Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2019:
Umami, de Laia Jufresa (México, 1983), es una novela coral cuyos personajes son vecinos en una privada de la Ciudad de México.
Las viviendas en la privada Campanario están identificadas con «los cinco sabores que puede reconocer la lengua humana». A las casas Dulce y Salado las ocupa la familia de Ana, hija de músicos de la Sinfónica que quiere sembrar una milpa en el patio; su hermana menor se ahogó tres años antes en un lago de los Estados Unidos.
En Amargo vive la xalapeña Marina, pintora y estudiante de diseño, muy sensible a los colores, pero frágil psicológica y emocionalmente.
El dueño de la privada, el antropólogo retirado Alfonso Semitiel, vive en Umami (quinto sabor con el que los japoneses definen a «lo delicioso»). Gran conocedor de los cultivos prehispánicos, Alfonso es viudo y pasa sus días escribiendo sobre su mujer, Noelia, cardióloga michoacana que falleció por las mismas fechas en que se ahogó la hermanita de Ana.
Estos duelos simultáneos y las estrategias para sobrellevarlos trazan lazos de afecto entre estos vecinos. Las voces y puntos de vista, alternados desde cinco años distintos (y con las mujeres siempre en primer plano), abarcan también el de la niña ahogada, Luz, que narra el presente previo al accidente en el fatídico 2001; y el de una amiga de Ana, Pina, que vive con su padre en la casa Ácido, y cuya madre la abandonó en 2000.
La prosa de Jufresa es fresca, vital, llena de humor y de particularidades en los sobreentendidos y las expresiones de los personajes. Y sobre todo, es también mexicana hasta las cachas (aunque la autora viva actualmente en España).
«Todo lo sabemos entre todos», dice Alfonso Reyes en el epígrafe. Como suele ocurrir con los buenos relatos corales, el lector de Umami tiene una perspectiva privilegiada al poder superponer todos los puntos de vista narrativos alternados, y así tejer una visión completa de su cotidianeidad, de sus mitologías privadas y de su manera de sobrellevar las pérdidas y el paso del tiempo.
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Umami, de Laia Jufresa. Novela. Literatura Random House, 2014. 240 páginas.
Kruguer se parece un poco a La Cumbrecita, aunque con nieve garantizada en cada invierno. En 1987 el pueblo está listo para su tradicional Fiesta de la Nieve, pero ese 26 de junio brota una misteriosa psicosis colectiva: en pocas horas, sus casi cien habitantes se matarán entre sí con un perturbador surtido de crueldades.
“El hielo de nuestra cordura es fino y frágil”, dirá un comisario ante lo insoluble del caso. “Acá pasó algo que no puede explicarse en términos racionales”, afirmará un parapsicólogo (mucho más en su salsa que el otro).
Los lectores de La masacre de Kruguer tienen una ventaja sobre estos personajes en lo referido a la develación del misterio; se las otorga el autor, Luciano Lamberti (San Francisco, Córdoba, 1978) al iniciar la novela narrando la pretérita —y desconocida— caída de un meteorito en la región.
Este disparador suma al libro de Lamberti a la “lluvia de meteoritos” de la literatura argentina reciente (junto con Quedate conmigo, de Inés Acevedo, y Campo del cielo, de Mariano Quirós). La probada eficacia del recurso permite imaginar fuerzas extrañas que operen sin tener que explicarlas demasiado. Esa materia desconocida que llega del espacio puede ser una mancha voraz y gelatinosa (The Blob), o “eso” que se alimenta del miedo y suele adoptar la forma de un payaso maléfico (It, de Stephen King), o un “color que cayó del cielo” (otro meteorito, pero de H. P. Lovecraft). Es más raro, pero también podría ser un bien, la llegada de la vida misma, como en la teoría de la panspermia.
En Kruguer, lo que trae es un influjo de muerte, irradiado, sin forma (o apenas como una voz). En desorden cronológico bien concertado, Lamberti narra los efectos de esa anomalía. No hay contrato social que contenga los violentos impulsos desatados por esa interferencia sobrenatural. Las instituciones —la policía, los bomberos, los medios de comunicación— resultan inútiles.
La prosa es ligera, coloquial, con destellos de ironía y humor negro. En lo formal, ese “misterio de fondo” —que aúna las vidas de un pueblito idílico, mostradas de a poco— recuerda a El misterio de Crantock, de Sergio Aguirre (limpiando varios hectolitros de sangre, claro). Aunque hay dos diferencias radicales: donde Aguirre se reserva para el final un “misterio de misterios”, Lamberti nos muestra “el núcleo del disturbio” —Samanta Schweblin dixit— desde el principio (por eso contar acá lo del meteorito no es un spoiler). Y mientras Crantock es parejita y episódica, ensartando enigmas dispersos que finalizarán en una resolución conjunta, en Kruguer hay un elogiable “batido” de elementos varios: los capítulos en tercera persona se alternan con otros que compilan “testimonios” en primera (como hace Bolaño en Los detectives salvajes); como Puig, Lamberti también intercala materiales de códigos heterogéneos (fragmentos de un guión de telenovela, descripciones de fotos, la cronología del pueblo y hasta una cita del Facundo de Sarmiento). Así completa la trama y el ambiente, o brinda un alivio cómico. Esta decisión novelística me parece destacable.
