Soundtrack de Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín

Una relectura musical

Cuando viví en México, leí con placer la novela de José Agustín Se está haciendo tarde (final en laguna); lo hice en la edición de 2001 de Joaquín Mortiz. Disfruté de la frescura del texto, intacta a partir de su manejo del lenguaje coloquial. Admiré la representación epocal y generacional, manifiesta no sólo en esas formas del habla mexicana, sino también en la manera de expresar la diversión (las vicisitudes del consumo de drogas, el “reventón”); también la libertad de los juegos tipográficos y la ambición joyceana de seguir el adentro/afuera de los personajes a lo largo de un solo día, estructurado en escenas casi teatrales. Y por supuesto me divertí con su sentido del humor, que aparece aquí y allá y es capaz de convivir con el azoramiento, la tristeza y el puro malviaje.

Al volver a la Argentina, no me traje el ejemplar: craso error. Por suerte, hace un par de años, en la Feria del Libro de Córdoba, pude conseguir la edición conmemorativa de Nitro/Press (México, 2017), la cual incluye valiosos materiales adicionales. Pensaba leer sólo esa sección de extras, pero terminé releyendo la novela completa.

En la relectura del libro el placer fue aún mayor, en parte por el reencuentro con su propia variante de la lengua mexicana (la juvenil-rockera de los años sesenta/setenta) y en parte porque ahora, con Google, pude bucear sin demora en las abundantísimas referencias musicales de la novela respecto del rock de aquellos años. Son tantas las menciones de bandas, discos, canciones y letras que pensé que podría confeccionarse un verdadero soundtrack para las aventuras de Rafael, Virgilio y sus amigos.

Las bandas de rock que José Agustín menciona son anteriores a mi propia existencia (nací en 1972, seis meses después de que él terminase este libro). A algunas las conocía, pero a varias nunca las había escuchado hasta ahora. Buscarlas en YouTube y escucharlas, sólo eso, ya me significó una gran ganancia. Por cierto, mi disco favorito entre los nuevos que escuché —nuevos para mí se entiende— es It’s a Beautiful Day (1969), de la banda homónima. Precioso.

Infografía: recorrido geográfico y musical de Se está haciendo tarde (final en laguna)

Así que, por las puras ganas de hacerla, terminé diseñando la siguiente infografía. Me ayudé con Google Maps; no conozco tanto Acapulco, donde he estado sólo un par de veces (y, claro, nunca a principios de los setenta). Las referencias, entonces, son aproximadas.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo en detalle.

 

Posdata sobre el tiempo de la acción

La acción de Se está haciendo tarde… transcurre en un día, desde las 6:00 de la mañana hasta el anochecer. El texto no especifica mes o año exacto; sólo dice, en la primera página, “a principios de los años setenta”.

Al relevar la discografía, descubrí que los álbumes más recientes que aparecen en el texto son de 1970. Salvo error u omisión de mi parte, no hay ninguno de 1971 ni de 1972, aunque el autor dató el cierre del proceso de escritura a fines de abril de 1972.

Pero resulta que aparece un disco de 1973: Wilson Pickett’s Greatest Hits. Así, la acción de la novela tendría que transcurrir, como muy temprano, en 1973. Sin embargo, eso sería un año después de que José Agustín terminó de escribirla… lo cual resulta por lo menos extraño. ¿Habrá sido agregado más tarde, ese disco? Tras consultar la discografía de Pickett en Wikipedia me inclino a pensar que José Agustín tal vez incluyó ese compilado del músico pensando en otro anterior, que tiene un nombre bastante parecido: The Best of Wilson Pickett, de 1967. Por cierto, en ambos compilados se incluye el tema “Funky Broadway”, mencionado en la novela.

Si este último fuera el caso, entonces podría decirse que la acción transcurre, más lógicamente, en 1970… pero, atención: el más reciente de los discos de ese año mencionados en el texto es The Worst of Jefferson Airplane, una recopilación publicada en noviembre de 1970. Así que, o bien la acción tiene lugar en noviembre/diciembre de 1970, con el disco de Jefferson Airplane recién salido del horno, o —más holgadamente— todo sucede a principios de 1971, cuando los personajes todavía no han adquirido discos o cassettes aparecidos en ese mismo año.

(Por cierto: creo detectar otro posible desliz en la atribución del álbum Atmosphères a Édgar Varèse, el cual no conseguí ubicar vía Google. Se me ocurre que quizás se trata de una confusión con uno de György Ligeti, muy conocido en los sesenta porque Stanley Kubrick lo usó en parte para su película 2001: Una odisea espacial. Si alguien puede aclararme este punto, se lo agradeceré).

Y si alguien ya hizo (o se anima a hacer) una lista de Spotify o de YouTube con el soundtrack completo, se agradecerá mucho que comparta el enlace en los comentarios.

Actualización del 13/7/19: Isaac Meléndez se animó ¡y creó la lista de Spotify! Pueden escucharla en este enlace.

Nuevo libro: edición española de Aplauso sin fin

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La Institución Cultural El Brocense de Cáceres, España, editó Aplauso sin fin, mi nouvelle ganadora del Premio Cáceres de Novela Corta 2017. Esta es la contratapa:

Arturo Ibarra, el protagonista de Aplauso sin fin, es un poeta olvidado que sobrevive como carpintero en un rincón de las sierras de Córdoba, Argentina. Ya en su vejez se le presenta una última oportunidad para volver a mostrar sus versos en público y ser, de nuevo, “poeta ante los otros”. Sin embargo, a cada lectura pública que ofrece, va menos y menos gente… Esa tendencia alcanza un punto que fuerza ciertos límites naturales y provoca un cataclismo, tanto en la intimidad de Ibarra como en el entramado de lo real.

De esta obra (ganadora por unanimidad del Premio Cáceres de Novela Corta 2017), la presidenta del jurado, Elvira Lindo, destacó su escritura “sencilla con toques realistas”, en un relato que, de pronto, “levanta el vuelo hacia lo fantástico”.

Con esa precisa configuración, esta novela de Martín Cristal se muestra poco a poco como una fábula breve sobre el valor de los afectos, la vanidad en el arte y las molestias de la fama.

