Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich

Por Martín Cristal

Chernóbil mon amour

svetlana-aleksievich-voces-de-chernobil-debateLa bielorrusa Svetlana Aleksiévich (URSS, 1948) usa las herramientas del periodismo para recoger testimonios valiosos, y las de la literatura para plasmarlos en narraciones corales, cuyos temas se enlazan en una crítica continua al régimen soviético. Obtuvo el Nobel de Literatura —que por lo general reciben autores de ficción—, por títulos como La guerra no tiene rostro de mujer (sobre las combatientes de la Segunda Guerra Mundial), Los muchachos del cinc (sobre la guerra de Afganistán) o el más abarcativo El fin del “Homo sovieticus”.

Entre ellos destaca Voces de Chernóbil. La autora desaparece de su propio libro para que sólo hablen los afectados por el accidente del reactor nuclear (“la mayor catástrofe de origen técnico en la historia de la humanidad”), salvo por un capítulo que sí incluye declaraciones propias, como la siguiente: “…la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre”.

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La Historia, las historias

“¿Quiere usted hechos, detalles de aquellos días? ¿O mi historia?”, pregunta un entrevistado, señalando así los dos pilares del libro: la crónica fragmentada, con datos sobre la situación general; y la subjetividad de los que padecieron el accidente y sus consecuencias.

El resultado es tan necesario como estremecedor de leer (ya el primer testimonio —el de la esposa de un bombero— es devastador). El “pacto de lectura” es el de la crónica periodística: si Voces de Chernóbil fuera ficción, la desecharíamos por encontrar demasiados golpes bajos en el relato imaginado por el autor; al asumir que los casos son reales, el verosímil queda allanado, y nuestro ánimo, predispuesto a la compasión.

¿Y si se nos dijera que es una obra de ciencia ficción? Tal vez la encontraríamos poco centrada en lo científico y con un tema muy transitado: otro (post)apocalipsis. Dice Aleksiévich: “La zona… Es un mundo aparte. Otro mundo en medio del resto de la Tierra. Primero se la inventaron los escritores de ciencia ficción, pero la literatura cedió su lugar ante la realidad”. Otra voz le pide: “Enséñeme una novela fantástica sobre Chernóbil. ¡No la hay! ¡Y no la habrá!”. Una tercera confiesa: “Ya no me gusta leer ciencia ficción”.

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Las voces de la memoria

No hay spoiler posible: los hechos son públicos y ningún resumen reemplazará las voces de la experiencia. Aleksiévich conserva el registro oral: “escuchamos” hablar a hombres y mujeres: campesinos, evacuados, residentes (previos y posteriores al desastre), psicólogos, soldados, “liquidadores” (los enviados por el gobierno para clausurar la zona y evitar que las consecuencias del accidente se propaguen), profesores, cazadores, doctores, ingenieros, físicos, periodistas, fotógrafos, políticos, activistas, historiadores…

Todos ellos nos cuentan de los sacrificios impulsados por el amor —a la tierra, a la pareja o los hijos, al prójimo, a los animales— y de los crímenes contra las mismas víctimas. De agonías insoportables, de los mil modos en que la muerte fermenta en los cuerpos irradiados. De la frialdad con que un sujeto es convertido en objeto de observación científica: un fortuito pero aprovechable conejillo de indias.

Nos hablan de la mala prevención, de los errores ante la premura por controlar el accidente, de nuestro desconocimiento de la Física. De la desinformación y las amenazas promovidas por el Partido (cuando no de su propia “combinación letal de ignorancia y corporativismo”). Del secretismo de un Estado que, por no sembrar el pánico, engaña a pobladores y soldados sin brindarles medios de protección, que sus propios mandos altos sí usan. Un Estado que luego difunde la mentira de una “situación controlada” y borra documentos comprometedores.

