Lenta biografía literaria (2/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto que se publicará antes de fin de año en los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1]
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Ficciones y El aleph, de Jorge Luis Borges

Jorge-Luis-Borges-Ficciones21-22 años | De Cortázar a Borges: zafar de una droga para hacerse adicto a otra. Borges no provocaba emociones como Cortázar, pero sí un gran placer intelectual. Menos amor y más admiración (para mí vale más lo primero). Tras leer a Borges se escribe mejor, aunque como influencia resulta de una toxicidad máxima; algunos cuentos de mis dos primeros libros están contaminados con sus mañas.

Después de leer sus obras completas, escribí mi segunda novela —La casa del admirador— donde tematicé los peligros del fanatismo Jorge-Luis-Borges-El-Alephtomando como muestra el fanatismo argentino por Borges (el “borgismo” según lo llamaba David Viñas); en otro plano, quería darme una “última curda” borgeana, un empacho que no buscaba matar al padre, pero sí abandonar “la casa” para recorrer otros caminos más personales.

Borges fue la única influencia que llegó a pesarme, porque me amaneraba sin contacto íntimo con mi ser. A todas las demás siempre las recibí con la alegría de quien se enriquece lenta y seguramente.
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Cuentos, fábulas y lo demás es silencio,
de Augusto Monterroso

Cuentos-fabulas-y-lo-demas-es-silencio-Monterroso24 años | Más allá de su “Decálogo del escritor”, esta formativa antología enseña que no hace falta leerlo todo para empezar a escribir; que hay que atreverse sin pensar en el qué dirán; que además de estudiar, hay que observar a las personas; que escribir sobre escritores no tiene mucha gracia; que es mejor escribir dos libros buenos que muchos malos; que uno puede querer ser escritor pero en el camino desviarse y convertirse en otra cosa.

Tras Monterroso, probé escribir brevedades. Trescientos relatos breves para seleccionar cien y publicarlos. Pero escribí cien y me detuve: su invención se me hizo maquinal, y pronto volví a interesarme en relatos más extensos. Igual creo que ese ejercicio, sostenido por algunos años, me benefició en concisión y precisión. También sirvió como laboratorio de argumentos. Mucho después compartí algunas de esas brevedades en Facebook, bajo el título de “Bosque bonsái”. Hay amigos que las aprecian.
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Cuentos completos I, de Edgar Allan Poe

Cuentos-Completos-Poe24 años | Si todo autor señala a sus precursores, Cortázar me señaló a Poe; su traducción me pareció una garantía. De Poe aprendí que cuando el narrador dice “no puedo describir el horror que sentí en ese momento”, y abre dos puntos, a continuación viene la descripción puntual y detallada del horror que sintió en ese momento. Ese contraste enfático también se aplica con frecuencia a la belleza femenina (“era indescriptible”, y luego la resignada descripción). Poe también me contagió —¿como defecto o virtud?— la necesidad de un final que redondee justo a tiempo. Hoy sé que uno no está obligado a eso si antes ha sabido entregar un buen clímax, o una forma novedosa, una voz hipnótica, un secreto de fondo, una atmósfera extraña, un instante de pureza emotiva… En tal caso el cierre puede resolverse poéticamente, o con una suave disminución de la intensidad, o cortándolo en un momento significativo o sugerente, o sin resolver las tensiones creadas (como Chéjov, a quien descubriría más adelante).

[Estas suscintas nociones sobre Poe provienen de una nota anterior, que se publicó aquí].
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El ruido y la furia, de William Faulkner

William-Faulkner-El-ruido-y-la-furia-Planeta24 años | Gran novela, que a un tiempo está muy bien escrita y es muy difícil de leer (para los asistentes a talleres literarios mediocres esto siempre representará una contradicción en los términos). Personajes vívidos que reaparecen en varias obras; una geografía ficcional; lo universal enfocado desde lo local; un tono que es como un trueno sacado de la Biblia; y, sobre todo, una experimentación formal que no es pura cáscara sino algo medular, una estructura inseparable del contenido. Hasta aquí sabía apreciar mejor la estructura del cuento; desde Faulkner, las posibilidades de la novela llamaron mi atención.

Pasé a otras obras suyas: el contrapunto en Las palmeras salvajes, así como la fragmentación y el cambio de puntos de vista en Mientras agonizo, serían referencias capitales al componer Las ostras. También me identifiqué con su actitud ante la literatura, patente en la entrevista de The Paris Review. Me convenció eso de que, antes que cagar libros inconexos, es mejor articularlos bajo una “superestructura flexible” (el término es mío) y así tener una “continuidad conceptual” (el término es de Frank Zappa).

