El hielo, de Vladimir Sorokin

Por Martín Cristal

Supongo que la Sci-Fi Fever me llevó a emocionarme cuando encontré —en los pobres estantes de CF de una librería cordobesa— la novela de un autor contemporáneo del que no sabía nada. Un libro de ciencia ficción recién salido del horno, y de autor que no fuera norteamericano o inglés… Además, la edición venía con una imagen intrigante en tapa, faja con elogio de Houellebecq… Bastó para mí: lo compré como siempre, sin leer la contratapa. (Ya hablaremos de la contratapa. Y de la faja, y la tapa, y la traducción de esta edición de Alfaguara).

El motor inicial de Sorokin para la acción de
El hielo es el misterio. El autor decide escamotear las motivaciones centrales de los personajes y estira ese agujero sin dar mucho a cambio hasta los dos tercios exactos del libro. Hay que reconocer que, tanto como irrita, funciona («una buena narrativa es una estructura rudimentaria, se parece bastante a un riñón”, decía Cheever; OK, pero mejor si no se te ven los riñones por fuera, digo yo). Únicamente por la intriga, el lector soporta la traducción insufrible y las escenas repetidas del comienzo (por ejemplo: a un personaje le sucede algo y enseguida llega a casa de un amigo para contárselo todo de nuevo, palabra por palabra).

Dicha intriga inicial se puede resumir así: en Moscú y sus alrededores, un grupo que al parecer integra alguna clase de secta, sigue un plan secreto (he ahí el misterio, “¿por qué hacen esto?”), cuya fase actual consiste en secuestrar personas rubias y de ojos azules, atarlas y pegarles en el pecho con una gran maza de mango tosco y cabeza de hielo. Después de los golpes, auscultan a su víctima atentamente. Escuchan su corazón. Y según lo que oyen, la abandonan a su suerte o la reciben como a un hermano: curan sus heridas, le dan dinero y esperan que comprenda de a poco lo que sucede. Lo mismo que Sorokin espera del lector.

Esto pasa muchas veces en la primera parte. Esa repetición machacona hace que toda la primera mitad de El hielo parezca un guión de serie de TV (con sus «resúmenes de lo sucedido» intercalados en la trama, para informar a los televidentes atrasados). Un guión al que apenas se lo ha disfrazado de novela. Subrayan esa impresión otros rasgos: que los nombres de los personajes aparezcan por primera vez en negrita, seguidos de una descripción física escueta (por ej., “Uránov: 30 años, alto de hombros estrechos, rostro enjuto, inteligente, viste una gabardina beige”); que lo mismo suceda con los escenarios, siempre sintéticamente detallados por delante de la acción, al punto que parecen indicaciones escenográficas de teatro; o que la acción en sí esté sustentada mayormente en los diálogos, llenos de puntos suspensivos y onomatopeyas, como si el hálito dramático (que en la serie aportarían los actores) aquí se representara con pausas ortográficas o interjecciones. Lo peor es en las escenas de sexo, comunicadas no a través de un narrador sino en líneas de diálogo insufribles:


—¿Se las tiraba todas? —Lapin agarra a Vika por los pechos.
—Ahhh, ahhhh, ahhh…. —se contrae ella—. Uahhh, que me cooorro-o-o-o-o…
—Pues yo, nasti de plasti, no hay manera…
—Ahh… uhaahh… —deja de moverse ella—. Tranqui, ahora el Mosqui nos pincha y te corres fijo.

[p. 144]

(Da risa, realmente).

De acuerdo: para un narrador, lo más importante es narrar, como sea, en el medio que sea… pero una vez elegido el medio, ¿no es mejor tratar de sacarle el jugo a sus particularidades (o mejor aún, intentar alguna innovación, si se pudiera) antes que terminar disfrazando en él algo escrito inicialmente para otro medio? Por supuesto, no tengo forma de comprobar para qué medio escribió Sorokin El hielo. Sólo te digo una cosa, Volodia: si querías escribir una serie de TV, adelante y que funcione, pero no me vengas después a decir que, porque la pusiste entre dos tapas, ahora es una novela. También podría ser un alfajor.

