Lo mejor que leí en 2018

Por Martín Cristal

Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2018:

  • El cuento de la criada, de Margaret Atwood.
  • Moronga, de Horacio Castellanos Moya.
  • Francamente, Frank, de Richard Ford.
  • El hijo judío, de Daniel Guebel.
  • Cuando Alice se subió a la mesa, de Jonathan Lethem.
  • Mapas literarios. Tierras imaginarias de los escritores, de AA.VV. (edición de Huw Lewis-Jones).
  • Nana, de Chuck Palahniuk.
  • Una casa junto al Tragadero, de Mariano Quirós.
  • Los sordos, de Rodrigo Rey Rosa.
  • El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks.
  • Lincoln en el Bardo, de George Saunders [leer reseña].
  • Frankenstein, o El moderno Prometeo, de Mary W. Shelley (con prólogo de Alberto Manguel).
  • Talking Jazz. Una historia oral, de Ben Sidran [leer reseña].
  • Paisaje con grano de arena, antología de Wislawa Szymborska.
  • 1280 almas, de Jim Thompson.

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Flatland, de Edwin Abbott Abbott

Por Martín Cristal

En 1985 recibí de regalo uno de los libros más populares de aquella década: Cosmos. Es muy probable que los trece capítulos de la serie televisiva homónima hayan contribuido tanto o más que las aulas a la idea de universo que mantienen hasta hoy quienes fueron niños o adolescentes en los ochenta. Si hay una “cosmovisión popular ochentera”, en su núcleo duro seguramente está la serie (o el libro) de Carl Sagan.

En el décimo capítulo de la serie —“El filo de la eternidad”; ver p. 262 y ss. del libro—, Sagan explica los conceptos de cuarta dimensión y de teseracto (o hipercubo). Para hacerlo, se apoya en la imaginería de una obra de ficción escrita casi cien años antes por “un estudioso de Shakespeare que vivió en la Inglaterra victoriana”. Esa obra es Flatland: A Romance of Many Dimensions, una extraña novela publicada en 1884 por Edwin Abbott Abbott. (Como curiosidad: los padres de Edwin eran primos entre sí, de ahí la repetición en el apellido).

Abbott murió en 1926, por lo que el texto original en inglés ya es del dominio público; en Argentina, Ediciones Godot acaba de publicarlo en traducción de Micaela Ortelli bajo el título de Flatland: El Plano, una aventura de muchas dimensiones. [El título difiere en la tapa y la carátula de la misma edición]. Lo vi en la vidriera de una librería cordobesa y, dada mi fiebre de sci-fi, no pude resistirme.

Es que, en tanto especulación científica, esta “novela abstracta” es una clara precursora de lo que hoy conocemos como ciencia-ficción. Su protagonista es un ser de sólo dos dimensiones: un Cuadrado, que se dedica a la abogacía (dejo a consideración de los lectores el análisis de la relación entre ser un cuadrado y ser abogado). Este señor —“autor” y voz narradora del texto— vive en El Plano (Flatland), un mundo que desconoce la altura: hay izquierda y derecha, hay adelante y atrás, pero no hay arriba ni abajo. Nadie en El Plano sabe qué es eso. Tampoco les preocupa demasiado: ellos creen que El Plano abarca todo lo existente.

A partir de ahí, Abbott se propone un plan doble. Primero aflora su plan menor: el de divertirnos con un muestrario de las costumbres de El Plano y sus habitantes chatos, que viven estratificados en castas poligonales y bajo rígidas normas sociales (muy a la manera de la sofocante atmósfera victoriana en la que vivió el propio Abbott). Por otro lado está su plan mayor: reduciendo la experiencia a un mundo de dos dimensiones, Abbott encuentra una forma didáctica de proyectar lo extraño que resultaría para nosotros —seres tridimensionales— recibir una visita de la cuarta dimensión: sería tan impactante como lo es para el pobre Cuadrado conocer a la Esfera, un ser que se acerca volando a El Plano y le habla desde un lugar inimaginable: desde “arriba”. Aquí el viejo Carl nos lo explicaba mejor:


Carl Sagan, Cosmos (Cap. 10)

Desde “arriba” o “abajo”, la Esfera puede ver y hacer cosas que nadie conoce en El Plano: puede aparecer en cualquier parte, ver dentro de habitaciones cerradas o incluso las partes interiores de un individuo. Si el Cuadrado logra asimilar el shock, es gracias a que la noche anterior tuvo un extraño sueño en el que visitó un mundo unidimensional: La Línea. En ese mundo-riel, nuestro Cuadrado podía hacer cosas que ni siquiera el Rey de La Línea podía. Con la lógica visitante-visitado invertida, Cuadrado asume mejor las enseñanzas de la Esfera, que en otra excursión también lo llevará al comprimido Abismo de la Dimensión Cero: el reino de El Punto, donde todo lo social queda reducido a la reflexiva autocomplacencia del individuo absoluto que lo llena.

Así, la novela funciona como una honda: los lectores somos la piedra en una banda de goma de la que Abbott, primero, tira hacia atrás, tensando nuestra imaginación para que tome impulso en su consiguiente especulación hacia adelante. El resultado del ejercicio será comprender nuestra limitada jaula de tres dimensiones, entrever con curiosidad la teoría sobre una cuarta, y aceptar que las posibilidades del universo no tienen por qué detenerse ahí. La complejidad de lo infinito acecha luego de las (tristes) páginas finales de este libro.

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En 2007 se realizó una película animada basada en la obra de Abbott. Aquí un video que resume Flatland (la película). Con otra versión del presente artículo, reseñamos este libro en el suplemento «Vos» de La Voz del Interior (15 de octubre de 2011).

Dostoievski, Sabato y los rusos del túnel

Por Martín Cristal

Ernesto Sabato,
in memoriam

ernesto-sabato—Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan trabajosas… Aparecen millares de tipos y al final resulta que no son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a orientar con un señor que se llama Alexandre, luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego Sachenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre Alexandrovitch Bunine y más tarde es simplemente Alexandre Alexandrovitch. Apenas te has orientado, ya te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti.

(El túnel, XXV)

Edgar Allan Poe: 200 años

Por Martín Cristal

El jueves 15 de enero de 2009, La Voz del Interior publicó una nota por los 200 años del nacimiento de Edgar Allan Poe. La escribió Rogelio Demarchi, quien además realizó una encuesta sobre Poe a diez escritores cordobeses.

El cuestionario consistía en sólo dos preguntas. A continuación, van mis respuestas. Las de los otros escritores —Cristina Bajo, Sergio Aguirre, Diego Tatián, Fernando López, María Teresa Andruetto, Andrea Guiu, Esteban Llamosas, Sergio Gaiteri y Carlos Dámaso Martínez— pueden leerse aquí.
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1. ¿Qué valor le asignás a la obra de Poe
en el desarrollo del cuento moderno?

Muchos lo señalan como el padre del cuento, y sí, tiene el valor de lo primigenio, sumado a una gran potencia de deslumbramiento inicial que todavía provoca que los lectores jóvenes se acerquen al género y también que muchos escritores principiantes quieran probarse en él. Es un autor que no puede evitarse: es el maestro de tus maestros, quienquiera que estos sean, y le debemos algunos relatos inolvidables. Sin embargo, conviene no estancarse en Poe (ni en nadie): las estructuras que proponen sus cuentos, por muy difíciles que sean de lograr, o placenteras de leer, ya han sido largamente probadas e incluso superadas por muchos otros cuentistas excelentes: Chéjov, Kafka, Borges, Hemingway, Rulfo, Salinger, Cheever, Carver, Lispector o Levrero, por mencionar sólo algunos.

poe1

2. ¿Qué lugar ocupa o ha ocupado la obra de Poe
en tu biblioteca personal?