La “constelación de obras” se me hizo deseable, pero enseguida entreví que un plan así, si era demasiado férreo, generaría una monotonía mortal a la hora de escribir (o a la de ser leído). Pasó bastante tiempo hasta que decanté hacia la solución intermedia de una tetralogía: un proyecto amplio pero con principio y final, que pueda ser núcleo para futuras obras o bien clausurarse como trabajo independiente. La inauguré en 2012 con Las ostras; actualmente trabajo en la siguiente novela del conjunto.


[Continuará en el próximo post].

Lo mejor que leí en 2009 (2/3)

Por Martín Cristal

Segunda parte de los libros que más disfruté leer en 2009:
[Leer Primera parte]
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La gaviota | El jardín de los cerezos,
de Antón P. Chéjov

Planeta-Biblioteca La Nación, 2000. Teatro.

Si a los clásicos, como quería Borges, se los aborda con un “previo fervor”, también cabe decir que muchas veces se llega a ellos con demasiada información anticipada, lo cual puede provocar una “previa desconfianza” o también un “previo desgano”. Si la obra no se expande más allá de todo eso que ya sabemos de ella, la “misteriosa lealtad” borgeana puede convertirse en una nada misteriosa decepción. Conmigo, La gaviota (1896) superó esta dificultad.

El joven Trepliov pide: “Hacen falta nuevas formas. Nuevas formas hacen falta, y si no se encuentran, mejor es nada”. El artista en ciernes, el escritor wannabe que reclama lo Nuevo para el Arte, enfrentado al artista que ya goza de tal nombre en base a una trayectoria sólida y reconocida que, paradójicamente, ya no le aporta al Arte más que repeticiones aprendidas, fue el conflicto que sostuvo mi interés a lo largo de la lectura. ¿Aceptar madrinas o padrinos artísticos, ir en busca de su apoyo o su consejo, o bien criticarlos, rebelarse contra ellos desde el principio, sin aceptar nada de sus manos? A la relación Trepliov-Trigorin (escritor joven vs. escritor consagrado, si bien no genial) se ofrece como contraste la de Nina con la madre de Trepliov (actriz principiante que busca ser como su admirada actriz famosa). Estas tensiones se exacerban por el entrecruzamiento de las relaciones personales entre las partes. El amor tiñe la admiración y el desprecio, e incluso la percepción del talento ajeno. A veces es al revés: el talento, el desprecio o la admiración contaminan el amor…

¿Qué pasa cuando, años después de haber reclamado “lo nuevo”, el escritor descubre que él mismo recae en sus propias y rutinarias formas, que más importante que las formas era escribir lo que fluyera del alma, y que aprender todo esto le ha costado el derrumbe del amor y las relaciones humanas a su alrededor? La contundente respuesta de Trepliov —empujada también por su irremediable teen spirit— llega con la caída del telón.

El jardín de los cerezos (1903) narra la decadencia de una aristocracia incapaz de reconocer el momento histórico que le toca vivir. De esta otra obra sabía más antes de leerla, por lo que tenía cierto desgano al empezar, pero tuve suerte: justo en esos días, la Comedia Cordobesa estrenó su adaptación para el Festival Internacional de Teatro Mercosur, dirigida por Luciano Delprato. Pudimos verla poco después. No estaba ambientada en la Rusia del cambio de siglo, sino en la Argentina de los sesenta; la invención de Chéjov no se resintió en absoluto. La escenografía sesentera nos pareció brillante, y la decisión de presentar las indicaciones iniciales de cada acto en la forma de canciones, un acierto y un hallazgo.

El prólogo de Enrique Llovet pone a la figura del propio Chéjov en un lugar tan querible que me llevó a leer «Tres rosas amarillas«, de Raymond Carver, donde éste imagina los últimos días del dramaturgo ruso.

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Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff

Biblioteca Nacional-Colihue, Colección Los raros, 2007. Relatos.

Publicada en 1910, en el espíritu del Centenario, esta colección de estampas de la vida rural de los inmigrantes judíos en Argentina, oficia —según explica Perla Sneh en el excelente estudio introductorio— “de vía de acceso de la comunidad judía a una sociedad no siempre hospitalaria”. El título fue impugnado por Borges en su cuento “El indigno”, en el que su protagonista, judío, dice: “Gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros”.

