Lenta biografía literaria (2/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto que se publicará antes de fin de año en los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1]
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Ficciones y El aleph, de Jorge Luis Borges

Jorge-Luis-Borges-Ficciones21-22 años | De Cortázar a Borges: zafar de una droga para hacerse adicto a otra. Borges no provocaba emociones como Cortázar, pero sí un gran placer intelectual. Menos amor y más admiración (para mí vale más lo primero). Tras leer a Borges se escribe mejor, aunque como influencia resulta de una toxicidad máxima; algunos cuentos de mis dos primeros libros están contaminados con sus mañas.

Después de leer sus obras completas, escribí mi segunda novela —La casa del admirador— donde tematicé los peligros del fanatismo Jorge-Luis-Borges-El-Alephtomando como muestra el fanatismo argentino por Borges (el “borgismo” según lo llamaba David Viñas); en otro plano, quería darme una “última curda” borgeana, un empacho que no buscaba matar al padre, pero sí abandonar “la casa” para recorrer otros caminos más personales.

Borges fue la única influencia que llegó a pesarme, porque me amaneraba sin contacto íntimo con mi ser. A todas las demás siempre las recibí con la alegría de quien se enriquece lenta y seguramente.
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Cuentos, fábulas y lo demás es silencio,
de Augusto Monterroso

Cuentos-fabulas-y-lo-demas-es-silencio-Monterroso24 años | Más allá de su “Decálogo del escritor”, esta formativa antología enseña que no hace falta leerlo todo para empezar a escribir; que hay que atreverse sin pensar en el qué dirán; que además de estudiar, hay que observar a las personas; que escribir sobre escritores no tiene mucha gracia; que es mejor escribir dos libros buenos que muchos malos; que uno puede querer ser escritor pero en el camino desviarse y convertirse en otra cosa.

Tras Monterroso, probé escribir brevedades. Trescientos relatos breves para seleccionar cien y publicarlos. Pero escribí cien y me detuve: su invención se me hizo maquinal, y pronto volví a interesarme en relatos más extensos. Igual creo que ese ejercicio, sostenido por algunos años, me benefició en concisión y precisión. También sirvió como laboratorio de argumentos. Mucho después compartí algunas de esas brevedades en Facebook, bajo el título de “Bosque bonsái”. Hay amigos que las aprecian.
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Cuentos completos I, de Edgar Allan Poe

Cuentos-Completos-Poe24 años | Si todo autor señala a sus precursores, Cortázar me señaló a Poe; su traducción me pareció una garantía. De Poe aprendí que cuando el narrador dice “no puedo describir el horror que sentí en ese momento”, y abre dos puntos, a continuación viene la descripción puntual y detallada del horror que sintió en ese momento. Ese contraste enfático también se aplica con frecuencia a la belleza femenina (“era indescriptible”, y luego la resignada descripción). Poe también me contagió —¿como defecto o virtud?— la necesidad de un final que redondee justo a tiempo. Hoy sé que uno no está obligado a eso si antes ha sabido entregar un buen clímax, o una forma novedosa, una voz hipnótica, un secreto de fondo, una atmósfera extraña, un instante de pureza emotiva… En tal caso el cierre puede resolverse poéticamente, o con una suave disminución de la intensidad, o cortándolo en un momento significativo o sugerente, o sin resolver las tensiones creadas (como Chéjov, a quien descubriría más adelante).

[Estas suscintas nociones sobre Poe provienen de una nota anterior, que se publicó aquí].
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El ruido y la furia, de William Faulkner

William-Faulkner-El-ruido-y-la-furia-Planeta24 años | Gran novela, que a un tiempo está muy bien escrita y es muy difícil de leer (para los asistentes a talleres literarios mediocres esto siempre representará una contradicción en los términos). Personajes vívidos que reaparecen en varias obras; una geografía ficcional; lo universal enfocado desde lo local; un tono que es como un trueno sacado de la Biblia; y, sobre todo, una experimentación formal que no es pura cáscara sino algo medular, una estructura inseparable del contenido. Hasta aquí sabía apreciar mejor la estructura del cuento; desde Faulkner, las posibilidades de la novela llamaron mi atención.

