Talking Jazz. Una historia oral, de Ben Sidran

Por Martín Cristal

Quince de los grandes

Talking Jazz: una historia oral compila entrevistas a quince personalidades de este género musical. El índice del libro de verdad impresiona. Sólo podría señalarse que en este conjunto de entrevistas —amables y bien llevadas por Ben Sidran (Chicago, 1943)— los grandes ausentes son los contrabajistas y los guitarristas, aunque algunos entrevistados sí se refieran a ellos de vez en cuando (sobre todo a los primeros).

El resto de los roles habituales en las bandas de jazz están bastante bien equilibrados en cantidad y calidad: tres trompetistas (Miles Davis, Wynton Marsalis y Don Cherry); tres saxofonistas (Sonny Rollins, Michael Brecker y Johnny Griffin); tres pianistas (Herbie Hancock, Keith Jarrett y Horace Silver); cuatro bateristas (Art Blakey, Max Roach, Paul Motian y Mel Lewis); un ingeniero de sonido (Rudy Van Gelder); y una compositora, cantante y multiinstrumentista (Carla Bley; hubiera sido interesante contar también con el testimonio de más vocalistas).

Hoy más de la mitad de estas grandes figuras ya ha fallecido; Sidran las entrevistó en su programa de radio de los años ochenta, Sidran on Record. Por entonces él ya tenía una carrera como músico; quizás por eso es aceptado enseguida como un interlocutor válido. El ida y vuelta también es fértil porque Sidran conoce bien la obra de quien está entrevistando.

En confianza, los músicos revisan anécdotas e influencias; comparten sus ideas sobre música y jazz; revelan cómo compusieron o grabaron algunas piezas clave, y cómo fueron evolucionando sus intereses, su aprendizaje y la búsqueda de su propio sonido. También comparan viejas épocas con el presente, confiesan las miserias del negocio alrededor de la música, señalan el cisma que significó la llegada del rock y comentan los cambios introducidos por los avances tecnológicos.

Música: sobre eso se centran estos diálogos. Incluso un asunto habitual como el del consumo de drogas en el jazz —el gran antecedente del reviente en el rock— no se menciona más que al pasar una sola vez.

Sonny Rollins cuenta cómo largó todo para irse con su saxofón a practicar sobre un puente de Nueva York. Miles Davis explica por qué su forma de tocar debía ser fácil de entender por la gente, y por qué no vuelve nunca a las canciones clásicas. Herbie Hancock resume su ascenso jazzístico en la suerte de haber estado en el lugar indicado en el momento indicado, y da ejemplos de eso. Art Blakey cuenta cómo elegía a sus músicos para integrar sus inoxidables Jazz Messengers, y también cómo y por qué se debe tratar bien al público. Don Cherry narra desde los días en que trabajaba en una aerolínea hasta su descubrimiento de la world music en África del Norte.

Paul Motian refiere su amistad y su colaboración con Bill Evans, y defiende su preferencia por las baterías pequeñas. Wynton Marsalis explica su compromiso con la tradición, y relaciona jazz con música clásica. Horace Silver asegura que la música tiene propiedades sanadoras, y cuenta sus ideas para desarrollarla en tal sentido. Michael Brecker habla de sus inicios en sociedad con su hermano Randy (de paso: alguna vez ambos tocaron juntos en la banda de Frank Zappa). Max Roach condensa la historia temprana del jazz, y señala a la batería como “el único instrumento surgido de la cultura estadounidense”.

Johnny Griffin cuenta cómo, antes de llegar al saxofón, tocar el oboe le salvó la vida. Carla Bley asegura que su vida empezó de verdad cuando abandonó su casa y manejó de California a Nueva York sólo para ver a Miles Davis. Mel Lewis valora la herencia de las big bands y reniega de los sintetizadores y las máquinas de ritmo. Rudy Van Gelder revela a cuentagotas algunos detalles de la creación del mítico “sonido Blue Note”. Keith Jarrett se pone espiritual y habla de ese “estado” tan particular  y misterioso al que un músico tiene que llegar cuando toca jazz en vivo.

Todo eso —y mucho más— hay en este libro.

Las relaciones profesionales y de amistad entre los músicos afloran constantemente en la conversación: quién formó parte de qué banda, con quiénes y cuándo; dónde tocaban, qué discos grabaron y cómo. Nadie se priva de alardear de su “genealogía jazzística”: son sus propias credenciales. En la lectura, tanto name-dropping puede resultar fascinante (para los conocedores) como cansador (para los demás).

Más allá de ese detalle, lo que emana de esos cruces es la inequívoca sensación de comunidad artística, de enseñanza mutua y de creación colectiva. Un permanente estado de ebullición, que surge en especial de los testimonios de los músicos más viejos.

El volumen puede leerse como si tratase de arte en general; o de música en general; o bien, centrándose específicamente en el jazz. Para esta última forma de leerlo, puede que este libro resulte desaconsejable para los no iniciados en el género (a ellos quizás les convenga buscar primero algún otro que cartografíe estilos y etapas históricas).

En cambio, para los viejos amantes del jazz, o incluso para aquellos que han comenzado a explorarlo hace poco, este libro no sólo es recomendable, sino fundamental por lo que ofrece: el testimonio vivo y de primera mano de varias personalidades —en su mayoría, centrales— de un género musical tan popular como complejo, cuya riqueza le aportó muchísimo a buena parte de la música del siglo XX.

 

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Talking Jazz. Una historia oral, de Ben Sidran. Entrevistas. Letra Sudaca-ICM, 2017. 288 páginas. Con una versión más corta de esta reseña, recomendamos este libro en el suplemento “Número Cero” de La Voz (Córdoba, 1º de abril de 2017).

Lucas Di Pascuale (Nº4 de la colección “1.330.022, etcétera”)

Por Martín Cristal

Éste es el texto que escribí para la presentación del Nº 4 de la colección “1.330.022, etcétera, artistas contemporáneos de Córdoba”, dedicado a la obra de Lucas Di Pascuale (Casa Trece Ediciones, 2017). 11 de abril de 2017, en la sala “Luis Gagliano” del SiReLyF, Jujuy 27, Córdoba.

La obra artística de Lucas Di Pascuale (Córdoba, 1968) ofrece múltiples recorridos para ser abarcada y comprendida. Entre todos esos recorridos, hoy voy a proponerles cinco. Aquí van:
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1.

El primero y más obvio es el recorrido cronológico. Su inicio podría situarse en 1996 con Homenajes —muestra de la tesis universitaria de Di Pascuale—, y abarcaría un quehacer de veinte años hasta la llegada del libro que presentamos hoy: un nuevo volumen de la colección “1.330.022, etcétera”, promovida por Casa Trece Ediciones y dedicada a indagar en las prácticas de artistas contemporáneos cordobeses.

En la introducción del libro, sus editores —Nicolás Balangero, Luciano Burba y Rocío Carnicer—, señalan que el recorrido cronológico de Di Pascuale podría dividirse en tres etapas diferenciadas por sus modalidades de trabajo, a saber:

  1. Una etapa programática, en la que Di Pascuale “tenía una idea y la llevaba a cabo”. (Por ejemplo en Chocolates argentinos, su CD interactivo sobre el tema de la Guerra de Malvinas [2003]).
  2. Una etapa en la cual muchos proyectos devinieron de “las propuestas que [Lucas] desarrolló para invitaciones recibidas a exposiciones, residencias para artistas o charlas”. (Ejemplo: On The Roof, instalación de molinos de viento —hechos con barro, palos y diskettes— en el techo de una casa abandonada en Shatana, Jordania, durante una residencia [2007]).
  3. La etapa actual, relacionada con “la revisión de lo hecho, el montaje y la reedición”, mediante el recurso de tomar elementos “de otros lados o de la propia obra”. (Ejemplo: la instalación antológica Botín [2013-2015]).

Éste sería entonces un primer recorrido posible.
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On The Roof (2007).
2.

El segundo recorrido podría seguir las estrategias del artista, según las propone él mismo en una infografía incluida en el libro. Serían, claro, sólo las estrategias de las que el propio Di Pascuale es consciente (siempre hay que desconfiar de la exhaustividad de los esquemas que un artista provee sobre su propio trabajo). Esas estrategias conscientes son cinco:

  1. La técnica, como en el caso de los objetos de Conversa (2006-2007), creados a partir de platos de asado.
  2. Las indagaciones, como en el caso del Apunte Daleo (2004-2005), la transcripción manuscrita del testimonio de Graciela Beatriz Daleo en el Juicio a las Juntas Militares.
  3. El montaje, como en el caso de los molinos de viento de la ya citada On The Roof.
  4. Las estrategias múltiples, como en el caso de la serie Parabrisas (2007-2011), compuesta por apuntes teóricos articulados con muestras e intervenciones en el espacio público, y que por cierto también incorporaban la quinta estrategia:
  5. Lo colaborativo, manifiesto también en el libro H31 (1999-2001), una publicación realizada conjuntamente con Gabriela Halac y con aportes de muchas otras personas; y muy clara en su reciente trabajo junto a Soledad Sánchez Goldar: Lindes para el viento (2014-2015).

Varias obras aparecen atravesadas por más de una línea estratégica; por ejemplo, Yerba Mala (2013) —una instalación de diversos objetos acompañada por un apunte—, que implica una estrategia “de técnica, múltiple y colaborativa”: todo a la vez.

Conversa (2006-2007).
3.

El tercer recorrido que quiero presentarles hoy es mi recorrido personal. Lo traigo a colación sólo como una forma de discurrir sobre algunos rasgos fundamentales de la obra de Di Pascuale. También para poner en cuestión los dos recorridos anteriores.