Leer un fragmento

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En la Argentina, esta edición ya se consigue en seis librerías de Córdoba Capital (El Espejo, Rubén, Volcán Azul, Quade, Librería del Palacio y Séptimo Arte Videoteca); por envíos por Correo Argentino a otros puntos del país, favor de contactarse por aquí. Interesados en conseguir el libro en España, favor de contactarse con el servicio de publicaciones y convocatorias de El Brocense.

 

Lincoln en el Bardo, de George Saunders

Por Martín Cristal

La noche de los muertos vivientes

George Saunders (Texas, 1958) ya era reconocido como uno de esos cuentistas que en cada relato varían las formas narrativas, poniendo a prueba sus límites y desafiando al lector. Algunos de esos experimentos pueden leerse en libros como Guerracivilandia en ruinas, Pastoralia o Diez de diciembre.

Cerca de sus sesenta años, Saunders —que enseña escritura creativa en la Universidad de Syracusa, Nueva York, donde en su momento fue alumno de Tobias Wolff— se probó al fin en el terreno de la novela con Lincoln en el Bardo. En 2017, el libro ganó el prestigioso premio Booker (a la mejor novela escrita en inglés y publicada en Inglaterra).

Saunders basa su libro en un hecho histórico, sobre el que agrega capas y capas de imaginación. El hecho: la muerte, con sólo 11 años, del hijo de Abraham Lincoln, justo cuando el presidente norteamericano enfrenta la Guerra Civil. Abrumado por la pena, Lincoln visita la tumba de su hijo a solas, en una noche de febrero de 1862.

Pero el “Lincoln” del título no es Abraham, sino su hijo, Willie; y el “bardo” en el que se encuentra no refiere a ningún quilombo (ni a ninguna otra de las acepciones que en la Argentina le damos a esa palabra), sino a un concepto del budismo tibetano: el Bardo es el estado astral intermedio del alma entre su muerte y su reencarnación.

Dicho concepto, mezclado con la cosmovisión cristiana —imposible no pensar en el Limbo dantesco—, resulta en un relato coral cautivante, que opera en un “más allá” con reglas propias.

La novela intercala dos planos narrativos: por un lado, los hechos terrenales, históricos, agrupados mediante un collage de citas bibliográficas (verdaderas e inventadas); y, por otro lado, los relatos de ese más allá en el que Willie ahora escucha las historias de otras almas. Son muertos que no admiten su condición de tales, y cuyas voces se alternan como en un texto teatral (salvo que se indica quién habla al final de cada parlamento, y no al principio).

En 108 capítulos breves y brevísimos, Saunders ensambla cientos de parlamentos. Algunos son torrenciales; otros, no van más allá de un tweet. Esa alternancia de voces muertas hace de Lincoln en el Bardo una actualización de la centenaria Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters. Aquí el cementerio es el de Oak Hill, en Washington.

Una especulación metafísica, pero también las pérdidas, el luto, los anhelos que duran más que las vidas truncas; el maltrato que nos prodigamos entre los seres humanos; el amor paterno-filial; la vida pública y privada de un hombre público, sus responsabilidades entreveradas en los dos ámbitos; las infinitas versiones que compondrán, luego, la biografía de ese gran hombre y la historia de su país… esos y otros temas transita esta novela, llena de compasión y ternura por sus personajes, al punto de resultar conmovedora (sin por eso estar exenta de humor).

Dos planos de la existencia y una sola noche —¿con luna o sin ella?—, le bastan a Saunders para ofrecernos un hermoso alarde de inventiva y fabulación.

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Lincoln en el Bardo, de George Saunders. Seix Barral, 2018. Novela, 440 páginas. Traducción de Javier Calvo. Recomendamos este libro en el suplemento “Número Cero” de La Voz (Córdoba, 4 de noviembre de 2018).

Talking Jazz. Una historia oral, de Ben Sidran

Por Martín Cristal

Quince de los grandes

Talking Jazz: una historia oral compila entrevistas a quince personalidades de este género musical. El índice del libro de verdad impresiona. Sólo podría señalarse que en este conjunto de entrevistas —amables y bien llevadas por Ben Sidran (Chicago, 1943)— los grandes ausentes son los contrabajistas y los guitarristas, aunque algunos entrevistados sí se refieran a ellos de vez en cuando (sobre todo a los primeros).

El resto de los roles habituales en las bandas de jazz están bastante bien equilibrados en cantidad y calidad: tres trompetistas (Miles Davis, Wynton Marsalis y Don Cherry); tres saxofonistas (Sonny Rollins, Michael Brecker y Johnny Griffin); tres pianistas (Herbie Hancock, Keith Jarrett y Horace Silver); cuatro bateristas (Art Blakey, Max Roach, Paul Motian y Mel Lewis); un ingeniero de sonido (Rudy Van Gelder); y una compositora, cantante y multiinstrumentista (Carla Bley; hubiera sido interesante contar también con el testimonio de más vocalistas).

Hoy más de la mitad de estas grandes figuras ya ha fallecido; Sidran las entrevistó en su programa de radio de los años ochenta, Sidran on Record. Por entonces él ya tenía una carrera como músico; quizás por eso es aceptado enseguida como un interlocutor válido. El ida y vuelta también es fértil porque Sidran conoce bien la obra de quien está entrevistando.

En confianza, los músicos revisan anécdotas e influencias; comparten sus ideas sobre música y jazz; revelan cómo compusieron o grabaron algunas piezas clave, y cómo fueron evolucionando sus intereses, su aprendizaje y la búsqueda de su propio sonido. También comparan viejas épocas con el presente, confiesan las miserias del negocio alrededor de la música, señalan el cisma que significó la llegada del rock y comentan los cambios introducidos por los avances tecnológicos.

Música: sobre eso se centran estos diálogos. Incluso un asunto habitual como el del consumo de drogas en el jazz —el gran antecedente del reviente en el rock— no se menciona más que al pasar una sola vez.

Sonny Rollins cuenta cómo largó todo para irse con su saxofón a practicar sobre un puente de Nueva York. Miles Davis explica por qué su forma de tocar debía ser fácil de entender por la gente, y por qué no vuelve nunca a las canciones clásicas. Herbie Hancock resume su ascenso jazzístico en la suerte de haber estado en el lugar indicado en el momento indicado, y da ejemplos de eso. Art Blakey cuenta cómo elegía a sus músicos para integrar sus inoxidables Jazz Messengers, y también cómo y por qué se debe tratar bien al público. Don Cherry narra desde los días en que trabajaba en una aerolínea hasta su descubrimiento de la world music en África del Norte.