Pasé a otras obras suyas: el contrapunto en Las palmeras salvajes, así como la fragmentación y el cambio de puntos de vista en Mientras agonizo, serían referencias capitales al componer Las ostras. También me identifiqué con su actitud ante la literatura, patente en la entrevista de The Paris Review. Me convenció eso de que, antes que cagar libros inconexos, es mejor articularlos bajo una “superestructura flexible” (el término es mío) y así tener una “continuidad conceptual” (el término es de Frank Zappa).

La “constelación de obras” se me hizo deseable, pero enseguida entreví que un plan así, si era demasiado férreo, generaría una monotonía mortal a la hora de escribir (o a la de ser leído). Pasó bastante tiempo hasta que decanté hacia la solución intermedia de una tetralogía: un proyecto amplio pero con principio y final, que pueda ser núcleo para futuras obras o bien clausurarse como trabajo independiente. La inauguré en 2012 con Las ostras; actualmente trabajo en la siguiente novela del conjunto.


[Continuará en el próximo post].

El combustible de la literatura

Por Martín Cristal

“Por distintos motivos me veo en la situación de tener que desarmar una hermosísima biblioteca. Es por eso que organizo un mercadillo de libros”. Así empezaba la invitación que, con la típica viralidad de hoy, me llegó por diferentes vías. Según algunos amigos era una biblioteca grande. Tomé nota sin ilusionarme: el interés que suscita una biblioteca privada no guarda relación directa con su tamaño. Las hay enormes pero caóticas, cementerios verticales sin criterio alguno. Las temáticas pueden ser más valiosas, aunque el tema que las aglutina quizás nos sea indiferente… ¿Por qué ésta era “hermosísima”? ¿De quién era?

El tercer viernes de abril, la curiosidad me llevó hasta un viejo departamento del centro cordobés. Sus luces amarillentas todavía no le ganaban al gris mortecino de la tarde, en retirada tras los vidrios de un patiecito embaldosado. Doce personas escrutaban las mesas cubiertas de libros, los aparadores abiertos y desbordantes de libros, las estanterías, los cajones de libros diseminados en todas las habitaciones. Había libros hasta en la cocina.

El protagonista de una novela de Paul Auster se mudaba a un departamento en Nueva York y, sin dinero para muebles, los emulaba apilando de distintas formas las cajas de libros heredadas de un tío muerto. En este departamento cordobés también era un tío el que había legado sus libros al morir (incluido El palacio de la luna de Auster). El Gran Lector que había vivido entre esas paredes —quizás reconciliando vida y lectura, en lugar de percibirlas con el triste desbalance borgeano—, era el psiquiatra Jorge Alexopoulos. Su sobrina Laura fue quien envió la invitación original.

Previamente, Laura había intentado catalogar el legado de su tío. Uno de sus hermanos residentes en Europa viajó para ayudarla; su estadía se agotó mucho antes de terminar la tarea. Pudieron inventariar 2.400 libros, bastante menos de la mitad de los que encontraron desembalados (todavía les faltaba relevar un depósito entero con cajas de una mudanza pretérita, que habían quedado sin abrir porque el Gran Lector las había ido tapando con más libros). A ojo entonces, pero sin exagerar, estimaron un total de 8.000 títulos. “Nos encanta leer”, me contó Laura, “pero esa cantidad superaba todas nuestras posibilidades”. Y —calculo yo— también las del señor Alexopoulos: para leer 8.000 libros en (pongamos) setenta años de vida, habría que despacharse un título cada tres días, llueva o truene, y empezando desde bebé. Es evidente que, a la larga, todo lector empedernido adquiere algún porcentaje de bibliomanía.

