Diarios de John Cheever

Por Martín Cristal

Vida ordinaria de un escritor extraordinario

John-Cheever-Diarios-Emece-1993Para los lectores argentinos, la vigencia de la obra narrativa de John Cheever podría cifrarse en el hecho de que los sueños agrietados y la lujosa angustia suburbana de aquella clase media-alta yanqui de los años cincuenta, que él supo narrar tan bien —y cuya reencarnación más reciente es el infierno doméstico que comparten Betty y Don Draper en la serie televisiva Mad Men—, se parecen bastante a los de la “generación country” de la Argentina de las últimas dos décadas. Para verificarlo se pueden buscar los dos volúmenes de sus Relatos, o la antología La geometría de amor, o novelas como Bullet Park o Falconer, todos libros editados por Emecé.

John-Cheever-Diarios-Emece-2007Quienes degustaron la obra de Cheever y desean profundizar en ella, pueden seguir con sus Diarios. Se consiguen en una edición con prólogo y notas de Rodrigo Fresán (Emecé, 2007); y también —husmeando entre usados y con algo de suerte, como tuve yo— en una coqueta edición española con tapas duras y retrato del autor en sobrecubierta (Emecé, 1993).

Aunque mundana y sin grandes tragedias, la vida íntima de Cheever no se equipara a un viaje de placer. Creciente soledad en familia, alcoholismo social o a escondidas, bisexualidad clandestina —que en realidad es homosexualidad reprimida— tras la fachada de un matrimonio estándar… Sólo el amor por sus hijos aparece como un tesoro por el que vale la pena enfrentar los problemas conyugales, a los que —en menor medida— se les suman los de dinero (y, ya en la vejez, también la enfermedad). “Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable”, confiesa en una página de 1963. “Mi afición a los interiores agradables y las voces de los niños me ha destruido. […] No he sabido revolver en mis propios asuntos”.

La escritura íntima de todo diario se trastoca cuando aparece la idea de su eventual publicación. Según Benjamin H. Cheever, hijo del autor, “cuando [mi padre] empezó a escribir estos diarios no pensaba en publicarlos. Eran material de trabajo para sus obras de ficción. Y eran asimismo material de trabajo para su vida”. La idea de editarlos póstumamente, dice Benjamin en la introducción, surgió cerca de 1979 (Cheever murió en 1982). Para la familia, retratada a quemarropa, no fue un plan fácil de asumir: “el texto era deprimente y en ocasiones mezquino”.

La marea de frustraciones barridas bajo la alfombra por su moral cristiana y las buenas costumbres, crece y casi ahoga los comentarios literarios o “del oficio”, que muchos ansiamos encontrar en los diarios de escritores. En eso, los de Cheever son muy diferentes de, por ejemplo, los diarios de Abelardo Castillo, recientemente publicados por Alfaguara. Los cuadernos de Castillo ejercitan un reservorio de ideas que tiende a la reflexión literaria (tan pulida que resulta sospechosa: si hay algo que un diario no puede perder ante el lector, es la frescura percibida de haber sido escrito sin plan, en el día a día). Los Diarios de Cheever, en cambio, poseen un registro que es sobre todo vital y, a veces, hasta espiritual. Lo doméstico se intercala con una suerte de largo desahogo.

John-Cheever

“Leo una biografía de Dylan Thomas y se me ocurre que soy como Dylan: alcohólico, casado sin remedio con una mujer destructiva”, anota Cheever en 1966.