Los castigos no alcanzan, pero muerte sobra. El hombre incluso provoca un exterminio animal (salvajes o domésticos, los animales de la zona debieron ser exterminados para que al migrar no extendieran la contaminación). Se reivindica con actos de heroísmo al lidiar con el desastre, sí, pero —como pide uno de los involucrados— “primero hay que hablar de la chapuza general y del caos, y luego de las proezas”. Sólo son inocentes los niños, mal cobijados por la soberbia y la necedad adulta.

“Los primeros días, la cuestión principal era: ‘¿Quién tiene la culpa?’. […] Luego, cuando ya nos enteramos de más cosas, empezamos a pensar: ‘¿Qué hacer?’, ‘¿Cómo salvarnos?’”

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Foto: AP Photo, mayo de 1986. Fuente: The Atlantic.

Se suceden diferentes reacciones: “‘Todo ha quedado atrás’; ‘Ya se arreglará todo de alguna manera’; ‘Han pasado diez años. Ya no hay peligro’; ‘¡Nos vamos a morir todos! ¡Pronto todos nos moriremos!’; ‘Quiero irme al extranjero’; ‘Han de ayudarnos’; ‘¡Al diablo con todo! Hay que vivir’”. Surge el humor, que también irradia negrura en medio de la tragedia. Y reflexiones filosóficas o espirituales: “Yo no temo a Dios. A mí lo que me da miedo son los hombres”.

Los poblados se afantasman tras las evacuaciones. Hay saqueos, y también gente que, a pesar de todo, regresa y se queda a vivir ahí: no tienen adonde ir, en otras partes no son nadie. Todos pasaron por la dura prueba de Job, pero sin un Dios que les restituyera nada: “No perdimos una ciudad, sino toda una vida.”

El libro tampoco se olvida del morbo: el de turistas, artistas y escritores (¿Aleksiévich incluida?). “Los periódicos y las revistas compiten entre sí para ver quién escribe algo más terrible, y estos horrores les gustan sobre todo a aquellos que no los han vivido”.

En suma, este coro canta sobre un cambio de época y sobre una nueva forma del mal, que se parece a la guerra, pero cuya fuente es invisible e inexorable. Canta de un tiempo y un espacio redefinidos: el primero ensanchado más allá de toda medida humana (porque este daño “es para miles de años”); el segundo, disminuido (porque los efectos expansivos de la radiación se difundieron por todo el planeta en cuestión de horas).

En los sucesivos testimonios hay recurrencias agobiantes, pero esa repetición cataliza una experiencia en común. Tras la última página, queda expuesta la precariedad de nuestras vidas. Pero también, por contraste, podemos vislumbrar por un instante nuestra propia felicidad, esa que (mientras no prevemos la próxima catástrofe) nos rodea sin que seamos conscientes de ella.

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Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich. No ficción. Debate, 2015 [1997]. 408 páginas. Con una versión más corta de esta reseña, recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 25 de septiembre de 2016).

August Eschenburg y Risas peligrosas, de Steven Millhauser

Por Martín Cristal

Instrumentos de precisión fantástica

Steven-Millhauser

Puede que hoy sea más rápido ubicar a Steven Millhauser (Nueva York, 1943) por ser el autor del relato en el que se basó la película El ilusionista que por trabajos anteriores como su novela Martin Dressler —ganadora del Pulitzer— o el tríptico Pequeños reinos (ambos libros publicados en castellano por la editorial Andrés Bello). Si se lo busca actualmente por las librerías argentinas, pueden encontrarse al menos dos obras más: la novela breve August Eschenburg (Interzona, 2005) y los cuentos de Risas peligrosas (Circe, 2010).