“Separamos todo lo relacionado con la profesión de mi tío para donarlo, tarea nada fácil porque la respuesta de ‘no tenemos lugar’ es más frecuente de lo que quisiéramos”, me explicó Laura, y agregó: “nosotros también nos hemos quedado una buena parte”. El resto lo ofrecieron, primero, a sus amigos más cercanos; después, con la ayuda de sus primos y otros colaboradores, armaron la feria, abierta al público durante todo un fin de semana. Un precio accesible —en promedio, veinte pesos por título— permitiría que cada ejemplar llegara a quien lo valorase tanto como su dueño original. De paso, la familia resolvería el problema del espacio y el traslado. Con los ingresos arreglarían el viejo departamento.

Me llevé una caja llena. Al despedirme, le comenté a Laura que Gabriel Zaid, en sus ensayos de Los demasiados libros, razona entre otras cosas el problema de estas bibliotecas: sus motivos y su desmesura, el costo en dinero, tiempo y espacio (tanto para formarlas como para mantenerlas o desarmarlas). Ella miró alrededor y dijo: “Creo que ese libro estaba por acá en alguna parte”.

El sábado a la siesta volví por más. El departamento ahora se veía luminoso y repleto de lectores, ávidos como hormigas que encontraron la azucarera. Hombro con hombro frente a los mismos estantes, su murmullo ignoraba el calor, el polvo en suspensión, los ácaros y el revoltijo que ellos mismos generaban.

Y sí: era una biblioteca hermosísima. Desdentada ahora que sus libros iban desapareciendo, pero con literatura de la buena recopilada con gran consistencia: seis o siete estantes en sólido amarillo-anagrama, varios más en negro-tusquets, en blanco-seix-barral, en alfaguara-multicolor… Las novedades de los ochenta y los noventa habían sido adquiridas sistemáticamente por el Gran Lector, aunque su curiosidad también se estiraba hasta libros muy recientes de autores locales, nacionales e internacionales.

Había ejemplares de hace veinte años con el plástico protector sin abrir. Había repetidos, en idéntica edición o en dos distintas. Había colecciones completas, diarios, biografías. Libros de editoriales contemporáneas pero con diseños que ya no se ven en librerías. Títulos tempranos de autores que uno ha descubierto hace diez o quince años, pero que el Gran Lector ya seguía desde mucho antes.

No se parecía en nada a comprar en una librería de usados: aquí cada rincón estaba impregnado de una misma presencia. No la de un fantasma, sino la de un hombre de carne y hueso (como prueba: la postal con una mujer desnuda que un amigo encontró dentro de un libro de George Steiner). Deambular entre esas joyas con la posibilidad de llevárselas producía la felicidad ansiosa de los chicos en una caramelería, la codicia y el cálculo de los traficantes de artículos religiosos, el asombrado respeto de los arqueólogos al descubrir un templo antiguo, el atropello de vikingos arrasando una aldea costera. Y también la comodidad de lo familiar: estábamos en una biblioteca.

Completa mi segunda caja, hice la fila para pagar y salir detrás de estudiantes de Psicología, de Filosofía y Letras, arquitectos, artistas, poetas, narradores… Jóvenes y viejos, todos felices con sus hallazgos, siempre a la medida de sus intereses y del nivel de lectura de cada uno. Algunos cebados que llevaban más de lo que podían pagar, tuvieron que dejar varios ejemplares a los pies de la agotada cajera.

ExLibris-AlexopoulosVolví a casa con libros de Pynchon, Foster Wallace, Eugenides, Vonnegut, Ballard, Le Guin, Bernhard, Wilcock, Fogwill, Briante, Gandolfo y siguen las firmas. Varios con la calco de Rubén Libros en la primera página. Varios con la reseña de ese mismo libro recortada del diario y amorosamente doblada tras una solapa. Casi todos con el ex libris del Gran Lector, o estampados con su sello de psiquiatra.