Paul Motian refiere su amistad y su colaboración con Bill Evans, y defiende su preferencia por las baterías pequeñas. Wynton Marsalis explica su compromiso con la tradición, y relaciona jazz con música clásica. Horace Silver asegura que la música tiene propiedades sanadoras, y cuenta sus ideas para desarrollarla en tal sentido. Michael Brecker habla de sus inicios en sociedad con su hermano Randy (de paso: alguna vez ambos tocaron juntos en la banda de Frank Zappa). Max Roach condensa la historia temprana del jazz, y señala a la batería como “el único instrumento surgido de la cultura estadounidense”.

Johnny Griffin cuenta cómo, antes de llegar al saxofón, tocar el oboe le salvó la vida. Carla Bley asegura que su vida empezó de verdad cuando abandonó su casa y manejó de California a Nueva York sólo para ver a Miles Davis. Mel Lewis valora la herencia de las big bands y reniega de los sintetizadores y las máquinas de ritmo. Rudy Van Gelder revela a cuentagotas algunos detalles de la creación del mítico “sonido Blue Note”. Keith Jarrett se pone espiritual y habla de ese “estado” tan particular  y misterioso al que un músico tiene que llegar cuando toca jazz en vivo.

Todo eso —y mucho más— hay en este libro.

Las relaciones profesionales y de amistad entre los músicos afloran constantemente en la conversación: quién formó parte de qué banda, con quiénes y cuándo; dónde tocaban, qué discos grabaron y cómo. Nadie se priva de alardear de su “genealogía jazzística”: son sus propias credenciales. En la lectura, tanto name-dropping puede resultar fascinante (para los conocedores) como cansador (para los demás).

Más allá de ese detalle, lo que emana de esos cruces es la inequívoca sensación de comunidad artística, de enseñanza mutua y de creación colectiva. Un permanente estado de ebullición, que surge en especial de los testimonios de los músicos más viejos.

El volumen puede leerse como si tratase de arte en general; o de música en general; o bien, centrándose específicamente en el jazz. Para esta última forma de leerlo, puede que este libro resulte desaconsejable para los no iniciados en el género (a ellos quizás les convenga buscar primero algún otro que cartografíe estilos y etapas históricas).

En cambio, para los viejos amantes del jazz, o incluso para aquellos que han comenzado a explorarlo hace poco, este libro no sólo es recomendable, sino fundamental por lo que ofrece: el testimonio vivo y de primera mano de varias personalidades —en su mayoría, centrales— de un género musical tan popular como complejo, cuya riqueza le aportó muchísimo a buena parte de la música del siglo XX.

 

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Talking Jazz. Una historia oral, de Ben Sidran. Entrevistas. Letra Sudaca-ICM, 2017. 288 páginas. Con una versión más corta de esta reseña, recomendamos este libro en el suplemento “Número Cero” de La Voz (Córdoba, 1º de abril de 2017).

Gaijin, de Maximiliano Matayoshi

Por Martín Cristal

Postal de la inmigración japonesa

Son muchas las novelas argentinas —podría hablarse de toda una corriente— que al abrevar en los relatos familiares como materia prima para la invención narrativa, ofrecen en paralelo su postal particular sobre la inmigración, ese mecanismo histórico fundamental para comprender la Argentina de hoy.

Las etapas argumentales que barajan dichas novelas suelen incluir las dificultades en la tierra de origen, los motivos para partir; las peripecias del viaje; la llegada, el choque cultural, el idioma; los duros comienzos, los rechazos, las contradicciones, la discriminación que fluye en ambos sentidos; el desgarramiento de volverse un ser de dos mundos; el lento tejido de nuevos lazos afectivos, con otras personas y con otra tierra. En todas vibra la aventura de lanzarse a lo desconocido, el azar sembrado en el camino, las esperanzas que promete cada horizonte. Una épica del esfuerzo, del tesón.

Todo esto también lo abarca Maximiliano Matayoshi (Buenos Aires, 1979) en su propio aporte a esta corriente narrativa. En su novela Gaijin, el paisaje histórico y emocional por el que nos conduce es el de la inmigración japonesa de posguerra.

Pasada la mitad de la década de 1950, Kitaro es un chico de 11 años; tras la devastación de Japón por la Segunda Guerra —con la isla ahora dominada por los norteamericanos y pugnando por reconstruirse—, su madre lo impulsa a embarcarse rumbo a la Argentina. El niño juntará valor para viajar solo, en busca de mejores oportunidades.

“Gaijin” es la palabra que los japoneses usan —incluso despectivamente— para señalar a quienes no son descendientes de japoneses. Una “persona de afuera”, un extranjero. Pero, ¿quién sería realmente el extranjero en esta novela? ¿Cualquier argentino al que este japonés designase como “gaijin” por no pertenecer a su colectividad, o quizás ese mismo japonés, que acaba de llegar a una Buenos Aires que, en principio, le es ajena casi por completo? Esa contradicción interna queda de relieve ya desde el título del libro.

El tiempo de la acción avanza en forma lineal a través de catorce años, en un reposado continuo (durante el viaje) o bien con sutiles elipsis (ya en la Argentina). Los pormenores de la travesía —los puertos asiáticos y sudafricanos—, los nuevos amigos, la tierra prometida, la inevitable tintorería, los enamoramientos: todos los detalles surgen sin floreos innecesarios, con la calma de un vívido recuerdo.

Gaijin se lee casi como si se la oyera. No por el remedo lexical de alguna oralidad, sino por la pasmosa naturalidad de su sintaxis. El verosímil del relato pareciera emanar de ese pulso firme más que de las fechas y los detalles de época (que no faltan, aunque se ofrecen matizados, como al pasar) o de la supuesta garantía que daría la ascendencia del propio autor.

La sobriedad de esa voz, su tono calmo y controlado, condicen con el retraimiento del personaje-narrador, a quien le cuesta expresarles sus sentimientos a los demás. La suya es una timidez proverbial, resultado de su carácter, pero también de las circunstancias y de las presiones culturales. Este tono impacta sobre todo por su madurez, especialmente al considerar que Matayoshi escribió Gaijin entre los diecinueve y los ventiún años. La novela se publicó dos años después, tras haber ganado en México el Premio UNAM-Alfaguara (2002).

