A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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Juguete nuevo

Por Martín Cristal

Navidad y Reyes = juguetes nuevos.

En esta ocasión, el juguete se llama Books Ngram Viewer y no llega en renos ni camellos, sino vía Google. Ingresás una o varias palabras (separadas por comas) y te muestra gráficos donde se puede ver con cuánta frecuencia aparece/n esa/s palabra/s —en un período de tiempo dado— en algún corpus de Google Books (puede ser en el de «libros en español», «en francés», «ficción en inglés»,  etc.).

A modo de muestra, aquí van un par de experimentos buscando nombres propios, siempre en el corpus de libros en español (clic en los gráficos para ampliarlos):

Boom latinoamericano


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Exponentes de la literatura argentina
del siglo XX

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Lo descubrí hace unos diez días a través del FB de Pablo Toledo. Si quieren, pueden hacer sus propios experimentos y (una vez que les dé el gráfico) compartir el link en los comentarios de este post.

Un paseo por L. A.

Por Martín Cristal

En un post anterior con algunas ideas sobre el concepto de canon, planteaba la necesidad de no presentar a éste como un ranking, sino como un espacio: podría ser una ciudad con distintos barrios, suburbios, zonas céntricas, periféricas, en construcción… Aquí sobrevuelo a mi modo la Ciudad Literatura Argentina (L. A.)., centrándome sobre todo en narradores. Invito a quienes leen a mejorar o cambiar el mapa según sus apreciaciones y a agregar los nombres que faltan, que son muchísimos (¡en esta fiesta faltan mujeres!). Mejor si describen la zona que representarían esos nombres.

Mi mapa personal de L. A. —la ciudad llamada Literatura Argentina—, podría empezar a dibujarse a partir de una zona residencial alta, el cerro Borges, con casonas de arquitectura clásica y un hermoso cementerio lleno de nombres ilustres. Desde su mirador, se alcanzan a ver los lejanos barrios de las orillas, esos de costumbres pendencieras y criollas; se sabe que en los días más brillantes se llega a ver más allá todavía, incluso otros países con idiomas y costumbres diferentes. Junto a esa alta colina y bajo su sombra permanente, están los barrios Bioy Casares, Silvina Ocampo Anexo, el lujoso y barroco Mujica Láinez, el pequeño Pepe Bianco; sólo a cierta hora del día el sol da de lleno en esos barrios, que tienen sólo ese instante para brillar. Enfrente, aislada y tenebrosa, venida a menos y con un poco de envidia, está Villa Sabato, en una colina más baja separada del resto por una gran depresión, la cual se atraviesa por el Túnel del mismo nombre.

Más a la izquierda, alejado de todo lo anterior, otro alto cerro: el Marechal, una zona un poquito más popular, peronista y catolicona, un área divertida a la cual se llega tomando el juguetón tranvía G, de Girondo. Desde el Marechal, por un puente que cruza el río Quiroga, se llega a Cortázar, un barrio que recuerda al Latino de París y que puede recorrerse de muchas formas; si se sigue más lejos se llega a Ampliación Abelardo Castillo, que repite o continúa la arquitectura de las zonas ya mencionadas. Filloy es un barrio antiguo, de trazado heterogéneo y construcciones disímiles, donde los nombres de todas las calles tienen siete letras y también pueden leerse de atrás para adelante.

Muy lejos de ahí, está Arlt, un barrio aparte, un bajofondo duro, con su propia jerga y mucha personalidad; en esto último, la zona de Fogwill, aunque mucho más nueva, se le parece un poco. Los dos son barrios peligrosos (ladrones, rufianes y secuestradores en el primero; traficantes de armas o cocaína, críticos, espías y ex combatientes devenidos en asaltantes en el segundo). Blaisten es el área céntrica de los comercios cerrados por melancolía, de los judíos, de los consultorios de analistas, todos entreverados con los conventillos de Marco Denevi; una especie de Once porteño.