Podrían haber liquidado de una vez todo el lote, por un valor redondeado, con un mercader de libros; en cambio, los Alexopoulos decidieron convertir la disgregación de aquel tesoro en un evento social (sin necesidad de cursar un máster en gestión cultural, y con mejores resultados que Augusto Monterroso en “Cómo me deshice de quinientos libros”). Los lectores, esa entelequia vaporosa e inasible, se volvieron corpóreos e identificables por su convocatoria. No parece que el e-book (inexorable y muy bienvenido por otras razones) vaya a prodigar la alegría de reuniones como ésta.

Los libros de Alexopoulos ya viven en otros estantes. Mañana sus nuevos dueños también se irán de este mundo, y esas bibliotecas se diseminaran otra vez. El combustible de la literatura no son los libros —los cuales conforman un solo texto continuo, con pequeños agregados y supresiones—, sino los lectores. Son ellos los que se extinguen y se regeneran para que ese Texto siga fluyendo de mano en mano, de mente en mente, de biblioteca en biblioteca.

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Crónica publicada en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 9 de mayo de 2013).

Interrupciones cotidianas

Por Martín Cristal

En casa tengo empezada Contraluz. Ya leí unas 150 de sus 1300 páginas. Esa novela sólo puedo leerla en casa: el libro es un ladrillo intransportable. (Osteópata, revisándome la espalda: “¿Hace algún tipo de actividad física?”. Yo: “Sí, estoy leyendo a Thomas Pynchon”).

Para el morral reservo libros más delgados: por ejemplo, Esta historia, de Alessandro Baricco. Me lo regaló mi hermana y es ligero en todo sentido. Refrescante y liviano. (Al hecho de que hay libros que da para llevarlos en la mochila y otros que no, ya lo habíamos comentado).

Mi «sintaxis» de lectura, entonces, podría ser

Pynch[Baricco]on

Diez años atrás no hubiera podido —ni me hubiera permitido— leer de esta forma. Pero hoy estas «subrutinas» me resultan bastante frecuentes. A veces claro, esto no es más que una excusa para inconclusiones del tipo

Pynch[Baricco]… [otros autores]

A principios de diciembre, fui al centro a cortarme el pelo. Tenía que caminar diez cuadras y no tenía apuro. Entonces, lo de siempre: “¿qué habrá de nuevo en las librerías?”. (Las librerías más importantes de Córdoba se encuentran en un conveniente cuadrado de tres por tres manzanas).

Así que, de camino a lo del peluquero, hice el tour por las librerías. Pero sucede que me avergüenza comprar libros con más rapidez de lo que puedo leerlos (releer a Monterroso y su cuento “Cómo me deshice de quinientos libros”). Cuando me descubro a punto de hacer eso, me freno: entonces miro vidrieras, pero no entro. Lo que sí me permito es pasar por las librerías de usados: el hallazgo de una oportunidad que no hay que dejar escapar justifica la compra más allá de mis eventuales sentimientos de culpa por mi acumulación burguesa.

Entré en Macao y no paré hasta descubrir esa oferta corleonesca que no podía rechazar: Inolvidables veladas, de Marcelo Cohen. Un Minotauro en tapa dura, editado en Barcelona, por sólo $15 (unos 3,75 dólares). Una ganga. Por supuesto, al salir de la librería, en vez de seguir a lo del peluquero, me desvié a un café para leerlo.

Hacía calor, así que elegí un café que tiene sus mesas afuera, en la nueva zona peatonal de Caseros. Y empecé a leer, con lo cual la fórmula ya era

Pynch[Bari[Cohen]cco]on

…y esto sólo si a la fórmula no le incorporamos las otras procrastinaciones extraliterarias, lo cual esa tarde hubiera dado

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Cohen]fé]quería]cco]on

Pedí un café con leche y dos medialunas. El mozo —muy lookeado y algo amaneradón— volvió con el pedido a los diez minutos. No tenía bandeja: traía la taza en una mano (el platito tomado desde abajo como con una garra) y las medialunas, el azúcar y el vasito de soda amontonados en la otra mano: un asco. Para colmo cuando llegó a la mesa, se distrajo con un pibe que, rosa en mano, trataba de sacarle un billete al macho de la parejita de al lado. Molesto porque el mangazo era insistente y se producía en su área de cobertura, el mozo terminó volcando medio café con leche sobre la mesa.

