Sobre el bloqueo del escritor, de Victoria Nelson

Por Martín Cristal

Destrabalenguas para escritores

Victoria-Nelson-Sobre-el-bloqueo-del-escritorEn el cine ya vimos cómo Barton Fink esperaba en habitaciones oscuras en las que el empapelado se despegaba mientras ninguna frase llegaba a su máquina de escribir. Vimos a Nicolas Cage luchar contra un libro que no conseguía adaptar al cine (El ladrón de orquídeas). Vimos a Woody Allen enredarse en la vida de un escritor bloqueado cuyo nombre era, irónicamente, Harry Block. Y por supuesto, vimos a Jack “Torrance” Nicholson literalmente enloquecer frente a su máquina de escribir en el desolado hotel de El resplandor.

El escritor bloqueado, como personaje, es frecuente en el cine porque presenta un conflicto relativamente sencillo de exponer en imágenes —en su exterioridad—, conflicto que a la vez los espectadores asumen interior sin necesidad de mayores explicaciones. Ellos sólo precisan saber que hay una intención (escribir), que esa intención es frustrada por algún motivo personal y que eso saca al personaje de su zona de confort para ponerlos en marcha a él y a la película. Si tiene suerte, al final de su peripecia el protagonista destrabará su lengua escrita y terminará el texto que se proponía, o creará otros nuevos.

Ahora bien, si es uno mismo el que escribe y sufre un bloqueo, ¿a quién recurrir antes de terminar persiguiendo a toda la familia con un hacha? Una buena fuente puede ser el tratado Sobre el bloqueo del escritor, de la escritora californiana Victoria Nelson.

Aparecido originalmente en 1985, y con versión definitiva de 1993, el libro cita a una multitud de escritores —casi siempre en referencia a sus procesos creativos— e incorpora elementos de la psicología para definir al bloqueo como un veto del yo inconsciente al “programa exigido por el ego consciente”. Es por esto que el escritor, al reclamarse con insistencia por no escribir, termina atacándose en andanadas crecientes de odio autoinfligido.

Si la llave reside en el inconsciente, dice Nelson, de nada servirá abrirnos paso por la fuerza. Una salida natural puede ser la de devolver la escritura a los reinos del juego y del placer, bajando los niveles iniciales de exigencia. En efecto, las ambiciones excesivas pueden ser una de las fuentes del bloqueo, pero Nelson tipifica muchas otras: el arrancar “en frío” a escribir una obra que se prevé extensa o difícil (como un corredor que quisiera largarse a correr una maratón sin haber entrenado antes en distancias más breves); o pervertir la disciplina de escribir regularmente hasta convertirla en una obligación inflexible, una fuente extra de frustración; o no reconocer que la procrastinación, más que una falla de la voluntad, puede ser una protesta exasperada del inconsciente; o trastocar un perfeccionismo saludable en una obsesión malsana.

Jack-Torrance-Ice-Block

Relacionarse mal con la idea de “éxito” también motiva frustraciones y bloqueos. Pueden ser por no haber establecido una definición de qué significa el éxito para uno; o por temerle antes de conseguirlo; o por tener miedo de no poder sostenerlo una vez conseguido; o, sencillamente, por no sentirse capaz de obtenerlo nunca. Para cualquiera de estos casos, Nelson se pregunta: “¿Es el éxito en el arte más importante que haberlo practicado tan bien como nos haya sido posible? […] “¿Lo es más que el éxito en la vida misma?”.