Atraviesa el centro la avenida Saer, que tiene veintiuna cuadras y termina en el río; no lejos de ahí se encuentra la “zona rosa” Manuel Puig, donde están los cines para ver a las estrellas de Hollywood y emocionarse con melodramas.

Extienden la ciudad algunas áreas más modernas: Fresán, Pauls, Berti, Kohan, la futurista Cohen, el conurbano Bermani, además de muchas otras del barrio joven que muestran arquitectura contemporánea, edificios nuevos, muchos (sólo) de antología, muy diferentes entre sí. Por ahí cerca queda Aira, una zona llena de casitas a medio hacer: un emprendimiento inmobiliario que primero llama la atención por su ingenioso trazado general y por la velocidad de su construcción, pero que, si se lo releva casa por casa, casi siempre termina siendo una decepción.

En las afueras y hacia el este, cerca del popular barrio Soriano, se encuentra el estadio Fontanarrosa y el edificio del periódico local, el Walsh; también en las afueras, pero exactamente del otro lado de la ciudad, se encuentran el museo de curiosidades Macedonio Fernández, el mirador Piglia (desde donde pueden verse todos los edificios de la ciudad, excepto el propio mirador) y el extraño hotel Witold, de avejentada arquitectura vanguardista. Luego viene la circunvalación, con varias salidas: la ruta Belgrano Rawson conduce al sur; la Héctor Tizón, al norte.

A partir de ahí: el campo, la infinidad de la pampa que rodea y abraza a la ciudad, no como el fin o la nada, sino al revés, como el comienzo: es la marca que la ciñe, que le muestra cuál es su límite máximo. Esa extensión infinita es el país: el Martín Fierro.

Yo siempre vuelvo a esta ciudad y busco la zona en que nací para afincarme cerca de ella y hacerme amigo de mis vecinos. Ya la encontraré.

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Imagen: Lomos de libros gigantes en la fachada del estacionamiento de la Biblioteca Pública de Kansas City. Fuente: Selectism.

Me gusta!

Situaciones extremas

Por Martín Cristal

Toda persona en principio evita un gran riesgo o incluso una situación ligeramente molesta si tiene oportunidad de hacerlo. Para que resulte creíble que el protagonista de una historia no dé un paso al costado y en cambio decida enfrentar cierto peligro, el autor tiene que ir acorralándolo poco a poco frente a ese peligro, cerrándole todas las salidas laterales para empujarlo a la acción. Las situaciones extremas sólo pueden resultar verosímiles si primero se han ido anulando esos factores que le hubieran ahorrado al personaje el tener que llegar a una situación así.

La forma arquetípica de ese “aislamiento” es, precisamente, la isla: los protagonistas enfrentan variados peligros sencillamente porque el mar no los deja irse a otra parte. Por ejemplo, en Diez negritos de Agatha Christie, los invitados a una fiesta en una exclusiva isla donde no parece haber nadie más que ellos, son asesinados uno tras otro: el asesino debe ser uno de ellos, pero los sospechosos van muriendo sucesivamente… ¿Por qué los sobrevivientes no huyen? Ah, porque el bote que los trajo no volverá hasta dentro de una semana… o cuando pase la tormenta… o cuando baje la marea…

Otras islas famosas: la de Lost (donde los riesgos se superponen en una indefinición de género: al comienzo cuesta saber si estamos viendo cine catástrofe, fantástico, sobrenatural, ciencia ficción… Quizás eso fue uno de los factores del éxito inicial de la serie). También las de Dos años de vacaciones (Julio Verne), El señor de las moscas (William Golding), La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares), La tempestad (William Shakespeare), Robinson Crusoe (Daniel Defoe)… La isla siempre circunscribe el campo de la acción.

