La afirmación, de Christopher Priest

Por Martín Cristal

—¿Por qué no me dices lisa y llanamente la verdad?
—Porque la verdad nunca es lisa y llana.

I.


En las primeras páginas de La afirmación (1981), me sorprendió encontrarme con que la estrategia de Christopher Priest para establecer el punto de partida del protagonista-narrador es muy similar a la de La casa del admirador: dejar al personaje en pampa y la vía, listo para emprender un cambio grande en su vida. Como Ernesto Funes, Peter Sinclair pierde novia y trabajo (en su caso, también al padre); está harto de la gran ciudad (“frente a mi recién adquirido odio a Londres, el campo cobraba a mis ojos visos románticos, nostálgicos”); después de reencontrarse con un viejo amigo, logra librarse de la urbe en quince días; y mediante el ofrecimiento de ese amigo, él también se va a una casa de provincia, en la que asumirá ciertas responsabilidades.

Por supuesto, el Sinclair de Priest apareció 26 años antes que mi Funes… Ya hablamos alguna vez aquí del sentimiento ambiguo que se siente al leer en otro autor algo parecido a lo que uno ha escrito, aunque sea en un breve pasaje de la obra ajena. (Son los andrajos de alguna vieja y desmantelada pretensión de originalidad, supongo. Aclaro desde ya que, por fuera de esta coincidencia, La afirmación no podría ser más diferente de La casa… y que de mi parte es un atrevimiento compararlas).

Por el contrario, algunas diferencias iniciales —que se ampliarán hasta lo incomparable cuando la novela de Priest ponga todas sus cartas sobre la mesa— podrían ser: que Sinclair tiene una familia (una hermana, con la que no se lleva muy bien), aunque en la casa de campo a la que se muda, él será el único habitante; y que, en su reconcentrada soledad, él decide escribir la historia de su vida, un suceso central en la novela. Aunque primero intenta una crónica llana en sus hechos, pronto comprende que la ficción es la herramienta ideal para que el relato de su existencia cobre un sentido más profundo y cercano a la verdad:


Así trabajé, pues, aprendiendo sobre la marcha cosas de mí mismo. La verdad quedaba a salvo a expensas del hecho literal, pero era una forma más alta, superior de la verdad.

[…]

…gracias a la invención de los detalles afloraban a la superficie las verdades más altas.

[…]

Hay una verdad más profunda en la ficción, porque la memoria es imperfecta…

La descripción del trabajo de escritura de Sinclair, las marchas y contramarchas, las etapas a atravesar en el proceso y los problemas que ofrece la narración escrita a quien decide encararla, son descriptos por Priest con tanta minuciosidad y justeza que esas páginas dedicadas al tema son muy recomendables para quien esté pensando en probarse como escritor.

II.

[Atención: spoilers]

Sinclair avanzará en el texto, hasta que su hermana venga a arrancarlo de su ensimismamiento campestre. En cierto capítulo pasamos a leer lo que pronto entendemos como la versión ficcionalizada de su vida. La sinopsis inicial de esta otra parte podría ser la siguiente:

Peter Sinclair vive en Jethra —un trasunto de Londres— y gana la Lotería de Collago, una de las islas del Archipiélago de Sueño (el territorio ficcional de Priest, un “desafío imaginativo”, un “paisaje mental”, un “territorio neutral, un mundo para vagabundear, una vía de escape”: el lugar al que el autor también se fugará en otras obras, como en su reciente The Islanders). El premio de la Lotería no es dinero, sino una operación quirúrgica que logra la “atanasia”: el ganador se vuelve inmortal, aunque la intervención tiene un requisito: previamente, el paciente debe escribir su biografía, manuscrito que…


Es utilizado después, en la rehabilitación. Lo que te hacen, para hacerte atanasio, es purgar tu sistema. Te renuevan el cuerpo, pero te lavan el cerebro. Después del tratamiento serás amnésico.

Con ese escrito, la memoria del paciente será reconstruida (Te conviertes en lo que escribes. ¿No te aterra?). El tema de la implantación de memorias me trajo de inmediato a la mente —¿o serán recuerdos artificiales, instilados por alguien más?— aquella cita incluida por Borges en una nota de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Russell (The Analysis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que ‘recuerda’ un pasado ilusorio”. También volvieron a mí Total Recall, el segundo test de Voigt-Kampff en Blade Runner, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y Abre los ojos.
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Ahora bien, ¿qué pasa si un paciente como Sinclair no ofrece a los médicos un diario íntimo o una puntillosa crónica, sino un texto de ficción sobre su propia vida? ¿Un texto donde —por ejemplo—, figuran muchas cosas cambiadas, como el nombre de la vieja y conocida ciudad de Jethra, que en su texto figura con el absurdo nombre de Londres?