Sin embargo, hay perlas dispersas sobre literatura, como las recurrentes lecturas autocríticas de sus cuentos, desde los más tempranos (en una entrada de 1952), pasando por “La monstruosa radio”, “Adiós, hermano mío” y “Los Wryson” hasta otros posteriores, de los que dice: “Su precisión me fastidia; es como si siempre apuntara a dianas pequeñas. Doy en ellas, claro, pero ¿por qué no sacas la escopeta del 12 y buscas presas más grandes?”. También figuran consideraciones sobre la marcha acerca del que será uno de sus mejores relatos, “El nadador”, y varias menciones a escritores contemporáneos: Philip Roth (“joven, acomodaticio, brillante, inteligente”), Hemingway (“Ayer por la mañana Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre”), Fitzgerald, O’Hara, Cummings y el omnipresente Saul Bellow, a quien Cheever a veces ve con admiración y otras con envidia (“cada vez que leo una reseña sobre Saul Bellow siento náuseas”). “Entre los novelistas reina una rivalidad tan intensa como entre las sopranos”, anota en 1977.

Otra curiosidad: por un comentario de John Updike, Cheever descubre la obra de Borges: “No me ha gustado Borges, pero los pasajes citados por John me dejan la sensación de que el anciano ciego tiene un tono extraordinariamente hermoso, tan hermoso que es capaz de abarcar la muerte con toda elegancia” (1976).

La muerte de Cheever llegaría en forma de cáncer. En 1981, poco antes de operarse del riñón, escribía: “Pienso que estar vivo en este planeta significa una gran oportunidad. Yo que he conocido el frío, el hambre y la terrible soledad, creo que aún siento la emoción de tener una oportunidad. La sensación de estar con una persona dormida —un hijo, un amante— y saborear el privilegio de vivir o estar vivo”.

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Diarios, de John Cheever. Emecé, Barcelona, 1993. 416 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 2 de octubre de 2014).

Un paseo por L. A.

Por Martín Cristal

En un post anterior con algunas ideas sobre el concepto de canon, planteaba la necesidad de no presentar a éste como un ranking, sino como un espacio: podría ser una ciudad con distintos barrios, suburbios, zonas céntricas, periféricas, en construcción… Aquí sobrevuelo a mi modo la Ciudad Literatura Argentina (L. A.)., centrándome sobre todo en narradores. Invito a quienes leen a mejorar o cambiar el mapa según sus apreciaciones y a agregar los nombres que faltan, que son muchísimos (¡en esta fiesta faltan mujeres!). Mejor si describen la zona que representarían esos nombres.

Mi mapa personal de L. A. —la ciudad llamada Literatura Argentina—, podría empezar a dibujarse a partir de una zona residencial alta, el cerro Borges, con casonas de arquitectura clásica y un hermoso cementerio lleno de nombres ilustres. Desde su mirador, se alcanzan a ver los lejanos barrios de las orillas, esos de costumbres pendencieras y criollas; se sabe que en los días más brillantes se llega a ver más allá todavía, incluso otros países con idiomas y costumbres diferentes. Junto a esa alta colina y bajo su sombra permanente, están los barrios Bioy Casares, Silvina Ocampo Anexo, el lujoso y barroco Mujica Láinez, el pequeño Pepe Bianco; sólo a cierta hora del día el sol da de lleno en esos barrios, que tienen sólo ese instante para brillar. Enfrente, aislada y tenebrosa, venida a menos y con un poco de envidia, está Villa Sabato, en una colina más baja separada del resto por una gran depresión, la cual se atraviesa por el Túnel del mismo nombre.

Más a la izquierda, alejado de todo lo anterior, otro alto cerro: el Marechal, una zona un poquito más popular, peronista y catolicona, un área divertida a la cual se llega tomando el juguetón tranvía G, de Girondo. Desde el Marechal, por un puente que cruza el río Quiroga, se llega a Cortázar, un barrio que recuerda al Latino de París y que puede recorrerse de muchas formas; si se sigue más lejos se llega a Ampliación Abelardo Castillo, que repite o continúa la arquitectura de las zonas ya mencionadas. Filloy es un barrio antiguo, de trazado heterogéneo y construcciones disímiles, donde los nombres de todas las calles tienen siete letras y también pueden leerse de atrás para adelante.