Conocí a Lucas en 2006, o sea, a mitad de la cronología que referí al comienzo. Lo hice cuando entré a trabajar en el estudio de diseño gráfico que por entonces llevaban adelante él y su hermano Facundo (una de las cuatro personas que aparecen en la tapa, armando uno de los carteles de López, instalación que se replicó en diversos lugares entre 2007 y 2010). Con esto quiero decir que conocí a Lucas en su rol de diseñador antes que en el de artista. Más tarde lo descubriría como lector, formador, padre de familia y amigo.

La primera muestra de Lucas que vi fue Apolíptico (2006). Eran dípticos, cada uno conformado por a) una pintura al óleo en la que toda la tela estaba cubierta por un solo color, liso, y b) un dibujo pequeño, en óleo sobre papel, enmarcado aparte. Esos dibujos estaban hechos con pinceles gruesos y eran rápidos, muy básicos, como íconos realizados de memoria por un niño: un pinito, una casita, un arco de fútbol…

Por entonces yo ya sabía que, varias décadas antes, el Arte había estado paseando despreocupadamente por una sala de exposiciones, seguro en sus formas establecidas, hasta que tropezó con un mingitorio que no debía estar ahí (pero estaba). Sabía también que a partir de aquel momento se propagó tal redefinición de los procedimientos artísticos que se borraron casi todos los límites, excepto por cierta zanja, que es cada vez más ancha entre el público “entrenado” en ver arte contemporáneo y ese “gran público” que ante muchas de esas obras de arte —y sólo cuando es capaz de distinguirlas como tales— apenas ve “un fiasco” o “una estafa”.

Admito que esa tarde estuve del lado del gran público. ¿Qué hacían colgados en una galería todos esos rectángulos mudos, cada uno junto a un dibujito infantil a más no poder? En realidad, yo no podía comprenderlo porque estaba entrando tarde a la obra general de Di Pascuale: él ya llevaba diez años produciendo.

Apolíptico (2006).

En el libro, Nancy Rojas señala algo fundamental sobre la obra de Lucas: dice que “es imposible pensar sus piezas en forma aislada”. Es verdad; por suerte aquella vez fui curioso e hice preguntas. Así supe que Apolíptico —una mezcla de los términos políptico y apolítico— era una muestra con la que Lucas intentaba desembarazarse de cierta etiqueta que, en los diez años de su producción anterior, habían empezado a endilgarle: la de “artista político”. Él no pretendía negarla —al fin y al cabo ahí estaba el registro de obras anteriores, como por ejemplo H.I.J.O.S. (una serie de pinturas con letras en plotter de corte, de 1999-2001)—, pero sí buscaba cuestionarla, relativizarla, desmarcarse para impedir que esa categorización externa se solidificara sobre él y le impidiera avanzar en otros sentidos.

Es decir que aquella muestra de Di Pascuale, ya era —tempranamente— una revisión sobre su propia obra. Una parada a mitad de camino para relevar el propio hacer. Esto nos lleva a concluir que aquel recorrido cronológico que establecimos al principio no es rígido en la división de sus tres etapas. No hay revisión sólo en la tercera etapa; ya antes la hubo, sobre la marcha, y más de una vez. Por su lado, las otras dos etapas —la de las “ideas propias” y la de los “proyectos surgidos a partir de su participación en residencias y exposiciones con otros artistas”— tampoco son compartimientos estancos.

De hecho, la interacción con terceros —artistas y no artistas— ha sido una constante en el obrar de Lucas Di Pascuale. Desde 2006 me tocó ser testigo y parte de esa interacción muchas veces. Por ejemplo, cuando me invitó a grabar una de las voces de su instalación Artista comprometido (de 2008: un mix sonoro de las definiciones que muchas personas le habían dado a Lucas al responder su pregunta “¿qué es un artista comprometido?”). También cuando, con otros invitados, armamos un cartel de López sobre la entrada del Museo Caraffa (2009); o cuando nos invitó a hacer una mínima intervención urbana con las calcomanías de su proyecto Ciudadano (2010), y luego a leer algo en la tarima móvil de ese mismo proyecto, estacionada para la ocasión en la Plaza de la Intendencia.

Armando el cartel de López en el Caraffa (2009). Viviane Gandra, Soledad Parisí, Juan Der Hairabedian, Martín Cristal, Jésica Culasso, Ananké Asseff, Sofía Watson. (Foto: Lucas Di Pascuale).

Tengo otros ejemplos, pero creo que no hacen falta más para comprender este tercer recorrido, el mío. Desde Apolíptico —es decir, desde mi total incomprensión— tuve que ir primero hacia atrás para entender, y desde ahí hacia adelante, en una especie de seguimiento de la obra reciente de Di Pascuale, lo cual muchas veces implicó algún grado de involucramiento, siempre entreverado con la proximidad y la amistad.

Esa proximidad y esa amistad alentaron varias charlas entre nosotros. Cierta vez que yo despotricaba frente a Lucas sobre la literatura que sólo habla sobre sí misma, el tema se fue corriendo hacia el arte que sólo habla sobre sí mismo. En mi opinión el síntoma es idéntico: en los dos casos —literatura o artes visuales— esa manía de la cita autorreferencial también es responsable del alejamiento del “gran público” respecto de ambos ámbitos, porque exige cada vez más un público experto, y así se va excluyendo a más y más personas.

Lucas dijo sí, puede ser, pero con su habitual tranquilidad enseguida equilibró el asunto: si el arte sólo se refiere a todo lo demás y nunca a sí mismo —me dijo—, entonces se pone en un pedestal, en una posición desde la que todo es criticable, excepto el arte mismo. Desde aquella charla nunca me he olvidado de ese matiz sobre el tema.

Si hablamos de citas artísticas, hay un trabajo de Di Pascuale que es el summum de esa práctica: me refiero a la serie de dibujos que inició durante su residencia en Holanda, en 2008. En esos dibujos replicaba con su propio estilo las obras de diversos artistas. Primero publicó algunos en su libro taurrtiissttaa; en 2009 expuso muchos más en el Museo Caraffa. A medida que sumó más dibujos, fue conformando la obra Colecciones (2008-2010), para finalmente transformarse en dos tomos hermosos, Ali/Lai y Lau/Zip (Ediciones Documenta, 2014), los cuales para mí funcionaron como una pequeña enciclopedia visual para descubrir nuevos artistas.

A raíz de ese ejercicio constante, cabe reconocer cuánto ganó el dibujo de Lucas Di Pascuale en complejidad formal y riqueza técnica a lo largo de los últimos años. Es, creo yo, su forma principal de expresión (si bien puede que Di Pascuale esté más cerca del rótulo “artista conceptual” que de cualquier otro que pueda pegársele). Como dibujante, ya no parece darle mucho lugar a la casita de trazo grueso o al pinito monocromático; hoy presenta variaciones y texturas, rostros detallados y tapas de libros, vetas en los troncos, copas de árboles llenas de hojas… Los dos extremos  de esta evolución como dibujante se pueden relevar, entrelazados sin considerar la cronología, en las páginas del libro Distante (Borde Perdido Editora, 2014).
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Libros: Ali/Lai y Lau/Zip; Distante y taurrtiissttaa.
4.

El cuarto recorrido implica cierto grado de intimidad del artista. Por ende, sólo puedo entreverlo en sus textos y sus obras, y ofrecerlo apenas a modo de hipótesis. Se trata de un recorrido posible basado en ciertas relaciones afectivas de Lucas.

Los libros de “1.330.022, etcétera” traen un anexo con referencias sobre personas, instituciones, lugares o hechos mencionados a lo largo de cada publicación. Es un esfuerzo editorial elogiable, una iniciativa didáctica que entre otras cosas busca educar al lector no experto, frenando un poco esa expulsión centrífuga provocada por el mingitorio de Marcel Duchamp.

El mismo Duchamp aparece en la página 110 de ese anexo. Ahí su vida ha sido sintetizada de la siguiente manera: “Artista y ajedrecista. Figura fundamental en el arte del siglo XX, creador del ready-made”.

Son apenas dos líneas de texto. En la columna de al lado aparece un arquero de fútbol, el Pato Fillol, sólo porque Lucas lo menciona —casi al pasar, apenas como un dato contextual de época— en uno de sus textos seleccionados en la sección de archivo del libro. El resumen biográfico de Fillol en el anexo se extiende a nueve líneas.

Nueve renglones para una figura que, precisamente por ser accesoria, quizás requiere de una explicación más extensa; y sólo dos renglones para una figura central, que justamente por dicho carácter, se entiende que no precisa de mayores presentaciones.

Ahora bien: si de las figuras incidentales se abunda en detalles, y de las fundamentales se dan pocas explicaciones, se entiende qué lugar ocupa en estas dos jerarquías Diego Jorge Di Pascuale, quien aparece en la misma página que Duchamp y Fillol, y de quien se dice, en sólo medio renglón: “Padre de Lucas”. De ninguna otra persona del anexo se da una definición tan escueta.

El escrito de Lucas donde se menciona de pasada al Pato Fillol, es en realidad una remembranza del artista sobre su propio padre. El texto se titula “Costa Rica”, y fue publicado originalmente en el libro Treinta ejercicios de memoria a treinta años del golpe (Eudeba, 2006). Ahí Lucas explicita la ausencia deliberada de ese padre, “por lo menos —dice— en el sentido de lo que un niño necesita como padre”. Aclara que esa ausencia no se debió al accionar de la dictadura ni nada parecido, sino a una decisión individual de ese padre. Entre otras cosas, también cuenta que ese padre era capaz de hacerse pasar por militar para eludir un control caminero, que llamaba “viejas locas” a las Madres de Plaza de Mayo, y que le advirtió a Lucas, cerca del final de la secundaria, que dejara de meterse en política porque “iba a terminar en una fosa común como toda esa manga de pelotudos subversivos”.