El propio Gerchunoff, en la página que introduce la obra, explicita su propósito de integrar a los judíos al festejo del Centenario de la Argentina, cuando dice: “Judíos errantes, desgarrados por viejas torturas, cautivos redimidos […], digamos el cántico de los cánticos, que comienza así: Oíd mortales…”. También lo hace en el primero de los relatos, “Génesis”: “Por eso, cuando el rabí Zadock-Kahn me anunció la emigración a la Argentina, olvidé en mi regocijo la emigración a Jerusalem, y vino a mi memoria el pasaje de Jehuda Halevi: ‘Sión está allí donde reina la alegría y la paz’”.

El libro se compone de escenas de la vida rural en Entre Ríos (el arado, el ordeñe, la trilla, la langosta); relatos sobre la tiranteces entre tradición y asimilación (raptos y bodas frustradas) o sobre el sincretismo de las nuevas supersticiones (historias de brujas y aparecidos); narraciones costumbristas; muestras de los acercamientos amistosos con el resto de la población (“La visita”), de algunas incomprensiones mutuas o, en algún caso, de un abierto antisemitismo (“Historia de un caballo robado”).

La prosa de Gerchunoff es dulce y poética, bucólica, tierna, aunque en ella hoy resulta un tanto arcaico el uso del “vosotros”. Los gauchos judíos es una oportuna lectura de cara al Bicentenario, como un punto de partida para pensar qué pasó en estos segundos cien años entre la comunidad judía y la Argentina.

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Un descanso verdadero, de Amos Oz

Siruela-Debolsillo, 2008. Novela.

A esta novela, publicada originalmente en 1982, me la había recomendado Mónica Maristain cuando yo todavía vivía en México. Pero me dejé estar y, de vuelta a la Argentina, cuando quise comprarla, la edición de Siruela me resultaba carísima, como todos los libros importados luego de la crisis de 2001. Por suerte este año encontré una edición económica en Eterna Cadencia. El estilo de Oz me fascinó, por lo que este año le dediqué un artículo en El pez volador.

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Leer parte 3 de 3

La Tierra de Oz

Por Martín Cristal

 

Ni bien terminé El manantial de Ayn Rand (1948), novela de ideas donde se hace una defensa a ultranza del individualismo y el capitalismo laissez-faire, empecé con Un descanso verdadero de Amos Oz (1982), novela con una aguda mirada sobre el modelo socialista del kibutz israelí. El notorio contraste entre estas dos obras, leídas en este orden sin ninguna intención previa de mi parte, es un buen ejemplo de las sorpresas que a veces nos depara una secuencia aleatoria de lecturas, asunto que ya había dado pie a un artículo anterior en este blog.

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En 1992, a los diecinueve años de edad, pasé siete meses y medio de trabajo rural voluntario repartido entre dos kibutzim del norte de Israel: Degania Alef y Alumot. Cuento esto primero porque en la solapa de Bares vacíos (2001), el editor puso, para referirse a mi breve derrotero biográfico: “De la publicidad a la literatura, pasando por el sueño utópico-socialista de un kibutz israelí…”, cosa que no me pareció mal, visto que el gerundio era bastante preciso —en el kibutz estuve de paso, nada más, y esa breve prueba no me convenció de volver a vivir ahí—; sucede que más tarde aprendería que los críticos y reseñistas toman la información de solapas y contratapas y, para no copiarla tal cual, introducen variantes de su propia cosecha: uno de ellos —cuya crítica, por lo demás, fue profunda y precisa— puso que yo era un “sobreviviente del sueño utópico de un kibutz israelí”, lo cual da la sensación de que durante media vida fui miembro de un kibutz…

Amos Oz sí vivió en un kibutz —Hulda—, durante veinticinco años. Sin duda esa experiencia suya —que nosotros también descubrimos en una solapa— se ha volcado en Un descanso verdadero (Menujá nejoná). Al igual que El manantial, esta novela escenifica un planteo ideológico mediante el contrapunto entre dos personajes, sólo que Oz es infinitamente mejor escritor que Rand y consigue que sus personajes sí se vuelvan de carne y hueso para los lectores.

Yonatán Lifschitz y Azarías Gitlin —el primero, un “hijo” del kibutz Granot, que ya está harto de vivir ahí y desea irse; el segundo, un inmigrante ruso desamparado, que llega al kibutz lleno de ilusiones y pureza ideológica— son dos personajes verosímiles, complejos y queribles. Sobre todo, no vienen a bajarnos línea sobre las bondades ideales de una forma de organización social (no hay aquí nada de aquel utópico “kibutz del deseo” que ansiaba Oliveira en Rayuela), sino a propiciar con su encontronazo una mirada crítica sobre esa forma de vida, el kibutz, y también sobre el contexto general israelí de 1965-1967, años previos a la llamada Guerra de los Seis Días. La tierra de Oz, ese Israel en conflicto permanente, queda representada en un tercer personaje: la dulce y triste Rimona, esposa de Yonatán y amante de Azarías. Ella, con sus duras pérdidas y su presente rutinario, también es un territorio en disputa.