Steven-Millhauser-August-Eschenburg Millhauser sitúa muchas de sus historias en el salto del siglo XIX al XX. El fervor cientificista y los recursos técnicos de esa época le permiten imaginar toda clase de invenciones de corte steampunk (como se le llama a la corriente de la ciencia ficción cuyo imaginario se despliega desde esa “era del vapor”). August Eschenburg, por ejemplo, es la historia de un alemán de esos años que sobresale por la construcción de muñecos mecánicos, autómatas capaces de movimientos cada vez más delicados. Su habilidad sorprende al público,
al menos mientras éste no se distrae con las otras novedades que ofrece la época. Con bella precisión, Millhauser nos hace meditar sobre las diferencias entre arte y artesanía, sobre lo efímero del interés social dispensado a ciertas prácticas, sobre el gusto estético como una construcción colectiva y mutante, prisionera de su tiempo, y también sobre la amenaza permanente del fracaso y el sinsentido vital. El libro integra la colección Línea C, dirigida por Marcelo Cohen, quien también se ocupó de traducirlo.

Steven-Millhauser-Risas-PeligrosasSi bien es más reciente, Risas peligrosas quizás sea más difícil de conseguir. Abre con “El ratón y el gato”, un cuento muy distinto del resto; en él, Millhauser le inyecta un hálito reflexivo a las habituales rencillas entre Tom y Jerry. La Parte II, “Actos de desaparición”, reúne cuatro historias que transcurren en la actualidad. La más memorable es “La desaparición de Elaine Coleman”. Apartado del triste y ominoso sentido histórico que la palabra “desaparición” tiene en la Argentina, el cuento propone que la presencia de los otros es una construcción de la que todos somos responsables: nuestra pertinaz indiferencia podría erosionar la existencia de una persona. También se destacan el cuento que titula al conjunto, donde la potencia de la risa es explorada como una moda pasajera entre adolescentes, y el impecable “Historia de un trastorno”, que desnuda lo inútil del lenguaje para dar cuenta de la profunda vastedad de lo real, un poco como lo hacía el Funes borgeano.

Borges y también Calvino sobrevuelan la Parte III, “Arquitecturas imposibles”. La pueblan los extremos de lo enorme (cúpulas que cubren ciudades enteras, o torres babélicas construidas por varias generaciones de obreros)[*] y de lo pequeño (las obras infinitesimales del maestro miniaturista de un antiguo reino, o los ínfimos detalles que cuidan unos “duplicadores” que, a diario, reproducen los cambios de una ciudad entera en otra cercana e idéntica).

La última parte, “Historias heréticas”, vuelve al siglo XIX y a personajes como Eschenburg: miembros de una Sociedad Histórica que intentan conservar cada bagatela del presente en aras de su futuro estudio; un precursor del cine que no consigue el movimiento mediante la fotografía, sino con la pintura; un grupo de científicos que intenta perfeccionar una máquina que reproduzca hasta las sensaciones táctiles más finas…

Es el amor por los detalles lo que caracteriza la prosa de Steven Millhauser. Esa atención por lo preciso y lo exacto incluso se vuelve su tema en aquellos relatos donde los personajes destilan una obsesión similar por la minucia trabajada y pulida hasta la locura, aunque luego descubran que sus empresas conducen a callejones sin salida.

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Risas peligrosas, de Steven Millhauser. Relatos. Circe, 2010. 288 páginas. | August Eschenburg, de Steven Millhauser. Nouvelle. Interzona (Línea C), 2005. 98 páginas. | Con una versión más corta de esta reseña, recomendamos ambos libros en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 6 de junio de 2013).

 

[*] Este cuento, «La torre», nos recordó inevitablemente a otro cuento de Ted Chiang, «La torre de Babilonia» , el cual preferimos sobre el de Millhauser.

Mirrorshades. Una antología ciberpunk, de Bruce Sterling, ed. (III)

Por Martín Cristal

[Leer la primera parte]
[Leer la segunda parte]

3. Los relatos

Los que más me interesaron fueron:

• Tom Maddox, “Ojos de serpiente”: Un piloto de bombardero acepta un injerto cerebral que le permitirá controlar el avión casi fusionándose con la máquina; para poder controlar el software que lleva implantado deberá pasar una dura prueba de adaptación en una estación espacial. Maddox explora la problemática del cyborg y la lucha interna entre lo biológico y lo mecánico.