El parapsicólogo —autor de un libro sobre la masacre— dice algo que resuena como si el propio Lamberti hablara de su novela: “Mi libro gira en torno a la idea de misterio. De esa parte de la experiencia humana para la que no hay palabras. Del misterio, la locura y la oscuridad en la que vivimos”. Y también, podría agregarse, del largo tiempo que lleva construir un pueblo, una familia —cualquier vínculo humano—, y de lo poco que cuesta reducirlos a cenizas.
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La masacre de Kruguer, de Luciano Lamberti. Novela. Literatura Random House, 2019. 208 páginas. Con una versión más corta de esta reseña, recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 18 de noviembre de 2019).
No sólo hay doscientos canguros en el libro homónimo de Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). En sus siete cuentos también desfilan leones, tortugas, ballenas… Los animales aportan su presencia concreta, pero también ofrecen un símbolo enigmático, o encarnan una fantasía infantil, o dan pie para el absurdo.
El absurdo, precisamente, prevalece en “El Hombre Neutral”, donde una invasión de conejos inutiliza una pista de aterrizaje; la situación reaparecerá de soslayo en otros cuentos, como un divertido cruce argumental. Cabe advertir que, por su atmósfera enrarecida, quizás este cuento no sea el más representativo del conjunto. Arriesgo que en la decisión de ponerlo primero gravitó la transparencia con que muestra el tema recurrente del libro: las relaciones paterno-filiales (y también las fraternales, pero siempre como secuela de las otras).
Ese tema se confirma en “Los discípulos de Buda”; de sesenta páginas y corte realista, tal vez sea el mejor cuento del libro. Una familia se resquebraja por el enloquecedor talento ajedrecístico de uno de los hijos, y por la ambición paterna de aprovecharse de ese talento, y por las arbitrariedades más tenebrosas de la historia argentina. Con cameos de Bobby Fischer y Miguel Najdorf, el cuento sigue dos líneas temporales en una trama casi cinematográfica, que gambetea todo lo previsible. Lo sigue “El caza Zero”, una variación más acotada de “Los discípulos…”. Su encierro inicial lo propician una tintorería esclavizadora y la represión emocional de una familia japonesa.
“El cielo de las tortugas” amplia el juego. Primero, en lo formal: en vez de un narrador único, el cuento alterna monólogos que componen un dilema moral alrededor de la enfermedad terminal de una niña. Y segundo, en lo temático: porque en ese coro aparece una madre que equilibra la preeminencia paterna, tan marcada en los cuentos anteriores, donde ellas estaban casi elididas.
Otro cuento memorable, “Caballo en llamas”, articula una historia de amor y la Guerra de Malvinas. Aquí un padre que buscaba perjudicar a su hijo, lo empuja por un camino peligroso, que sin embargo el hijo, con los años, agradece, aunque no sin pagar un alto precio.
El cuento «Doscientos canguros» abre con una cita de Murakami cuya fuente parafrasea a Salinger; la lectura íntegra del relato reafirma la sospecha de que Salinger sería su verdadero modelo tutelar. La escena de una madre (en una casa junto a un lago) tratando de averiguar por qué está enfurruñada su hija recuerda aquella otra de “En el bote”, salvo que aquí la ternura materna nunca llega para aliviar el disturbio emocional. A su modo, la niña —una vez más— le endosará esa frustración a su hermana.
Cierra otro relato coral, “La estructura de los mamíferos”, cuyas primeras diez líneas constituyen uno de los inicios más potentes de la cuentística argentina reciente (y, de paso, nos presentan a la madre más patética de todo el libro).
La cohesión temática, la fluidez del estilo, su lenguaje contemporáneo y una buena paleta de recursos narrativos hacen de Doscientos canguros una experiencia de lectura más que recomendable.
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Doscientos canguros, de Diego Muzzio. Cuentos. Entropía, 2019. 232 páginas. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 23 de junio de 2019).
Cuando viví en México, leí con placer la novela de José Agustín Se está haciendo tarde (final en laguna); lo hice en la edición de 2001 de Joaquín Mortiz. Disfruté de la frescura del texto, intacta a partir de su manejo del lenguaje coloquial. Admiré la representación epocal y generacional, manifiesta no sólo en esas formas del habla mexicana, sino también en la manera de expresar la diversión (las vicisitudes del consumo de drogas, el “reventón”); también la libertad de los juegos tipográficos y la ambición joyceana de seguir el adentro/afuera de los personajes a lo largo de un solo día, estructurado en escenas casi teatrales. Y por supuesto me divertí con su sentido del humor, que aparece aquí y allá y es capaz de convivir con el azoramiento, la tristeza y el puro malviaje.