Una embarcación también puede ser una isla, porque el mar también le impone sus límites: esto se ve en la imaginativa novela Vida de Pi, de Yann Martel; en La aventura del Poseidón; o en los clásicos Moby Dick, de Melville, o El viejo y el mar, de Hemingway, donde la obsesión y el orgullo obligan a ir adelante en la aventura. Por supuesto, el mar y el bote pueden ser reemplazados por el espacio exterior y una nave solitaria, como en Solaris, o en 2001: Odisea del espacio; lo mismo pasa en las series Cosmos 1999, Galáctica, Robotech

A veces todo consiste en una noche que hay que pasar en un lugar aislado, que puede ser desde un castillo siniestro hasta una casita de madera, como en cualquier secuela de La noche de los muertos vivientes. Muchas historias de terror se basan en este principio, que los relatos más realistas no aceptan fácilmente (porque tienden a proponer que en la vida real siempre hay múltiples opciones para el protagonista).

A partir de esa estrategia, los narradores inventan trampas mortales para sus aventureros, sólo que a veces se les va la mano: extreman tanto la tensión que, cuando llega el momento de sacar al protagonista del atolladero, no nos convencen con las soluciones que ofrecen. Es el caso de “El pozo y el péndulo”, de Edgar Allan Poe, cuyo final enojaba a Stevenson, y con razón: es un típico deus ex machina.

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Otra trampa demasiado buena es la que retiene a Jonathan Harker en el castillo del conde Drácula, en la famosa novela de Bram Stoker: el autor deja a su personaje atrapado en un castillo herméticamente cerrado, a merced de tres mujeres-vampiro que lo liquidarán esa misma noche… Y no sabemos más: luego de una larga elipsis, Harker reaparece postrado en un hospital de Budapest, sin que se nos ofrezca el relato de cómo pudo escapar del castillo del conde.

Las trampas mejor logradas, creo, son aquellas en las que sí hay una salida plausible, pero que conlleva un alto costo; o aquellas donde el protagonista debe determinar cuál es el menor de dos males, tal como sucede en la Odisea, en el canto de Escila y Caribdis (XII, 234-260). Ulises y sus hombres deben pasar con su embarcación entre estos dos temibles monstruos. No es imposible lograrlo, pero alejarse de un monstruo los lleva a acercarse al otro, y el costo final de ese paso es la pérdida de muchos marinos, tanto que Ulises concluye: “De todo lo que padecí peregrinando por el mar, fue este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos”. No es poca cosa viniendo de alguien que una y otra vez se ha visto acorralado por toda clase de peligros.

Iniciación (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en esta segunda parte, a los primeros intentos de narrar por escrito.

[Leer la primera parte]

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Entonces, manos a la obra. ¿Por dónde se empieza a ser escritor cuando uno tiene 22 años? Pensé un rato y me dije: “necesito una máquina de escribir”.

Tomé prestada la pesada Olivetti de mi papá y me la llevé a mi cuarto. Puse una hoja en el rodillo y me senté a escribir. Sólo que no escribí nada, porque no tenía nada para escribir. ¿Había escrito algo, alguna vez?

Veamos: el 1º de enero de 1980 mi papá me había regalado un grueso cuaderno chino, que a su vez alguien le había regalado a él. En el lomo, en letras doradas, traía escrita la palabra Diary: su finalidad era llevar un diario íntimo. A mí me gustó la idea y me apliqué inmediatamente a llenarlo. El cuaderno me duró varios años hasta que lo completé, con todo tipo de observaciones infantiles. Incluso recuerdo que cierto día consigné la típica entrada, ésa que luego de la fecha del día dice: Hoy no me ha pasado nada.

Unos diez años más tarde, ya en la secundaria, el profesor de Lógica y Filosofía nos encargó el primer trabajo práctico del año, consistente en escribir una hoja completa con lo que fuera. Tema libre. No sé muy bien qué se proponía el profesor con esa consigna. Para algunos era una consigna ridícula, mientras para otros resultaba hasta complicada. A mí me encantó hacerlo: escribí un texto sobre mis gustos, en prosa poética, una larga aliteración de “me gusta esto” y “me gusta lo otro”. Después resultó que había que leerlo enfrente de la clase. Cuando terminé, mis compañeros aplaudieron: sorpresa.

Había escrito también los típicos poemas adolescentes de amor no correspondido, esos poemas secretos que, para que nadie los lea, uno deja siempre sobre la mesa donde todos podrán verlos.