Los actos y actitudes de ese padre (cuando estuvo), y sus inacciones y silencios (cuando no estuvo) podrían ser leídos —por alguien más afecto al psicoanálisis que yo— como una especie de big bang que secretamente dio impulso a muchas de las decisiones de Lucas Di Pascuale, tanto vitales como específicamente artísticas.

Algunas de esas decisiones artísticas podrían ser, por ejemplo, la de centrar buena parte de su producción en un arte político (y de determinado signo político: la reivindicación de la lucha por los derechos humanos, eso que aquel padre menospreciaba); o la de haber hecho de la colaboración con otros un eje transversal de su obra, en contraposición a la idea de “cortarse solo” (como quien deja a todos y se va a Costa Rica); o incluso el amor manifiesto de Lucas hacia su mujer y sus hijas, su rol paterno, y la manera de integrar a su familia en sus proyectos artísticos (como por ejemplo en Comuna, el reciente espacio de formación en el que participan su mujer y una de sus hijas).

Di Pascuale junto a una pieza de Yerba Mala (2013).

El peso de lo familiar ha ido emergiendo, cada vez con mayor claridad, en obras recientes como la mencionada Yerba Mala, en la cual —en abierta contraposición a la figura del padre— se  superponen (o mejor: se sobreponen) la figura de la madre, la de los hermanos y también el resto de la familia. El mismo Lucas —en una entrevista con Florencia Magaril— dijo de esa obra: “…tiene que ver con mi historia familiar. Mi infancia y la relación con mi viejo, una persona que estaba de más en la familia. Un padre que, pese a estar físicamente ausente, continuaba y continúa aún hoy estando presente” (La Voz del Interior, 6/6/13).

Algo parecido podía percibirse en su muestra del año pasado (2222, en la galería El Gran Vidrio; algunas imágenes de esa muestra se reproducen al final del libro). Ahí había colaboraciones de las dos hijas de Lucas, mientras que —por otro lado— el recuerdo de la figura materna surgía con mayor fuerza y espacio concedidos que el de la paterna (que, sin embargo, no desaparecía del todo).

Ésta es sólo una hipótesis. Otro eje transparente que quizás también vertebra la obra, pero que no borra ni traspapela otros recorridos posibles para ella.
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5.

El quinto recorrido queda abierto porque es el que surgirá de la lectura de este libro: será el recorrido personal de cada lector. Cada uno trazará —junto con lo mucho o lo poco que ya conozca sobre la obra de Di Pascuale— su propio derrotero sobre el accionar de este artista. Será un camino con picos y valles, con atajos y rodeos, con líneas rectas y desvíos.

Con una eficiente presentación gráfica a cargo de Juan Paz, los libros de esta valiosa colección —en la que ya aparecieron Aníbal Buede y Lila Pagola— articulan diálogos con el artista, disquisiciones críticas sobre su obra, material de archivo y el registro de algunas obras clave en su producción. En este caso, esos textos van desde los amenos diálogos con Andrea Fernández, que dan cuenta de los múltiples roles de Lucas (incluido el de diseñador, que un poco explica su berretín por el formato “libro”), hasta textos académicos o filosóficos más densos, como los de Nancy Rojas, Hernán Ulm o Fabhio Di Camozzi; pasando por el intercambio epistolar entre Lucas y Ana Longoni acerca de la experiencia del PTV (o Partido Transportista de Votantes: otro proyecto artístico de Lucas que se convirtió en obra colectiva), o por textos del propio Di Pascuale en solitario, relativos a distintas muestras y aspectos del quehacer artístico.

Botín (MAC Salta, 2015).

Para concluir, quisiera subrayar una idea que me parece central en el libro. Si se las considera en forma aislada, ninguna de las obras de Di Pascuale lo abarca por completo o lo representa del todo; ni siquiera lo hace Botín, una instalación exhibida entre 2013 y 2015 (sobre la que Emilia Casiva escribe con elegancia y precisión). Ni siquiera esa especie de antología personal abarca del todo a Lucas, porque en sus sucesivas presentaciones se ha revelado tan fragmentaria como cambiante.

Vale decir entonces que la variedad y la complejidad interna del accionar artístico de Lucas Di Pascuale, crecen en diversas direcciones por debajo de la aparente sencillez de cada obra en particular. Ésta es la razón principal por la que un libro como éste —que consigue relacionar todas esas obras y comprenderlas como un todo— sea tan necesario y bienvenido.

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Lucas Di Pascuale, libro Nº 4 de la colección “1.330.022, etcétera”, sobre artistas contemporáneos de Córdoba. Nicolás Balangero, Luciano Burba y Rocío Carnicer (eds.), y autores varios. Casa Trece Editores, Córdoba, 2017. Artes plásticas. 120 páginas.

Memorias: La verdadera historia de Frank Zappa

Por Martín Cristal

De la A a la Z: la autobiografía de Frank Zappa

La-verdadera-historia-de-Frank-Zappa-MemoriasAntes que las memorias de Frank Zappa (EE.UU., 1940-1993), debería recomendarse su corpus musical. Son casi sesenta álbumes grabados en menos de treinta años; la lista se extiende con los póstumos, integrados por grabaciones inéditas. En todos ellos conviven o se alternan diferentes géneros —desde el blues/rock más básico a la música orquestal más sofisticada—, hilados por los ingredientes de una distintiva personalidad musical: polirritmia, polifonía y disonancias avant-garde; una guitarra eléctrica única, que siempre improvisa sus solos; melodías “teatrales”, con citas sonoras y efectos que refuerzan sentidos o resignifican letras (si las hay); y un humor que va desde la mega-estupidez total, a la sátira mordaz, la ironía y el comentario político agudo e inteligente.

Vista la abundancia de libros con datos falsos sobre su persona (en los que, para acrecentar su leyenda freak, se llegó a asegurar que alguna vez Zappa había literalmente comido mierda sobre el escenario, por ejemplo), el músico decidió encarar sus memorias “oficiales”, con la ayuda del escritor Peter Occhiogrosso. Zappa quería brindar información fidedigna sobre sí mismo; por eso bautizó al volumen The Real Frank Zappa Book.

Tuvieron que pasar 25 años para que el libro se tradujera al castellano, bajo el título de La verdadera historia de Frank Zappa. La editorial que lo hizo posible es la española Malpaso (que lo incluyó en su jugosa colección sobre música).

La autobiografía de Zappa incluye los consabidos capítulos sobre la infancia y la familia (el padre se lleva un capítulo aparte); tampoco faltan los que refieren a los comienzos y las influencias musicales (Edgar Varèse entre ellas). Sin embargo, el músico aclara que, para él, lo más atractivo al escribir este libro era la posibilidad de asentar sus opiniones sobre algunos “asuntos tangenciales”. Por eso también les dedica capítulos a la necesaria separación entre Iglesia y Estado, así como al conservadurismo, el ejército o la política impositiva de los Estados Unidos, entre otros temas.

En la rememoración de su vida artística, los recuerdos afloran por épocas, aunque no siempre con un hilo temporal riguroso. Hay anécdotas a rolete, con cameos de estrellas de rock (Jimi Hendrix, Mick Jagger), actores (John Wayne) y políticos (Al Gore, y en especial su mujer, que en los ochenta promovió la estigmatizante calcomanía “explicit lyrics” para los discos con “lenguaje inapropiado”. Zappa se opuso a esta censura velada, y dio un discurso sobre el particular en el Congreso de su país).

Entre las anécdotas se destaca la desastrosa gira de 1971. Durante su paso por Montreux (Ginebra, Suiza), la onerosa sala de conciertos en la que Zappa tocaba se incendió gracias a “un estúpido con una bengala”: esta cita no es de Zappa, sino de Deep Purple en “Smoke on the Water”, canción que inmortalizaría el humo de ese incendio sobre el lago.

La banda perdió equipos valiosos pero siguió con la gira, hasta que un fan atacó a Zappa sobre un escenario londinense. El músico cayó a un foso de orquesta vacío; además de otras heridas, se quebró una costilla y una pierna. El golpe también le afectó la laringe y le bajó definitivamente a un tercio el tono de su voz. “Tener una voz grave es agradable, pero hubiera preferido conseguirla de otra forma”.

Frank-Zappa-90s

El capítulo que vale el libro completo es el octavo: “Todo sobre la música”. Ahí se concentra la filosofía artística de Zappa, que tiende a otorgar libertades, y no a confinar al creador con sus conceptos. Así lo expresa, por ejemplo, su lema: “cualquier cosa, en cualquier momento, en cualquier lugar por ninguna razón en particular”.

Según Zappa, lo más importante en una obra de arte es el marco, lo único que la distingue de lo que no es arte. En tal sentido, para definir la creación musical propone el siguiente protocolo:

  1. Declare su intención de crear una ‘composición’.
  2. Comience la pieza en cierto momento.
  3. Haga que algo suceda durante un determinado período de tiempo (no importa qué ocurra en su ‘agujero de tiempo’; tenemos críticos para decirnos si es algo bueno o no, así que no nos preocuparemos por esa parte).
  4. Finalice la pieza en algún momento (o siga adelante y dígale a la audiencia que es un ‘trabajo en proceso’).
  5. Consígase un empleo de medio tiempo para poder seguir haciendo cosas como éstas.

También analiza la “antropología” de la orquesta sinfónica y de la banda de rock, tipificando sardónicamente las aspiraciones y la mentalidad de cada instrumentista (por la época en que salió el libro, Zappa ya estaba cansado de los músicos y sus egos, por lo que había incursionado en la composición solitaria de música electrónica en el Synclavier, uno de los primeros sintetizadores).

Hacia el final, le dedica un capítulo ejemplar al fracaso (“Failure” en la versión original). Ahí Zappa describe proyectos truncos —musicales o no—, ideas no desarrolladas, que quedaron en la nada o que ya no lograría concretar, algunas completamente delirantes para la época. Este capítulo le añade una dimensión más a la ya comprobada genialidad de Frank Zappa. Un artista enorme, al que el cáncer le puso el freno demasiado temprano.