Aunque tras esa primera publicación Matayoshi siguió mostrando relatos en distintas antologías —como por ejemplo en La joven guardia (2005)—, con los años diversificó su creatividad hacia la fotografía. Demasiado pronto, su novela se convirtió en un libro imposible de hallar; su justa reedición llega en 2017, poco después de la muerte del padre del autor, lo cual lo motivó a agregar un epílogo.

Ahí se subraya que Kitaro, el narrador de la novela, no es el padre del escritor, sino una invención que toma el derrotero y algunos rasgos de éste, pero también anécdotas y situaciones de otras fuentes (tal como suele ocurrir en el caldero de la imaginación narrativa). Este sentido epílogo sería la única modificación o agregado del texto original para esta reedición, apuesta con la que la flamante editorial Odelia inaugura su colección de narrativa contemporánea.

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Gaijin, de Maximiliano Matayoshi. Novela. Odelia Editora, 2017 [2002]. 248 páginas. Con una versión más breve de este texto, recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 23 de julio de 2017).

Premio de Novela Corta de la Diputación de Cáceres para Aplauso sin fin

Contentísimo con la noticia: mi novela Aplauso sin fin ganó el Premio de Novela Corta de la Diputación de Cáceres (España). El jurado, presidido por Elvira Lindo, se expidió en una gala el jueves 8 de junio. En esta edición se presentaron cien novelas enviadas desde todas las comunidades de España, además de otros países como Argentina, Cuba, Uruguay, Colombia, Estados Unidos y México.

En la siguiente nota cuento un poco de qué va la novela:
[clic para ampliar]

(La nota salió en la edición en papel del suplemento “Vos” —La Voz, Córdoba, 10/06/17—; levanté la imagen desde Pressreader).

Otros enlaces de prensa:

Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi

Por Martín Cristal

Ahí pero dónde, cómo

Lo real sólo es un problema en sus bordes: lo difícil es saber hasta dónde llega lo real, cuál es su frontera con eso “otro” que estaría ahí, “pero dónde, cómo” (según se preguntaba Cortázar).

Cuando la mente se inunda de dudas y de voces: en ese umbral transcurre Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1979). Sus ocho cuentos aventuran metafísicas personales mediante raptos de psicosis, misticismo, alienación, o basados en las tradiciones ancestrales de los pueblos originarios.

En “El ojo”, esas visiones ultraterrenas las implanta una madre, que antes de persignarse, le dice a la narradora: “El enemigo viene disfrazado de ángel […], pero su verdadero rostro es terrible. No te olvides nunca de que llevas su marca en la frente. Él conoce tu nombre y escucha tu llamado”. La fina línea entre sentido figurado y literalidad es la cuerda por la que el lector camina hasta el final: ¿profecía verdadera o daño psicológico provocado por “el ojo” sauronesco de una controladora?

En “La Ola” las fuerzas extrañas son percibidas con la intuición, sin suscribir ya a un sistema de supersticiones previamente articuladas (léase “religión”). El relato de una insomne universitaria de Cornell —en Ithaca, Nueva York (donde Colanzi reside y enseña)— contiene a su vez al de una chola que atraviesa una experiencia enteogénica transformadora.

En “Meteorito”, la amenaza proviene del espacio exterior; sin embargo —y como ya dijera Ballard— es el espacio interior del individuo el que vale la pena explorar hoy. Eso hace Colanzi. Hay una finta similar en “Caníbal”: la amenaza exterior —ese “Hannibal Lecter” que ronda por París— sólo es envoltorio para la indagación de la intimidad de quien narra.

“Chaco” transparenta admiración por el Eisejuaz de Sara Gallardo. El protagonista también tiene un rapto místico: la voz de un indio muerto se instala en su cabeza de asesino, y lo insta a otras acciones. Los pasajes de esa voz merecen leerse en voz alta.

Menos como Ballard que como Philip Dick, en “Nuestro mundo muerto” Colanzi opta por un entorno neto de ciencia ficción: la (tópica) exploración de Marte. Los recuerdos de una Tierra que ya no ofrece nada se enzarzan con el paisaje hostil del presente, que concede delirios pero ninguna vuelta atrás.

Cierra “Cuento con pájaro”: coral y con saltos temporales, en su concepción puede relacionarse con “Lobisón de mi alma” de Mariano Quirós, por cómo ambos cuentos remiten oblicuamente al éxodo forzado de los nativos de las zonas rurales hacia las grandes urbes.

Los ocho cuentos arrancan con convicción. Muchos finales no buscan una redondez concluyente sino ambigüedad deliberada; la apreciación de esas sutilezas quizás divida a los lectores. Otros finales, abiertos, asemejan el cuento al piloto de una serie: proyectan la trama hacia lo que vendría (es el caso de “Alfredito”, donde lo cuestionado es el umbral de la muerte).

Por su cohesión temática, por su incorporación de ciertos rasgos regionales (¿nostalgia del boom latinoamericano?) y por un estilo trabajado como una masa liviana y refinada —con algunos localismos, frutos abrillantados dispersos que le dan a la prosa su sabor particular—, Nuestro mundo muerto es un libro disfrutable, plantado en la triple frontera entre lo verdadero, lo percibido y lo sobrenatural: “eso” que sólo aceptamos cerca de nosotros cuando su contacto se nos vuelve innegable.

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Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi. Cuentos. Eterna Cadencia, 2017. 128 páginas. Recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 4 de junio de 2017).

Cien años de soledad, a medio siglo de su primera edición

Diseñé el siguiente gráfico divulgativo —con el árbol genealógico de la familia Buendía— con motivo del 50º aniversario de la primera edición de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (la cual, según su colofón, se terminó de imprimir el 30 de mayo de 1967). También hice otra versión, mucho más esquemática, para el diario La Voz; se publicó el domingo 28 de mayo de 2017.

[Clic para ampliar]

 

Como todas las infografías literarias de este blog, ésta tampoco pretende reemplazar la lectura del libro, sino ofrecerse como un ayudamemoria para su relectura; por ende, la sinopsis de cada personaje incluye spoilers. Los íconos asignados a los personajes son aproximaciones meramente ilustrativas, no una representación exacta de cada uno de ellos.