Muy lejos de ahí, está Arlt, un barrio aparte, un bajofondo duro, con su propia jerga y mucha personalidad; en esto último, la zona de Fogwill, aunque mucho más nueva, se le parece un poco. Los dos son barrios peligrosos (ladrones, rufianes y secuestradores en el primero; traficantes de armas o cocaína, críticos, espías y ex combatientes devenidos en asaltantes en el segundo). Blaisten es el área céntrica de los comercios cerrados por melancolía, de los judíos, de los consultorios de analistas, todos entreverados con los conventillos de Marco Denevi; una especie de Once porteño.

Atraviesa el centro la avenida Saer, que tiene veintiuna cuadras y termina en el río; no lejos de ahí se encuentra la “zona rosa” Manuel Puig, donde están los cines para ver a las estrellas de Hollywood y emocionarse con melodramas.

Extienden la ciudad algunas áreas más modernas: Fresán, Pauls, Berti, Kohan, la futurista Cohen, el conurbano Bermani, además de muchas otras del barrio joven que muestran arquitectura contemporánea, edificios nuevos, muchos (sólo) de antología, muy diferentes entre sí. Por ahí cerca queda Aira, una zona llena de casitas a medio hacer: un emprendimiento inmobiliario que primero llama la atención por su ingenioso trazado general y por la velocidad de su construcción, pero que, si se lo releva casa por casa, casi siempre termina siendo una decepción.

En las afueras y hacia el este, cerca del popular barrio Soriano, se encuentra el estadio Fontanarrosa y el edificio del periódico local, el Walsh; también en las afueras, pero exactamente del otro lado de la ciudad, se encuentran el museo de curiosidades Macedonio Fernández, el mirador Piglia (desde donde pueden verse todos los edificios de la ciudad, excepto el propio mirador) y el extraño hotel Witold, de avejentada arquitectura vanguardista. Luego viene la circunvalación, con varias salidas: la ruta Belgrano Rawson conduce al sur; la Héctor Tizón, al norte.

A partir de ahí: el campo, la infinidad de la pampa que rodea y abraza a la ciudad, no como el fin o la nada, sino al revés, como el comienzo: es la marca que la ciñe, que le muestra cuál es su límite máximo. Esa extensión infinita es el país: el Martín Fierro.

Yo siempre vuelvo a esta ciudad y busco la zona en que nací para afincarme cerca de ella y hacerme amigo de mis vecinos. Ya la encontraré.

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Imagen: Lomos de libros gigantes en la fachada del estacionamiento de la Biblioteca Pública de Kansas City. Fuente: Selectism.

Me gusta!

El pez volador en Fenómenos (II)

Por Martín Cristal

Síntesis de la presentación de El pez volador en el espacio Fenómenos, nuevos soportes para las letras. Feria del Libro de Córdoba (Cabildo Histórico, 18 de septiembre de 2008). Parte 2 de 2.

[Leer la primera parte]

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El escritor se explica en un blog:
20 razones

La pregunta planteada es, entonces: ¿Por qué el artista (el escritor) de hoy usa Internet (el blog) para explicarse? Se me ocurren veinte razones —cuyos bordes se superponen— para representar a esas “multitudes de razones” que Reinaldo Laddaga sospecha como posibles respuestas. Aquí van:

1. Independencia. El artista elige explicarse en un blog porque está a su alcance utilizarlo, puede llevarlo adelante con libertad, sin condicionamientos externos, con facilidad y sin más costos que su propio tiempo de vida, que en el fondo es el único capital con el que cuenta.

2. Circulación. Porque, al ser el blog un medio más —no un nuevo género ni tampoco una necesidad de la literatura—, integra el mundo de la circulación y difusión de la obra, y para tal fin no es nada despreciable, sobre todo si se considera que el mundo de la circulación de la obra se ha vuelto casi tan importante como el de la producción de la obra (para algunos, quizás, más importante).