• James Patrick Kelly, “Solsticio”:
En Masterpieces, Kelly nos había decepcionado con un cuento titulado “Rata”; aquí, en cambio, entrega uno de los mejores cuentos del libro. El relato meteórico de la carrera del diseñador de drogas más famoso del planeta se alterna con sus sentimientos por su hija adoptiva (clonada), el desprecio hacia el nuevo yerno-videasta que se la disputa, la misteriosa historia del monumento de Stonehenge —que visitan redrogados durante el solsticio— y una venganza que se arrastra hacia él desde hace varios años atrás. (El final, sin embargo, no redondea y la historia se va deshilachando en el recuerdo).

• Lewis Shiner, “Hasta que nos despierten voces humanas”:
De vacaciones con su esposa en una isla perfecta, el señor Campbell sale a bucear y alcanza a ver bajo el mar a una sirena, vivita y —sobre todo— coleando. La extraña visión primero ahonda las diferencias que ya lo venían distanciando de su mujer; después lo lleva a curiosear más allá de donde los turistas tienen permitido ir, ya que en la isla también funciona un proyecto secreto de máxima seguridad, llevado adelante por una compañía norteamericana.

• Bruce Sterling y Lewis Shiner, “Mozart con gafas de espejo”
(las mirrorshades del título general): El viejo y querido tópico de los viajes en el tiempo, con una perspectiva cuántica. Estados Unidos domina los viajes por tiempos alternativos a diversos puntos del planeta, para su prolija y masiva expoliación. El objetivo es llevar esas riquezas multiplicadas de vuelta al tiempo “real” o troncal. A veces, en el viaje puede colarse un joven y ambicioso Mozart, por ejemplo, o incluso surgir inconvenientes de variada índole.

• William Gibson, “El continuo de Gernsback” (incluido también en su propia antología de relatos, Quemando cromo): Un fotógrafo, al que le encargan fotos de la arquitectura americana de los años treinta, se obsesiona con sus rasgos futuristas, las formas de un “futuro-que-nunca-fue”; poco a poco empieza a ver imágenes vivas de ese futuro alterno en todas partes… “Gernsback” refiere al famoso editor Hugo Gernsback, que en los veinte sentó importantes bases para la CF. En este cuento temprano, Gibson señala aquellas raíces pero prefigura claramente su apartamiento de la noción de “futuro distante”. El “futuro próximo” en que este autor se enfocará no sólo va a definir el movimiento cyberpunk, sino cada vez más su propia obra, tendencia que el autor extrema en su “Trilogía del Presente” (que abre con la novela Mundo espejo).

• Bruce Sterling y William Gibson, “Estrella roja, órbita invernal” (también incluido en Quemando cromo): Un motín en una verosímil estación espacial rusa amenaza con liquidar el sueño soviético de la conquista espacial. Algo que la realidad se encargó de desmantelar mucho antes.

• John Shirley, “Zona libre”: Un viejo rockero cuya banda está a punto de desintegrarse, vuelve a caer por las drogas mientras transita con nuevos amigos por la “zona libre” de una isla artificial creada por las clases pudientes y poderosas del mundo (ahí se refugian de la debacle económica que afecta al resto del planeta). Si bien la anécdota no se resuelve —porque no es un cuento, sino un fragmento de novela—, la atmósfera convence. Sobre todo porque más que cyber es punk, especialmente en las bladerunnerescas calles de la zona libre.

Otros:

• Paul Di Filippo, “Stone vive”: Otro cyborg, aunque algo menos interesante que el de Maddox. Stone va a la Oficina de Inmigración y se ofrece, como muchos otros desempleados, para experimentos y trabajos insalubres. Acepta testear un implante ocular de visión enriquecida. Con la operación su vida cambia, pero más todavía por su nueva posición de protégé de la empresa que le hizo el implante. Desde esa cima, comprende mejor el funcionamiento de su mundo contemporáneo.