Ideológicamente, Azarías es un ingenuo cuyo afán socialista lo enfrenta a sus ansias —individuales— de destacarse y ser reconocido. También admira a Spinoza: las menciones acerca de su filosofía no son casuales en una novela que refiere a una tierra forjada con fatalidades. (Por eso mismo yo también incluí en su momento a Spinoza, de soslayo, en uno de los cuentos de Mapamundi: “Ilana, desde cero”, cuya acción transcurre en Tel Aviv).

Oz+Kibbutz

La prosa de Oz es clara y sencilla aunque por momentos se permite enrarecerse, como por ejemplo cuando elimina toda la puntuación en aras de expresar la confusión o el hartazgo de los personajes, el vértigo de algunas experiencias (se destaca el flashback de Yonatán en combate) o sus frustraciones y concesiones:

 

Llevo toda mi vida cediendo y cediendo ya cuando era pequeño me enseñaron que lo primero era ceder y en clase ceder y en los juegos ceder y reflexionar y dar un paso hacia delante y en el servicio militar y en el kibutz y en mi casa y en el campo de juego ser siempre generoso ser como es debido no ser egoísta no hacer travesuras no molestar no empecinarse tenerlo todo en cuenta dar al prójimo dar a la sociedad ayudar aplicarse en el trabajo sin ser mezquino sin calcular y lo que he conseguido con todo eso es que digan de mí Yonatán es una buena persona es un chico serio se puede hablar con él puedes dirigirte a él y entenderte con él comprende las cosas es un chico leal un hombre simpático pero ahora basta. Es suficiente. Se han terminado las renuncias. Ahora empieza otra historia.

¿Y cómo empieza esta historia? Resulta irresistible examinar el íncipit de Un descanso verdadero a la luz de los conceptos vertidos por el propio Oz en los ensayos de su libro La historia comienza (1996), el cual leí más temprano este mismo año. Ahí Oz se pregunta por dónde empezar un relato, y reflexiona sobre el problema apoyado en ejemplos de Carver, Chéjov, Kafka, Gógol y hasta García Márquez, entre otros. En el prólogo dice, por ejemplo:

 

¿Recuerdan al Gurov de Chejov en “La dama del perrito”? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: “No muerde”, y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chejov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega.

El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama.

Conmigo, el huesito surtió efecto. Un descanso verdadero comienza así:

 

Un hombre se levanta y se va a otro lugar. Lo que el hombre deja detrás de él permanece detrás observándole. En el invierno del año sesenta y cinco Yonatán Lifschitz decidió dejar a su mujer y el kibutz donde nació y creció. Tomó la determinación de irse y empezar una nueva vida.

En La historia comienza, Oz habla de contratos iniciales que pueden ser un “galanteo de mentira que promete pero no entrega, o entrega lo que no debía, o entrega lo que no había prometido, o entrega sólo una promesa”. Todas estas formas aplican a la “nueva vida” que Oz nos promete para Yonatán. Un párrafo y estamos enganchados. Azarías aparecerá más tarde; ahora la pregunta es ¿qué pasará con Yonatán, con su mujer, con su kibutz y, por extensión, con su país?

El Israel actual, según lo define el propio Oz, se ha convertido en «una desilusión» porque es un «sueño realizado», y el único modo de mantener un sueño «perfecto y bello» es «no realizarlo jamás». Pues bien, en esta novela, Oz ya nos mostraba los efectos no calculados de esa realización: lo hace en las reflexiones del padre de Yonatán, Yolek, cuando se refiere al recambio generacional de los viejos pioneros judíos por los sabras (los jóvenes judíos nacidos en Israel). En la novela, Oz nunca idealiza a Israel: siempre nos presenta varias facetas de su problemática existencia, incluso aquellas que los mismos pueblos en disputa no quisieran ver.

Azarías deberá redefinir toda su teoría con la práctica cotidiana de vivir y trabajar en el kibutz. Yonatán tendrá que enfrenta a sus demonios. Un asceta maravilloso predicará en el desierto y esa prédica no será vana. Oz elige para sus personajes la forma más lenta de morir: seguir viviendo. Vivir, vivir y vivir, de la mejor manera posible, hasta la llegada del descanso verdadero. Con esta decisión narrativa, Oz celebra la tenacidad de la vida en una tierra difícil, acechada por el calor y la muerte.