2666: La parte de Archimboldi

Por Martín Cristal

Ya hablamos del título, y también de las otras partes de 2666. Aquí el final de nuestro recorrido por la gran novela póstuma de Roberto Bolaño. La quinta y última sección de la novela: «La parte de Archimboldi».

5. “La parte de Archimboldi”

La prosa de Bolaño abandona el camuflaje forense de «La parte de los crímenes» y vuelve con su fuerza narrativa y su ironía habituales para desplegar la biografía de Benno von Archimboldi (seudónimo de Hans Reiter): niño-alga adorador de la fauna y flora submarinas, luego soldado temerario o suicida en el frente soviético, que irá desarrollándose lentamente como persona y como escritor.

La digresión vuelve a ser la estrategia para multiplicar los derroteros del relato, en el que se van intercalando —entre las hazañas de guerra o una noche de sexo en el castillo del conde Drácula— las lecturas iniciáticas de Reiter: primero un libro de divulgación sobre animales y plantas del litoral europeo; luego llega la gran literatura, cuando un amigo pone en sus manos el Parsifal de Wolfram von Eschenbach (la diferencia entre un libro divulgativo y uno literario, le explica su amigo Halder, consistía “en la belleza, en la belleza de la historia que se contaba y en la belleza de las palabras con que se contaba esa historia”); y más tarde, durante la guerra, el diario de un judío ruso: Boris Ansky, lectura crucial que se lleva varias páginas de esta parte.

Bolaño aprovecha el diario de Ansky para colar la historia del escritor ruso Efraim Ivánov, la cual ironiza sobre las ansias de éxito, la fama, el arribismo y el coqueteo de los escritores con el poder (en este caso, el poder soviético):


Para Ivánov un escritor de verdad, un artista y un creador de verdad era básicamente una persona responsable y con cierto grado de madurez. Un escritor de verdad tenía que saber escuchar y saber actuar en el momento justo. Tenía que ser razonablemente oportunista y razonablemente culto. La cultura excesiva despierta recelos y rencores. El oportunismo excesivo despierta sospechas. Un escritor de verdad tenía que ser alguien razonablemente tranquilo, un hombre con sentido común. Ni hablar demasiado alto ni provocar polémicas. Tenía que ser razonablemente simpático y tenía que saber no granjearse enemigos gratuitos. Sobre todo, no alzar la voz, a menos que todos los demás la alzaran. Un escritor de verdad tenía que saber que detrás de él está la Asociación de Escritores, el Sindicato de Artistas, la Confederación de Trabajadores de la Literatura, la Casa del Poeta. ¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una iglesia?, se preguntaba Efraim Ivánov. Se quita el sombrero. Admitamos que no se santigüe. De acuerdo, que no se santigüe. Somos modernos. ¡Pero lo menos que puede hacer es descubrirse la cabeza! Los escritores adolescentes, por el contrario, entraban en una iglesia y no se quitaban el sombrero ni aunque los molieran a palos, que era, lamentablemente, lo que al final pasaba. Y no sólo no se quitaban el sombrero: se reían, bostezaban, hacían mariconadas, se tiraban flatulencias. Algunos incluso aplaudían.
(p. 892).

La muerte del judío Ansky conmueve al soldado alemán Hans Reiter, quien sin embargo no se lleva el diario consigo: lo deja donde lo encontró para “que ahora lo encuentre otro”. También lo conmueve, pero en un sentido más violento, la historia que le cuenta un tal Sammer en el campamento de prisioneros donde cae Reiter al finalizar la guerra. La historia de Sammer también involucra el exterminio de los judíos, otra de las crueldades de las que da cuenta 2666.

La posguerra es la época de la vida en pareja y del inicio como escritor: alquila una máquina de escribir, escribe su primera novela, elige su seudónimo y busca (y encuentra) un editor, Bubis, que confía en el talento de Archimboldi aunque al principio sus libros no se vendan o los críticos no sepan qué decir sobre su obra. Aquí vuelven las consideraciones explícitas sobre literatura que abundaban en «La parte de los críticos». Por ejemplo, sobre la secreta relación entre las obras menores y las mayores:

«Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba […]. Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras… (p. 982-983).

El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.

¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. (p. 985)

Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla. (p. 989)

A ésta se le suman otras consideraciones sobre la fama y sobre el progreso del escritor, su trabajo, su concepción siempre particular de la literatura. Y también el cortejo al editor, y el de éste a los críticos. Y los adelantos. Y un jocoso catálogo de erratas famosas (lapsus cálami). Y una alegoría sobre el destino común de los escritores ocultos. Y otra sobre cómo los intelectuales ignoran qué parte de su trabajo será la que trascienda (quizás sólo sea la receta para un helado, y no el resto de la obra escrita). Y también, entre todo esto, la vida, la muerte y los motivos por los que un Archimboldi de casi ochenta años de edad decide viajar a Santa Teresa.