En la tapa, una tijera hundida en la nieve. Nieve hay, pero la tijera no aparece en el texto. Comparar a Sorokin con Philip K. Dick —como hace Michel Houellebecq en la faja— es claramente un exceso (por más que la tercera parte se acerque al espíritu del americano). Mientras que en Dick circulan y se entrecruzan varias ideas fascinantes a la vez, en El hielo hay una sola idea, estirada para prolongar un misterio que sostenga al lector. En doce renglones, la contratapa revela lo que Sorokin demora 225 páginas. Por esa revelación externa y ligera solemos deplorar a los redactores de contratapas, bocaflojas vocacionales; sin embargo, esta vez los reclamos serán para el autor, que lo infla todo sin ofrecer casi nada a cambio.

Pasados los dos tercios —develado ese misterio—, el motivador que lo reemplaza en las siguientes 100 páginas es la misión: “¿logrará el grupo realizar lo que se propone?”. La poética final no alcanza porque, a esa altura, esta historia recurrente ya nos importa un bledo. Impresiona más el CV de Sorokin en la solapa que la lectura de la novela. “Fue tachado de pornógrafo y perseguido por el gobierno ruso”. Wow, pornógrafo: será por tanto aahh y ohhh. El libro, sin ese contexto, no convence, y menos aún en la forma en que está traducido.

A cargo de Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira, la traducción de El hielo es ibérica a más no poder. Resulta pésima para un lector latinoamericano, en especial en los pasajes donde la historia transita por el habla del hampa o la jerga juvenil. Un buen ejemplo es el que ya dimos, o alguno de las últimas páginas del tercer capítulo (“Queso suizo”):


—Una secta… o una orden, yo qué sé… me han machacado a tope y no veas cómo taladran.
—¿Cómo?
—Bueno, pues eso… Primero te ponen suave, y luego te comen el tarro a saco, en plan nosotros somos los que nos hemos despertado. Los hermanos. Los demás están durmiendo. Ah, y prometen pasta gansa. Deben de ser algo así como masones.

[p. 42]

Insufrible (y encima después se ponen a chatear: jerga sobre jerga).

Anthony Burgess le agregó una cuota de ruso a su inglés para generar el nadsat de La naranja mecánica, en una “aventura lingüística” que a nosotros nos llegó muy bien adaptada al castellano por Aníbal Leal (¡qué gran apellido para un traductor!). En esta edición de Alfaguara el lenguaje también se presenta enrarecido, pero involuntariamente. Si en el caso de Burgess la fórmula era [inglés + ruso] x [castellano del traductor] = una buena lectura, aquí es
[ruso] – [español ibérico del traductor] = el horror para un lector latinoamericano que se pasa más tiempo adivinando qué carajo dicen los personajes que en preocuparse realmente por la suerte de éstos o por la historia que trata de leer.

Dos libros de Hebe Uhart

Por Martín Cristal

Recomendamos estos dos libros de cuentos en el Nº 19 de la revista Ciudad X (enero de 2012).

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Hebe Uhart (Moreno, 1936) publicó el año pasado sus Relatos reunidos (Alfaguara), un volumen importante que materializa una larga trayectoria y que le valió el Premio de la Feria del Libro de Buenos Aires. Sin embargo, dicha recopilación no abarca la totalidad de sus cuentos. Faltan al menos dos libros recientes, editados por Adriana Hidalgo: Del cielo a casa (2003) y Turistas (2007). Ambos libros son excelentes y prueban que Uhart escribe cada vez mejor; además, establecen cierta continuidad conceptual que permite leerlos como si fueran un solo volumen.

Por ejemplo, en ambos hay relatos con una mirada irónica sobre el mundillo literario y el de la cultura, algunos de los cuales adelantan su asunto ya desde el título: “Congreso”, “Organización de eventos”, “La colecta”, o los divertidísimos “Revista literaria” y “El centro cultural”.

El tópico del viaje es central en Uhart (de hecho, este año publicó Viajera crónica, también por Adriana Hidalgo). Puede implicar tanto la morosa exploración de algún pueblito perdido en una provincia argentina como un tour por alguna capital europea. “En realidad, uno viaja para ver si son verdaderos el Vesubio, el Coliseo y el Papa en su balcón”, escribe al comienzo de “Del cielo a casa”. En ese libro, pero sobre todo en Turistas, el itinerario de los viajeros suele desembocar en la sonrisa, cuando no en la carcajada del lector: son ejemplos la desastrosa familia argentina que visita Nápoles (“Turistas y viajeros”), “La excursión larga” a Mendoza, o las tribulaciones de Goran (“El holandés errante”), que lucha con un diccionario para comprender los giros del habla argentina.