Por último, una curiosidad editorial: el ejemplar que García Márquez tiene sobre la cabeza en la foto, no pertenece a la primera edición. Ese diseño de Vicente Rojo debía ser para la primera, pero —según esta nota de la BBC— la obra no llegó a tiempo para la fecha de lanzamiento del libro, por lo que la diseñadora de Sudamericana, Iris Pagano, tuvo que realizar otra portada (la del galeón y los lirios). La imagen de Rojo salió a partir de la segunda edición, tras agotarse muy pronto la primera.

Noche caliente, de Lee Child

Por Martín Cristal

Noche de calor en la ciudad

Hace unos años, Ricardo Piglia señalaba que las traducciones hechas en la Argentina habían producido “efectos en la escritura propia, nacional”. Como ejemplos presentaba (entre otros) los casos de Las palmeras salvajes de William Faulkner y Otra vuelta de tuerca de Henry James: en sus países de origen —decía Piglia—, esos libros son considerados menores dentro de la obra completa de Faulkner o James, pero debido a esas traducciones —de Jorge Luis Borges y José Bianco, respectivamente—, las cuales impulsaron la circulación de esos escritores entre nosotros, hoy ambas novelas son consideradas como centrales por los lectores argentinos. Según Piglia, esas traducciones locales “rompen los esquemas jerárquicos” y establecen otro orden para “textos que no están, en su origen, en el canon”.

Creo que algo similar sucederá con Noche caliente, primera traducción/edición de Lee Child hecha en la Argentina. Traduce Aldo Giacometti; la edición —que, para un best-seller popular como Child, uno esperaría de un grupo multinacional— llega en abril gracias a la editorial independiente Blatt & Ríos.

 

¿Quién es Lee Child?

No es —ni quiere ser— Faulkner o James. Lee Child (Inglaterra, 1954) es un maestro del thriller; su verdadero nombre es Jim Grant y durante años trabajó en una cadena de televisión. Cuando perdió ese trabajo empezó a escribir, imponiéndose el seudónimo y también el rédito comercial. Lo logró desde Zona peligrosa (Killing Floor; 1997), primera novela de su personaje Jack Reacher: un ex policía militar devenido en vagabundo al que —en un comienzo a lo Rambo— lo detienen al pasar por un pueblito rural. ¿Merodeo? No: lo acusan de un crimen…

Child vive en Nueva York, tiene una colección de bajos eléctricos vintage y usa dos computadoras: una para navegar por internet y la otra solo para escribir. Su estilo es seco, con diálogos cortantes. La intriga vibra, la acción fluye: la velocidad del texto fogonea el disfrute del lector. Child sin duda sabe cómo generar suspenso. Con esa fórmula, Child ya vendió millones de copias de sus 21 títulos de Reacher. Entretenimiento puro, cuya masividad aumentó al pasar al cine.

 

Jack Reacher, del papel a la pantalla

Reacher, el personaje, nació en 1960, en una base militar en Berlín. Hijo de un marine norteamericano y una francesa, fue criado con rigor en distintas bases. En novelas recientes —como Personal (2014)— ya lleva casi 20 años retirado del ejército y sigue recorriendo su país, tras haber conocido el resto del mundo cuando estaba de servicio.

Verdadero imán para los problemas, confía plenamente en sus aptitudes físicas, sobre todo para el combate (no así para correr o manejar). Tiene un gran poder de observación; acepta demasiado rápido sus primeras hipótesis, sí, pero eso suele funcionarle. Viaja sin equipaje en ómnibus de larga distancia. Apenas lleva un cepillo de dientes, su identificación y la tarjeta del cajero. Cafeinómano, vive de ahorros, changas y de lo que les quita a los contrincantes vencidos (su “botín de guerra”).

Es, además, un ropero: casi dos metros y cien kilos. O sea, nada parecido a Tom Cruise (excepto por su arrogancia). Sin embargo, ahí está el maderamen de Tom protagonizando Jack Reacher (Christopher McQuarrie, 2012), película basada en el noveno libro de Child: Un disparo (One shot; 2005). Hubo fans que, furiosos, abrieron una página de Facebook titulada Tom Cruise no es Jack Reacher; ahí —además de criticar el tamañito de Tom— cada uno propone su casting ideal.

Salvando ese “detalle”, la película resulta atrapante. No así la siguiente, Jack Reacher: Never Go Back (Edward Zwick, 2016, basada en la novela homónima de 2013), que carece de ritmo y donde a Cruise se lo ve más recauchutado que nunca.

Una curiosidad: en ambas películas hay cameos de Child.



Noche caliente

Donde Reacher no falla, es en los libros. Esta primera edición argentina, con prólogo de Elvio Gandolfo (lector entusiasta de Child), presenta dos novelas breves, publicadas originalmente como material extra (bonus material) en ediciones de bolsillo.

En la primera, “Noche caliente” (High Heat), Reacher tiene 16 años. Llega a Nueva York justo en la noche del Gran Apagón de 1977. La ciudad es peligrosa pero Reacher también: aunque todavía no es militar, su fortaleza y su temperamento ya están forjados. Encontrará chicas, mafiosos, un asesino serial y hasta una pelea en el CBGB, donde esa noche tocan Los Ramones.

En “Guerras pequeñas” (Small Wars), Reacher tiene 29, ya es policía militar e investiga un crimen. La identidad del asesino se nos muestra de entrada: es Joe Reacher, el hermano de Jack (central en la primera novela de la saga). ¿Lo descubrirá Jack? Aquí también aparece la sargento Neagley, ladera de Reacher en la recomendable Mala suerte (Bad Luck and Trouble, 2007).

Para los amantes del género negro, este libro arde. Traducirlo y editarlo en forma independiente motiva una lectura distinta y eleva su valor en el contexto deprimido de la industria editorial argentina. Adivino que el grupo editorial que tiene los derechos del resto de Child, aprovechará la repercusión de esta iniciativa y mandará desde España otros títulos de Reacher (que aquí hoy sólo se consiguen en saldos o por internet). Mientras tanto, para muchos lectores argentinos, Noche caliente se volverá la entrada principal a un nuevo y entretenido universo de ficción.