3. Definición. Porque, aunque la alta mediatización actual en principio debería colaborar a la difusión de la obra, también es cierto que en una medida similar la difumina, la sume en la multiplicidad del caos mediático; el artista, entonces, decide explicar algunos rasgos de su obra para presentarla más definidamente y así contrarrestar esa interferencia, logrando que el sentido que quiere dar a su obra no se disgregue y atraviese el ruido ampliado de la sobreinformación.

4. Interpretación. Porque al dar algunas pistas más o menos sutiles sobre su trabajo, reduce en un pequeño porcentaje las posibilidades de que se cumpla ese destino que de todos modos resultará irremediable: el destino de ser malinterpretados, que es el de todos nosotros, según decía Goethe (o según lo malinterpretamos nosotros).

5. Foco. El escritor elige explicarse porque sabe que para la eventual difusión de su obra, los periodistas de los medios culturales casi siempre estarán muy ocupados como para ponerse a pensar qué opinan ellos mismos acerca de esa obra; y como en general están mucho más predispuestos a una indiferencia absoluta, el artista les ofrecerá de antemano la posibilidad de ahorrarles el trabajo de producir un texto original sobre su obra por la vía de explicárselas él mismo, sirviéndoles en bandeja todos los beneficios de la cita directa y del copy-paste de algunas razones un poco más elaboradas que las de la contratapa del libro.

6. Visibilidad. Porque gana visibilidad para su obra, que en el fondo es lo único que le importa: su obra, su obra, su obra. Salvo que, más que su obra, le importe su imagen de escritor (lo cual no es mi caso, pero sí el de cada vez más escritores: “mi imagen, mi imagen, mi imagen”. Eso también puede construirse desde un blog).

7. Retroalimentación. Porque el blog le da un feedback valiosísimo, el cual de otro modo no tendría. El libro es un objeto que tiene circulación lenta. El blog es instantáneo en ese sentido, propone una relación más fluida entre autor y lector.

8. Socialización. Porque también lo vincula socialmente, cosa para la que, quizás, en persona, no sería tan apto. Gracias a la globalización nos creemos más visibles pero, al mismo tiempo, somos más conscientes que nunca de ser uno entre millones. Esta contradicción nos empuja a una mayor socialización en el mundo virtual: comentarios y enlaces van formando una constelación donde los unos leen a los otros y viceversa. De esa forma se combate la angustiante sensación de ser sólo una gota en el mar. La mera posibilidad de las lecturas mutuas —aunque no quedaran huellas tangibles de esa lectura, incluso si no hubiera comentarios o estadísticas para verificarlas— propone la confirmación de la existencia de los unos por los otros y viceversa. Incluso si hay rechazos o hasta insultos en comentarios, esto funciona igual: el antagonismo también es el reconocimiento de la existencia del otro. Sólo la indiferencia nos destruye con su ceguera helada.

9. Disponibilidad. Porque luego de tener su blog, quien quiera buscarlo lo encontrará, quien quiera recomendarlo lo linkeará y quien quiera insultarlo podrá dejar un comentario que él, aunque después lo borre, tendrá que leer forzosamente. Y esa disponibilidad, la amenazante cercanía de ese canal abierto, le servirá para sentir que vive, que su tiempo es hoy, que para bien o mal, es un hacedor más.

10. Atención. El escritor elige explicarse en un blog porque —aunque las estadísticas sólo indiquen clicks o visitas, y la calidad de los comentarios por lo general sólo revele lecturas superficiales—, la cantidad potencial de lectores es tan grande que le permite tener la ilusión de ser leído al menos por dos o tres de ellos con verdadera atención y detenimiento.

11. “Público”. Porque descontando a esos lectores atentos, el resto de los diez, cien o mil idiotas que quizás lo leen por día también integrarán en su deseo el vago padrón de ese “público” que el artista cree que está contribuyendo a generar para su obra.

12. Claridad. Porque el diálogo con ese interlocutor virtual —externo, anónimo, nebuloso o incluso por entero imaginario— contribuye a la aclaración de sus propias ideas, lo cual permite ir “ecualizando” la mezcla de todas las decisiones estéticas que definen la propia obra, en otras palabras: ir explicitando una poética personal sobre la marcha.

