las canciones ni todas las películas ni series de TV; es más, agregale que también uno a veces repite, escucha lo mismo, mira de nuevo el mismo capítulo o inclusive relee un libro porque le gustó y ahí fueron horas, días o semanas. El desafío entonces es saber seleccionar e invertir el tiempo, dejando de pensar en lo que uno se pierde, no?
    Un abrazo y que esos libros no solo sigan viajando entre bibliotecas sino que cumplan su cometido.

  2. Seba, tal cual, invertir el tiempo. Es verdaderamente nuestro único capital. Respecto de los libros, yo me imagino un estante larguísimo pero finito en el que, cada vez que agregás un libro leído por el extremo izquierdo, se cae un libro no leído por el extremo derecho… ¡el problema es que no sabemos cuál es ese que cae, ni qué tan bueno sea! Abrazo, querido, siempre me alegra saber de vos.

  3. Una vez escuché a un psicólogo infantil decir: «Si los padres entendiéramos que los hijos no vienen al mundo a querernos, todo sería bastante más fácil». Así que comparto, Seba, esa idea: si pudiéramos entender (cabalmente) que es imposible abarcarlo todo con los ojos y con la mente, sería casi una forma de combatir este prolapso de la industria cultural que vivimos, atiborrados de cosas. ¡Pero ojo! ¡En el lenguaje se esconde la trampa! Para dejar de pensar en lo que perdemos, tenemos que dejar de pensar en «invertir el tiempo»… como si fuera una moneda. Mejor no invertir, ¡que pase, que pase solo, que pase! (si sufrir, sufrimos todos).
    Abrazo grande

  4. En cuanto a la relectura: Borges decía de Macedonio que tenía pocos libros, pero que se notaba que los había leído mucho. Pasada cierta edad, releer quizás sea la mejor manera de optimizar la calidad de los textos que nos quedan en nuestra inexorable cuenta regresiva.

  5. Diego, está bueno lo que decís, aunque para mí sea mucho pedir. Yo sí creo en invertir el tiempo. El tiempo me duele.

    En todo caso, sí creo en que hay que leer más desprejuiciadamente, sin culpas por abandonar, retomar, releer, fragmentar la lectura, etc. Un poco de eso iba un viejo post de este blog: Formas de leer. Entonces sí la ansiedad por el tiempo ido nos erosiona menos.

  6. Una idea reconfortante es imaginarnos leyendo luego de esta vida, con toda la eternidad para completar y -sobre todo- repetir toda lectura; pero no creo en el más allá.
    Otra, que parece menos mezquina pero aliviadora al fin, es la idea de unos cuantos lectores que nos completarán como tales, que de despeñaran sobre las obras a cuyos abismos no pudimos siquiera asomarnos, unos lectores hijos y alumnos particularmente (a mi me gusta pensarme tentado con esa idea que un más auténtico yo mismo se encargara de derribar para convertir en la más deseable -por su carácter de permanente posibilidad- forma de una ficción). Pero eso no es otra cosa que la misma del párrafo anterior, en una versión más pagana quizá, pero igual de frágil ante la cuantiosa nada.
    Supongo, entonces que (en otra forma de maldecir el tiempo), cada una de nuestras lecturas es desesperada y alerta y también resignada y luego costumbre y sorpresa y mucha filosofía, ya que además del rotundo final, también el azar que lo trae merodea cada página que pasamos, cada palabra que acabamos de leer. Ni qué mencionar el escribir.

  7. Martín, totalmente de acuerdo con vos; el placer de comprar un libro es incomparable, es como suplir una alta adicción pero, es innegable, los lectores son «el combustible de la literatura.» Me gusta leerlo, caballero.

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