A 2666 se la presenta como una novela «inacabada» debido a la muerte de Bolaño, pero no es ése el sabor que me quedó después de tan prolongada lectura. Creo que 2666 es una gran novela; puede que no del todo pulida aquí o allá, pero completa, de ningún modo inacabada. Aunque entre las obras de Bolaño mi favorita siga siendo Los detectives salvajes, la lectura de 2666 es altamente recomendable; quizás no como puerta de ingreso al universo del autor, pero sí como una larga compañía que —luego de haber descubierto ese universo— nos consuele un poco por la pérdida de un talento tan grande.

rbolano

.

Me gusta!

2666: La parte de los crímenes

Por Martín Cristal

Continúo con mi recorrido por 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño. Ya hablamos sobre el título de la novela, y sobre sus primeras tres partes. Aquí discurrimos sobre la cuarta (de cinco): «La parte de los crímenes».

4. “La parte de los crímenes”

La apuesta más alta del libro, la parte más densa de las cinco que lo componen. Bolaño muta otra vez: sus metáforas, siempre tan exuberantes —esas que se desbocan casi hasta convertirse en alegorías de algo misterioso, oculto, terrible y bello a la vez—, aquí se retraen, contenidas por un ritmo de prontuario policial, un lenguaje seco, forense, que apenas se permite algunos momentos de poesía (muy pocos si se compara con las otras cuatro partes) y casi nada de su habitual humor: esta parte de 2666 no es “divertida” sencillamente porque no puede ni debe serlo.

Consiste en 350 páginas de hallazgos de cadáveres, entrelazados con algunas historias intermitentes y teorías truncas sobre los crímenes de Ciudad Juárez y su contexto violento, impune, miserable, machista, terrorífico. Bolaño busca desbordar al lector, hartarlo, indignarlo; lo lleva hasta el límite del asco mediante la variación y repetición —es decir, el ritmo— de los asesinatos. La ficcional Santa Teresa, en el desértico estado de Sonora, es reflejo fiel de la Ciudad Juárez mexicana, y también de la cita de Baudelaire que abre el libro: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.

Ese “horror” que capta Bolaño va más allá de los asesinatos de mujeres: se presenta también en los abusos policiales, en las vejaciones, en la violencia de las cárceles y la frialdad de los manicomios, y también en el fordismo de las maquiladoras (sueldos de miseria, horarios inhumanos, despidos por querer organizar un sindicato…).

La descripción de las heridas en los cadáveres es insistente, y por momentos tiene algo de homérica:


«…destinado a morir: la lanza se clavó en la unión de la cabeza con el cuello, en la primera vértebra, y cortó ambos ligamentos…»
(Ilíada, muerte de Arquéloco).

«La muerte se la habían producido las cuchilladas que exhibía en el tórax y en el cuello, y que afectaban los dos pulmones y múltiples arterias» (2666, muerte de María de la Luz Romero).

Pero si en la Ilíada las heridas, tan detalladas, indican una muerte que equivale a gloria y honor (porque se producen en combate, de hombre a hombre, con armas iguales), aquí señalan crueldad y cobardía, miseria, anonimato, olvido: mujeres violadas, tiros en la nuca, estrangulamientos, cadáveres NN, casos que se cierran sin resolverse…

2666rigola-efe

Lo central me parece lo siguiente: si en Los detectives salvajes Bolaño se enfocó en los infrarrealistas —un grupo under de poetas del DF de los años setenta, que en su momento fue casi desconocido, o al que algunos conocían pero casi sin considerarlos poetas— y, fabulando sobre su propio pasado entre aquellos poetas, consiguió darles un cuerpo ficcional hasta elevarlos a la estatura de mito (a punto tal que hoy ya hay quienes se han puesto a estudiar y desentrañar la correspondencia de los personajes de esa novela con personas de la vida real), en “La parte de los crímenes” Bolaño vuelve a un esfuerzo similar, pero en la dirección contraria: del mito nos devuelve a lo concreto. Bolaño toma el mito compacto de “Las muertas de Juárez”, ese relato ya instalado en la sociedad, un bloque del que pareciera que ya no es necesario hablar porque es un cuento conocido y sin final, y lo baja al plano detallado de lo múltiple, le da entidad pormenorizada a eso que, por acumulación y costumbre, llamamos en bloque “Las muertas de Juárez”. Toma a esas “muertas” indiferenciadas por nuestra indiferencia y las convierte en mujeres particulares, con un rostro preciso y un determinado color de cabello, con ciertas trazas y señales, vestidas de tal y cual manera, con tales y cuales trabajos, aspiraciones, parientes y amantes. Son personas. Asesinadas. Muchísimas, demasiadas. El que sea ficción no le resta horror al asunto, porque la ficción se rige por la verosimilitud, y no hay nada más horroroso que el hecho de que los crímenes de Ciudad Juárez sean verosímiles, y aun peor: verdaderos.