13. Seguridad. Porque sabe que la inmediatez y la fugacidad propias del medio le perdonarán sus errores, los cuales, si lo torturan, podrá enmendar al instante. Esto, que difiere radicalmente de la publicación en papel, le infunde seguridad y aumenta su audacia a la hora de hacer algunas afirmaciones extremas. (En Internet es mucho más fácil decir incluso barrabasadas, porque uno sabe que el medio es más indulgente; en ese sentido, creo que el papel es más condenatorio).

14. Seguimiento. Esto tiene que ver con las estadísticas, pero no únicamente. El artista se explica en un blog porque, aunque su texto queda expuesto al manoseo de terceros, esa manipulación es también una forma del interés; si el texto se multiplica tras sucesivos “copiar” y “pegar”, ese crecimiento es medianamente rastreable y mensurable: esa proporción es también una medida del eventual interés que el texto despierta.

15. $inceridad. Porque, en lo económico, si bien quisiera seguir creyendo en el derecho de autor, sabe que éste ha devenido en una burla, al limitarse al ridículo 10% del precio de tapa en librerías. Aunque cobre puntualmente ese diezmo, sólo podrá verlo como un ingresito extra, disociado del hecho de escribir; nunca podrá contar con ese dinero para cubrir su subsistencia diaria, la cual dependerá de alguna otra actividad. En el 99% de los casos, la literatura no paga el alquiler. (Es para otra discusión si debe o no pagarlo).

En cambio, el autor se libera del tema al escribir en Internet: mientras que en el mundo real se empecina en seguir reclamando sus regalías para no pasar la vergüenza mayor de ser un pelele estafado por el sistema, en el mundo virtual se relaja y acostumbra a la lógica flexibilidad de licencias al estilo Creative Commons. (En materia de derechos, es más sincera esta modalidad del mundo virtual que todo el circo de las regalías del mundo real).

Eso sí: el escritor puede resignar dinero, pero no su firma, la marca del tiempo vital que ha invertido en un texto. Todavía no se resigna a eso de “qué importa quién habla” ni a que su texto sea copiado sin citar su fuente, porque en su blog él podrá decir cosas repetidas o archisabidas, pero jamás copiadas de otro a sabiendas.

16. Sentido. Porque en muchos de los campos laborales en los que quizás se desempeñe para ganarse el sustento diario, probablemente esté sometido durante varias horas a estar sentado frente a una computadora, y en ese caso quizás quiera hacer algo útil o divertido con los tiempos muertos que todo empleo así presenta. Su labor en el blog le da sentido a esas “horas-obligatorias-frente-a-la-pantalla”.

17. Libertad (por ahora). El artista (el escritor) se explica en Internet porque asume que la dependencia de la electricidad que supone el medio no será usada demasiado pronto como una forma de censura, aunque esté claro que en el futuro ésa será la forma más sencilla de cancelar la expresión de quienes resulten indeseables para aquellos que tienen su poderoso dedo sobre la llave de la luz universal. Y también porque asume, no sin ingenuidad, que los motores de búsqueda son robots honestos y automáticos.

18. Constancia. El artista se explica en un blog porque al entrar en el ritmo regular del posteo semanal, sus reflexiones sobre el arte, que solían ser intermitentes, ahora están obligadas a ser tan constantes como sus reflexiones acerca de sí mismo.

19. Trabajo. Porque así trabaja más, y obtiene una doble ganancia: desmitifica su trabajo ante sí mismo y lo mitifica ante los demás. Lo desmitifica ante sí mismo porque empieza a conocerlo mejor, a razonar sobre sus propias herramientas, intereses, intenciones, potencias y limitaciones; y lo mitifica ante los demás porque, cuando uno entra al blog de otro, uno como lector se arma una “imagen” del otro, y se genera una mística de lo que hace el otro. Aunque como escritor yo no sepa cuáles son los efectos de lo que hago, como lector sí me doy cuenta de que en mí hay efectos de lo que hacen los demás.