Se disculpó, limpió y volvió con otro café con leche. Y entonces, como para socializar, me preguntó qué estaba leyendo. Le mostré la tapa del libro (en la que hay un personaje cabizbajo sentado a una mesa con un vaso enfrente, tal como estaba yo en ese momento). Entonces el mozo me dijo: “Enseguida te vas a llevar una sorpresa. Pasate a la otra silla”.

Me cambié a la silla de enfrente. Ahí descubrí que, a espaldas de mi silla anterior, habían puesto un silloncito con una especie de pareo colorido encima, junto a una mesita baja y una vela muy coqueta. Miré esa escenografía durante dos minutos, con la creciente molestia de reconocer que había obedecido al mozo de inmediato, como un corderito. No, no, no: me volví a mi silla anterior (un rebelde con delay). Leí algunas páginas más y disfruté medio café, cuando del bar salió un violinista rastafari para tocar y pasearse entre las mesas.

Cuando el violinista de Hamelín capturó la atención de todos, la condujo hasta el silloncito en el que se instaló una chica con el pelo recogido y anteojos de marco negro. El violín se calló —no así la ciudad alrededor del violín— y la chica, sin micrófono y sin mediar presentación alguna, empezó a leer. (Tuve que volver a la silla que me había sugerido el mozo).

La chica tenía acento español. Y leía poemas. Que quizás eran tan lindos como ese acento, no sé: aunque quise, no pude concentrarme, porque mi fórmula de lectura ya había hecho metástasis a

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Coh[PoetaDesconocida]en]fé]quería]cco]on

El día se me estaba complicando: pedí la cuenta y huí. Me apuré en las siguientes cinco cuadras, pero llegué tarde: estaban cerrando. Por ahora sigo con el pelo largo.

¿Arte o entretenimiento? (II)

Por Martín Cristal

De la discusión cervantina citada en el post anterior se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. Éste es señalado por el cura cuando matiza:


“…no tienen la culpa desto los poetas que las componen [a las comedias pensadas para el vulgo], porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra, le pide.”

Así el cura excusa a aquellos buenos autores que, ya demostradas sus capacidades con obras de valía, de vez en cuando realizan alguna obra de calidad inferior por motivos comerciales, diciendo que “por querer acomodarse al gusto del representante, no han llegado todas [sus obras], como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren”. A quienes no perdona Cervantes son a los que “no saben representar otra cosa” que los disparates que prefiere el vulgo, porque no han demostrado ninguna capacidad que vaya más allá de eso.

Interrelación arte/entretenimiento:
Donkey Xote, un videojuego basado en
una película de animación sobre el Quijote.

Cervantes reclama que el texto —narrativo o teatral— guarde los “preceptos del arte”, pero en otras partes del Quijote también señala que se escriben ficciones “para universal entretenimiento de las gentes”, “para entretener nuestros ociosos pensamientos”, “para el efecto […] de entretener el tiempo” o “para gusto y general pasatiempo de los vivientes”. Así, a Cervantes le importa tanto la opinión de los doctos como el entretenimiento del vulgo. Como dijimos, es un equilibrio bastante difícil, y más aún si a la exigencia cervantina se la pormenoriza como en el famoso prólogo de la Primera parte:


… Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.

Nada fácil, aunque justamente por eso vale la pena intentarlo.

