Rascacielos, de J. G. Ballard

Por Martín Cristal
Rascacielos-J.G.Ballard

“Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los últimos tres meses”.

Con esa poderosa línea inicial arranca Rascacielos (High-Rise, 1975). El edificio donde transcurre la acción de esta novela de J. G. Ballard tiene cuarenta pisos, veinte ascensores y mil departamentos. Dos plantas —la décima y la trigésima— albergan supermercados, shoppings, servicios, escuelas y las infaltables piletas de natación (siempre siniestras y desoladoras en Ballard). Aunque todos los habitantes son profesionales exitosos, los pisos más altos gozan de un lujo superior al de los pisos inferiores. Un enorme estacionamiento rodea al edificio, y también un lago artificial a medio construir: un desolador óvalo de doscientos metros de diámetro, hecho de puro concreto, sin agua todavía. El paisaje es suburbano, muy en las afueras de una Londres ya insoportable; el edificio más cercano es idéntico, pero está a cuatrocientos metros de distancia.

Los “hechos insólitos” que recordará Laing estructuran la novela en un gradiente de primitivización que va transformando a los habitantes del edificio. En sólo tres meses se produce “un nuevo orden social” generado por la propia arquitectura psicotizante de esa mole de cemento.

Lo de psicotizante es literal y manifiesto: los vecinos van sintiendo un “creciente desdén por la realidad” exterior. Todos se preocupan por mantener las apariencias hacia fuera, mientras en los pasillos del edificio los conflictos sociales son cada vez más violentos y encarnizados.

Las clases enfrentadas son las típicas baja, media y alta, representadas en tres tramos del edificio —pisos inferiores, medios y superiores— y en un habitante/protagonista por cada uno de esos estratos: en el Piso 2, el periodista de TV Richard Wilder (wilder = más salvaje, tendencia que irá revelando el personaje a lo largo de la novela); en el Piso 25 vive el citado doctor Laing; y en el piso 40, con lujoso ático y todo, el mismísimo arquitecto del edificio, el prepotente Anthony Royal (royal = de la realeza, lo que indica la posición social del personaje, contrapuesta a la de Wilder y apenas tolerante respecto de la de Laing, al menos inicialmente).

El edificio es equiparado con una cárcel, con un zoológico, con una pajarera. La violencia de sus entrañas paradójicamente se transforma en una “valiosa forma de cohesión social”. Surgen atavismos: clanes, tribus, demarcaciones territoriales, incluso mediante olores. Las obsesiones son tres: comida, seguridad y sexo. Sin embargo, cuando el lector ya ha aceptado esa idea de regresión social que rige el libro, Ballard ofrece (sin disimulos narrativos) otra interpretación, de corte psicológico. La pone en boca de un vecino de Laing, el homosexual Adrian Talbot:

No es cierto que vayamos todos hacia un estado de primitivismo feliz. Aquí el modelo no es tanto el yo salvaje como el yo postfreudiano sin inocencia, dañado por una excesiva indulgencia en el entrenamiento de las funciones del cuerpo, un destete tardío, y padres afectuosos… Sin duda una mezcla más peligrosa que aquellas que nuestros antepasados victorianos tuvieron que soportar. Todos los de aquí han tenido infancias felices, sin excepción, y sin embargo están furiosos. Quizás no les dieron oportunidad de ser perversos… [154]

La figura del arquitecto Anthony Royal, frecuentemente “de pie en una de sus poses mesiánicas en el parapeto del ático”, recuerda la arrogancia de otro arquitecto parado en las cumbres de sus construcciones: el Howard Roark de las líneas finales de El manantial. Tomando esta similitud como punto de apoyo, se puede decir que en Rascacielos Ballard extrapola las consecuencias de una doctrina egoísta como la de la autora de El manantial, Ayn Rand.

La maestría de Ballard en Rascacielos consiste, primero, en optar por ese inicio in medias res, y luego en desarrollar un perfecto degradado de violencia —en el sentido de imperceptible degradé, pero también de inexorable degradación—, un minucioso crescendo en el que cada hecho en principio no parece mucho más terrible que el inmediato anterior (aunque cada tanto, sí, haya un hito que sacuda la historia del conflicto de clases que va derruyendo el edificio). El disfrute de la lectura se produce en el inteligentísimo continuum con que Ballard conduce este procedimiento: cuando los vecinos y el lector se quieren dar cuenta, el edificio ya es un sistema de cavernas oscuras, un laberinto vertical graffiteado y peligroso. Un espacio inhóspito en el que cada departamento se ve como una cueva en un acantilado, en la segunda mitad del siglo XX, pero enfrentándose a “un futuro que había llegado ya, un futuro agotado”.

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