Al volver a la Argentina, no me traje el ejemplar: craso error. Por suerte, hace un par de años, en la Feria del Libro de Córdoba, pude conseguir la edición conmemorativa de Nitro/Press (México, 2017), la cual incluye valiosos materiales adicionales. Pensaba leer sólo esa sección de extras, pero terminé releyendo la novela completa.
En la relectura del libro el placer fue aún mayor, en parte por el reencuentro con su propia variante de la lengua mexicana (la juvenil-rockera de los años sesenta/setenta) y en parte porque ahora, con Google, pude bucear sin demora en las abundantísimas referencias musicales de la novela respecto del rock de aquellos años. Son tantas las menciones de bandas, discos, canciones y letras que pensé que podría confeccionarse un verdadero soundtrack para las aventuras de Rafael, Virgilio y sus amigos.
Las bandas de rock que José Agustín menciona son anteriores a mi propia existencia (nací en 1972, seis meses después de que él terminase este libro). A algunas las conocía, pero a varias nunca las había escuchado hasta ahora. Buscarlas en YouTube y escucharlas, sólo eso, ya me significó una gran ganancia. Por cierto, mi disco favorito entre los nuevos que escuché —nuevos para mí se entiende— es It’s a Beautiful Day (1969), de la banda homónima. Precioso.
Infografía: recorrido geográfico y musical de Se está haciendo tarde (final en laguna)
Así que, por las puras ganas de hacerla, terminé diseñando la siguiente infografía. Me ayudé con Google Maps; no conozco tanto Acapulco, donde he estado sólo un par de veces (y, claro, nunca a principios de los setenta). Las referencias, entonces, son aproximadas.
La acción de Se está haciendo tarde… transcurre en un día, desde las 6:00 de la mañana hasta el anochecer. El texto no especifica mes o año exacto; sólo dice, en la primera página, “a principios de los años setenta”.
Al relevar la discografía, descubrí que los álbumes más recientes que aparecen en el texto son de 1970. Salvo error u omisión de mi parte, no hay ninguno de 1971 ni de 1972, aunque el autor dató el cierre del proceso de escritura a fines de abril de 1972.
Pero resulta que aparece un disco de 1973: Wilson Pickett’s Greatest Hits. Así, la acción de la novela tendría que transcurrir, como muy temprano, en 1973. Sin embargo, eso sería un año después de que José Agustín terminó de escribirla… lo cual resulta por lo menos extraño. ¿Habrá sido agregado más tarde, ese disco? Tras consultar la discografía de Pickett en Wikipedia me inclino a pensar que José Agustín tal vez incluyó ese compilado del músico pensando en otro anterior, que tiene un nombre bastante parecido: The Best of Wilson Pickett, de 1967. Por cierto, en ambos compilados se incluye el tema “Funky Broadway”, mencionado en la novela.
Si este último fuera el caso, entonces podría decirse que la acción transcurre, más lógicamente, en 1970… pero, atención: el más reciente de los discos de ese año mencionados en el texto es The Worst of Jefferson Airplane, una recopilación publicada en noviembre de 1970. Así que, o bien la acción tiene lugar en noviembre/diciembre de 1970, con el disco de Jefferson Airplane recién salido del horno, o —más holgadamente— todo sucedea principios de 1971, cuando los personajes todavía no han adquirido discos o cassettes aparecidos en ese mismo año.
(Por cierto: creo detectar otro posible desliz en la atribución del álbum Atmosphères a Édgar Varèse, el cual no conseguí ubicar vía Google. Se me ocurre que quizás se trata de una confusión con uno de György Ligeti, muy conocido en los sesenta porque Stanley Kubrick lo usó en parte para su película 2001: Una odisea espacial. Si alguien puede aclararme este punto, se lo agradeceré).
Y si alguien ya hizo (o se anima a hacer) una lista de Spotify o de YouTube con el soundtrack completo, se agradecerá mucho que comparta el enlace en los comentarios.
Actualización del 13/7/19: Isaac Meléndez se animó ¡y creó la lista de Spotify! Pueden escucharla en este enlace.
Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2018:
El cuento de la criada, de Margaret Atwood.
Moronga, de Horacio Castellanos Moya.
Francamente, Frank, de Richard Ford.
El hijo judío, de Daniel Guebel.
Cuando Alice se subió a la mesa, de Jonathan Lethem.
Mapas literarios. Tierras imaginarias de los escritores, de AA.VV. (edición de Huw Lewis-Jones).
Nana, de Chuck Palahniuk.
Una casa junto al Tragadero, de Mariano Quirós.
Los sordos, de Rodrigo Rey Rosa.
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks.
Lincoln en el Bardo, de George Saunders [leer reseña].
Frankenstein, o El moderno Prometeo, de Mary W. Shelley (con prólogo de Alberto Manguel).
Talking Jazz. Una historia oral, de Ben Sidran [leer reseña].
Paisaje con grano de arena, antología de Wislawa Szymborska.