• Pat Cadigan, “Rock On”: La producción musical ahora utiliza los poderes de los “pecadores” (synners: amalgama de sinners y synthetizers), seres que vivieron la era de oro del rock & roll y que ahora poseen el poder de transmitir —mediante conexiones implantadas en sus cabezas— aquella “fuerza” del rock primigenio a los músicos actuales… algo muy útil en las salas de grabación.

• Marc Laidlaw, “Los chicos de la calle 400”: Las habituales guerras de pandillas urbanas se suspenden cuando muchas gangs son arrasadas por una banda de gigantes que llega a la ciudad. Las que quedan tratarán de suspender los viejos rencores para ir juntas a enfrentar a los gigantes.

Hay dos cuentos más que, sin ser malos, resultan disonantes en la selección: “Cuentos de Houdini”, de Rudy Rucker, simpático —recuerda al Houdini que E. L. Doctorow pinta al comienzo de su novela Ragtime—, pero realmente difícil de relacionar con la corriente cyberpunk; y “Petra”, de Greg Bear, que tampoco participa de la atmósfera tecnificada ni otros rasgos que dominan la corriente. Su acción se sitúa en una catedral, en un tiempo alterno o remoto, lo que da una atmósfera más imbuida del fantasy, con un narrador que es una especie de gárgola de esa catedral.

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Lo que más me atrajo del conjunto es la reconfiguración temática que propone para su época (que, como comentaba en el post anterior, considero muy influyente); en cambio, el rasgo estilístico que introduce elementos del policial hard-boiled o negro me interesó bastante menos. Lo más agobiante de leer en todo el libro quizás sea el uso generalizado de neologismos, esa jerga inventada que molestaba a Miquel Barceló. En los casos en que está bien hecha sí resulta esclarecedora (aquí resulta clave la dupla de traductores), pero muchas veces es un obstáculo. Fuera de este detalle, las atmósferas del cyberpunk me resultaron atractivas. Algunos de los autores seleccionados consiguen insuflarles vida con gran eficacia.

Mirrorshades. Una antología ciberpunk, de Bruce Sterling, ed. (II)

Por Martín Cristal

[Leer la primera parte]

2. Continuidad temática e influencia

En su Guía de lectura de la Ciencia Ficción (Ediciones B, 1990), Miquel Barceló define al cyberpunk como una «falsa novedad» que produjo “gran ruido” y “pocas nueces”. Según él, éste es un subgénero que…


“…aúna, como su nombre indica, características propias de una sociedad completamente impregnada por la cibernética y una nueva estética de tipo punk.

En general las novelas y relatos cyberpunk muestran una sociedad en el futuro inmediato (generalmente mediado o finalizando el siglo XXI), en la que el predominio de la informática y la tecnología cibernética es abrumador. Los personajes suelen ser seres marginales de los bajos fondos de las nuevas megalópolis del futuro, y la estructura narrativa está basada en la clásica novela negra al estilo de las que hicieran famosos a Dashiell Hammett y Raymond Chandler.”

[…]

“La principal característica de lo cyberpunk consiste en un ambiente sórdido de gran ciudad futurista, un poco al estilo del Blade Runner cinematográfico de Ridley Scott. También destaca la utilización, que para algunos puede llegar a ser abusiva, de un vocabulario técnico o pseudotécnico, todo ello sumergido en una estética postmoderna y de marcado contenido punk”.

Barceló criticaba la verosimilitud de algunos autores de esta corriente: “Algunas de las referencias tecnológicas al mundo cibernético de los ordenadores se limitan a una mera jerga inventada que, en algunos casos, delata la escasa formación técnica de los autores” (en esta crítica incluye a Gibson y su Neuromante). Y finalmente opinaba que “es de esperar que con el tiempo la corriente cyberpunk forme parte de la literatura general (mainstream)”.