 

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La verdadera historia de Frank Zappa: memorias. Frank Zappa con Peter Occhiogrosso. Malpaso, Barcelona, 2014 [1989]. 352 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 4 de febrero de 2016).

Lo mejor que leí en 2013

Por Martín Cristal

Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2013:

Rascacielos-J.G.BallardRascacielos
de J. G. Ballard
(novela)
Leer reseña

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Alessandro-Baricco-Mr-GwynMr Gwyn
de Alessandro Baricco
(novela)
Leer reseña

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Isidoro-Blaisten-AnticonferenciasIsidoro-Blaisten-Cuando-eramos-felicesAnticonferencias y
Cuando éramos felices
de Isidoro Blaisten
(artículos)

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Alejo-Carbonell-Sendero-luminosoSendero luminoso
de Alejo Carbonell
(poesía)

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Junot-Diaz-Asi-es-como-la-pierdesAsí es como la pierdes
de Junot Díaz
(relatos)
Leer reseña

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Los-ultimos-Katja-Lange-MullerLos últimos
de Katja Lange-Müller
(novela)
Leer reseña

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La-comemadre-Roque-LarraquyLa comemadre
de Roque Larraquy
(novela)
Leer reseña

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Stanislaw-Lem-SolarisSolaris
de Stanislaw Lem
(novela)
Leer reseña

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Alejandro-Lopez-keres-cojer-guan-tu-fakkeres cojer? = guan tu fak
de Alejandro López
(novela)

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Yasmina-Reza-ArteArte
de Yasmina Reza
(teatro)

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Damian-Rios-El-verde-recostadoEl verde recostado
de Damián Ríos
(poesía)

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Francis-Scott-Fitzgerald-El-Gran-GatsbyEl gran Gatsby
de F. Scott Fitzgerald
(novela)

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Conversaciones-con-mario-levrero-silva-olazabalConversaciones con Mario Levrero
de Pablo Silva Olazábal
(entrevista)
Leer reseña

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Robert-Silverberg-Muero-por-dentroMuero por dentro
de Robert Silverberg
(novela)
Leer reseña

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Kurt-Vonnegut-Desayuno-de-campeonesDesayuno de campeones
de Kurt Vonnegut
(novela)

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Laura-Wittner-La-tomadora-de-cafeLaura-Wittner-Balbuceos-en-una-misma-direccionLa tomadora de café y
Balbuceos en una misma dirección, de Laura Wittner
(poesía)

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[Ver lo mejor de 2012 | 2011 | 2010 | 2009]

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Muestra: …o el dilema de la visibilidad

Por Martín Cristal

El pasado jueves 28 de junio inauguró en el museo Genaro Pérez de Córdoba la muestra titulada …o el dilema de la visibilidad. Fue concebida por el colectivo curatorial CePIA Artes Visuales (de 2011: Gabriela Camusso, Sofía Chaij, Lucas Di Pascuale, Luis Fernández, Patricia Frencia, Silvina González y Celeste Onaindia).

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El montaje plantea una yuxtaposición —en varias salas— de obras y textos. Las obras, creadas por artistas provenientes de palos muy distintos, se basan (o están vagamente inspiradas) en esos textos, que son relatos de otras obras: narraciones de un “relator” invitado, que a su vez dan cuenta de alguna otra obra que dicho “relator” haya visto en alguna ocasión. Se establece así un interesante diálogo entre obra-presente y obra-ausente, que da mucho que pensar. ¿Cuánto de narrativa hay en el arte conceptual? Si lo que importa es ante todo la idea o el concepto, y no tanto su ejecución o su materialidad, ¿no bastaría para hacer arte sólo con pegar en la pared un texto que describa lo más precisamente posible una idea a ejecutar? Y después de eso, ¿cuán necesario sería ejecutarla? ¿O será al revés, y la materialidad es el verdadero —y, quizás, el único— transporte de las sensaciones que volverán memorable a la obra, para que así el espectador pueda convertirla en un futuro relato propio?
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Agradezco que me invitaran a participar como “relator”. La consigna fue la siguiente: Desarrollamos una propuesta expositiva que a partir de la idea de «registro» dispara para distintos lugares. […] Pensando en el relato como registro, ¿podrías relatarnos alguna producción artística que hayas presenciado o conozcas a través de algún relato? A continuación el texto con el que participé:


Vi esta obra en una muestra colectiva, en México DF. Tiene que haber sido entre 2001 y 2003. No recuerdo el nombre de la obra ni el del artista ni el de la sala.

En la pared había una secuencia de fotos (de tamaño mediano, en color).

En la primera se veía una toma cenital de una bañera, con agua hasta poco más de la mitad.

La segunda imagen era el plano detalle de una línea horizontal negra que alguien había marcado en la pared de la bañera, indicando hasta dónde llegaba el nivel del agua.

La tercera imagen era casi idéntica a la primera, sólo que ahora había un hombre desnudo —que, supuse, era el mismo artista— sumergido por completo bajo el agua transparente.

En la cuarta foto (otro plano detalle) se veían ahora dos rayas negras: la misma de antes y una nueva, más arriba, marcando hasta dónde había subido el nivel del agua luego de que el cuerpo hubiera ingresado a la bañera.

No recuerdo si había más fotos que ayudaran a clarificar el sentido del objeto que uno podía ver a continuación en el piso, justo debajo de las fotos. Quizás era el título de la obra el que producía que todo cuajase de pronto en la mente del observador. En todo caso, lo interesante era que el artista había evitado dar explicaciones adicionales mediante un texto pegado en la pared (una muleta demasiado frecuente). Aquí todo se deducía de la mera contemplación. Esto es algo que en lo personal valoro muchísimo.

El objeto en el piso, que cerraba la secuencia, era un cubo hueco, hecho con varillas de hierro. Sin tapas: sólo aristas de hierro. Era la representación espacial exacta del volumen de agua desplazado por el cuerpo del artista, según el principio de Arquímedes. Ni más ni menos que la densidad del artista, el espacio verdadero que ocupa en el mundo. Sorprendía corroborar que era un espacio modesto, apenas como el que cabría debajo de una silla común y corriente.


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Ianina Ipohorski: Sin título. Fotografía / Dibujo digital, dimensiones variables, 2012.
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La muestra estará abierta durante julio y agosto de 2012,
de martes a domingo entre las 9 y las 20 hs.

Cinco flashes con Spinetta

Por Martín Cristal

In memoriam Luis Alberto Spinetta
(1950-2012)

1991

En los setenta yo era demasiado chico; en los ochenta, la verdad, no te di bola (me gustaba Rezo por vos, pero en la versión de Charly). Lo confieso: por entonces, Muchacha ojos de papel y otros temas seminales de Almendra me sonaban a cosa vieja. Estaba rodeado por la ignorancia, mi adolescencia pop y las máquinas de ritmo.

La primera canción tuya que me voló la cabeza apareció recién en la década siguiente: fue Seguir viviendo sin tu amor. La descubrí gracias al video, que vi proyectado en una discoteca de provincia. Un lugar antispinetteano por excelencia… y sin embargo, ahí estabas, con ese láser listo para comenzar la prolongada cirugía de mi cerebro.

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1996

Acababa de llegar a Buenos Aires, con tres amigos más. Todavía vivíamos de prestado y yo no tenía trabajo. Pero el concierto en el parque Chacabuco era gratis, así que fui. Creo que también fueron otras 49.999 personas. Fue la primera vez que te vi en vivo. Eras legalmente rubio, tocabas con tus socios del desierto, soleabas como loco con una guitarra roja. Y presentaste así una canción del disco nuevo: “Este tema se llama Nasty People, que quiere decir ‘gente desagradable’. Cada uno se lo puede dedicar a su hache de pé personal. Yo tengo el mío”.

Poco más tarde, los paparazzi de la «desagradable Gente» querían cazarte junto con tu novia modelo. Inolvidable tu vuelta de tuerca, tu uso magistral de la fuerza del enemigo. El cartelito colgado de tu cuello en esa tapa.

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1997

Recuerdo cuando Daniel trajo a la casa donde vivíamos el CD de Artaud. Así íbamos a explorar tu mundo: hacia atrás y hacia adelante, intercalando discos nuevos (como Estrelicia o Los ojos o Silver sorgo) con discos anteriores (como Kamikaze o El jardín de los presentes o los otros de Pescado). A cada escucha, Artaud iba creciendo dentro de nosotros. Nos impregnábamos de a una estrofa por vez, temas como la Cantata de puentes amarillos crecían como hermosas manchas de humedad en las paredes del cráneo. Y cuando Seba y Dolores tuvieron al pequeño Rafa, no pude pensar en regalarles otra cosa que no fuera ese disco, para que criaran a ese niño bajo la tutela de Todas las hojas son del viento.

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2002

Yo vivía en México: un día entraron ladrones a la casa y me robaron todos los CDs. Más de cien. Un bajón. Pero me quedaron los casettes que me había grabado mi hermana Caro. Tiempo después pegué una guita. Así que en diciembre viajé a Argentina y me vengué: entré a Edén y a Musimundo y empecé a apilar discos. Los empleados no lo podían creer: recuperé los cien de un saque. Pero no los mismos que tenía antes; la nostalgia de vivir afuera me inclinó hacia el rock argentino. Entre esos discos, muchos llevaban tu nombre. Y tu voz, que sonaba más diáfana que nunca en Dale gracias. (Mi hermana fue la que me mostró Alma de diamante. Caro dice que te escuchó toda su vida. Ella fue la que me avisó, ayer).