Con ese giro, la novela consigue establecer que ninguno de los dos manuscritos sea enteramente ficcional, ni ninguna de las dos realidades enteramente verdadera. O como explica el mismo Sinclair: Ahora había dos realidades, y cada una de ellas explicaba la otra.

 

III.

Más allá de ofrecer reflexiones muy valederas para el tema de la identidad, la memoria y la inmortalidad (de una de esas reflexiones surge el título de la novela: …veía la atanasia como una negación de la vida, cuando en realidad era una afirmación), lo que Priest logra narrativamente es meternos en la cabeza de un psicótico/esquizofrénico que vive y se debate entre dos mundos paralelos pero cada vez más confundidos.

¿Podría leerse que esa lucha interna sea la vieja disputa literaria entre el realismo y lo imaginario? Si en el siguiente fragmento remplazamos los nombres de las amantes de Sinclair, cambiando Gracia por “Realidad” y Seri por “Imaginación”, quizás reconozcamos una respuesta afirmativa a esa pregunta, y sobre el final del fragmento, una solución o síntesis para ese conflicto hipotético:


Seri sedaba; Gracia, en cambio, corroía. Seri incitaba, Gracia desanimaba. Seri era serena; Gracia, en cambio, era neurótica. Seri era dulce y pálida, y Gracia era turbulenta, efervescente, caprichosa, excéntrica, amante y vital. Seri era dulce, sobre todo dulce. Seri, creación de mi manuscrito, había sido forjada para que me explicara a Gracia. Pero los acontecimientos y los lugares descritos en el manuscrito eran prolongaciones imaginativas de mí mismo, y también lo eran los personajes. Yo había supuesto que representaban a otras personas, pero ahora veía que eran, todos, diferentes manifestaciones de mí mismo.

Si logramos mantener la locura a raya, en el entrecruzamiento de imaginación y realidad podemos encontrar una verdad que ninguno de los dos campos logra captar por sí solo. Ese cruce —o al menos, la alternancia— entre ambos territorios no sólo es posible: es necesario. Contando también con esa intersección podemos vivir (y narrar) más completamente, más cerca de lo que es cierto y verdadero.

Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco

Por Martín Cristal

El siguiente es el libro que recomendamos en el Nº 15 de la revista Ciudad X (septiembre de 2011).

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“Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante, porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual”. Esto piensa Carlos, el protagonista, en un pasaje crucial de Las batallas en el desierto. En ese momento, Carlos es un chico de ocho o diez años; ahora es el hombre mayor que nos narra aquella historia, y hay que reconocer que su memoria del México de fines de los cuarenta es nítida y consistente.

Remebranza vívida de una ciudad y una infancia perdidas, esta novela corta de José Emilio Pacheco (1939) es un exitoso intento de volver a ser niño —como quería Korczak— para batallar otra vez en el desierto de un patio de escuela. También es una forma de volver a enamorarse por primera vez. El primer amor es lo que congrega los recuerdos de Carlos, una memoria urbana hecha de nombres de autos, anuncios comerciales o la “Obsesión” por un bolero. Muchos de estos indicios son reconocibles como marcas de época; otros se centran en la demarcación de lo local: más que el tiempo, nos señalan el espacio de la Ciudad de México. También se infiltran las antiguas (las persistentes) moralinas, las diferencias de clase y de origen: entre capitalinos y provincianos, o entre mexicanos y extranjeros.

La prosa es impecable, viva prueba de que, para tener ritmo, las frases cortas y secas no son la única opción disponible; la variedad sintáctica puede ser mucho más efectiva. Lo que hay que manejar es la cadencia, y Pacheco (Premio Cervantes en 2009) la domina como el reconocido poeta que es. Incluso las enumeraciones —de películas, de revistas, de programas de radio— suenan perfectas en el orden que el autor les asigna. No es entonces sólo la brevedad de esta novela la que puede llevarnos a leerla en lo que duran una tarde y dos cafés, sino la hipnosis producida por el depurado oficio de un poeta que, esta vez, eligió narrar. Pacheco no nos cuenta una historia de amor ambientada en los años cuarenta del DF; nos cuenta los cuarenta y el DF, condensados en una historia de amor. Eso hace de Las batallas en el desierto una gran novela corta, y no un muy buen cuento largo.

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Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Novela. Tusquets, 2010.
(Publicada originalmente en 1981).

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PD1. .

PD 1. Sobre esta novela, recomiendo leer también este texto reciente de Eduardo Huchín Sosa.

PD 2. De yapa: un perfecto fanmade video de Gabriella Pérez para «Las batallas» de Café Tacvba, canción basada en la novela. El video está armado con escenas de la película Mariana, Mariana (Alberto Isaac, 1987), que también se basa en el texto de Pacheco.