¿Arte o entretenimiento? (I)

Por Martín Cristal

Ante la pregunta por el antónimo de “aburrido”, algunas personas suelen contestar que es “divertido”, mientras que otras dicen que es “interesante”. No sin cierta arbitrariedad, ubico entre las primeras a quienes ven la literatura como un mero entretenimiento, mientras que entre las otras siento que han de estar los “pocos sabios” —Cervantes dixit— que entienden la literatura como un arte.

Hay escritores que se vuelcan netamente hacia una vertiente o la otra, lo cual —creo— está bien si no confunden sus objetivos (y si son buenos en lo que hacen, claro). Sin embargo, no podemos pensar en un buen escritor de entretenimiento que no se preocupe por algunas cuestiones formales o estéticas, ni tampoco tolerar a un escritor que, dentro de su programa artístico —sin importar cuán radical sea—, incluya el efecto de lograr nuestro rotundo aburrimiento como lectores.

El equilibrio entre ambas categorías es algo difícil de lograr. Si lo consigue, el precio que el escritor paga por ese equilibrio puede ser un doble desdén: los grandes artistas le dicen que su trabajo es pobre o demasiado simple, mientras que los entertainers lo encuentran demasiado pretencioso o rebuscado.

En el Quijote (I, 48) se discute la calidad de lo escrito y para quiénes escribirlo. Así lo expone el canónigo (las negritas son mías):


“…es más el número de los simples que el de los prudentes; y que puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, á quien, por la mayor parte, toca leer semejantes libros”.

Luego sigue así:


“…estas [comedias teatrales] que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas ó las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan piés ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores que las representan, dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos. […] Y aunque algunas veces he procurado persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia, que dél los saque”.

Y después:


“Decidme: ¿no os acordáis que a poco años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta de estos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron, y suspendieron a todos cuántos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros á los representantes, ellas tres solas, que treinta de las mejores que después acá se han hecho? […] y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á todo el mundo: así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa”.

Quizás después de leer estas razones, Augusto Monterroso decidió acortar con paradójica ironía la distancia entre ambos públicos y —en el famoso decálogo de su novela Lo demás es silencio—  optó por incluir el mandamiento que dice: “Entre mejor escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado”.

De esta misma discusión cervantina se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. [Sigue en el próximo post.]

Formas de leer

Por Martín Cristal

Los amigos siempre creen que uno lee más de lo que realmente lee, y uno los deja creer eso. En la intimidad, en cambio, no tiene caso engañarse: aunque uno lee todo lo que puede, nunca lee todo lo que quisiera (no podría hacerlo de ningún modo).

Muchas veces he hecho planes para dedicarle más tiempo a la lectura, pero nunca se sostienen por más de dos meses. El motivo es uno sólo, siempre el mismo: la vida. (Conviene releer el cuento “El paraíso”, de Augusto Monterroso, incluido en Movimiento perpetuo [1972]). Por suerte es así: tampoco quisiera ser un ratón de biblioteca. A veces creo que lo que habría que lograr sería leer más rápido en el mismo tiempo diario que uno ya le destina a la lectura; sin embargo, a la larga, jugar este tipo de carreras tampoco tiene mucho sentido porque uno puede terminar como el chiste de Woody Allen: “Hice un curso de lectura rápida y leí Guerra y Paz en veinte minutos. Creo que decía algo sobre Rusia”.

allenlibros

Mi manera de leer fue cambiando a lo largo del tiempo. Cuando era un veinteañero recién estrenado, yo creía que un libro, si se empezaba, debía terminarse sí o sí. “¿Cómo juzgar un libro si no se lo ha leído íntegramente?”, decía yo. “Podría suceder que un libro con un comienzo malo mejore más adelante, o que la clave para entender el libro esté en el final”. También creía que no debían leerse dos libros a la vez; lo veía como una falta de respeto a ambos autores. El resultado de estas dos premisas fue que un libro que no me agradaba se eternizaba en mi mesa de luz esperando ser terminado y taponando la llegada de otros libros nuevos y buenos. Resultado: dejaba de leer. Esto también me hacía ser muy melindroso a la hora de elegir el siguiente libro, no fuera a pasarme lo mismo.