La autora también considera otros casos particulares: el bloqueo de los escritores novatos o “potenciales” que, ante las “posibilidades ilimitadas” de la literatura, no salen nunca de su “nido de sueños” para encarar una obra que, al publicarse, podría confrontarlos con la medida real de su propio talento; el de los precoces que un buen día se frenan; el de los tesistas y estudiantes que no consiguen pasar del estadio “acopio de notas” al de seleccionarlas para convertirlas en un libro; el de quienes encajan su talento o sus aptitudes en un molde inadecuado, a veces por error propio, a veces por imposición de la sociedad en sí…

En su exhaustividad, el libro alcanza la dimensión de un tratado. No sólo se tipifican todas las variantes resumidas aquí, sino que, entreveradas con esas fundamentadas descripciones, también se ofrecen algunas soluciones. Por ejemplo: reconocer nuestro ritmo interno; enfocarse en el presente al escribir, relajarse y disfrutar; tratarse a uno mismo con respeto, medirse en avances propios, no caer en la comparación con otros autores; reconocer que el proceso creativo a veces es locuaz pero otras veces está marcado por silencios que también pueden ser activos; guiar la experiencia creativa sin querer controlarla totalmente; reencajar el perfeccionismo en límites saludables, sin llegar al extremo de perder la capacidad de autocrítica; confiar en nuestras convicciones frente a la crítica externa, siempre subjetiva y cambiante; reconocer que la reescritura obsesiva a veces sólo es una táctica dilatoria; mantener la constancia del acto escritural aunque cada día recaiga en proyectos o ideas distintas. El libro presenta al bloqueo como una pieza más del juego, y hasta propone que puede usarse en favor del proyecto escritural que el autor tenga entre manos.

Incluso si uno escribe pero no se encuentra (o no se reconoce) bloqueado, la lectura del libro resulta igualmente interesante. En parte por su eventual funcionamiento como factor preventivo para el problema; pero, sobre todo, porque Nelson también enseña a escribir. No es que la autora ofrezca herramientas técnicas de escritura (reglas de redacción y gramática, recursos narrativos u otras materias así), sino que, al mostrar cómo opera el oficio constante de la escritura —con el fin de clarificar lo que sucede cuando esa constancia se interrumpe—, Nelson termina dándonos un certero panorama del ritual íntimo de escribir: lo que está en juego tras las bambalinas del proceso creativo de escritura. Un proceso que es saludable asumir como algo fluido y dinámico.

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Sobre el bloqueo del escritor, de Victoria Nelson. Tratado. Península, 1997 [1993], 240 páginas. Recomendé este libro en “Ciudad X”. Córdoba, 3 de septiembre de 2015.

Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy

Por Martín Cristal

Sangre, sudor y cabelleras cortadas

Cormac-McCarthy-Meridiano-de-sangre-DebateIncluso después del gran éxito alcanzado a principios de los años noventa por su Trilogía de la frontera, Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) siguió cultivando el mito de “autor-que-no-concede-entrevistas”. Ese modo misántropo de encarar la propia figura de autor —el mismo con el que Salinger canalizó una paranoia sin fisuras, y que hoy persiste en un famosísimo fantasma llamado Thomas Pynchon— empezó a ceder un poco ante las luminarias luego del Pulitzer que recibiera por su novela La carretera, de 2006 (lo hizo, por ejemplo, con una sorprendente aparición pública en el programa de Oprah Winfrey).

Probablemente McCarthy haya escrito su gran novela mucho antes de todo eso, en 1985. Meridiano de sangre es —según el crítico Harold Bloom— la “auténtica novela apocalíptica [norte]americana”. Si La carretera es postapocalíptica al presentarnos un país desolado tras una catástrofe sin nombre —con el canibalismo y la destrucción amenazando permanentemente a un niño y su padre (Viggo Mortensen en la pantalla grande)—, Meridiano de sangre se revela como un apocalipsis previo a la formación de ese mismo país, o de una parte significativa: su actual frontera sur. Así, es posible conjeturar que la historia, las costumbres y el territorio de Estados Unidos no son para McCarthy más que un paréntesis lógico entre la certeza de un comienzo violento y la hipótesis de un final violento.