En una entrevista que le hice en 2013, Hernán Ronsino ya lo anunciaba: la novela que seguiría a las tres que ya había publicado —La descomposición, Glaxo y Lumbre, las cuales comparten personajes y una clara unidad de lugar— escaparía de ese “ciclo pampeano”. “Mi próxima novela”, decía, “tiene la intención de abrir una búsqueda distinta. Ésa es la idea. Aunque, después, uno se da cuenta que escribe siempre alrededor de los mismos temas”.
En Cameron, Ronsino (Chivilcoy, 1975) despunta esa intención y, a la vez, patentiza su propia advertencia sobre las repeticiones temáticas.
Distinta, sí, pero no radicalmente distinta, esta nouvelle propone el monólogo de Julio Cameron, las rutinas y sorpresas de su vejez en una ciudad ficcional. En su relato y en las infidencias de su inconsciente, se entrevé un pasado lleno de iniquidades.
Lo nuevo es que esa ciudad de fondo ya no es Chivilcoy. Sin nombrarse, al principio parece europea (influye el dato de que Ronsino terminó Cameron en Suiza, en una residencia para escritores). Sin embargo, la toponimia del lugar se enrarece hasta un cosmopolitismo que lo vuelve ilocalizable. ¿Austria, Alemania, la Patagonia?
Lo recurrente es cómo emergen, en la aparente tranquilidad de la trama, ciertos crímenes imbricados con los vaivenes de la Historia (la indefinición geográfica impide aseverar que sea la historia argentina, pero se le parece).
“Descubrir una idea, cristalizada o sostenida por un buen ritmo, me despierta el deseo furioso de contar”, dice Cameron; uno sospecha que es el autor quien así cuela su propia concepción del oficio narrativo. Para Ronsino el ritmo es fundamental. Son pocas las oraciones largas (o incluso las subordinadas) que se intercalan en su habitual corriente de oraciones breves, unimembres. Salvo alguna excepción no tan lograda, a Ronsino ese ritmo le funciona bien: le provee fluidez, mientras apuntala un estilo propio.
El inconsciente de Cameron se abre a lo inconfesable con la ingesta de pastillas. Los delirios o sueños —que en otros autores no aportan mucho a la trama— en esta nouvelle son centrales: señalan, con plasticidad, un pasado y una culpa. En ellos también reaparece un personaje anterior: Pajarito Lernú (cuya muerte era el disparador de Lumbre). Transfigurado, casi que aquí sólo presta su nombre a una figura difusa, sin conexión con el Lernú de las novelas anteriores. Este non sequitur —apenas validado por el onirismo de esas escenas— puede resultarle caprichoso al lector que venga siguiendo la obra de Ronsino.
Por internet circula una viñeta, firmada por Eneko, que dice: “La herida quiere que se recuerde” (aquello que la provocó); y enseguida, “El cuchillo quiere que se olvide” (que esa cicatriz la hizo él). Una dialéctica que liga a criminales y víctimas, al binomio “olvido-impunidad” con la dupla “memoria-castigo”. En Cameron, Ronsino ha elegido narrar con la voz de un viejo cuchillo: Julio Cameron también “es de esos que quieren, de una vez por todas, dar vuelta la página de la historia y seguir adelante, mirar hacia el futuro y no hacia el pasado”. Y no por la sana filosofía spinetteana de que “mañana es mejor”, sino por pura conveniencia personal.
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Cameron, de Hernán Ronsino. Novela breve. Eterna Cadencia, 2018. 80 páginas. Recomendamos este libro en el suplemento «Número Cero» de La Voz (Córdoba, 26 de agosto de 2018).
Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2017:
Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet [leer reseña].
Éste es el mar, de Mariana Enriquez.
Vivir en la salina. Cuentos completos, de Elvio E. Gandolfo.
Las furias no se muestra exteriormente como un libro de ciencia ficción, ni es publicado por una editorial especializada; sin embargo, su lectura devela pronto que entreteje motivos propios de ese género. Según Elvio Gandolfo en la contratapa, se trata de “un registro del todo nuevo” en la obra de Renzo Rossello (Montevideo, 1960), autor usualmente centrado en el género policial.
¿Novela o libro de cuentos? Respuesta corta: ambas cosas a la vez.
Para una respuesta más larga y precisa, recurramos a un concepto de la ciencia ficción: el de fix up. Según Miquel Barceló (en Ciencia ficción: Nueva guía de lectura), un fix up consiste en el “montaje de diversos relatos interrelacionados formando un único volumen, para lo cual, si hace falta, el autor ‘rellena’ los huecos que deja el material disponible con algunas historias escritas precisamente para ese fin”.
Con esos “arreglos” a la medida solía venderse mejor un ramillete de cuentos publicados previamente en revistas, aunque luego el procedimiento también pudiera aplicarse a inéditos (como en el caso que nos ocupa). Un ejemplo famoso de fix up es Crónicas marcianas; Ray Bradbury contaba que al presentarle el libro al que sería su editor, éste le preguntó: “¿Tienes más material con el que podamos hacerle creer a la gente que está leyendo una novela?” (Resultó que Bradbury sí tenía: en esa misma oportunidad también le vendió a la editorial El hombre ilustrado, otro fix up).