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2005

Te esperé en la puerta del hotel después del recital en Ciudad de las Artes. No éramos más que dos amigos y yo. Saliste del ascensor sonriendo, recién bañado, con el bolso al hombro, listo para seguir viaje. Y cuando te di un ejemplar del librito ese que yo había arropado con tus versos («y eso será siempre así / quedándote o yéndote«), vos los viste impresos, aceptaste el regalo y me dijiste: «Siempre hay un retoño».

¡Vida, vida siempre! Gracias por estar, Luis.

Fotosíntesis

Textos: Martín Cristal
Fotos: Facundo Di Pascuale

El siguiente artículo se publicó en la revista
Aquí Vivimos Nº 230. Córdoba, agosto de 2011.

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Fotosíntesis

Meditación vagabunda acerca de
la literatura, la fotografía, las plantas y el tiempo

Hay fotografía y hay literatura. Y en medio, están las plantas. Según Terry Eagleton, la literatura no es tanto una cualidad propia de cierto tipo de textos, sino “las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito”. La literatura es algo social, que no estaría en los textos en sí mismos, sino en la forma en que éstos son leídos. (¿Será literatura este texto que estás leyendo ahora mismo? ¿Lo será mañana? Depende de cómo lo leas).

John M. Ellis agrega que el término literatura “funciona en forma muy parecida al término ‘yuyo’. Los yuyos no pertenecen a un tipo especial de planta; son plantas que por una u otra razón estorban al jardinero. Quizá ‘literatura’ signifique precisamente lo contrario: cualquier texto que, por tal o cual razón, alguien valora mucho”.

La de Ellis es una definición por el negativo: la literatura como el anti-yuyo. El negativo, en fotografía, va cayendo en desuso a medida que las cámaras digitales reemplazan a las analógicas. Ahora que las imágenes pueden archivarse en una computadora, la gente copia menos fotos en papel. También el libro está pasando a un soporte electrónico: los árboles, felices. Con el tiempo, los libros de papel irán desapareciendo como las cámaras analógicas. Esto es, precisamente, una analogía. (Adoro las analogías. Su descubrimiento siempre resulta reconfortante. Me hacen sentir que, detrás del aparente caos, el mundo tiene un plan, que pueden hallarse relaciones escondidas entre los elementos que lo componen).

Nadie numera las hojas de un árbol, pero sí las de un libro. El libro necesita del papel, el papel necesita de los árboles y los árboles, como los fotógrafos, necesitan de la luz. Un fotógrafo es un adicto a la luz, igual que las plantas.
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La fotosíntesis es el proceso con el que las plantas transforman la energía lumínica en energía química, para producir hidratos de carbono y agua con la ayuda de la clorofila. ¿Y qué es la síntesis en una foto? Es la eliminación de los rasgos superfluos del objeto fotografiado. Si nos aproximamos más a él tendremos un detalle, y si lo hacemos hasta dejar fuera también sus rasgos esenciales, si lo volvemos difícilmente distinguible, entonces lo convertimos en una imagen abstracta. Aunque cuán abstracta puede ser una imagen si se la compara con algunas palabras abstractas, como por ejemplo, la palabra analogía. O la palabra palabra. O la palabra aunque.

Todo esto nos devuelve a aquello de la cotización de las imágenes y las palabras: 1 a 1.000, según el Wall Street popular, aunque —como se ve— todo depende de qué imagen y qué palabra tengamos enfrente.

Las hojas secas, por ejemplo, pueden verse como un signo natural del paso del tiempo. O pueden ser sólo hojas secas. Como la literatura, la fotografía también depende de la forma en que se la mire. Si se deja de mirar la planta en la foto para mirar la luz en la planta, ya se está mirando como fotógrafo.
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¿Qué ves? ¿Hojas o tiempo?

El tiempo nunca se detiene, salvo en la fotografía. En cambio, no hay narración sin tiempo. Descripción puede ser, pero no narración. La fotografía es un arte del espacio; la narración, un arte del tiempo. En la foto vamos de lo general a lo particular; en el relato, de lo particular a lo general.

El padre que le cuenta una historia a su hijo a la hora de dormir, lo está haciendo muy bien si el chico no deja de preguntarle: “y entonces, ¿qué pasó?”. Narrar es contestar incesantemente esa pregunta. (Claro que, si el chico sigue preguntando, entonces no se va a dormir nunca). Si algo “pasa”, “pasó” o “va a pasar”, entonces el tiempo se mueve, y el relato también.

En las fotos todo queda fijo: el esquiador que derrapa en la nieve, la bailarina que vuela en un cono de luz, el fuego, la lluvia, el auto de carreras que cruza la meta convertido en una mancha roja. El fotógrafo captura lo que ve, incluso el agua que corre. De “los tiempos” también se dice que corren. El tiempo tiene su metáfora natural en el río, aunque en la foto, ese río ya no se mueva.

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Todo está inmóvil en las fotos, salvo que el fotógrafo proponga una secuencia de dos o más; pero entonces se vuelve un poco narrador, no porque sus fotos pasen a moverse, sino porque en el hiato entre ambas imágenes inyecta una dosis de tiempo. Se produce una comparación, un antes y un después. Proyectado velozmente, eso se llama cine; dibujado con paciencia, historieta.

El tiempo: nuestro juez y nuestro destructor. El viento no tiene nada que ver, Luis Alberto: todas las hojas son del tiempo. Nosotros —músicos, escritores, fotógrafos: todos— también le pertenecemos. Eso sí: mientras el tiempo nos dé tiempo, trataremos de hacer con él lo que más nos guste. Literatura. Fotografía. Ir al río. Cuidar un jardín.

La guerra y dos poetas

Por Martín Cristal

La siguiente crónica se publicó en el Nº 12 de Deodoro. Gaceta de crítica y cultura de la Universidad Nacional de Córdoba (septiembre de 2011).

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Crónica

La guerra y dos poetas

Dos poetas contemporáneos que se salen de la página para frenar la guerra. Una crónica para seguir sus derroteros de poetas sin derrota.
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1

En febrero de 2003, el poeta norteamericano Sam Hamill encontró en su buzón un sobre con una invitación de la señora Laura Bush. La primera dama de Estados Unidos quería que Hamill participara de un simposio de poesía en la Casa Blanca.

Eso —y lo que siguió después— lo resume Esteban Moore en el prólogo de la admirable edición cordobesa de Un canto pisano (Postales Japonesas Editora, 2011), una selección de poemas de Hamill, en versión castellana del propio Moore. Dicho prólogo resulta crucial. ¿Cómo recibiríamos los versos de Hamill si no supiéramos nada de aquella carta con tan poderoso membrete, The White House? ¿Cómo los leeríamos si desconociéramos lo que el poeta decidió contestarle a la esposa de uno de los hombres más poderosos del planeta?
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2

En marzo de 2011, el poeta mexicano Javier Sicilia estaba lejos de su país cuando recibió una noticia devastadora: habían encontrado siete personas muertas dentro de una camioneta abandonada en el estado de Morelos. Todo indicaba que el crimen tenía relación con el narcotráfico: atados y con señales de tortura, al parecer todos en el vehículo habían muerto por asfixia. Entre esos cuerpos estaba el de Juan Francisco Sicilia Ortega, de 27 años, hijo del poeta. Contra la costumbre gubernamental de criminalizar automáticamente a las víctimas, el Procurador General de Justicia de Morelos declaró días después que el chico no tenía relación con el crimen organizado. Era sólo una víctima colateral más.

Sicilia voló desde Filipinas a México para el funeral. Una odisea de retrasos, visas no concedidas y aduanas eternas. En uno de esos aviones escribió su último poema. El último de todos.

3

La noche anterior a la llegada de esa carta, Hamill había estado leyendo acerca de los planes que George W. Bush tenía para Irak; de ahí que decidiera rechazar la invitación de la primera dama. Escribió una carta abierta pidiéndoles a sus colegas que firmaran un petitorio contra esa guerra inminente con la que Bush pretendía vengar los atentados del 11 de septiembre.

“Creo que la única respuesta legítima a semejante bancarrota moral y a una idea tan excesiva e imprudente es reconstituir Poetas Contra la Guerra, un movimiento como el que se organizó para hablar en contra de la guerra en Vietnam”, escribió Hamill, quien había sido objetor de conciencia durante aquella guerra. Esto derivó en un foro —poetsagainstthewar.org, hoy desaparecido— en el que los poetas podían manifestarse en tal sentido. En menos de un mes, llegaron al sitio unos doce mil poemas por la paz, los cuales fueron recopilados y presentados ante el Congreso de Estados Unidos.

Laura Bush tuvo que suspender el simposio: “sería inapropiado convertir un encuentro literario en un foro político”, declaró. Por supuesto, Hamill no saldría indemne de su desaire.
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Marcy Kaptur, diputada demócrata de Ohio, con los poemas recopilados por Poets Against The War. A la derecha, Hamill, en plena conferencia de prensa. [Fuente: LJWorld.com]
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4

Javier Sicilia leyó su último poema frente a la tumba de su hijo, en Cuernavaca. Hasta entonces, en su obra poética siempre había manifestado una veta entre mística y religiosa, aunque también era un pensador político, que colaboraba en publicaciones como La Jornada o Proceso.

Según los recogió el diario mexicano Milenio, los últimos versos de Sicilia decían: El mundo ya no es digno de la palabra / Nos la ahogaron adentro / Como te (asfixiaron), / Como te desgarraron a ti los pulmones // Y el dolor no se me aparta / sólo queda un mundo / Por el silencio de los justos / Sólo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo.

El poema terminaba ahí. Enseguida, el poeta agregó: El mundo ya no es digno de la palabra. Es mi último poema: no puedo escribir más… La poesía ya no existe en mí.
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5

En 1972, Hamill y otros poetas habían fundado Copper Canyon Press, una pequeña editorial que prolongó su actividad hasta el presente, para convertirse en un reconocido sello independiente de poesía en Estados Unidos.