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Noche caliente. Dos historias de Jack Reacher, por Lee Child. Blatt & Ríos, 2017. Nouvelles, 216 páginas. Prólogo de Elvio Gandolfo; traducción de Aldo Giacometti. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 23 de abril de 2017).

Lucas Di Pascuale (Nº4 de la colección “1.330.022, etcétera”)

Por Martín Cristal

Éste es el texto que escribí para la presentación del Nº 4 de la colección “1.330.022, etcétera, artistas contemporáneos de Córdoba”, dedicado a la obra de Lucas Di Pascuale (Casa Trece Ediciones, 2017). 11 de abril de 2017, en la sala “Luis Gagliano” del SiReLyF, Jujuy 27, Córdoba.

La obra artística de Lucas Di Pascuale (Córdoba, 1968) ofrece múltiples recorridos para ser abarcada y comprendida. Entre todos esos recorridos, hoy voy a proponerles cinco. Aquí van:
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1.

El primero y más obvio es el recorrido cronológico. Su inicio podría situarse en 1996 con Homenajes —muestra de la tesis universitaria de Di Pascuale—, y abarcaría un quehacer de veinte años hasta la llegada del libro que presentamos hoy: un nuevo volumen de la colección “1.330.022, etcétera”, promovida por Casa Trece Ediciones y dedicada a indagar en las prácticas de artistas contemporáneos cordobeses.

En la introducción del libro, sus editores —Nicolás Balangero, Luciano Burba y Rocío Carnicer—, señalan que el recorrido cronológico de Di Pascuale podría dividirse en tres etapas diferenciadas por sus modalidades de trabajo, a saber:

  1. Una etapa programática, en la que Di Pascuale “tenía una idea y la llevaba a cabo”. (Por ejemplo en Chocolates argentinos, su CD interactivo sobre el tema de la Guerra de Malvinas [2003]).
  2. Una etapa en la cual muchos proyectos devinieron de “las propuestas que [Lucas] desarrolló para invitaciones recibidas a exposiciones, residencias para artistas o charlas”. (Ejemplo: On The Roof, instalación de molinos de viento —hechos con barro, palos y diskettes— en el techo de una casa abandonada en Shatana, Jordania, durante una residencia [2007]).
  3. La etapa actual, relacionada con “la revisión de lo hecho, el montaje y la reedición”, mediante el recurso de tomar elementos “de otros lados o de la propia obra”. (Ejemplo: la instalación antológica Botín [2013-2015]).

Éste sería entonces un primer recorrido posible.
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On The Roof (2007).
2.

El segundo recorrido podría seguir las estrategias del artista, según las propone él mismo en una infografía incluida en el libro. Serían, claro, sólo las estrategias de las que el propio Di Pascuale es consciente (siempre hay que desconfiar de la exhaustividad de los esquemas que un artista provee sobre su propio trabajo). Esas estrategias conscientes son cinco:

  1. La técnica, como en el caso de los objetos de Conversa (2006-2007), creados a partir de platos de asado.
  2. Las indagaciones, como en el caso del Apunte Daleo (2004-2005), la transcripción manuscrita del testimonio de Graciela Beatriz Daleo en el Juicio a las Juntas Militares.
  3. El montaje, como en el caso de los molinos de viento de la ya citada On The Roof.
  4. Las estrategias múltiples, como en el caso de la serie Parabrisas (2007-2011), compuesta por apuntes teóricos articulados con muestras e intervenciones en el espacio público, y que por cierto también incorporaban la quinta estrategia:
  5. Lo colaborativo, manifiesto también en el libro H31 (1999-2001), una publicación realizada conjuntamente con Gabriela Halac y con aportes de muchas otras personas; y muy clara en su reciente trabajo junto a Soledad Sánchez Goldar: Lindes para el viento (2014-2015).

Varias obras aparecen atravesadas por más de una línea estratégica; por ejemplo, Yerba Mala (2013) —una instalación de diversos objetos acompañada por un apunte—, que implica una estrategia “de técnica, múltiple y colaborativa”: todo a la vez.

Conversa (2006-2007).
3.

El tercer recorrido que quiero presentarles hoy es mi recorrido personal. Lo traigo a colación sólo como una forma de discurrir sobre algunos rasgos fundamentales de la obra de Di Pascuale. También para poner en cuestión los dos recorridos anteriores.

Conocí a Lucas en 2006, o sea, a mitad de la cronología que referí al comienzo. Lo hice cuando entré a trabajar en el estudio de diseño gráfico que por entonces llevaban adelante él y su hermano Facundo (una de las cuatro personas que aparecen en la tapa, armando uno de los carteles de López, instalación que se replicó en diversos lugares entre 2007 y 2010). Con esto quiero decir que conocí a Lucas en su rol de diseñador antes que en el de artista. Más tarde lo descubriría como lector, formador, padre de familia y amigo.

La primera muestra de Lucas que vi fue Apolíptico (2006). Eran dípticos, cada uno conformado por a) una pintura al óleo en la que toda la tela estaba cubierta por un solo color, liso, y b) un dibujo pequeño, en óleo sobre papel, enmarcado aparte. Esos dibujos estaban hechos con pinceles gruesos y eran rápidos, muy básicos, como íconos realizados de memoria por un niño: un pinito, una casita, un arco de fútbol…

Por entonces yo ya sabía que, varias décadas antes, el Arte había estado paseando despreocupadamente por una sala de exposiciones, seguro en sus formas establecidas, hasta que tropezó con un mingitorio que no debía estar ahí (pero estaba). Sabía también que a partir de aquel momento se propagó tal redefinición de los procedimientos artísticos que se borraron casi todos los límites, excepto por cierta zanja, que es cada vez más ancha entre el público “entrenado” en ver arte contemporáneo y ese “gran público” que ante muchas de esas obras de arte —y sólo cuando es capaz de distinguirlas como tales— apenas ve “un fiasco” o “una estafa”.

Admito que esa tarde estuve del lado del gran público. ¿Qué hacían colgados en una galería todos esos rectángulos mudos, cada uno junto a un dibujito infantil a más no poder? En realidad, yo no podía comprenderlo porque estaba entrando tarde a la obra general de Di Pascuale: él ya llevaba diez años produciendo.

Apolíptico (2006).