Ése es otro de los berretines de Uhart: captar el habla, no sólo la de los argentinos, sino también la oralidad extranjera. Así, en “Bernardina” pone a narrar a una inmigrante paraguaya, y en “Teresa” a una boliviana, con sus respectivos tiempos y giros idiomáticos. En “Stephan en Buenos Aires”, es un alemán el que nos cuenta sus experiencias porteñas con un léxico y una sintaxis retorcidos por su conocimiento limitado del idioma. Esas voces, construidas a la perfección, estructuran el verosímil de cada relato.

Los temas de Uhart —que suele optar por lo pequeño, lo cotidiano y lo próximo, incluso cuando su personal mirada salga de viaje y se pose sobre ciudades lejanas—, así como su humor liviano y la sencillez de su escritura hacen que muchas otras propuestas cuentísticas, en apariencia más importantes, se revelen solemnes y pretenciosas. En este sentido, Hebe Uhart es una narradora ejemplar.

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Del cielo a casa, cuentos. Adriana Hidalgo, 2003. 188 páginas.
Turistas, cuentos. Adriana Hidalgo, 2007. 164 páginas.

En el aire, de Graciela Speranza

Por Martín Cristal

El siguiente es el libro que recomendamos en el Nº 8 de la revista Ciudad X (febrero de 2011).

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En el aire retoma los personajes de Oficios ingleses, la novela anterior de Graciela Speranza. Bruno es un ilustrador argentino que vive en Inglaterra; mientras soporta los tormentos consentidos de un vuelo en clase turista, se evade escribiendo apuntes sobre unas fotos que le envío su madre. En ellas se ven unas piezas de herrería artística, propiedad de su familia. El ilustrador invierte su dinámica habitual y esta vez transforma imágenes en palabras. Describiendo y evocando, Bruno devela pistas sobre su historia personal y familiar, y medita sobre ese territorio fronterizo o superpuesto entre arte y artesanía (u oficio).

Speranza se asemeja a Sebald en su modo de intercalar narración y ensayo. Ambos autores se regocijan en la observación minuciosa y el pensamiento analítico, si bien Sebald prefiere las oraciones largas y cierto desorden sintáctico controlado, mientras que la prosa de Speranza es “suelta y precisa”, tal como ella misma autodefine —sin pudor alguno— a través de su protagonista.

La primera parte del libro abarca el vuelo Londres-Nueva York; la segunda, el vuelo de regreso, donde todo lo visto por Bruno en Manhattan orienta sus reflexiones hacia el arte contemporáneo. Se detiene en artistas como Vija Celmins y Joseph Cornell, aunque el más entrañable será Jerome Zigler: un artista ficcional, provisto por la imaginación de Speranza. Un breve epílogo rompe la simetría formal; excepto por los dos últimos párrafos, nos parece un lastre de notas de las que algunos lectores podrán prescindir.

Si, por vicio, los dibujantes leen con un lápiz en la mano, entonces les será muy difícil no dibujar en los márgenes de este libro, o subrayar frases como esa que dice: “El arte es una forma de pasar el tiempo y dejar constancia”.

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En el aire, de Graciela Speranza. Novela. Alfaguara, 2010.

Me gusta!

Lo mejor que leí en 2010 (3/3)

Por Martín Cristal

Tercera y última parte de los libros que más disfruté leer en 2010:
[Leer Primera parte]
[Leer Segunda parte]

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Parranda larga. Antología poética,
de Nicanor Parra

Alfaguara, 2010. Poesía.
Llegamos a Parra por Bolaño, que lo señalaba como su poeta favorito. Luego de la muerte de Bolaño, Parra lo recordaría con uno de sus (¿anti?)poéticos “artefactos visuales”, que a mí me resultó conmovedor. Sobre la poesía de Parra, Elvio Gandolfo dice en el prólogo: “Su influencia se ha difundido por el modo en que atrae su modo de dar permiso, de abrir cancha en vez de cerrarla, de generar la audacia de hacer aquello que se tiene ganas de hacer, sobre todo con las palabras”.