Tras oponerse al simposio, los ataques hacia Hamill comenzaron a sumarse desde la TV o desde importantes diarios, generados “por periodistas e intelectuales cercanos a la administración republicana”, según precisa Moore. La presión hizo que el directorio de Copper Canyon Press le pidiera a Hamill la renuncia a su cargo, para bien de la propia editorial. El poeta también tuvo que dejar la dirección del Port Townsend Writers’ Conference, un encuentro anual de escritores en el estado de Washington. El poeta se ve forzado a dejar labores de años, pero no deja de escribir.
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6

Sicilia no escribe más poesía. Escribe, sí, una carta abierta a los políticos y los criminales de su país: “estamos hasta la madre de ustedes”, les dice. Después encabeza una marcha de treinta y cinco mil personas en Cuernavaca, exigiendo el esclarecimiento del caso. La marcha se replica simultáneamente en otros quince estados. En mayo, Sicilia vuelve a marchar hacia el DF; sólo que ahora, en el último tramo, lo hace seguido de más de sesenta mil manifestantes (hay quien dice cien mil). Es gente harta de la locura que, en los últimos cinco años, suma en México cuarenta mil asesinatos relacionados con el narco. Sicilia presenta varias demandas al gobierno, entre las que se destaca la de cesar con la errónea estrategia de guerra en el combate al narcotráfico.

El poeta —porque no hay ex poetas— sigue adelante. Tras él se enfilan toda clase de organizaciones y millones de mexicanos. En junio, marcha hacia la capital mundial de la violencia: Ciudad Juárez. Su figura concita el apoyo y la atención que en los noventa recibió el Subcomandante Marcos; incluso el mismo Marcos se ha solidarizado con él. Sicilia dialoga con el presidente, con los legisladores. Organiza una colecta y programa otra marcha hacia el sur. Marchando, revitaliza a un pueblo mexicano que estaba inmovilizado ante un horror incontrolable.

Es un 2011 que la historia mundial recordará con la palabra indignación.
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7

En los poemas de Hamill —especialmente en el que da título al libro, abierta referencia a Pound— se traslucen ráfagas de una amarga indignación: Un presidente que dice mentiras que guían a la masacre, / periodistas repitiendo las mentiras que guían a la masacre, / qué importa un poco de excremento en tu hamburguesa / si esto no impide la producción / y por lo tanto asegura el beneficio?

A la vez, también se encuentran versos de una sabia resignación, que moderan lo anterior: Y mi amigo simplemente me dijo: “Thich Kuang Dúc / ha alcanzado la paz verdadera”. / Y yo supe esa noche que la paz verdadera / nunca estaría a mi alcance […].
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8

¿Cuánto influye en Estados Unidos el narcotráfico mexicano y cuánto, en México, las decisiones de la Casa Blanca? ¿A quiénes representan verdaderamente los gobiernos de uno y otro país? ¿En qué proporción se debe considerar la biografía de un creador cuando se sopesa su obra? ¿Será de verdad, ése, el último poema de Sicilia? ¿No aprovecha Hamill el aura de la disidencia para así inventar o acrecentar su propio mito? ¿Hasta qué punto se actúa tal cual se siente y desde qué punto se empiezan a calcular efectos y proyecciones? ¿Cuál es el equilibrio ideal entre arte y política, cuándo se potencian y cuándo se aniquilan entre sí?

Y ¿dónde empieza la poesía? En Hamill, hay tanta poesía en el gesto que antecede a las palabras como en las palabras mismas; en Sicilia, hay tanta poesía en la acción que sucede a las palabras como en las palabras mismas. Ambos son pruebas vivientes de que la poesía puede ser más que lo impreso en una página. Hamill aprendió eso de Kenneth Rexroth, su maestro, a quien le dedica un “Réquiem” en el libro. Con dolor mucho más grande, Sicilia lo aprendería de su hijo. Y, a su manera, marchando por todo el país, también le dedicaría un réquiem.

¿Dónde termina la poesía?

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Javier Sicilia al frente de una marcha contra la violencia en las calles de Cuernavaca.
[Foto: Omar Torres/AFP. Fuente: Eljacaguero.com].

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Nota: la presente crónica contiene fragmentos de mi reseña del libro de Hamill, publicada en El lince miope.

La conquista de la singularidad (segundo movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el segundo de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.

[Leer el Primer movimiento]
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Segundo movimiento:

La conquista de la singularidad

“El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser ésta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin…”. Cees Noteboom toma esta cita de un sabio del siglo XII, Ibn Arabi, para abrir su libro Hotel nómada. Supe de esta proposición —antieleática y contradictoria— gracias a una amiga que pasó por mi blog y dejó un comentario en un post que trata sobre el tópico literario que equipara la vida con un viaje: peregrinatio vitae. En ese texto me centraba en la idea del regreso y su imposibilidad: nadie vuelve porque, en una perspectiva temporal amplia, volver es seguir yendo.
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Para un artista, ¿es posible irse de su ciudad y a la vez seguir estando en ella? En el Nº4 de Un pequeño deseo, Natalia Blanch dice que el que se va no es quien debe responder esta pregunta. Para un escritor, la respuesta es fácil: siempre dirá que sí se puede, porque es así como todos los escritores quieren entender no sólo el espacio, sino también el tiempo. La posteridad: irse, pero seguir estando. Malas noticias, muchachos: el universo vuelve inexorablemente a su Nada previa y nuestras vidas y obras viajan con él. Bolaño nos lo recuerda en Los detectives salvajes:


Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura.
[…] Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

Llevaba en México casi tres años cuando leí Los detectives salvajes. El libro me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida entristece porque no consigue enraizarse en ninguna parte. “Uno se puede pasar toda la vida dando vueltas sin dirección”, dice Carlos Godoy. “El desarraigo siempre duele”, recuerda Daniel Giannone. Un dolor así comenzaba a surgir en mí por aquellos días.
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¿Cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en mi decisión de volver? Sumó lo suyo. ¿Qué hubiera podido seguir escribiendo yo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos) y luego de haber leído algo como Los detectives…? ¿Adoptaría el lenguaje mexicano ya no como un juego de contrastes, sino como algo propio? ¿Seguiría con otras historias de exilio o extranjería?

“El retorno es una pieza clave en el pensamiento”, dice Godoy; “todo se trata de tener presente la idea de volver con la misma idea de que a lo mejor nunca se vuelve”. En mí, ese equilibrio duró cinco años y al fin se inclinó hacia la vuelta a Córdoba. Volví a rastrear las historias que me concernieran a nivel afectivo. ¿Contar primero lo que se vio al viajar? Por qué no: parte del oficio de ser artista —según Blanch— es contar lo que se ve y se hace. “Lo exótico en narrativa es la mediación entre ‘el extranjero’ y un público que se supone ‘es de casa’”. Esto lo dice David Lodge en El arte de la ficción, apoyándose en ejemplos de Conrad y Greene. Practiqué esa mediación en los cuentos de Mapamundi, que fue lo primero que publiqué al volver. Ahora estoy dando el siguiente paso: adentrarme en el universo de mis afectos recuperados y deshacerme poco a poco de reglas y condicionamientos inútiles para narrar. La libertad y la originalidad no se compran hechas en un free shop lejano ni tampoco en un kiosco de Colón y General Paz. La única forma de ser algo así como original es ser personal. La cuestión no es sólo por la forma, sino también por el contenido: claro que importa el cómo, pero también tengo que pensar bien qué historias debo contar yo, esas historias que, si no son contadas por mí, no serán contadas por nadie. “La cuestión reside en la singularidad del individuo más allá de la identidad demasiado ligada al lugar de origen”, dice Natalia Blanch citando a William Kentridge. Y tiene razón: donde sea que estés, lo que importa es conquistar tu propia singularidad.

No tenemos ni la menor idea de quién pueda ser William Kentridge, pero si quisiéramos enterarnos, hoy esa información está a sólo dos o tres clics de distancia. Esto linkea directamente con la urgente revisión del consejo más trillado en la historia de la literatura: pinta tu aldea y pintarás el mundo. ¿Lo dice Tolstoi? Ya no: hoy lo dice Google, y agrega: “quizás quiso decir pinta tu aldea global”. El planeta se ha encogido y la trashumancia épica es historia. Ya nadie extrema el Oeste como Colón, o el Este, como Marco Polo; ya nadie fuerza el Norte como Peary o el Sur como Amundsen. Hoy sacás un crédito (o mendigás la bequita) y después volás a Nueva York o a México DF; caminás mucho, sacás fotos, tomás una sopa en lata, mirás una caja de cartón, leés una novela, creés entender un par de cosas y pegás la vuelta a ese lugar del que nunca saliste ni saldrás: el presente. Porque tu lugar puede cambiar, pero tu tiempo es hoy, muchacha (corazón de tiza). Y esto será siempre así, quedándote o yéndote. Y si mañana es mejor, es porque —dentro o fuera del arte— para todo lo que hagas mientras el universo no termine de desintegrarse, el Tiempo será tu juez. Un juez voluble, pero insobornable. Un juez mucho menos corrupto que el Lugar, ese envidioso intrigante que no quiere que nadie sea profeta en su tierra.

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No dejes de visitar los sitios de:
Leticia El Halli Obeid
Natalia Blanch
Leo Chiachio & Daniel Giannone
Carlos Godoy
Casa 13

De distancias y de artistas (primer movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el primero de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.
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Primer movimiento:

De distancias y de artistas

Según mi osteópata, son siete las acciones cuya suspensión prolongada nos llevaría a la muerte: 1) respirar; 2) beber; 3) comer; 4) orinar; 5) defecar; 6) dormir; y 7) movernos. “Hay que moverse más”, me dice cada vez que me reacomoda el esqueleto y me reta por todo el tiempo que paso sentado frente a la pantalla escribiendo textos como éste. En otro texto, pero del número 4 de Un pequeño deseo, Leticia El Halli Obeid propone el movimiento (“salir, ir, volver, andar, recibir visitas…”) como una solución para que los artistas locales, sin que tengan que irse definitivamente a otra ciudad, logren “disipar el fantasma de que la fiesta siempre está pasando en otro lado”. Una recomendación saludable, diría mi osteópata, y a mí no me quedaría más que estar de acuerdo con un tipo que de todos modos sabría cómo reacomodarme el cráneo.