En el libro, Nancy Rojas señala algo fundamental sobre la obra de Lucas: dice que “es imposible pensar sus piezas en forma aislada”. Es verdad; por suerte aquella vez fui curioso e hice preguntas. Así supe que Apolíptico —una mezcla de los términos políptico y apolítico— era una muestra con la que Lucas intentaba desembarazarse de cierta etiqueta que, en los diez años de su producción anterior, habían empezado a endilgarle: la de “artista político”. Él no pretendía negarla —al fin y al cabo ahí estaba el registro de obras anteriores, como por ejemplo H.I.J.O.S. (una serie de pinturas con letras en plotter de corte, de 1999-2001)—, pero sí buscaba cuestionarla, relativizarla, desmarcarse para impedir que esa categorización externa se solidificara sobre él y le impidiera avanzar en otros sentidos.

Es decir que aquella muestra de Di Pascuale, ya era —tempranamente— una revisión sobre su propia obra. Una parada a mitad de camino para relevar el propio hacer. Esto nos lleva a concluir que aquel recorrido cronológico que establecimos al principio no es rígido en la división de sus tres etapas. No hay revisión sólo en la tercera etapa; ya antes la hubo, sobre la marcha, y más de una vez. Por su lado, las otras dos etapas —la de las “ideas propias” y la de los “proyectos surgidos a partir de su participación en residencias y exposiciones con otros artistas”— tampoco son compartimientos estancos.

De hecho, la interacción con terceros —artistas y no artistas— ha sido una constante en el obrar de Lucas Di Pascuale. Desde 2006 me tocó ser testigo y parte de esa interacción muchas veces. Por ejemplo, cuando me invitó a grabar una de las voces de su instalación Artista comprometido (de 2008: un mix sonoro de las definiciones que muchas personas le habían dado a Lucas al responder su pregunta “¿qué es un artista comprometido?”). También cuando, con otros invitados, armamos un cartel de López sobre la entrada del Museo Caraffa (2009); o cuando nos invitó a hacer una mínima intervención urbana con las calcomanías de su proyecto Ciudadano (2010), y luego a leer algo en la tarima móvil de ese mismo proyecto, estacionada para la ocasión en la Plaza de la Intendencia.

Armando el cartel de López en el Caraffa (2009). Viviane Gandra, Soledad Parisí, Juan Der Hairabedian, Martín Cristal, Jésica Culasso, Ananké Asseff, Sofía Watson. (Foto: Lucas Di Pascuale).

Tengo otros ejemplos, pero creo que no hacen falta más para comprender este tercer recorrido, el mío. Desde Apolíptico —es decir, desde mi total incomprensión— tuve que ir primero hacia atrás para entender, y desde ahí hacia adelante, en una especie de seguimiento de la obra reciente de Di Pascuale, lo cual muchas veces implicó algún grado de involucramiento, siempre entreverado con la proximidad y la amistad.

Esa proximidad y esa amistad alentaron varias charlas entre nosotros. Cierta vez que yo despotricaba frente a Lucas sobre la literatura que sólo habla sobre sí misma, el tema se fue corriendo hacia el arte que sólo habla sobre sí mismo. En mi opinión el síntoma es idéntico: en los dos casos —literatura o artes visuales— esa manía de la cita autorreferencial también es responsable del alejamiento del “gran público” respecto de ambos ámbitos, porque exige cada vez más un público experto, y así se va excluyendo a más y más personas.

Lucas dijo sí, puede ser, pero con su habitual tranquilidad enseguida equilibró el asunto: si el arte sólo se refiere a todo lo demás y nunca a sí mismo —me dijo—, entonces se pone en un pedestal, en una posición desde la que todo es criticable, excepto el arte mismo. Desde aquella charla nunca me he olvidado de ese matiz sobre el tema.

Si hablamos de citas artísticas, hay un trabajo de Di Pascuale que es el summum de esa práctica: me refiero a la serie de dibujos que inició durante su residencia en Holanda, en 2008. En esos dibujos replicaba con su propio estilo las obras de diversos artistas. Primero publicó algunos en su libro taurrtiissttaa; en 2009 expuso muchos más en el Museo Caraffa. A medida que sumó más dibujos, fue conformando la obra Colecciones (2008-2010), para finalmente transformarse en dos tomos hermosos, Ali/Lai y Lau/Zip (Ediciones Documenta, 2014), los cuales para mí funcionaron como una pequeña enciclopedia visual para descubrir nuevos artistas.

A raíz de ese ejercicio constante, cabe reconocer cuánto ganó el dibujo de Lucas Di Pascuale en complejidad formal y riqueza técnica a lo largo de los últimos años. Es, creo yo, su forma principal de expresión (si bien puede que Di Pascuale esté más cerca del rótulo “artista conceptual” que de cualquier otro que pueda pegársele). Como dibujante, ya no parece darle mucho lugar a la casita de trazo grueso o al pinito monocromático; hoy presenta variaciones y texturas, rostros detallados y tapas de libros, vetas en los troncos, copas de árboles llenas de hojas… Los dos extremos  de esta evolución como dibujante se pueden relevar, entrelazados sin considerar la cronología, en las páginas del libro Distante (Borde Perdido Editora, 2014).
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Libros: Ali/Lai y Lau/Zip; Distante y taurrtiissttaa.
4.

El cuarto recorrido implica cierto grado de intimidad del artista. Por ende, sólo puedo entreverlo en sus textos y sus obras, y ofrecerlo apenas a modo de hipótesis. Se trata de un recorrido posible basado en ciertas relaciones afectivas de Lucas.

Los libros de “1.330.022, etcétera” traen un anexo con referencias sobre personas, instituciones, lugares o hechos mencionados a lo largo de cada publicación. Es un esfuerzo editorial elogiable, una iniciativa didáctica que entre otras cosas busca educar al lector no experto, frenando un poco esa expulsión centrífuga provocada por el mingitorio de Marcel Duchamp.

El mismo Duchamp aparece en la página 110 de ese anexo. Ahí su vida ha sido sintetizada de la siguiente manera: “Artista y ajedrecista. Figura fundamental en el arte del siglo XX, creador del ready-made”.

Son apenas dos líneas de texto. En la columna de al lado aparece un arquero de fútbol, el Pato Fillol, sólo porque Lucas lo menciona —casi al pasar, apenas como un dato contextual de época— en uno de sus textos seleccionados en la sección de archivo del libro. El resumen biográfico de Fillol en el anexo se extiende a nueve líneas.