Certero, lo de Gandolfo: ésa que él describe fue la sensación exacta que me dejó a mí este libro (cuyo prólogo leí, como corresponde, al final), además de la sorpresa de que la poesía pueda ser, también, muy divertida. Y ese “en poesía vale todo”, que el propio Parra expresa en uno de sus versos, me llevó a una nueva práctica: el remix de poesía, que iniciamos con el mismo Parra, que ya continuamos con Giannuzzi y Casas, y que en adelante seguiremos practicando con otras antologías, como una forma de que la poesía se reseñe a sí misma.

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La descomposición y Glaxo,
de Hernán Ronsino

Interzona (2007) y Eterna Cadencia (2009), respectivamente. Novelas.

En
El pez volador ya le dedicamos un artículo a Glaxo, la segunda novela de Ronsino, concisa y redonda.

Aprovechamos entonces para recomendar también la primera: La descomposición (Interzona, 2007). Ambas comparten un mismo personaje, Bicho Souza, aunque también se entrecruzan otros. La acción de las dos novelas abarca hechos que van desde los años treinta hasta finales del siglo XX.

Los sucesos de La descomposición y los de Glaxo se sitúan en un mismo pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires: Ronsino trabaja el concepto faulkneriano-onettiano de “unidad de lugar”. Leyendo ambas novelas se puede ir completando una línea de tiempo con los hitos de la historia íntima de ese pueblo, que casi siempre ocultan miserias personales y disimulan una violencia contenida (un olor a podrido de fondo: la descomposición). Esa violencia, en ambas novelas, deviene en crímenes inconfesables, de los que sólo el lector es testigo privilegiado. Seguramente volveremos a este pueblo y a estos personajes en las futuras obras de Ronsino.

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Spinoza. Una introducción,
de Diego Tatián

Editorial Quadrata-Biblioteca Nacional, 2009. Ensayo/Filosofía.

La colección “Pensamientos locales”, dirigida por Adrián Cangi y Ariel Pennisi, convoca a un intelectual argentino para que nos introduzca en el mundo de un filósofo de peso y fama universales: Ricardo Forster nos acerca al pensamiento de Walter Benjamin, Roberto Ferro al de Jacques Derrida…

Diego Tatián (Córdoba, 1965) es profesor de filosofía, ensayista, crítico y narrador. En el caso de esta presentación que hace de la vida y obra de Baruj Spinoza, lo primero que se agradece es el tono cordial y didáctico, que no intimida a quienes no somos versados en filosofía. Su amena oralidad se funda en el origen del texto: es la transcripción de un curso dictado en el marco del Programa de Estudios Judíos de la Universidad Nacional de Córdoba, en 2004.

Al contrario de lo que hacía Heidegger al dictar un seminario sobre Aristóteles, Tatián sí elige la biografía del filósofo como una vía esencial para acercarnos a su obra. El Herem (la excomunión de Spinoza del seno de la comunidad judía de Amsterdam, en 1656) es el hecho central desde el que Tatián desovilla, hacia adelante y hacia atrás, la vida completa de Spinoza, como una plataforma para abordar luego los rasgos generales de sus obras más importantes: el Tratado teológico-filosófico, la Ética

Para una obra que se presenta a sí misma como una introducción quizás no haya mayores méritos que los que ésta alcanza claramente: el de acompañar al lector hasta la entrada, el de dejarlo con las ganas justas de saber más y el de darle ánimo para abordar una obra como la de Spinoza, que se entrevé muy difícil, pero que seduce de antemano por las definiciones cruzadas que Tatián propone para ella: una filosofía “como manera de vivir, y no como manera de morir”; una ética que no se pregunta por el cumplimiento adecuado de los deberes morales, sino que se propone hacernos “conocer nuestra propia naturaleza” para descubrir así nuestras compatibilidades y poder “combinar los encuentros de una manera tal que se incremente nuestra potencia de vivir”, en aras de “tratar de llegar a ser máximamente causa de nosotros mismos”.

Una síntesis de esta serie salió en diciembre en la revista digital Hermano Cerdo.