20. Concentración (acervo). El artista abre un blog para explicarse porque esas explicaciones adicionales que hoy se le piden sobre su obra —en charlas, mesas redondas, y otros encuentros “en vivo”— antes quedaban mayoritariamente sin registro, diluidas en la fugacidad del momento; ahora el artista puede filmarlas, fotografiarlas, grabarlas y desgrabarlas con relativo bajo costo, convirtiendo esas esporádicas intervenciones orales en nuevos textos que podrán ser consultados más tarde cuantas veces se desee.

Esto existía desde antes de la aparición del blog: hay libros basados en conferencias (Aspectos de la novela, de Forster; Seis propuestas para el próximo milenio, de Calvino; Siete noches, de Borges…). Lo bueno es que ahora ese acervo está a disposición de todos en forma instantánea, en Internet. [De hecho, este mismo post pone a disposición de quien la requiera, la síntesis de la charla en Fenómenos.]

Por qué no publico narrativa en este blog

La razón para esto quizás es la misma que propone Abelardo Castillo cuando —en su libro Ser escritor— dice:


Un escritor inventa una historia; si necesita de un aparato crítico dentro del libro para apoyarla, es porque tiene cierta desconfianza en su historia. […] Habría que imaginarse lo que sería una disertación académica sobre
Ulises, intercalada por Joyce, en el Ulises, para explicar cómo leer Ulises.

Sin duda que Joyce tenía teorías, pero se limitaba a contárselas por carta a los amigos.

Los post de este blog, de alguna manera, son mis “cartas a los amigos”, donde yo estoy tratando de sacar ese aparato teórico de mi narrativa, para que mis futuros personajes no hablen de literatura y puedan desarrollarse en otro sentido. Vi al blog como un depósito de estas inquietudes sobre el arte y la literatura.

Lo virtual tiene que incidir en lo real. Nadie vive sólo en la virtualidad. El chico que se interesa en una chica que conoció en un chat, a la larga querrá una cita en un bar o en un hotel. El crédito de nuestra cuenta en pantalla en algún momento querrá ser billetes saliendo del cajero automático. Quienes comparten diariamente sus ideas en un foro de Internet, algún día decidan hacer una convención o una fiesta. Mucha de la literatura de blog, tarde o temprano quiere ser legitimada con una edición en papel, es decir, pasar a integrar el mundo real. A mí, al menos por el momento, me interesa que mi literatura se lea en el mundo real.

Mi manera de lograr esa incidencia de lo virtual en lo real es ésta: ofrecer mis explicaciones en mis “cartas a los amigos” del blog, bien separadas de la muestra de relatos ofrecida en el website, y así favorecer que quien navegue entre ambos espacios virtuales intente al fin una lectura de los textos completos de mi obra narrativa en el mundo real: cómodamente sentado en un sillón, quizás, y con un libro de verdad pesando entre sus manos.

Cuando los periodistas van al infierno

Por Martín Cristal

En el octavo círculo infernal, Dante se asusta de un grupo de demonios que lo acompaña durante un trecho. Mientras avanza, el poeta entiende que deberá acostumbrarse a andar junto a ellos. Cuando nos lo narra (Infierno, XXII, 13-15), Dante recuerda un dicho popular:


Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compañía!, mas en la taberna
con borrachos, y con santos en la iglesia.

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Noi andavam con li diece demoni.
Ahi fiera compagnia! ma ne la chiesa
coi santi, e in taverna coi ghiottoni.