Fragmento de la adaptación a historieta de Neuromante, de William Gibson, realizada por Tom De Haven y Bruce Jensen en 1989; un verdadero fiasco, aunque sirve para ver cómo muchos rasgos «futuristas» de entonces hoy son marcadamente «ochentas». Distinguir entre unos y otros nos permitirá reconocer cuál es el verdadero legado temático/estilístico del cyberpunk.

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Por supuesto, Barceló se jugaba con esa mirada suya casi en el mismo momento de los acontecimientos literarios que procuraba sopesar; su juicio tiene así el valor de lo inmediato. Mi modesto parecer sobre el particular se expresa con menos conocimiento del género, pero cómodamente reclinado sobre veintidós años más de perspectiva. Desde tal posición no puedo más que disentir de la dureza de aquellas opiniones, por más que provengan de un gran conocedor.

Como contraste me resultó interesante una cita que traen a colación los traductores del libro. Pertenece a la Encyclopedia of Science Fiction, de John Clute y Peter Nicholls (de 1993):


“…si el ciberpunk está muerto en los noventa —como varios críticos afirman— será el resultado de una eutanasia desde dentro de la misma familia. Los efectos del ciberpunk, tanto dentro de la CF como fuera, han sido vigorizantes; y dado que la mayoría de estos escritores continúa escribiendo —aunque no necesariamente bajo esta etiqueta—, podemos asumir que el espíritu del ciberpunk sigue vivo”.

[La negrita es mía].

Trato de dilucidar si “sigue viva” esta apreciación sobre “los efectos” del cyberpunk a casi veinte años de formulada. Creo que hoy ya se puede distinguir mejor los aspectos del cyberpunk que resultaron influyentes de aquellos (pocos) rasgos que eran meras marcas “cosméticas” de la década en que la misma corriente estaba modelándose.

Me atrevo a practicar esa distinción clasificando algunas “afirmaciones genéricas” y “características comunes” que el propio Sterling, en su prólogo, ofrecía como distintivos del subgénero:

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Epocales
(si persisten con mutaciones, igual son típicamente ochenteras)

• “Gafas de sol de espejos” (mirrorshades)
• “Hip-Hop, música scratch”
• “Rock de sintetizador de Londres y Tokio”
• Graffiti callejero con spray
• “Impresora, fotocopiadora”
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Trascendentes/influyentes
(tienen más continuidad, o siguen siendo relevantes a la fecha)

• “Superposición de mundos […] como el ámbito de la alta tecnología y el submundo moderno del pop”.
• “Submundo de los hackers” (hackers y rockeros como ídolos contemporáneos).
• Que “los artistas punteros del pop” sean también “técnicos punteros.”
• La cultura tecnológica salida de madre. La ciencia “penetrando en la cultura general de forma masiva”. Pérdida de “control sobre el ritmo del cambio” tecnológico.
• “La tecnología de los ochenta se pega a la piel, responde al tacto”. [Esto creo que persiste, aunque los ejemplos de Sterling sean de época: las PC, el walkman, el teléfono móvil o las lentes de contacto blandas].
• Temas: “la invasión del cuerpo con miembros protésicos, circuitos implantados, cirugía plástica o alteración genética”; “interfaz mente-ordenador, inteligencia artificial, neuroquímica”. Es decir, técnicas que redefinen “la naturaleza del yo”.
• Drogas de diseño
• “Instrumentos para la integración global, la red de satélites de comunicaciones y las corporaciones multinacionales.”

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Creo que los rasgos de la columna derecha no sólo son influyentes dentro de cierta CF posterior (que hizo metástasis hacia muchos desprendimientos de aquella corriente, como el steampunk —del que el mismo Sterling es cultor—, el biopunk y algunos otros –punk, un término que parece infinitamente adaptable), sino también que su interés todavía repercute en nuestra contemporaneidad, a diferencia de otros temas clásicos de la CF —como por ejemplo la conquista del espacio— que en nuestra vida actual prácticamente suenan a historia antigua… al menos hasta nuevo aviso. (En una entrevista reciente de Rodrigo Fresán a William Gibson, éste confesaba —palabras más, palabras menos— que ya no podía recordar cuándo fue la última vez que leyó una novela de ciencia ficción ambientada en el espacio que le haya resultado estimulante o satisfactoria).