Más allá del consejo —y de que mi osteópata no dijo “orinar” y “defecar”, sino mear y cagar—, siempre conviene tener en cuenta que el arte es libre o no es nada: si un artista concluye que su entorno compromete seriamente su expansión creativa, entonces las opciones son dos: modificar ese entorno o partir. Para comprender mejor el recorrido de un artista que se va, habría que determinar si dicho movimiento responde a una lógica en la que el Arte es la premisa y el Viaje su consecuencia; o si, por el contrario, la premisa es el Viaje en sí, y luego es el Arte (o el Artista) lo que aflora como resultado del movimiento emprendido.

Lou Reed y John Cale empiezan su biografía musical de Andy Warhol —Songs for Drella con el instante en que el artista considera irse de Pittsburgh. La premisa acomodada en el cráneo de Warhol es su (nada pequeño) deseo de “triunfo” artístico: “¿De dónde salió Picasso? / No hay ningún Miguel Ángel que provenga de Pittsburgh / Si el arte es la punta del iceberg / yo soy la parte que se hunde debajo”. Para emerger a la escala de su anhelo, Warhol salta de su smalltown y, como tantos otros, cae en Nueva York (es decir: cae en un lugar común). Sinatra canta que si la hacemos ahí, la haremos en cualquier parte: “depende de ti, Nueva York”. La verdad es que no: depende del esfuerzo personal, la formación, las relaciones sociales y la suerte, aunque es cierto que sin el caldero de la Gran Ciudad, el “éxito” de Warhol no hubiera alcanzado la dimensión que él ambicionaba. Hay plantas que un día necesitan una maceta más grande. La medida de nuestras fantasías motiva y justifica todo movimiento.

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Lou Reed & John Cale: «Smalltown».
Del álbum Songs for Drella (1991)

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Daniel Giannone no se fue a Buenos Aires porque en Córdoba faltaran espacios artísticos, sino por una crisis que lo había llevado a interrumpir su producción (“me exilié de mi deseo, lo silencié”; una confesión terrible). Aduce motivos complementarios, pero reconoce que en Córdoba “no sucedían muchas cosas” y que le “resultaba más interesante la propuesta de Buenos Aires”. Creo que no debe proponer la ciudad, sino el artista, pero comprendo que partir haya sido necesario para reponer las fuerzas perdidas en la afonía del deseo. La mudanza de Natalia Blanch a Europa también se originó primero en una necesidad artística, aunque de formación; la variante en su caso es que el viaje se comió todo el ancho de banda, hasta abarcar su campo vital completo. Así pasa: primero uno viaja al extranjero; cierto día uno ya vive ahí, y hasta le cuesta determinar la frontera entre uno y otro estado.

Salvando las distancias entre ellos (aunque, ¿por qué salvarlas? Estamos hablando precisamente de eso: de distancias y de artistas), Warhol, Giannone y Blanch emprendieron sus viajes con el arte como premisa. Mi caso fue el opuesto: mi premisa no fue la literatura, sino el viaje en sí mismo. Armé una mochila y recorrí México por una necesidad íntima, la de todo viajero: ir en busca de experiencia (“todos somos Ulises en miniatura”, dice El Halli Obeid; “uno finalmente siempre va atrás de lo que busca”, completa Carlos Godoy). Después el viaje se fue haciendo vida. El arte —la literatura o el escritor o mi primera novela— terminó por aparecer entre toda esa experiencia que también me llevó a ver mi primera muestra de Andy Warhol.

Fue en el Palacio de Bellas Artes del DF. La obra que más me impresionó fue una de las famosas “cápsulas del tiempo”: una caja de cartón con objetos variados, cotidianos e intactos. Una novela es esto, pensé: una caja llena de cosas seleccionadas por alguien. El lector va sacando y dejándose llevar por el concierto de esas cosas, por su secreta correspondencia. Podría haber llegado a esta revelación por otros caminos, incluso sin ver la caja o sin viajar hasta México. “Sin salir de casa / se puede conocer el mundo”, dice el Tao Te Ching. Puede ser, pero sin duda esa definición de novela se fijó en mí con naturalidad, pregnancia e inmediatez máximas gracias a haberse revelado en una experiencia integrada a mi circunstancia vital, un estado de evidencia siempre más instantáneo que el que puede alcanzarse leyendo manuales de técnica narrativa o asistiendo a talleres literarios pedorros. El viaje: acelerador de partículas, maestro y catalizador, largavistas para espiarse desde fuera.

Sin viajar quizás tampoco hubiera visto nunca una lata de sopa Campbell’s. No fue en la muestra de Warhol; mi primera lata de sopa Campbell’s —la primera tridimensional y verdadera— la vi en un supermercado del DF. Cuando se la abre, cae un potaje semisólido que conserva la misma forma de la lata. Después, mezclada con agua caliente, se va ablandando en la olla. No está mal, aunque no da para comer eso todos los días. Volver para contar algo de lo que se vio es una opción que puede pacificar el alma de inquietudes y ansiedades.
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[El segundo movimiento, en el próximo post.]

Veinticinco años de una obra de arte

El arte es largo; la vida, breve. Hipócrates no se refería a ninguna de las Bellas Artes; hablaba de Medicina, de Ciencia. Aún hoy, la palabra arte puede designar todo lo que es delicado o difícil de hacer, lo que requiere de conocimiento y habilidad, sin que por eso se trate propiamente de una disciplina artística. Toda persona que aprecia su propio oficio, luego de aprenderlo a fondo, se gana el derecho de condecorarlo con esa metáfora. En la secundaria, mi profesor de Contabilidad arrancó su primera clase definiendo: La Contabilidad es el arte de…

Equiparaciones así eran más plausibles cuando las artes estaban reguladas por las escuelas, que transmitían el difícil manejo de las técnicas tradicionales; para la futura consideración del artista, el dominio de esas técnicas sería tan decisivo como su propio talento. De las vanguardias en adelante, la destreza técnica se fue volviendo una dimensión más, que puede ser reinventada, minimizada o hasta suprimida, si el artista así lo desea. Hoy la esencia del arte es la libertad, entendida como autodeterminación: cada artista elige sus propias reglas. El juego es hacerlas valer, primero ante sí mismo y luego ante los demás.

El deporte, por el contrario, es un microcosmos hiperreglado. Los atletas se someten a normas fijadas de antemano y compiten para dominar ese universo, simplificado y definido. Sólo bajo condiciones homologadas se puede establecer la justa superioridad de un deportista sobre otro. El 22 de junio de 1986, la selección argentina de fútbol enfrentó a la inglesa en el Estadio Azteca. Eran los cuartos de final de la Copa del Mundo, y hubo tres goles.

Empecemos por recordar el tercer gol. “Recordar” es un decir: lo hizo un inglés y no se lo acuerda nadie más que él, su madre y Wikipedia. Esto es así porque no alteró el juego, pero sobre todo porque veintiséis minutos antes, el segundo gol del partido había eclipsado cualquier otra acción posible. Lo hizo Maradona y todos lo recordamos: el tranco largo, el zigzag premonitorio, la estela azul sobre el campo verde, los seis ingleses desparramados. Una hazaña emocionante, casi once segundos de perfección deportiva, un hito en la historia del fútbol, el gol del siglo, barrilete cósmico, etcétera, etcétera (aquí Villoro podría seguir durante media hora).

Por supuesto, hay quien de este gol dice: “una obra de arte”. De acuerdo, pero sólo en el sentido doméstico de la expresión. Porque si hablamos de arte no ya como mera “habilidad” —por más evidente que ésta sea—, sino como esa práctica amplia pero concreta que asociamos a quienes llamamos artistas; si hablamos de arte en un sentido contemporáneo, la obra maestra de Maradona no es su segundo gol, sino el primero de ese mismo partido: el gol que, como toda gran obra de arte, niega lo consensuado, juega con sus propias reglas y destroza las de los demás a la vista de todos. El artista —comprometido hasta la deshonestidad con su obra— desata su intuición y salta para alcanzar su deseo. El artista hace lo que le pinta y luego corre a gritarlo ante el público, incluso antes de que lo convaliden los “árbitros”, forzando así la realidad. Como deportista, Maradona hizo trampa; como artista, modificó el juego para sus pares, cambió la historia y generó fuertes adhesiones y rechazos. Todo eso logra una obra maestra. Que en este caso, además, tiene un título inolvidable: La mano de Dios.

Han pasado veinticinco años y todavía la recordamos. Hipócrates tenía razón: la vida es breve, pero el arte es largo.

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Publicado originalmente en el blog de La Tempestad (México), 22 de junio de 2011.

¿Arte o entretenimiento? (II)

Por Martín Cristal

De la discusión cervantina citada en el post anterior se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. Éste es señalado por el cura cuando matiza:


“…no tienen la culpa desto los poetas que las componen [a las comedias pensadas para el vulgo], porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra, le pide.”

Así el cura excusa a aquellos buenos autores que, ya demostradas sus capacidades con obras de valía, de vez en cuando realizan alguna obra de calidad inferior por motivos comerciales, diciendo que “por querer acomodarse al gusto del representante, no han llegado todas [sus obras], como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren”. A quienes no perdona Cervantes son a los que “no saben representar otra cosa” que los disparates que prefiere el vulgo, porque no han demostrado ninguna capacidad que vaya más allá de eso.