En cada lugar con la compañía que corresponda. En el Infierno, entonces, con demonios… ¿y con quién más? Ese octavo círculo —llamado también Malebolge— es la morada final de los fraudulentos, es decir, el lugar donde se atormenta a los que en vida usaron el engaño contra los desprevenidos. Ahí están los seductores, los aduladores, los simoníacos, los adivinos y las brujas, los estafadores, los corruptos, los hipócritas, los malos consejeros, los ladrones de objetos sagrados, los falsarios, los sembradores de discordia, los alquimistas, los falsificadores…

En Bajo el volcán (1947), uno de los personajes de Malcolm Lowry sugiere que en ese selecto grupo también debería incluirse a los periodistas. En la novela, Hugh Firmin e Yvonne conversan mientras pasean por Cuernavaca; una cabra que los embiste interrumpe momentáneamente lo que Hugh viene contando, una anécdota que involucra a ciertos hombres de prensa. Hugh retoma el diálogo así:


“¡Estas cabras! —dijo rechazando a Yvonne con un enérgico movimiento de sus brazos—. Aun cuando no haya guerras, piensa en el daño que hacen […]. Me refiero a los periodistas, no a las cabras. No hay castigo en la tierra para ellos. Sólo el
Malebolge…”.

Poco después Hugh agregará que el periodismo «equivale a la prostitución intelectual masculina del verbo y la pluma”.

Algunos ecos de Dante y Lowry alcanzaron a Woody Allen. En Deconstructing Harry (también conocida como Los secretos de Harry o Desmontando a Harry), hay una escena en la que el personaje interpretado por Allen baja al infierno en un ascensor, mientras se oye una voz femenina que va anunciando por los parlantes el paso por cada nivel infernal: quinto nivel, tales pecadores; sexto nivel, tales otros… Al pasar por el séptimo nivel —no por el octavo—, la voz anuncia: “Séptimo piso, la Prensa: lo siento, el sitio está lleno” (Floor seven, the Media: sorry, that floor is all filled up). La escena sigue hasta que Harry Block se encuentra con el mismísimo Diablo (Billy Crystal).

Deconstructing Harry (Woody Allen, 1997)
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Hablando del Diablo: se sabe que él tiene su propio diccionario, el cual fue redactado nada menos que por un periodista: Ambrose Bierce. En su irónico Diccionario del diablo, Bierce define un elemento de trabajo esencial para escritores y periodistas: la tinta…


Tinta,
s. Innoble compuesto de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se usa principalmente para facilitar la propagación de la idiotez y promover el crimen intelectual. Las cualidades de la tinta son peculiares y contradictorias: puede emplearse para hacer reputaciones y para deshacerlas; blanquearlas y ennegrecerlas; pero su aplicación más común y aceptada es a modo de cemento para unir las piedras en el edificio de la fama, y de agua de cal para esconder la miserable calidad del material. Hay personas, llamadas periodistas, que han inventado baños de tinta, en los que algunos pagan para entrar, y otros pagan por salir. Con frecuencia ocurre que el que ha pagado para entrar, paga el doble con tal de salir”.

Por supuesto que los periodistas fraudulentos no existen… pero que los hay, los hay. ¿Pagan justos por pecadores? ¿O será el típico caso de “hazte fama…”?

J. Jonah Jameson (creado por Stan Lee)

Otro ejemplo literario de mala imagen periodística: en el episodio 7 del Ulises, Leopold Bloom —que vende publicidad para un diario de Dublin— nos permite leer en su flujo de conciencia cuáles son sus pensamientos acerca de los periodistas:


“Curiosa la forma en que estos hombres de prensa viran cuando olfatean alguna nueva oportunidad. Veletas. Saben soplar frío y caliente. No se sabría a quien creer. Una historia buena hasta que uno escucha la próxima. Se ponen de vuelta y media entre ellos en los diarios y después no ha pasado nada. Tan amigos como antes”.

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“Funny the way those newspaper men veer about when they get wind of a new opening. Weathercocks. Hot and cold in the same breath. Wouldn’t know which to believe. One story good till you hear the next. Go for one another baldheaded in the papers and then all blows over. Hail fellow well met the next moment”.