La Santa Teresa de Bolaño —cuyas calles son “oscuras, similares a agujeros negros”— funciona, precisamente, como un agujero negro: un punto donde lo que sucede es tan oscuro y grave, un punto de tanta gravedad, que hasta la luz cae y se pierde en él. Un agujero que arrastra a todos, no importa cuán lejos hayan nacido. Cesárea Tinajero, Ulises Lima, Arturo Belano, Lupe y Juan García Madero, Amalfitano y su hija, Oscar Fate, los críticos europeos —Pelletier, Espinoza, Norton—, y hasta el enigmático Archimboldi (en la quinta parte de 2666): todos ellos, terminan siendo atraídos por el agujero negro de Santa Teresa.

_______
Imagen: Escena de la adaptación teatral de la novela, dirigida por Álex Rigola y estrenada en 2007. (Fuente: www.publico.es – EFE).

Me gusta!

2666: los críticos, Amalfitano y Fate

Por Martín Cristal

En un artículo anterior ya me referí al misterio del título de 2666, la gran novela póstuma de Roberto Bolaño. Aquí empiezo a recorrer la novela parte por parte, arrancando con las tres primeras (de cinco): «La parte de los críticos», «La parte de Amalfitano» y «La parte de Fate».

1. “La parte de los críticos”

Cuatro críticos literarios europeos se conocen y estrechan relaciones a partir de su interés por la obra de Benno von Archimboldi: un escritor oculto, una especie de Salinger alemán, aunque más prolífico que Salinger. No hay que confundirlo —o quizás sí— con J. M. G. Arcimboldi, novelista francés al que se menciona un par de veces en Los detectives salvajes (y cuyas iniciales coinciden con las del Nobel 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio). En ambas novelas, Archimboldi/Arcimboldi figura como autor de un texto borgeanamente titulado La rosa ilimitada, como si Bolaño, en 1998, ya hubiera entrevisto al personaje central de 2666 sin definirlo del todo todavía: francés en lugar de alemán, con un nombre que todavía no era el definitivo…

Siguiendo el rastro difuso de su admirado escritor, los críticos terminan visitando un “páramo cultural”: la ciudad de Santa Teresa, en el estado de Sonora (México), ciudad ficcional por la que también pasaron Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives…, y que se calca sobre la verdadera Ciudad Juárez.

Bolaño despliega su máxima plasticidad poética cuando narra los sueños de los personajes. Y ya que sus personajes son críticos, Bolaño aprovecha para interpolar consideraciones literarias o artísticas: plantea una paradoja para preguntarse hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro; margina a la crítica “ultraconcreta”, que aporta datos pero no tiene ideas propias (una “arqueología de la fotocopiadora”); presenta a la obra de un autor como el campo de batalla donde críticos contrapuestos buscarán imponer su lectura, una “lectura que va a durar”; caracteriza a los escritores e intelectuales mexicanos como cortesanos seducidos por el Estado. Como siempre, Bolaño equilibra magistralmente lo vital y lo literario.

Como curiosidad: hay un cameo de Rodrigo Fresán en Kensington Gardens. A lo largo de 2666, Bolaño también se las arregla para nombrar a otros amigos suyos: Vila-Matas, Rey Rosa, Villoro…

Otra vez el viaje en busca de un escritor: la misma motivación que en Los detectives salvajes, que arrastra a los protagonistas de ambas novelas al mismo punto del planeta, Santa Teresa. Más allá de esa similitud, en esta “parte de los críticos” no se encuentra aquel relato coral con voces bien diferenciadas, en primera persona, que Bolaño había desplegado en Los detectives…, sino un narrador convencional, en tercera persona y tiempo pasado. La estrategia narrativa principal de Bolaño en esta parte de 2666 es otra: se trata de la digresión fecunda, el aprovechamiento de cada detalle nimio de la historia principal, de cada textura del tronco, para hacer que de ahí nazca una historia nueva, una rama que se sumará a la frondosa fabulación de 2666.