Ambas normas —ingenuas y supersticiosas, restrictivas sin objeto— fueron desgastándose hasta perderse: hoy puedo dejar un libro en cualquier parte de su lectura, y eso hace que tenga una pila de libros sin terminar, pasibles de ser retomados en cualquier momento. También leo varios libros a la vez: los gruesos, en casa; los livianos, van en la mochila y se leen en los tiempos muertos de la vida cotidiana (ómnibus, bares, salas de espera…), momentos que si bien no suelen ser extensos, ofrecen el valor de su regularidad: suman. El resultado es que leo muchísimo más, y que al favorecer con más lecturas el fortalecimiento de un gusto personal, aumentó la proporción de libros buenos.

Otra norma de lectura surgió al poco tiempo de empezar a escribir: me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor, porque noté que enseguida estaba escribiendo a la manera de ese autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Entonces, aunque un autor me gustara, el siguiente libro tenía que ser de otro; podía volver al primer autor luego de un tiempo. A diferencia de las otras normas autoimpuestas, ésta fue totalmente necesaria en su momento, aunque a mi mayor seguridad actual le parezca un poco tonta.

Hoy reconozco dos tipos de lecturas: por placer y por saber. En las primeras creo que es totalmente válido abandonar el libro en cualquier momento si el placer —que es algo que uno puede reconocer rápidamente— no se manifiesta de acuerdo a nuestras expectativas. Quizás volvamos a él en otro momento, quizás nunca. En las lecturas por saber, en cambio, si el libro se vuelve un poco cuesta arriba, creo que uno como lector debe esforzarse y tratar de seguir adelante, puesto que el objetivo es otro: alcanzar un conocimiento que puede ser complejo. No hablo sólo de libros de estudio; uno puede leer el Ulises de Joyce por placer (en cuyo caso seguramente nueve de cada diez lectores lo dejará) o bien por saber, por aprehender el libro en tanto hito literario.

Para paladear cabalmente a un nuevo autor es muy importante descubrir por cuál puerta —por cuál libro— nos conviene entrar a su universo. La obra completa de un autor es un cosmos, una pequeña galaxia llena de estrellas: algunas centrales, otras periféricas; algunas brillantes, otras menos; posee planetas extraños, alguno inhabitable, alguno más hospitalario, otros que aún no han sido descubiertos… No da igual leer por primera vez a un autor entrando por su obra cumbre, que por la excéntrica, que por las de juventud, que por la póstuma. No es lo mismo “más famosa”, que “más influyente” o “mejor” (esto último exige declarar un criterio previo). No es lo mismo “iniciática” que “más representativa”, “de ruptura” o “de transición”. Nuestra percepción de ese autor y sus obras variará también de acuerdo al orden en que abordemos la lectura de esas obras. Para ello creo que no debemos hacer un ranking de las obras del autor que pretendemos leer, sino hacer un mapa: comprender sus interrelaciones, su posición relativa dentro de la obra total del autor.

Fuera de tratar de obtener esa información previa (para lo cual Internet puede resultar muy útil), y ser conciente de mis inclinaciones literarias para buscar libros que se acercan a los campos de mi interés (descartando otros que, aunque buenos en lo suyo, caen fuera de esas áreas —literarias, humanas— que me interesan), no me pongo otras restricciones a la hora de leer.

En general, hoy pienso que uno debe ponerse la menor cantidad posible de reglas para leer (esto descarta en primer lugar a las lecturas obligatorias de la escuela: no está bueno leer por obligación). Lo que conviene es alejarse de todo «deber ser» y expandir una espontaneidad libre de culpa a la hora de empezar, dejar, retomar, releer o demorarse en un libro.