Las furias presenta diez relatos ensartados por los apuntes de viaje de un periodista sueco, Gunnar Ejbert. A la vez, esos diez se encuentran enmarcados por otros dos: el inicial, “La desaparición de Will Hudson”, cuyo asunto queda claro desde el título (Hudson es un periodista conocido de Ejbert); y el de cierre, “Diario de las furias”, donde un militar deja testimonio del caos desatado tras el hallazgo de una puerta colosal en la ladera de un monte groenlandés (el Gunnbjorn, en el que Hudson había estado antes de desaparecer).
Esos misterios impulsan al lector a atravesar las demás historias. La estructura episódica permite considerarlas en forma independiente: Ejbert recopila relatos como “La noche de Antón”, sobre el impiadoso exterminio de unos mutantes; “La cura”, acerca de un operativo gubernamental obsesionado con la profilaxis de enfermedades cardíacas; el conmovedor “El hundimiento del edificio Excélsior”, acerca de la manifestación de los malestares espirituales de un viejo edificio; o el ciberpunk “Toda la verdad sobre el proyecto Kurtz”, donde se explica (¿demasiado?) cómo una nueva tecnología reconfigura el espionaje internacional. Otros destacables son “Mientras llueve sobre Ciudad Gótica” y “Juicio al monstruo nonato”.
Unas “Notas al pie del futuro reciente” revisan, al cierre del libro, su paleta temática. La adenda no aporta narrativamente; parecen apuntes del autor, ofrecidos (como decía Cortázar sobre los libros VI y VII de Adán Buenosayres) “un poco como las notas que […] incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero”.
Por lo demás, el conjunto funciona bien porque su ilación plantea cierta intriga (un aspecto menospreciado hoy por cierta narrativa que se autopercibe “exquisita”); también porque Rossello narra casi siempre con imágenes, como quería Mario Levrero; y porque el formato elegido lo ubica en un punto de equilibrio respecto de la habitual dicotomía “variedad/unidad”, dilema habitual en los volúmenes de cuentos.
La voluntad lectora se renueva ante cada relato, mientras la forma alienta un interés general. Esto hace que Las furias proponga una experiencia de lectura muy entretenida.
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Las furias, de Renzo Rossello. Estuario Editora, 2012. 152 páginas. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 5 de noviembre de 2017).
Por su constancia, y por la claridad conceptual de su propuesta, Leonardo Oyola (La Matanza, 1973) se ha ganado un lugar propio entre los narradores que mixturan géneros populares. Más específicamente —y como bien lo define la solapa del libro Sultanes del ritmo—, Oyola “escribe policiales y le guiña un ojo a lo fantástico”.
En su obra, el término “fantástico” también abarca lo sobrenatural (estirándose hasta los superhéroes, como en Kryptonita, su novela llevada al cine por Nicanor Loreti); y “policiales” no contemplaría sólo a los relatos detectivescos, sino sobre todo a las perspectivas delincuenciales del género negro (como por ejemplo en la recientemente reeditada Chamamé).
En los ocho cuentos de Sultanes del ritmo, basta listar la “ocupación” de los protagonistas/narradores para relevar los puntos de vista predilectos del autor:
En “Matador” tenemos a un preso gay (aunque, para autodefinirse, él mismo usa la palabra “puto”); en “Oxidado”, a un viejo malandra que sale de la cárcel para atestiguar que el mundo de hoy no lo recibe con los brazos abiertos.
En “El fantasma y la oscuridad” —quizás el mejor relato del libro—, narra un montonero tucumano, circa 1976, cuando se la ve venir negra entre los cañaverales; en “Animétal”, un coreano que, junto a un linyera amigo, prende un fueguito para calentarse debajo de una autopista porteña.
En “De caravana”, hay un adicto al paco, con amigos tan adictos y sacados como él; en “Diablo III”, un asesino serial; y un secuestrador en “Estocolmo” (cuento que, como adelanto, también fuera publicado en la revista Palp). Sólo en “Rick Astley” —donde Oyola hace gala de su sentido del humor— tenemos por protagonista a un policía. Para más datos, pelirrojo. Y harto de su apodo.
Queda de manifiesto la intención de explorar los márgenes y el bajo fondo, el suburbio y la criminalidad. Oyola distingue muy bien la Ley de los códigos, y se centra especialmente en estos últimos (que entre los criminales abundan, al menos entre los de la ficción).
Para cada cuento, Oyola elige un léxico particular. Busca (o inventa) expresiones que delimiten el ámbito de la acción: eufemismos carcelarios, la jerga del hampa, el habla de un barrio o una clase… Esa oralidad, crucial en su estilo, estructura la deriva de cada narración y contribuye a verosimilizarla (aunque la percepción sobre ese verosímil dependerá de lo que cada lector ya conozca sobre los ámbitos citados).
Esas voces y sus sociolectos particularizan cada relato, y les dan, a todos, un ritmo arrollador: los vuelven unos verdaderos “sultanes del ritmo” (esto, más allá de los juegos de palabras con canciones de Dire Straits, mediante los cuales Oyola justifica el título en los agradecimientos del libro). Otro ingrediente, habitual en el autor, son las referencias de la cultura popular —el rock, el cine—, que todo el tiempo saltan desde la página como pop corn recién hecho.