Interrelación arte/entretenimiento:
Donkey Xote, un videojuego basado en
una película de animación sobre el Quijote.

Cervantes reclama que el texto —narrativo o teatral— guarde los “preceptos del arte”, pero en otras partes del Quijote también señala que se escriben ficciones “para universal entretenimiento de las gentes”, “para entretener nuestros ociosos pensamientos”, “para el efecto […] de entretener el tiempo” o “para gusto y general pasatiempo de los vivientes”. Así, a Cervantes le importa tanto la opinión de los doctos como el entretenimiento del vulgo. Como dijimos, es un equilibrio bastante difícil, y más aún si a la exigencia cervantina se la pormenoriza como en el famoso prólogo de la Primera parte:


… Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.

Nada fácil, aunque justamente por eso vale la pena intentarlo.

¿Arte o entretenimiento? (I)

Por Martín Cristal

Ante la pregunta por el antónimo de “aburrido”, algunas personas suelen contestar que es “divertido”, mientras que otras dicen que es “interesante”. No sin cierta arbitrariedad, ubico entre las primeras a quienes ven la literatura como un mero entretenimiento, mientras que entre las otras siento que han de estar los “pocos sabios” —Cervantes dixit— que entienden la literatura como un arte.

Hay escritores que se vuelcan netamente hacia una vertiente o la otra, lo cual —creo— está bien si no confunden sus objetivos (y si son buenos en lo que hacen, claro). Sin embargo, no podemos pensar en un buen escritor de entretenimiento que no se preocupe por algunas cuestiones formales o estéticas, ni tampoco tolerar a un escritor que, dentro de su programa artístico —sin importar cuán radical sea—, incluya el efecto de lograr nuestro rotundo aburrimiento como lectores.

El equilibrio entre ambas categorías es algo difícil de lograr. Si lo consigue, el precio que el escritor paga por ese equilibrio puede ser un doble desdén: los grandes artistas le dicen que su trabajo es pobre o demasiado simple, mientras que los entertainers lo encuentran demasiado pretencioso o rebuscado.

En el Quijote (I, 48) se discute la calidad de lo escrito y para quiénes escribirlo. Así lo expone el canónigo (las negritas son mías):


“…es más el número de los simples que el de los prudentes; y que puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, á quien, por la mayor parte, toca leer semejantes libros”.

Luego sigue así:


“…estas [comedias teatrales] que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas ó las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan piés ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores que las representan, dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos. […] Y aunque algunas veces he procurado persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia, que dél los saque”.

Y después:


“Decidme: ¿no os acordáis que a poco años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta de estos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron, y suspendieron a todos cuántos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros á los representantes, ellas tres solas, que treinta de las mejores que después acá se han hecho? […] y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á todo el mundo: así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa”.

Quizás después de leer estas razones, Augusto Monterroso decidió acortar con paradójica ironía la distancia entre ambos públicos y —en el famoso decálogo de su novela Lo demás es silencio—  optó por incluir el mandamiento que dice: “Entre mejor escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado”.

De esta misma discusión cervantina se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. [Sigue en el próximo post.]

Presentación: Revista Diccionario Nº 4

La revista de literatura y arte contemporáneo Diccionario propone una letra del alfabeto a cada uno de los artistas invitados a participar en sus páginas. A partir de esa letra inicial cada uno elabora una obra sin restricciones temáticas. En el próximo número 4 participo con un cuento de mi autoría, ordenado bajo la letra CH.

La presentación será mañana martes 17 de junio a las 19.30 en el Centro Cultural España Córdoba, con videos del artista Remo Bianchedi, un mini concierto de vientos a cargo de Sol Pereyra y Adrián Verra, y la lectura de poemas de Ricardo Cabral.

Bianchedi, Pereyra y Cabral son algunos de los 29 artistas que participan en esta nueva edición de Diccionario, que incluye además obras de Hugo Aveta, Gerardo Repetto, Mariana Robles, Patricia Ávila, Claudio Asaad, Juan Longhini, Mateo Argüello Pitt, Miguel De Lorenzi, Roger Koza y Jorge Cuello, entre otros.

Diccionario. Revista de letras.
Año 1, número 4, junio de 2008,
Córdoba, 220 páginas.

Homo narrator

Por Martín Cristal

Podemos pensar nuestras existencias, desde lo social, en términos de “relato”: todos narramos y todos somos narrados. Estoy sentado en la mesa de un bar, mirando por la ventana, y de pronto descubro a un amigo que viene caminando hacia mí: lo que se acerca no es un cuerpo anónimo, no viene un significante vacío. Lo que se aproxima es un relato andante, una historia de vida que conozco en mayor o menor medida, que reconozco en esa persona que ahora me saluda y se sienta a mi mesa.

La mayoría de nosotros somos narrados en forma sencilla: por ejemplo, en un asado o un bar, en la voz de un amigo que le cuenta a los otros una anécdota que nos tiene por protagonistas, en forma de chisme o incluso estando nosotros presentes. Hay narraciones que nos señalan, en segunda persona: los reproches, las acusaciones, los regalos, las expresiones de agradecimiento, las de amor… Nos cuentan lo que hicimos o hacemos, y hacen ver que contamos.

Algunas personas se cuentan a sí mismas, en una carta, o en el consultorio de su terapeuta; otras lo hacen para sí mismas, en un diario íntimo (aunque, incluso en ese caso, uno siempre es un “otro”). A veces pareciera que sin estas narraciones simples no existiríamos.

Para algunos esa necesidad es más bien un deseo megalomaníaco que se expresa en un sueño de estrellato: llegar a ser narrado hasta en los más mínimos detalles por los medios masivos de comunicación. Revistas de chismes, shows de TV… La fama es la ilusión de muchos, a pesar de las advertencias que sobre sus incomodidades nos hacen los famosos desde sus autobiografías (y las autobiografías no son más que otra manera imperfecta de narrarse, para afirmar y confirmar la propia existencia; por eso son tan mentirosas, porque casi siempre se doblegan ante el ansia de pulir ese borrador inalterable que es el pasado de quienes las escriben).

Existimos socialmente como un relato, porque alguien narra y alguien escucha el relato sobre nuestra vida: fans, paparazzi, o en el más común y deseable de los casos, amigos, amantes, familiares, nosotros mismos. Nuestras propias narraciones son importantes como testimonio de un mundo, el nuestro, interior o exterior, sin que esto tenga que caer necesariamente en la literalidad autobiográfica (toda narración es una puesta en situación de quien la produce). Si nadie narrase, nadie existiría; si ni siquiera nosotros mismos fuéramos capaces de narrarnos, entonces no dejaríamos huella en este mundo: el abrir y cerrar de ojos de nuestras vidas pasaría tan inadvertido como si nunca hubiésemos estado aquí. Es ahí donde el acto de narrar se vuelve imprescindible.

Y es que narrar resulta esencial: el homo sapiens —rebautizado más de una vez como homo narrator— lo ha venido haciendo desde la consabida fogata del campamento prehistórico. La sociedad está fundada en narraciones: las mitológicas fortalecen su ancha base; sobre ésta se erigen las versiones y reversiones históricas. La estructura se completa hacia arriba con un complejo entramado de perspectivas cruzadas sobre el presente, y de miradas esperanzadas o pesimistas acerca del futuro.

Narrar es una forma de transferir experiencia vital; esa experiencia está conformada no sólo por todo lo acontecido, sino también por lo pensado, lo añorado, lo sospechado, lo imaginado… Hacerlo por escrito es una de las formas más importantes que el hombre ha encontrado para tal fin, ya que está íntimamente ligada al lenguaje y, por ende, al pensamiento. Sin embargo, en mi interior, siento que es mucho más importante narrar que meramente escribir. Escribir es importante, pero no es una actividad esencial del hombre: pasaron siglos hasta que la humanidad desarrolló y puso en práctica esa forma de codificación, y aun así hoy mismo son miles las personas que no se dedican a escribir. A pesar de eso, ninguna de esas personas deja de narrar algo casi a diario, porque la narración es nuestro aglutinante social: necesitamos contar lo que nos pasó ayer, preguntarle a nuestra pareja o hijos o amigos cómo les fue hoy en el trabajo, en la escuela, en sus viajes…

Cuando el vastísimo campo de la narración interseca el campo de la Literatura, entonces a esa transferencia de experiencia vital se le agrega la búsqueda de un goce estético, propia de todo arte. Y cuando, dentro de ese espacio —y dejando de lado el grado de mayor o menor fantasía alcanzado por cada invención—, la experiencia vital transmitida en forma de relato es promovida por la verosimilitud, y no ya por la mera verdad documentable, entonces estamos en el terreno de la ficción, una puesta en situación del propio autor en un contexto imaginario.

En mi caso particular, deseo una narrativa que cobre vida en el medio que se elija para desarrollarla (la novela, el cuento, la narración oral, la historieta, el cine…); con gran fantasía o bien ciñéndose a la más pura realidad, pero sin otras especulaciones secretas, sin segundas intenciones. Sólo placer, goce y deleite, al narrarlo y al escucharlo, verlo o leerlo. Ningún aspecto de la creación debe descuidarse. Prefiero las siguientes proporciones: el arte como una parte de la vida, y no al revés; lo estético al servicio de la narración, y no al revés. Así, prefiero explorar quiénes somos nosotros, y no tanto qué es la literatura. Quiero narrar de manera que mi relato sea comprendido y amado, tal como yo mismo —en mi entorno privado, en mi vida cotidiana e íntima— quiero ser comprendido y amado.

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Imagen: Albert Finney y Jessica Lange en Big Fish (Tim Burton, 2003, basada en la novela de Daniel Wallace). Will Bloom aprenderá de su padre que «un hombre cuenta sus historias tantas veces que termina convirtiéndose en esas historias…».