En Meridiano de sangre, la muerte y el mal son un espectáculo continuo; la ley del más fuerte aplicada veinticuatro horas al día durante veintitrés capítulos (cada uno trae al comienzo el resumen de los acontecimientos que abarca, a la usanza de los textos antiguos). El argumento es lineal a más no poder y está emparentado con el género del western: a mediados del siglo XIX —pasada ya la guerra entre Estados Unidos y México—, un chico se une a una pandilla de mercenarios que se dedican a exterminar indios entre lo que hoy serían Texas y California, bajando también a los desérticos estados del norte mexicano.

Cormac-McCarthy

La minuciosidad de la violencia en McCarthy impregna al lector, al igual que sus detalladas descripciones de vestimentas, cabalgaduras, armas y paisaje (Hugo Pratt se hubiera hecho un festín dibujando esta novela). Por Hollywood sabíamos que los indios eran sanguinarios y cortaban las cabelleras de los hombres blancos; por McCarthy nos enteramos que también podía suceder al revés, ya que las cabelleras de los indios sirven para cuantificar la matanza y cobrar la faena. Los mismos mexicanos que pagan por el exterminio se vuelven víctimas de este grupo de asesinos, entre los que se destacan el capitán Glanton, su impiadoso líder, y sobre todo el juez Holden: un personaje espeluznante, tan inolvidable como el cruel asesino de No es país para viejos (también de McCarthy).

Un extenso western, sí, pero sin héroes. No es entonces como aquellas novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, sobre todo gracias al poderoso estilo de McCarthy, que eleva el texto a otro nivel. En la tradición del gótico sureño, McCarthy trasvasa a la sequedad mortal del desierto mexicano varios yeites de la prosa con la que Faulkner pintaba la humedad del Mississippi.

El tono y su seguridad lo son todo en esta novela. Un breve extracto como ejemplo:

“Se adentraron en el desierto para hacer un alto. No soplaba el viento y aquel silencio era muy del gusto de cualquier fugitivo como lo era el campo abierto y no había montañas cerca donde algún enemigo pudiera esconderse. Ensillaron y partieron antes de que saliera el sol, cabalgando todos a la par con las armas a punto. Cada cual escrutaba el terreno por su cuenta y los movimientos de las criaturas más minúsculas eran registrados por su percepción colectiva, los filamentos invisibles de su vigilancia federándolos entre sí, y avanzaron por aquel paisaje como una única resonancia. Vieron haciendas abandonadas y tumbas junto al camino y a media mañana habían encontrado el rastro de los apaches, venía del oeste y avanzaba ante ellos por la arena blanda del lecho del río. Los jinetes descabalgaron y cogieron muestras de arena removida al borde de las huellas y las tamizaron entre los dedos y calibraron su humedad a la luz del sol y las dejaron caer y miraron río arriba entre los árboles pelados. Volvieron a montar y siguieron adelante” [Cap. XVI; traducción de Luis Murillo Fort].

Si la prosa recuerda un poco a Faulkner, la épica recuerda otro tanto a Melville. Como en Moby Dick, las aventuras pergeñadas por McCarthy se suceden, episódicas y grandilocuentes, sólo que aquí la caza de ballenas se llama limpieza étnica.

Una novela como ésta podría volverse demasiado local si sólo se centrara en recrear un período histórico. Son las discusiones entre los personajes —usualmente alrededor del fogón nocturno— las que la vuelven universal debido a su cariz filosófico. En esos intercambios crece el personaje del juez Holden: un hombre terrorífico (cuyo título no puede más que ser irónico). Lleno de curiosidad científica, Holden es una figura cuasi diabólica. Teórico de una guerra sin fin, se presenta cínico e impredecible, capaz de perdonar o de matar sin razón alguna (o por razones íntimas pero inescrutables). Conforme esta gran epopeya de antihéroes se desangra hasta el último hombre, Holden se candidatea como una de las mayores encarnaciones del mal que haya dado la literatura.

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Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Debate, 2001 [1985]. 416 páginas. Con otra versión, más breve, recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de marzo de 2015).