En mi iniciación, un lugar casi central. De Poe aprendí que cuando el narrador dice «no puedo describir el horror que sentí en ese momento», y abre dos puntos, a continuación viene la descripción puntual y detallada del horror que sintió en ese momento. Poe y sus seguidores (¿como defecto o virtud?) también me dejaron la necesidad de un final impactante, un «clic» justo a tiempo. Más tarde, las lecturas de otros cuentistas me fueron enseñando que uno no está obligado a eso si antes ha sabido entregar un buen clímax, o una forma novedosa, una voz hipnótica, un secreto de fondo, una atmósfera extraña, un instante de pureza emotiva… Así, a medida que mi biblioteca se ampliaba y me enseñaba, Poe fue resignando su reinado en ella para dar paso a una democracia plural en la que el mejor estante es siempre el que alberga a los autores más disímiles.

Simpatía por el diablo

Por Martín Cristal

La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.

Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.

En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.

No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:


“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un
moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.

¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.

Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.

De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.

Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.

Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.

El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.

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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).

La actualidad de Moby Dick

Por Martín Cristal

Pasado

Durante su campaña en las elecciones de 2004, la guerra en oriente era una de las grandes preocupaciones del candidato George W. Bush, quien en su primer período como presidente había ordenado la invasión a Afganistán en octubre de 2001. Bush tenía miedo de terminar igual que su padre en los noventa: victorioso fuera de casa, pero derrotado en ella.

Presente

Hoy hubo otro atentado en Afganistán. Su objetivo era un convoy de tropas de la OTAN. Hubo al menos ocho muertos y 22 heridos, todos civiles, según informa el diario Clarín.

Mientras tanto, en Estados Unidos, continúa la disputa por las próximas elecciones: en la esquina derecha, John McCain; en la esquina izquierda (que desde nuestra ubicación en la última fila de la platea sur se parece bastante a la otra), Hillary Clinton y Barack Obama compiten por saber quién irá por la gloria al centro del ring y quién se quedará afuera con el banquito y la toalla, esperando otra oportunidad.

Futuro

Según noticia de la agencia AFP (reproducida el 4 de abril en el diario El Comercio, de Ecuador), Estados Unidos planea enviar más tropas a Afganistán en 2009. El ministro de defensa, Robert Gates, opinó que esto sucederá sin importar quién resulte elegido presidente en las elecciones de noviembre próximo, ya que cualquiera que triunfe “querrá tener éxito en Afganistán».

Gregory Peck como el Capitán Ahab

Eternidad

En Estados Unidos, elecciones muy disputadas; en la otra punta del mundo, guerra y muerte. Y mientras tanto, gente inocente que vive su pequeña vida, la cual se filtra entre los grandes sucesos de la Historia.

Algo como esto ya estaba escrito en Moby Dick, cuya actualidad resulta sorprendente. En el Capítulo 1 —uno de los mejores comienzos de la literatura universal—, el protagonista, Ismael, nos cuenta sus razones para hacerse a la mar en un barco ballenero:


Pero, ¿por qué razón después de haber olido tantas veces el mar como marinero mercante, se me habrá metido en la cabeza la idea de zarpar en un ballenero? Esto podrá explicarlo mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados, que me vigila sin cesar, me acosa en secreto e influye sobre mí de modo inexplicable. Y sin duda, este viaje mío en un ballenero formaba parte del gran programa que la Providencia organizó hace mucho tiempo. Surgió como una especie de breve interludio, un
solo, entre los números más importantes. Imagino que esa parte del programa debió de sonar más o menos así:

GRAN LUCHA ELECTORAL
POR LA PRESIDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS
Un individuo de nombre Ismael viaja en un ballenero
SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

No puedo decir el motivo exacto por el cual esos directores de escena que son los Hados me adjudicaron este papel tan deslucido del viaje en un ballenero […]

Moby Dick, o la ballena blanca, de Herman Melville, obra cumbre de la narrativa norteamericana, se publicó en el año 1851. Los grandes hechos de la Historia siguen siendo los mismos: batallas de votos y de sangre. Decir que no hay nada nuevo bajo el sol tampoco sería decir algo nuevo.

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Imagen: Gregory Peck como el Capitán Ahab, obsesionado con la ballena blanca en la versión cinematográfica de John Huston (1956).