Por todo esto creo que, visto ya a la distancia, el cyberpunk no fue sólo “mucho ruido y pocas nueces”. Es cierto que sus rasgos temáticos trascendentes (no necesariamente los estilísticos) resultan de tal presencia contemporánea que aquella afirmación de Barceló —de que el cyberpunk podía transformarse en mainstream— podría verificarse sólo por la cercanía de estos temas con nuestra vida actual: con ellos ya no narraríamos el futuro, sino el presente. Sin embargo, no hay que olvidar que la ciencia ficción no es necesariamente una “apuesta” narrativa sobre el futuro, sino una variación o especulación lógica (en cualquier sentido, no sólo en el temporal). Que estos elementos ya convivan con nosotros, entonces, no implica que la imaginación no pueda seguir valiéndose de ellos para continuar divirtiéndose con más extrapolaciones y what ifs acerca de su naturaleza.

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Leer el tercero y último post de esta serie.

Mirrorshades. Una antología ciberpunk, de Bruce Sterling, ed. (I)

Por Martín Cristal

1. Operación Cyberpunk

Tras Neuromante de William Gibson (1984), es probable que el siguiente libro más representativo de la corriente cyberpunk en la ciencia ficción sea esta antología de doce relatos seleccionados por Bruce Sterling en 1986. Doce fueron también los años que el libro tardó en ser traducido al castellano.

Desde su prólogo ya es clara la intención del antólogo: tipificar esta corriente de los ochenta frente a los lectores de esa misma década —cohesionándola con una selección que resulte emblemática de aquellos aspectos que él entiende como esencialmente cyberpunkspara así delinearla, venderla como “la renovación” del género y de paso, propiciar la futura canonización de sus autores.

El mismo Sterling es un integrante de la corriente, por lo que aquí actúa en cierto modo como un director técnico que se mete a la cancha, o como juez y parte. Precisamente “la parte” del león se la llevan él, William Gibson y Lewis Shiner, que aparecen con ¡dos relatos cada uno! (Hay uno de Gibson; uno escrito por Gibson y Sterling en coautoría; un tercero, colaborativo también, entre Sterling y Shiner; y otro de este último en solitario).
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Al comentar otra antología de CF —Masterpieces— ya me referí a esta costumbre inelegante de muchos antologadores: incluirse a sí mismos en la selección que confeccionan (no era el caso de Card). Sterling no sólo no se conflictúa con el asunto, sino que mete dos cuentos de su autoría. En las apostillas autorales se redime un poco de tanta ambición territorial al presentarse con humor: “Bruce Sterling […] es más conocido por su serie de los “Shapers”, que incluye la novela Schismatrix, y por su sentido de la ironía, lo cual le lleva a hablar de sí mismo en tercera persona”.

Creo que el problema del acto de definirse es que rápidamente puede ser confundido con el de confinarse. En la “Nota preliminar” de Andoni Alonso e Iñaki Arzoz —que oficiaron como traductores de la edición de Siruela/Bolsillo— ya se aclara que, posteriormente, la mayoría de los autores antologados eligieron otros caminos más personales, despegándose así de la etiqueta cyberpunk (lo corroboré al leer Mundo espejo, de William Gibson, que es de 2003 y ya no participa netamente del espíritu que animaba al autor en su primera trilogía, la «del ensanche” [The Sprawl Trilogy]).

No es rara esa fuga: las etiquetas nunca les caen bien a los propios escritores. “Las etiquetas literarias conllevan una extraña manera de ofender por partida doble: a los que la reciben porque se sienten encasillados, y a los que no la reciben, porque han sido olvidados”. (Bruce Sterling, en el Prólogo).

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Segunda parte: el comentario de los cuentos seleccionados en el libro.