Nueve renglones para una figura que, precisamente por ser accesoria, quizás requiere de una explicación más extensa; y sólo dos renglones para una figura central, que justamente por dicho carácter, se entiende que no precisa de mayores presentaciones.

Ahora bien: si de las figuras incidentales se abunda en detalles, y de las fundamentales se dan pocas explicaciones, se entiende qué lugar ocupa en estas dos jerarquías Diego Jorge Di Pascuale, quien aparece en la misma página que Duchamp y Fillol, y de quien se dice, en sólo medio renglón: “Padre de Lucas”. De ninguna otra persona del anexo se da una definición tan escueta.

El escrito de Lucas donde se menciona de pasada al Pato Fillol, es en realidad una remembranza del artista sobre su propio padre. El texto se titula “Costa Rica”, y fue publicado originalmente en el libro Treinta ejercicios de memoria a treinta años del golpe (Eudeba, 2006). Ahí Lucas explicita la ausencia deliberada de ese padre, “por lo menos —dice— en el sentido de lo que un niño necesita como padre”. Aclara que esa ausencia no se debió al accionar de la dictadura ni nada parecido, sino a una decisión individual de ese padre. Entre otras cosas, también cuenta que ese padre era capaz de hacerse pasar por militar para eludir un control caminero, que llamaba “viejas locas” a las Madres de Plaza de Mayo, y que le advirtió a Lucas, cerca del final de la secundaria, que dejara de meterse en política porque “iba a terminar en una fosa común como toda esa manga de pelotudos subversivos”.

Los actos y actitudes de ese padre (cuando estuvo), y sus inacciones y silencios (cuando no estuvo) podrían ser leídos —por alguien más afecto al psicoanálisis que yo— como una especie de big bang que secretamente dio impulso a muchas de las decisiones de Lucas Di Pascuale, tanto vitales como específicamente artísticas.

Algunas de esas decisiones artísticas podrían ser, por ejemplo, la de centrar buena parte de su producción en un arte político (y de determinado signo político: la reivindicación de la lucha por los derechos humanos, eso que aquel padre menospreciaba); o la de haber hecho de la colaboración con otros un eje transversal de su obra, en contraposición a la idea de “cortarse solo” (como quien deja a todos y se va a Costa Rica); o incluso el amor manifiesto de Lucas hacia su mujer y sus hijas, su rol paterno, y la manera de integrar a su familia en sus proyectos artísticos (como por ejemplo en Comuna, el reciente espacio de formación en el que participan su mujer y una de sus hijas).

Di Pascuale junto a una pieza de Yerba Mala (2013).

El peso de lo familiar ha ido emergiendo, cada vez con mayor claridad, en obras recientes como la mencionada Yerba Mala, en la cual —en abierta contraposición a la figura del padre— se  superponen (o mejor: se sobreponen) la figura de la madre, la de los hermanos y también el resto de la familia. El mismo Lucas —en una entrevista con Florencia Magaril— dijo de esa obra: “…tiene que ver con mi historia familiar. Mi infancia y la relación con mi viejo, una persona que estaba de más en la familia. Un padre que, pese a estar físicamente ausente, continuaba y continúa aún hoy estando presente” (La Voz del Interior, 6/6/13).

Algo parecido podía percibirse en su muestra del año pasado (2222, en la galería El Gran Vidrio; algunas imágenes de esa muestra se reproducen al final del libro). Ahí había colaboraciones de las dos hijas de Lucas, mientras que —por otro lado— el recuerdo de la figura materna surgía con mayor fuerza y espacio concedidos que el de la paterna (que, sin embargo, no desaparecía del todo).

Ésta es sólo una hipótesis. Otro eje transparente que quizás también vertebra la obra, pero que no borra ni traspapela otros recorridos posibles para ella.
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5.

El quinto recorrido queda abierto porque es el que surgirá de la lectura de este libro: será el recorrido personal de cada lector. Cada uno trazará —junto con lo mucho o lo poco que ya conozca sobre la obra de Di Pascuale— su propio derrotero sobre el accionar de este artista. Será un camino con picos y valles, con atajos y rodeos, con líneas rectas y desvíos.

Con una eficiente presentación gráfica a cargo de Juan Paz, los libros de esta valiosa colección —en la que ya aparecieron Aníbal Buede y Lila Pagola— articulan diálogos con el artista, disquisiciones críticas sobre su obra, material de archivo y el registro de algunas obras clave en su producción. En este caso, esos textos van desde los amenos diálogos con Andrea Fernández, que dan cuenta de los múltiples roles de Lucas (incluido el de diseñador, que un poco explica su berretín por el formato “libro”), hasta textos académicos o filosóficos más densos, como los de Nancy Rojas, Hernán Ulm o Fabhio Di Camozzi; pasando por el intercambio epistolar entre Lucas y Ana Longoni acerca de la experiencia del PTV (o Partido Transportista de Votantes: otro proyecto artístico de Lucas que se convirtió en obra colectiva), o por textos del propio Di Pascuale en solitario, relativos a distintas muestras y aspectos del quehacer artístico.

Botín (MAC Salta, 2015).

Para concluir, quisiera subrayar una idea que me parece central en el libro. Si se las considera en forma aislada, ninguna de las obras de Di Pascuale lo abarca por completo o lo representa del todo; ni siquiera lo hace Botín, una instalación exhibida entre 2013 y 2015 (sobre la que Emilia Casiva escribe con elegancia y precisión). Ni siquiera esa especie de antología personal abarca del todo a Lucas, porque en sus sucesivas presentaciones se ha revelado tan fragmentaria como cambiante.

Vale decir entonces que la variedad y la complejidad interna del accionar artístico de Lucas Di Pascuale, crecen en diversas direcciones por debajo de la aparente sencillez de cada obra en particular. Ésta es la razón principal por la que un libro como éste —que consigue relacionar todas esas obras y comprenderlas como un todo— sea tan necesario y bienvenido.

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Lucas Di Pascuale, libro Nº 4 de la colección “1.330.022, etcétera”, sobre artistas contemporáneos de Córdoba. Nicolás Balangero, Luciano Burba y Rocío Carnicer (eds.), y autores varios. Casa Trece Editores, Córdoba, 2017. Artes plásticas. 120 páginas.