Es elogiable que Oyola busque finales contundentes. Estos cuentos piensan en el lector y quieren garpar —como aconsejaba Padgett Powell—; un afán evidente, más allá de que a cada lector luego le parezca que lo logren o no. En otras palabras: no tenemos aquí esos cuentos —tan frecuentes en cierta literatura argentina de hoy— que, aunque “bonitos” por su prosa, no pasan de contar una escenita sensible pero inconducente, o peor: que se truncan de repente con un final que se declara “abierto” —por no decir irresuelto— y que quiere pasar por “sugerente”. Abrir una historia, la abre cualquiera; convencer con su cierre es bastante más difícil (OK, it’s just my opinion).
Sultanes del ritmo va por su segunda edición; integra la colección “Cosecha Roja”, editada por el sello uruguayo Estuario, el cual —al reanudar su distribución en la Argentina— vuelve a ocupar un lugar en las librerías cordobesas tras algunos años de ausencia.
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Sultanes del ritmo, de Leonardo Oyola. Cuentos. Estuario Editora, Montevideo, 2016 [2013]. 120 páginas. Con un texto algo más breve, recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 20 de agosto de 2017).
Son muchas las novelas argentinas —podría hablarse de toda una corriente— que al abrevar en los relatos familiares como materia prima para la invención narrativa, ofrecen en paralelo su postal particular sobre la inmigración, ese mecanismo histórico fundamental para comprender la Argentina de hoy.
Las etapas argumentales que barajan dichas novelas suelen incluir las dificultades en la tierra de origen, los motivos para partir; las peripecias del viaje; la llegada, el choque cultural, el idioma; los duros comienzos, los rechazos, las contradicciones, la discriminación que fluye en ambos sentidos; el desgarramiento de volverse un ser de dos mundos; el lento tejido de nuevos lazos afectivos, con otras personas y con otra tierra. En todas vibra la aventura de lanzarse a lo desconocido, el azar sembrado en el camino, las esperanzas que promete cada horizonte. Una épica del esfuerzo, del tesón.
Todo esto también lo abarca Maximiliano Matayoshi (Buenos Aires, 1979) en su propio aporte a esta corriente narrativa. En su novela Gaijin, el paisaje histórico y emocional por el que nos conduce es el de la inmigración japonesa de posguerra.
Pasada la mitad de la década de 1950, Kitaro es un chico de 11 años; tras la devastación de Japón por la Segunda Guerra —con la isla ahora dominada por los norteamericanos y pugnando por reconstruirse—, su madre lo impulsa a embarcarse rumbo a la Argentina. El niño juntará valor para viajar solo, en busca de mejores oportunidades.
“Gaijin” es la palabra que los japoneses usan —incluso despectivamente— para señalar a quienes no son descendientes de japoneses. Una “persona de afuera”, un extranjero. Pero, ¿quién sería realmente el extranjero en esta novela? ¿Cualquier argentino al que este japonés designase como “gaijin” por no pertenecer a su colectividad, o quizás ese mismo japonés, que acaba de llegar a una Buenos Aires que, en principio, le es ajena casi por completo? Esa contradicción interna queda de relieve ya desde el título del libro.
El tiempo de la acción avanza en forma lineal a través de catorce años, en un reposado continuo (durante el viaje) o bien con sutiles elipsis (ya en la Argentina). Los pormenores de la travesía —los puertos asiáticos y sudafricanos—, los nuevos amigos, la tierra prometida, la inevitable tintorería, los enamoramientos: todos los detalles surgen sin floreos innecesarios, con la calma de un vívido recuerdo.
Gaijin se lee casi como si se la oyera. No por el remedo lexical de alguna oralidad, sino por la pasmosa naturalidad de su sintaxis. El verosímil del relato pareciera emanar de ese pulso firme más que de las fechas y los detalles de época (que no faltan, aunque se ofrecen matizados, como al pasar) o de la supuesta garantía que daría la ascendencia del propio autor.
La sobriedad de esa voz, su tono calmo y controlado, condicen con el retraimiento del personaje-narrador, a quien le cuesta expresarles sus sentimientos a los demás. La suya es una timidez proverbial, resultado de su carácter, pero también de las circunstancias y de las presiones culturales. Este tono impacta sobre todo por su madurez, especialmente al considerar que Matayoshi escribió Gaijin entre los diecinueve y los ventiún años. La novela se publicó dos años después, tras haber ganado en México el Premio UNAM-Alfaguara (2002).
Aunque tras esa primera publicación Matayoshi siguió mostrando relatos en distintas antologías —como por ejemplo en La joven guardia (2005)—, con los años diversificó su creatividad hacia la fotografía. Demasiado pronto, su novela se convirtió en un libro imposible de hallar; su justa reedición llega en 2017, poco después de la muerte del padre del autor, lo cual lo motivó a agregar un epílogo.