Por lo visto, dentro de la literatura, el periodismo sencillamente tiene mala prensa. Pero, ¿por qué? Quizás porque periodismo y literatura no son tan cercanos como podría parecer, y la literatura desea que esa diferencia se note. Fogwill, en Los libros de la guerra —una selección inteligente y picante de lo que él, no en vano, llama sus “intervenciones de prensa”— incluye un artículo de 1984 titulado “El periodismo no es para nosotros”; en ese artículo, con el filoso bisturí de su prosa, Fogwill “interviene” quirúrgicamente las posiciones relativas de ambas actividades:


“Los periodistas escriben en los medios a los que —como suele decirse— ‘pertenecen’. El valor periodístico de un texto sobre Calcuta, se calcula por la coincidencia entre lo que es Calcuta y lo que enuncia el texto. El valor literario de un texto sobre Calcuta se mide por su diferencia con Calcuta y por su semejanza con los deseos del escritor.” […]

“La afinidad entre ambas actividades no va más allá del acto mecánico de escribir. Son semejanzas de superficie. La afinidad de fondo de la literatura se establece con la composición musical, la especulación filosófica, la matemática, la teología y la pintura. La escritura tiene más en común con los oficios del asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que con la profesión de periodista.” […]

“El concepto de ‘profesión’ alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. Los profesionales hacen lo prescripto, lo necesario. Los artistas hacen lo inesperado, lo innecesario, que por obra de arte se convierte en imprescindible. Mientras en una profesión —por ejemplo, el periodismo— se recompensa con salarios y rangos el buen cumplimiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, lectores y anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra.”

De ahí que Fogwill concluya su artículo definiéndose no como un “auténtico profesional”, sino como “un escritor”. Ser escritor es también el título de un libro de Abelardo Castillo, donde este otro escritor argentino también se expide sobre el tema:


“Un escritor profesional es un artesano aplicado, que puede escribir casi sobre cualquier cosa. […] Lo que hace es parecido al trabajo periodístico: escríbame sobre aquel incendio o aquel mafioso, pero escríbalo ya. El escritor, el poeta, es cualquier cosa menos un profesional; salvo que le demos a la palabra
profesión su antiguo valor etimológico, el de profesar, como cuando decimos que se profesa una idea, una religión, ciertas convicciones. Únicamente en ese sentido el escritor es un profesional: pero entonces no escribe artesanalmente, escribe lo que debe o lo que puede. Tengo mis serias dudas de que un buen escritor pueda escribir sobre cualquier cosa. Incluso cuando imagina escribir “a pedido” es porque ese pedido coincide con algo que, íntimamente, él quería escribir o le importaba escribir”.

Quizás esa distancia que marcaba Fogwill es la que hace que, vistos en bloque desde la literatura, los periodistas parezcan marchar, no como los santos del jazz, sino como los demonios que acompañaban a Dante por el octavo círculo del infierno.

El jazz y el infierno confluyen en un álbum llamado, precisamente, Jazz From Hell, compuesto por Frank Zappa en 1986. Cierta vez, un periodista que lo entrevistaba le preguntó a Zappa qué haría si un día estuviera a punto de convertirse en un viejo sin inspiración. Zappa contestó: “Me volvería periodista”. En otras palabras: lo mandó al demonio.

¿Fraudulentos sin inspiración, máquinas de escribir por encargo, demonios alejados de todo arte? No conviene caer en una generalización precipitada. Hay grandes escritores que ejercieron el periodismo: en su artículo, Fogwill destaca a Borges, Arlt y al ejemplar Rodolfo Walsh; podemos agregar también a Fresán, a Onetti, a Hemingway… Cuando recordamos estos y otros nombres por el estilo, nos dan ganas de redimir del infierno a toda la especie. Y también de saludarla, por qué no, hoy 7 de junio: feliz día, periodistas.

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Imagen: J. Jonah Jameson, el inescrupuloso director del Daily Bugle en la historieta del Hombre Araña.