Y, ya a los 21 años, un compañero de trabajo, que era muy buen dibujante, me preguntó si yo no tenía algún argumento para una historieta. Él quería hacer una historieta corta para enviarla a una revista de Buenos Aires y ver si se la publicaban; pero no tenía ningún guión para empezar. Le dije que si se me ocurría algo, lo escribiría y se lo pasaría. Pensando en eso, esa misma semana se me ocurrió una historia: la escribí a mano y fotocopié las hojas para dárselas. Aquel cuento se titulaba “Garage” y a mi amigo le gustó. Llegamos a discutir su traducción en imágenes y todo, pero al poco tiempo él se cambió de trabajo y pronto dejamos de vernos. La historieta nunca se concretó, pero yo ya tenía un cuento escrito.

Decidí pasar en limpio “Garage” en la prehistórica Olivetti de mi papá, para ver qué se sentía. Yo no sabía —ni sé— dactilografía. Quedó claro que yo era zurdo: con la izquierda me defendía bastante bien; pero todas las letras que caían bajo el dominio de la mano derecha me salían erradas o grises, sin fuerza. Además demoré una eternidad, y me molestaba muchísimo no poder enmendar los errores inmediatamente, cosa a la que ya me había acostumbrado en mi trabajo, porque ahí usaba computadora.

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A pesar de mi evidente impericia, escribí dos cuentos más en aquella máquina, titulados “Blues de la solitaria” y “Espacios verdes”. Ya tenía tres cuentos. De inmediato secuestré a un par de amigos y los obligué a que leyeran mis “obras completas”.

Sus observaciones me irritaron. “Esto no se entiende”, decía uno, respetuosamente. ¿Pero cómo no se va entender si está clarísimo? Éste no sabe leer, pensaba yo. “El final de este cuento es muy parecido al de aquél”, decía el otro. Pero, ¡si son completamente diferentes!, pensaba yo.

Recién empezaba y ya era un escritor incomprendido.

Esto me sucedió muchas veces. La verdad es que cuando mis amigos se iban, yo releía, cambiaba muchas cosas y, por lo general, tenía que admitir que las historias mejoraban. Era lógico lo que sucedía: yo mostraba lo que escribía demasiado pronto, con la ingenuidad de no haberlo leído yo mismo ni siquiera un par de veces. Acababa de descubrir que yo no era un genio y que tendría que corregir lo escrito siempre.

Otro descubrimiento me anuló por un tiempo. En materia de estilo, de pronto todos mis cuentos me parecieron peligrosamente cortazarianos. Había leído demasiados libros de Cortázar uno detrás del otro, y ahora no sabía cómo salir de ese bestiario.

Obtuve la solución de un amigo fotógrafo que, sin hablar de literatura sino de su propio arte, me dijo: “hay que tener muchas influencias; si uno tiene una sola influencia, entonces está copiando”. Comprendí que es una trampa común a todo escritor novato el creer que un único autor conforma la literatura toda. La solución era no apurarse y seguir leyendo a otros autores.

Me pasé a Borges. Al poco tiempo estaba en la misma situación. Atrapado en un laberinto borgeano, lleno de puntos y comas.

Fue así que me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Uno escribe de lo que vive, pero también de lo que lee. No había que descuidar entonces ese importante 50%.

Resuelto ese problema, me di cuenta de que era necesario definir muchas otras cosas más. El arte lo exigía: cuanto antes tuviera las cosas claras conmigo mismo, antes podría empezar a escribir. Soluciones que funcionan para un autor no necesariamente le sirven a otro. Hay que encontrarse. Definirse artísticamente es delimitar un campo de acción, de intereses y de estéticas. Siempre con cuidado de no confundir definirse con confinarse. Había que proponerse ciertos límites que fueran elásticos y autodestructibles.

Tomé un bloc de hojas y con una lapicera escribí para mí mismo una serie de reflexiones acerca de diversos temas relacionados con el arte en general y la literatura en particular. Era una especie de ensayo, un manifiesto personal —que, para evitar contrariedades, no le mostré a nadie—, donde por mis propios medios intentaba contestar a las preguntas: “¿Por qué el arte?” “¿Por qué escribir?” y “¿Cómo hacerlo?”