Ahí se subraya que Kitaro, el narrador de la novela, no es el padre del escritor, sino una invención que toma el derrotero y algunos rasgos de éste, pero también anécdotas y situaciones de otras fuentes (tal como suele ocurrir en el caldero de la imaginación narrativa). Este sentido epílogo sería la única modificación o agregado del texto original para esta reedición, apuesta con la que la flamante editorial Odelia inaugura su colección de narrativa contemporánea.
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Gaijin, de Maximiliano Matayoshi. Novela. Odelia Editora, 2017 [2002]. 248 páginas. Con una versión más breve de este texto, recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 23 de julio de 2017).
Lo real sólo es un problema en sus bordes: lo difícil es saber hasta dónde llega lo real, cuál es su frontera con eso “otro” que estaría ahí, “pero dónde, cómo” (según se preguntaba Cortázar).
Cuando la mente se inunda de dudas y de voces: en ese umbral transcurre Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1979). Sus ocho cuentos aventuran metafísicas personales mediante raptos de psicosis, misticismo, alienación, o basados en las tradiciones ancestrales de los pueblos originarios.
En “El ojo”, esas visiones ultraterrenas las implanta una madre, que antes de persignarse, le dice a la narradora: “El enemigo viene disfrazado de ángel […], pero su verdadero rostro es terrible. No te olvides nunca de que llevas su marca en la frente. Él conoce tu nombre y escucha tu llamado”. La fina línea entre sentido figurado y literalidad es la cuerda por la que el lector camina hasta el final: ¿profecía verdadera o daño psicológico provocado por “el ojo” sauronesco de una controladora?
En “La Ola” las fuerzas extrañas son percibidas con la intuición, sin suscribir ya a un sistema de supersticiones previamente articuladas (léase “religión”). El relato de una insomne universitaria de Cornell —en Ithaca, Nueva York (donde Colanzi reside y enseña)— contiene a su vez al de una chola que atraviesa una experiencia enteogénica transformadora.
En “Meteorito”, la amenaza proviene del espacio exterior; sin embargo —y como ya dijera Ballard— es el espacio interior del individuo el que vale la pena explorar hoy. Eso hace Colanzi. Hay una finta similar en “Caníbal”: la amenaza exterior —ese “Hannibal Lecter” que ronda por París— sólo es envoltorio para la indagación de la intimidad de quien narra.
“Chaco” transparenta admiración por el Eisejuaz de Sara Gallardo. El protagonista también tiene un rapto místico: la voz de un indio muerto se instala en su cabeza de asesino, y lo insta a otras acciones. Los pasajes de esa voz merecen leerse en voz alta.
Menos como Ballard que como Philip Dick, en “Nuestro mundo muerto” Colanzi opta por un entorno neto de ciencia ficción: la (tópica) exploración de Marte. Los recuerdos de una Tierra que ya no ofrece nada se enzarzan con el paisaje hostil del presente, que concede delirios pero ninguna vuelta atrás.
Cierra “Cuento con pájaro”: coral y con saltos temporales, en su concepción puede relacionarse con “Lobisón de mi alma” de Mariano Quirós, por cómo ambos cuentos remiten oblicuamente al éxodo forzado de los nativos de las zonas rurales hacia las grandes urbes.
Los ocho cuentos arrancan con convicción. Muchos finales no buscan una redondez concluyente sino ambigüedad deliberada; la apreciación de esas sutilezas quizás divida a los lectores. Otros finales, abiertos, asemejan el cuento al piloto de una serie: proyectan la trama hacia lo que vendría (es el caso de “Alfredito”, donde lo cuestionado es el umbral de la muerte).
Por su cohesión temática, por su incorporación de ciertos rasgos regionales (¿nostalgia del boom latinoamericano?) y por un estilo trabajado como una masa liviana y refinada —con algunos localismos, frutos abrillantados dispersos que le dan a la prosa su sabor particular—, Nuestro mundo muerto es un libro disfrutable, plantado en la triple frontera entre lo verdadero, lo percibido y lo sobrenatural: “eso” que sólo aceptamos cerca de nosotros cuando su contacto se nos vuelve innegable.
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Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi. Cuentos. Eterna Cadencia, 2017. 128 páginas. Recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 4 de junio de 2017).
Diseñé el siguiente gráfico divulgativo —con el árbol genealógico de la familia Buendía— con motivo del 50º aniversario de la primera edición de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (la cual, según su colofón, se terminó de imprimir el 30 de mayo de 1967). También hice otra versión, mucho más esquemática, para el diario La Voz; se publicó el domingo 28 de mayo de 2017.
Como todas las infografías literarias de este blog, ésta tampoco pretende reemplazar la lectura del libro, sino ofrecerse como un ayudamemoria para su relectura; por ende, la sinopsis de cada personaje incluye spoilers. Los íconos asignados a los personajes son aproximaciones meramente ilustrativas, no una representación exacta de cada uno de ellos.
