Por Martín Cristal
|
Otro rasgo de La casa de hojas es el fuerte uso de la ironía, muchas veces centrada en desacreditar o poner en tela de juicio al propio libro, el cual contiene comentarios sobre sí mismo y hasta lineamientos de lectura; por momentos uno siente que Danielewski intenta orientarlo demasiado sobre cómo interpretar su propia obra.
Lo único que argumentalmente no me cerró del todo es que, habiéndose producido bibliografía tan abundante sobre El expediente Navidson en tan poco tiempo —lo cual habla del suceso que representa el descubrimiento de la casa—, Truant no sepa absolutamente nada sobre el documental ni sobre Ash Tree Lane desde antes de encontrar los escritos de Zampanò. Son hechos extraordinarios y no de un pasado remoto —no hay ni una década de diferencia entre los sucesos y el momento en que Truant se hace de los papeles del viejo—; y aunque todo sucedió en la costa opuesta del país, la abundancia de citas bibliográficas (no todas académicas) sugiere que el tema fue tratado en diversos medios a los que Truant podría haber tenido acceso. (Esto asumiendo que no sea todo una invención de Zampanó, con citas y todo).
Tampoco me convence el uso que Danielewski hace de la historia de la foto —tan conocida— de la niña africana y el buitre, para aplicársela a la biografía de Navidson. (¿Quizás en los noventa todavía no era una historia tan conocida? Siento que esa superposición debilita al personaje de Navidson).
El libro se completa con una serie de apéndices a los que —con la debida excepción de las cartas de la madre de Truant— les caben las palabras de Cortázar en su temprano comentario sobre los libros VI y VII del Adán Buenosayres marechaliano:
“…podrían desglosarse […] con sensible beneficio para la arquitectura de la obra; tal como están, resulta difícil juzgarlos si no es en función de addenda y documentación; carecen del color y del calor de la novela propiamente dicha, y se ofrecen un poco como las notas que el escrúpulo del biógrafo incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero”.
También se incluye un índice analítico muy útil para la relectura (con algunos chistes internos, como incluir entre sus entradas las palabras “no” o “etc.”).
Hay páginas que fluyen como agua, por centrarse en los hechos de la casa (o por tener muy poco texto en ellas); otras se empantanan por las exasperantes digresiones, por la minucia (o por la tipografía abigarrada). La lectura promedia así una resignada velocidad crucero. Es recomendable no dilatar ese pulso para disfrutar de cierta continuidad y percibir mejor la unidad del conjunto.
Quienes busquen hundirse en una experiencia de lectura diferente, que requiera de ellos constancia y una participación atenta, encontrarán en La casa de hojas el laberinto ideal para perderse: como la casa de Ash Tree Lane —y como los buenos libros—, esta novela también es más grande por dentro que por fuera. Para los demás lectores existe la primera línea del libro, un desafío irónico impreso en tipografía Courier, solito en una página blanca. Dice:
|
Esto no es para ti. [*]
|
_______
[*] Epígrafe que recuerda al de Milorad Pavic en el Diccionario jázaro —otro libro borgeano y laberíntico, aunque de prosa y estructura más refinadas—. El de Pavic decía: “Aquí yace el lector que nunca abrirá este libro. Aquí está, muerto para siempre”. Ambos epígrafes funcionan como un aliento por el negativo: son desafíos lanzados al verdadero lector.