2666-bn

2. “La parte de Amalfitano”

Amalfitano es un profesor universitario chileno que, luego de vivir en Barcelona, recala en la Universidad de Santa Teresa, Sonora, el mismo “páramo cultural” al que más tarde llegarán los críticos de la primera parte. Amalfitano vive con su hija Rosa y, en el patio de su casa, reproduce un ready-made: en la soga para la ropa, cuelga un libro de geometría de Rafael Dieste. (“Se me ocurrió de repente, dijo Amalfitano, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza. Oye, tú cada día estás más loco, dijo Rosa.”). En efecto, el ambiente sórdido y ominoso de Santa Teresa hará mella en la salud mental del viejo profesor.

Si en la primera parte se echó a los intelectuales en México, aquí Bolaño despacha a los de Chile:


En Chile los militares se comportaban como escritores y los escritores, para no ser menos, se comportaban como militares, y los políticos (de todas las tendencias) se comportaban como escritores y como militares, y los diplomáticos se comportaban como querubines cretinos, y los médicos y abogados se comportaban como ladrones, y así hubiera podido seguir hasta la náusea, inasequible al desaliento.
(p.286)

En esta parte, hay un fragmento importante que funciona como una defensa de las novelas “torrenciales”, o totales, al estilo de 2666:


[El farmacéutico] prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía
La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez. (p.289)

“Sangre, heridas mortales y fetidez”: todo eso hay, y de sobra, en la cuarta parte de 2666: “La parte de los crímenes”, la más densa de todo el libro. Pero antes pasemos por la tercera…

3. “La parte de Fate”

Quincy Williams —hay que leer un rato para darse cuenta— es negro o, si se prefiere, afroamericano (“Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?”). Trabaja como periodista para una revista de Harlem, Nueva York. Suele escribir sobre temas sociales pero, debido al fallecimiento del columnista de deportes, es enviado a México para cubrir una pelea de boxeo. Ahí se interesará por los asesinatos de mujeres que se cometen en Santa Teresa, y terminará visitando la cárcel para entrevistar a uno de los inculpados.

Si un nombre es un destino, “destino” es el nombre que Quincy Williams eligió como seudónimo: en su trabajo todos lo conocen como Oscar Fate (fate = destino). El juego de palabras entre ambos idiomas no debe dejar de considerarse, ya que en esta parte el estilo de Bolaño varía hasta parecerse a una traducción al castellano de un autor estadounidense. Por momentos parece un ejercicio paródico de la novela negra norteamericana, y casi no se reconoce a Bolaño. Aquí van dos pequeños ejemplos:

1.
–Así me gusta, muchacho –dijo el jefe–. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
–Algo oí.
–Fue en Paradise City, cerca de Chicago –dijo el jefe–. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
(p. 300)

2.
Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.
–Probablemente nunca lo
olvidarán –dijo Ibrahim. (p. 371)

En el segundo ejemplo hay dos verbos, “Perdonar/Olvidar”, que en inglés suenan parecido (Forgive/Forget). En el libro, el segundo verbo aparece enfatizado con itálicas, como si el autor norteamericano —¿Robert Bolan?— hubiera hecho un juego de palabras en el idioma original, juego que casi se perdió en la traducción al castellano realizada por el chileno Roberto Bolaño.

En esta parte se critica la sociedad capitalista norteamericana (sus sonrisas, su mala comida, su obsesión por la utilidad…), y en ese contexto también se interpolan consideraciones salteadas sobre la esclavitud. Esto es importante: en el abanico de vileza humana que Bolaño despliega en 2666, cuyo eje son los crímenes de Ciudad Juárez, abarca las formas más terribles de la crueldad: la discriminación racial de negros y mexicanos (en esta misma parte), los campos de exterminio nazi o la tiranía soviética (en la quinta parte)… y, por supuesto, también la crítica literaria (en la primera parte).

Respecto de los crímenes, en esta parte se lee: “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo”. Quizás el destino de Oscar Fate es llegar sólo hasta el borde exterior de ese secreto.

Me gusta!

Bolaño y 2666: el misterio del título

Por Martín Cristal

Aproveché una semana de vacaciones para leer 2666, la —gran— novela póstuma de Roberto Bolaño. En realidad son cinco novelas, hiladas en un solo volumen. Si se hubieran publicado tal como lo planeó su autor, es decir, una al año a partir de la fecha de su muerte, la última de estas novelas se hubiera publicado apenas el año pasado.