Dentro de esta última pregunta se incluía una cuestión importante: ¿había que estudiar Letras o no? Por vago decidí que no, y de inmediato me dediqué a justificar mi decisión con otros motivos. Por ejemplo, le eché la culpa a todos los buenos escritores que nunca habían necesitado estudiar Letras. Listo: a otra cosa.

En 1996 me mudé con tres amigos más de Córdoba a Buenos Aires para terminar la carrera, aunque a mí la publicidad ya no me interesaba casi nada.

Mentalmente, la mudanza a Buenos Aires fue el comienzo de otro capítulo. Mis amigos tenían computadora: fue a partir de ahí que comencé a escribir con regularidad. Mientras, me tragué religiosamente un par de librejos de ortografía y gramática. Para sobrevivir conseguí un trabajo: diseñador gráfico en una editorial de revistas de medicina veterinaria. Cuando podía, también escribía ahí, a escondidas de mis jefes.

Al año y medio sumaba unos veinte cuentos escritos. Tenía ya 25 años y muchas ganas de ver esos cuentos publicados en forma de libro. Me alentaban los casos que conocía de ciertos autores famosos que habían publicado sus primeras obras cuando todavía eran muy jóvenes: mi “ejemplo estrella” era Bioy Casares. “¡Publicó su primer libro a los 14 años!” le decía yo a quien cuestionara mis intenciones. “Sí, es cierto que ese primer libro suyo no fue muy bueno. ¡Pero empezando así fue que pudo escribir uno bueno a los 27! Y yo ya tengo 25. ¡Soy un anciano!”. Así decía yo.

La verdad es que no tenía ni idea de cuáles eran las alternativas editoriales. Publicar primero un cuento en alguna revista, por ejemplo, ni se me había cruzado por la cabeza. Ir a las editoriales con el manuscrito, tampoco. En realidad me había armado mi propio plan ideal: consistía, primero, en ahorrar; luego, en proponer donde trabajaba que me imprimieran el libro en su propia imprenta, por el menor costo posible; y por fin, con el libro listo, en regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos.

Estaba convencido de que eso era lo mejor: no entrar en el aparato comercial, evitar el circuito editorial. Mantenerse puro…

(Esas cosas hoy me parecen bastante ingenuas; pero, en aquellos tiempos, yo pensaba así.)

Entonces tuve que pasar por un trance amargo: me hablaron a Buenos Aires para decirme que a mi papá le había dado un infarto. Lo iban a operar de urgencia.

[Leer la tercera parte]

Citas para el bronce en el Werther de Goethe

Por Martín Cristal

Dos cosas opacan mi lectura de Werther: 1) Los arrebatos románticos del narrador me resultan casi risibles, tan emblemáticos del romanticismo que leídos hoy parecen una parodia de aquel período. 2) Me aburre la lectura de Ossian que Goethe intercala en labios de Werther: otra digresión similar a las que más tarde haría en el Fausto (las “novelas dentro de la novela” que encontramos en el Quijote no llegan a aburrir tanto como estos desvíos de Goethe). Por suerte esta lectura que Werther hace para Carlota es la única que quiebra el dinamismo general de la novela, cuyo ritmo está bien llevado por la estructura epistolar.

Olvidando esa parte y poniendo en el contexto de la época los arranques trágicos del narrador, Werther me resulta una lectura muy agradable. Lo que más rescato de Goethe como autor es la maestría con que redondea sentencias generales sobre la humanidad, el mundo, la vida… Creo que en ellas hay una gran sabiduría que se suma al conocimiento de cómo deben expresarse esta clase de ideas para que queden grabadas en el bronce de la memoria: hay que hacerlo con palabras francas, sin temor a equivocarse y sin detenerse demasiado en las excepciones que podrían hacer que el lector dude de estas “reglas generales” (a sabiendas de que el lector podrá razonarlas y luego aceptarlas o no). Al respecto, el joven Werther critica a uno de sus interlocutores de esta manera:


“…cómo lo quiero al hombre, hasta que llega a sus ‘sin embargo’. ¿Acaso no se sobreentiende que toda regla tiene sus excepciones? Pero él es así de escrupuloso. Cuando cree haber dicho algo a la ligera, alguna generalidad, una verdad a medias, no termina de modificarla, de arreglarla, de componerla, hasta que por último ya no queda nada de lo que dijo. A raíz de este suceso se explayó tanto sobre el tema que al final terminé por no escuchar lo que decía…”.

La estrategia de Goethe surge de contrariar ese estilo; así, a la hora de definir con brevedad al género humano, no desluce su gran capacidad de observación con excepciones, matices o bemoles de poca monta. Sus pensamientos resuenan con contundencia y adquieren el peso de lo verdadero; el lector queda en libertad de analizar lo dicho más tarde. En Borges, el diario de Bioy Casares acerca de su relación con Jorge Luis Borges, se lee un diálogo sobre este tema (entrada del 10 de agosto de 1956):


BORGES: “El estilo de Eliot es desesperante. Dice algo y en seguida lo atenúa con un
quizá o según creo, o le resta importancia reconociendo que en ocasiones lo contrario es cierto. A veces me parece que lo hace para llenar papel, porque hay que escribir un artículo”. BIOY: “Yo creo que es porque en cuanto dice algo teme exponerse, por haber cometido una inexactitud. A mí, por lo menos, me pasa eso, pero creo que los autores deben atenerse a hacer afirmaciones un poco audaces, en la inteligencia de que el lector comprenderá que no hay que tomar todo literalmente y contribuirá con las dudas. Por un ideal de nitidez y simplificación hay que tener ese coraje de afirmar algo a veces”. BORGES: “Goethe declaró que esas palabras como tal vez, quizá, según me parece, si no me equivoco, deben estar sobreentendidas en todos los escritos; que el lector puede distribuirlas donde lo juzgue conveniente y que él escribía cómodamente sin ellas”.

Transcribo a continuación algunos pasajes de Werther que me interesaron y dan cuenta del modo sentencioso de Goethe, de la manera en que pasa de lo particular a lo general (del “yo mismo” a “el hombre” o “la humanidad”) y viceversa. Este primer fragmento trata de la libertad y los momentos de alegría:


“El ser humano es una cosa uniforme. La mayoría emplea la mayor parte del tiempo para vivir y lo poco que le queda de libertad le asusta tanto que hace lo imposible para deshacerse de ella. ¡Oh, el destino del hombre!

”Sin embargo, la gente es buena. A veces, cuando me dejo llevar por las circunstancias y comparto alguna de las alegrías que le han quedado al hombre, como divertirse abierta y francamente en una mesa bien compartida, una excursión, participar de un baile en el momento propicio, y otras situaciones semejantes, noto que me sienta bien. Solo que en ese momento no debo pensar en todas las otras fuerzas que residen en mi interior, que enmohecen sin ser aprovechadas y debo ocultar cuidadosamente. Ay, eso sí que angustia el corazón. Y, sin embargo, el ser malentendidos es nuestro destino”.

La insatisfacción que obliga al regreso luego de muchos viajes por el mundo es el tópico sobre el cual armé mi Mapamundi (2005). Acerca de ella, dice Werther:


“Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. Con lo lejano pasa lo mismo que con lo futuro. Ante nuestra alma se halla un todo, enorme y en penumbras, nuestra sensibilidad se diluye en él al igual que la mirada. Nuestro anhelo es el de poder entregarnos por completo y dejar que nos inunde un sentimiento majestuoso, magnífico, único. Pero, ay, cuando nos acercamos, cuando el allá se convierte en acá, cuando lo que fue es igual a lo que será, entonces nos quedamos con nuestra pobreza, con nuestras limitaciones; nuestra alma sigue sedienta del bálsamo que se nos ha escapado.

”Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo”.