Por último, una curiosidad editorial: el ejemplar que García Márquez tiene sobre la cabeza en la foto, no pertenece a la primera edición. Ese diseño de Vicente Rojo debía ser para la primera, pero —según esta nota de la BBC— la obra no llegó a tiempo para la fecha de lanzamiento del libro, por lo que la diseñadora de Sudamericana, Iris Pagano, tuvo que realizar otra portada (la del galeón y los lirios). La imagen de Rojo salió a partir de la segunda edición, tras agotarse muy pronto la primera.
En 2012, el prestigioso jurado del VII Premio a la Joven Literatura Latinoamericana eligió por unanimidad a Los cuerpos del verano de Martín Felipe Castagnet (La Plata, 1986). El narrador de esta novela breve es Ramiro: un difunto que tras décadas “en flotación” digital se reincorpora para buscar a su descendencia y concretar una venganza. “Es bueno tener otra vez cuerpo”, nos dice al principio, “aunque sea este cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere, y salir a caminar por la vereda para sentir la rugosidad del mundo”.
¿Qué se almacenaría en Internet? ¿El alma, la psiquis, la memoria, la personalidad? Con acierto, Castagnet no lo define ni se enreda en disquisiciones filosóficas. A los fines narrativos basta con saber que lo digitalizado es la integridad de lo “no corpóreo”; la identidad, la persona, aunque “persona” implique “máscara”, y más en un mundo donde ya es posible disfrazarla con cuerpos diferentes.
Sorprende la fluidez de la prosa, más aun tratándose de una primera novela. Impera un pulso firme que no deja de narrar, es decir, de contestar incesantemente la pregunta “¿y entonces qué pasó?” (ese motor secreto que adoramos desde niños). Los cuerpos del verano nunca deja de incentivar al lector con nuevos descubrimientos a lo largo de su centenar de páginas.
Él único extrañamiento que ofrece el lenguaje (a diferencia de, por ejemplo, los cada vez más insistentes neologismos del futuro que prodiga Marcelo Cohen) es el de los nombres propios de algunos personajes, excentricidades que sugieren un tiempo con registros civiles más permisivos que en el presente.
Si en algún punto se vuelve necesario explicar en lugar de mostrar (algo que suele señalarse como pecado, pero que las narraciones que coquetean con la ciencia ficción siempre se ven arrinconadas a hacer, tarde o temprano, para allanar su legibilidad), Castagnet lo resuelve en pocas líneas, siempre sintéticas e inteligentes, y casi siempre por necesidad interna del relato. Incluso las reflexiones más interesantes son siempre concisas:
“La tecnología no es racional; con suerte, es un caballo desbocado que echa espuma por la boca e intenta desbarrancarse cada vez que puede. Nuestro problema es que la cultura está enganchada a ese caballo”.
(El eco simbólico de esta cita vuelve a oírse en los hechos finales de la novela).
La ciencia ficción tiene predilección por ciertos temas (el contacto con extraterrestres o los viajes en el tiempo son quizás los ejemplos más conocidos). Todo autor que lo intente sabe que su aporte no revolucionará el género ni el subgénero, sino que —con suerte— quizás le aporte una variante que faltaba al tratamiento de ese tema. En este sentido, Los cuerpos del verano podría intercalarse entre las obras de ciencia ficción (o adyacentes) que extrapolan nuestro presente digital, tanto como entre aquellas que exploran el umbral de la muerte y el más allá.
En ese degradé de ficciones —donde también están “Quedarse atrás” de Ken Liu o “San Junipero” de Black Mirror—, la novela de Castagnet podría ocupar un lugar entre Cero K de Don DeLillo (que especula sobre cómo mantener congelados los cuerpos y las mentes mientras la tecnología encuentra una forma de burlar a la muerte) y un clásico del manga: Ghost in the Shell (a punto de ser revivido en la pantalla grande con Scarlett Johansson en el protagónico).
En este universo cyberpunk creado por Masamune Shirow, muchas personas ya tienen implantes mecánicos o digitales; son cyborgs, y por ende sus memorias y sus almas —o sus “fantasmas”: eso que no es cuerpo ni hardware— son tan susceptibles de ser hackeadas como cualquier otro software.
La tecnología que esperan los personajes de DeLillo ya existe en la ficción de Castagnet, quien a partir de ella desarrolla consecuencias de todo tipo… excepto esa que motoriza a Ghost in the Shell: la posibilidad de que esas almas “en flotación” sean hackeadas. Porque podría haber secuestros virtuales de difuntos, desapariciones, modificaciones, eliminaciones y copias de seguridad para evitarlas… Pero, claro, un relato no puede ser infinito. Castagnet limita las premisas del suyo para dejar que la imaginación del lector siga ramificándose, como sucede con la mejor ciencia ficción.
La lectura de Los cuerpos del verano nos hace esperar ansiosos la próxima novela de Castagnet: Los mantras modernos, anunciada ya por la editorial porteña Sigilo.
_______ Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet. Factotum Ediciones, Buenos Aires, 2016 [2012]. 112 páginas. Con una versión más breve de este texto, recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 26 de febrero de 2017).
Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2016:
Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich [leer reseña].