Para decirlo pronto: 2666 no es mejor que Los detectives salvajes, la cual sigue siendo mi favorita. Sin embargo, y pese a que el autor no logró pulirla del todo, 2666 es una novela enorme, y no sólo por sus 1120 páginas, sino sobre todo por los riesgos que afronta, más allá de los resultados obtenidos en el proceso, trunco a raíz de la muerte de Bolaño.

Me propongo hacer un recorrido de la novela, parte por parte, en una serie —discontinua— de posts. Antes de empezar esa serie, quiero referirme al título de la novela.

No hay prácticamente nada en el texto de la novela que explique el porqué de la elección de ese año futuro, 2666, como su título. En su “Nota a la primera edición”, el crítico Ignacio Echevarría indica que dicha fecha ya se mencionaba en la novela Amuleto (1999). La narradora, Auxilio Lacouture, nos cuenta de una caminata por el DF con Arturo Belano y Ernesto San Epifanio:


«…y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975
[fecha en la que se dicta el relato de Auxilio Lacouture], sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo» (pp. 76-77).

Echevarría afirma que 2666 sería una fecha que “actúa como punto de fuga en el que se ordenan las diferentes partes de la novela. Sin este punto de fuga, la perspectiva del conjunto quedaría coja, irresuelta, suspendida en la nada”. Y eso está bien pero, ¿una perspectiva que fluye hacia qué? ¿Apocalipsis, conflagración, o redención, liberación? ¿Hacia un infierno o un paraíso? Echevarría —y la contratapa del libro— se quedan con la imagen del «cementerio» futuro.

Creo que hay una respuesta diferente disimulada en Los detectives salvajes. En la segunda parte de esa novela (en el Capítulo 21), Amadeo Salvatierra rememora una conversación con Cesárea Tinajero, la poeta que Arturo Belano y Ulises Lima quieren encontrar:


«…y después nos pusimos a hablar de política, que era un tema que a Cesárea le gustaba aunque cada vez menos, como si la política y ella hubieran enloquecido juntas, tenía ideas raras al respecto, decía, por ejemplo, que la Revolución Mexicana iba a llegar en el siglo XXII, un disparate incapaz de proporcionarle consuelo a nadie, ¿verdad?»

El siglo XXII todavía está lejos del año 2666… pero sucede que luego, en la tercera parte de Los detectives salvajes, el diario de García Madero registra —en su entrada del 29 de enero de 1976— el relato de una maestra que evoca una conversación posterior con Cesárea Tinajero, en la cual se entrevé que el tema de la revolución seguía en su cabeza, aunque la fecha ya era otra…


«Y entonces la maestra […] tuvo la entereza de preguntarle por qué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Cesárea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico. Y luego, ante la risa que provocó en la maestra una fecha tan peregrina, risita sofocada que apenas se escuchaba, Cesárea volvió a reírse, aunque esta vez el estruendo de su risa se mantuvo en los límites de su propia habitación.»

Ahora bien: en la cuarta parte de 2666 aparece un personaje llamado Lalo Cura (homónimo del protagonista de un cuento de Putas asesinas; no se trata del mismo personaje). De la madre de Lalo Cura se nos cuenta que, en 1976, se encontró con dos jóvenes “estudiantes del DF” que parecen estar huyendo de algo.  Por el desierto de Sonora. En un auto, que podría ser un Camaro. Dos jóvenes del DF. ¿“Estudiantes”? Lo dudo. Huelen a detectives salvajes…

camaro76sonora

Si asumimos que esos jóvenes son Belano y Lima, de regreso de su aventura por Sonora, se fortalece la posibilidad de que eso que Cesárea advierte que puede ocurrir por el año “dos mil seiscientos y pico” es —en el horizonte imaginario de Bolaño— una nueva revolución, ya que de eso conversaban incesantemente esos dos jóvenes en el desierto: según la madre de Lalo, ellos no paraban de hablar sobre “una revolución invisible que ya se estaba gestando pero que tardaría en salir a las calles al menos cincuenta años más. O quinientos. O cinco mil”.

“Hasta los jóvenes, que en teoría son la esperanza del cambio, se están convirtiendo en unos motos y en unos puteros. Esto no tiene arreglo, esto sólo se arregla con la revolución”, decía Joaquín Font en Los detectives salvajes. En mi opinión, 2666 sería una fecha tan arbitraria como posible para una revolución imaginada por Bolaño como contrapeso para las iniquidades del presente, narradas con tanta abundancia en su novela póstuma.

Me gusta!