En el final de la cita anterior se oye claramente un eco de la Odisea; hay que recordar que en los días en que comienza el relato, Werther está leyendo a Homero.

Identificación total con el fragmento que sigue:


“Hoy volví a tener mi diario entre mis manos, al que tanto tiempo estuve descuidando, y me sorprendió cómo, a sabiendas, me he ido metiendo en esto, paso a paso. Cómo veía con absoluta claridad en qué estado me encontraba y sin embargo actuaba como un niño, cómo lo sigo viendo ahora todo con claridad pero sin perspectivas de corregirme”.

Werther les cuenta historias a los niños; éstos reclaman si Werther introduce variaciones en una historia que cuenta por segunda vez. De esto, Werther concluye lo siguiente:


“De esto aprendí que un autor indefectiblemente daña su obra si en la segunda edición de su libro introduce cambios, por más poéticos que sean. La primera impresión la aceptamos con agrado y el ser humano está preparado para admitir cualquier aventura; pero, al mismo tiempo, ésta le queda tan grabada que pobre de aquel que intente cambiarla o borrarla”.

A primera vista parecería que Goethe descubre reglas generales para vivir, pero no siempre es así: sólo dice lo que piensa con convicción, y entonces el lector tiende a aceptar lo dicho como una ley universal. Consideremos la última cita: el ser humano, ¿siempre está preparado para admitir cualquier aventura? No creo que todos sean “uniformes” en esto. Y, ¿no ha habido nunca autores que hayan mejorado sus obras al modificarlas en su segunda edición? Claro que los hay (lamento que los ejemplos que se me ocurren sean posteriores a Goethe: estoy pensando en Borges y en Faulkner; en Daniel Moyano, también. Por supuesto que los cambios introducidos en las segundas ediciones nunca son estructurales, sino relativos a detalles). Esos cambios, por otra parte, podrán no ser tolerados por quienes releen, pero tal vez son vitales para quienes leen al autor por primera vez en esa segunda edición.

Más citas para el bronce. Sobre la inseguridad ante el alarde ajeno:


“Cuando otros alardean delante de mí tranquilamente con su poco talento y vigor, desconfío de mi fuerza y mis aptitudes. Dios mío, tú que me diste todo eso, ¡por qué no te quedaste con la mitad para darme a cambio seguridad y satisfacción!”

Sobre quiénes son los que verdaderamente tienen la sartén por el mango:


“¡Qué necios aquellos que no ven que en realidad no es importante la posición en sí, y que los que están ubicados en el primer puesto casi nunca juegan realmente el primer papel! ¡Cuántos reyes son gobernados por sus ministros y cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es entonces el primero? Aquél, creo yo, que supera a los otros y además dispone de tanta fuerza y viveza como para aprovecharse del ímpetu y las pasiones ajenas en la consecución de sus propios fines”.

En el fragmento anterior llama la atención ese “yo creo” que viene a contradecir la teoría que el propio Goethe ha construido acerca de cómo afirmar. Más allá de eso, coincido plenamente con la idea…

Hay más. Inteligencia versus sentimientos:


“[La gente que rodea al príncipe] valora mi inteligencia y mis talentos mucho más que mi corazón, mi único orgullo, fuente sin igual de todas mis fuerzas, de toda dicha y de toda desventura. Ay, lo que sé lo puede saber cualquiera, pero mi corazón sólo me pertenece a mí”.

Del imprescindible feedback sentimental (dar y recibir):


“El amor, la felicidad, el calor y la ternura que soy incapaz de entregar, el otro tampoco me los dará, y no podré alegrar al prójimo con un corazón lleno de dicha si él mantiene su frialdad y su desgano”.

Luego de leer Werther, me resultó muy agradable releer los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes para buscar aquellos párrafos en los que el francés ejemplifica las entradas de su diccionario con referencias a esta obra de Goethe.

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La traducción de los fragmentos presentados aquí es la de Osvaldo y Esteban Bayer para la edición de Colihue (2005). Imagen: Estatua de Goethe en la ciudad de Leipzig.


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