Vida y literatura en la literatura

Por Martín Cristal

«Un libro puede ser como un viñedo regado con lluvia o uno regado con vino», dice Milorad Pavić en la nota final sobre la utilidad de su Diccionario jázaro. Siempre ha habido textos nacidos de la vida y textos nacidos de otros textos. Es lógico: para nosotros, como hombres o mujeres, la vida es el máximo misterio, de ahí la corriente vitalista al escribir; pero, como escritores o escritoras, es normal que los textos en sí también nos interesen muchísimo… de ahí la vertiente metaliteraria. No me expido taxativamente por una o por otra vertiente —las dos hacen a la literatura completa—, pero he explorado en mi interior preguntándome: ¿qué porcentaje de vitalismo y metaliteratura son los que me seducen hoy?

En lo personal, luego de haber escrito una novela con una alta dosis de intertextualidad como La casa del admirador —donde trato de citar a Borges hasta el empacho, en una especie de manifiesta «última curda» borgeana—, encuentro que mi elección entre este tipo de obras y las que se basan en la experiencia vital —como fue mi novela anterior, Bares vacíos—, se decanta a futuro en favor de estas últimas. En adelante, elijo regar el viñedo de mi narrativa con mucha más lluvia que vino.

Me resultó muy entretenido el trabajo de escribir una novela intertextual, no lo niego; era algo que quería probar. Pero sobre el final, ¿qué queda de mí, como persona más que como mero escritor, en esa narración? ¿La —falsa— imagen de amplitud/profundidad de lecturas que da la abundancia de fechas y citas, abiertas o sugeridas? ¿La —falsa— imagen de inteligencia que sucede a la conexión de eventos aparentemente sin relación? Todo termina siendo un juego de espejos donde el autor, como hombre, como individuo, se desvanece al desviar permanentemente la luz en otras direcciones, hacia otras obras, otros autores y textos… “¿Quién escribió este libro y cómo era él?”, se podría preguntar después de leerlo. Poco y nada se sabría del hombre que lo escribió, salvo que ubicaba bien o mal los espejos que reflejan la imagen de otros. Su predilección por este tipo de juegos sólo daría cuenta de sus preocupaciones literarias, intelectuales… y de nada más por fuera de eso. ¿Dónde están su sensibilidad, sus emociones, el ánimo con que ha enfrentado el tiempo que le tocó vivir en este mundo?

No olvido que hay escritores que parecieran no vivir por fuera de lo que leen; a mí, aquello de «he leído más de lo que he vivido» me parece una confesión de lo más triste. Quizás la metaliteratura esté reservada para esos ratones de biblioteca, aunque ¿por qué no apelar al género del ensayo, entonces? ¿Qué los mueve a disfrazar sus ensayos de novela en el nombre del bendito cruce de géneros? Quizás los motivos de esto sean más comerciales de lo que en primera instancia parece: un ensayo disfrazado de novela tiene hoy más posibilidades de venderse que un ensayo propiamente dicho. Y así nos encontramos con personajes que se encuentran en un bar o un club de provincia y hablan… ¿de? Literatura. Citan y teorizan. No respiran, son por completo artificiales. O encontramos narradores que se ponen a escribir su diario… ¿sobre? Escritores que dejaron de escribir…

Libros de escritores que hablan de escritores. Tom Wolfe —según cita David Lodge en El arte de la ficción—, se quejaba:


“¡Otra historia sobre un escritor que escribe una historia! ¡Otro
regressus ad infinitum! ¿Quién no prefiere un arte que, ostensiblemente al menos, imite algo distinto de sus propios procesos?”

Por otra parte, la metaliteratura tiende a necesitar de lectores expertos en literatura para que sus juegos sean mejor apreciados: captar las citas, reconocer las variaciones en ellas, sospechar de las referencias inventadas…. Así segrega al lector de a pie; esto no contribuye a ampliar las fronteras de la propia literatura, el universo de lectores, sino a confinarla dentro del ghetto literario de los entendidos. En el fondo se vuelve también una speculation of schoolboys for schoolboys, como dice Joyce. Y no contribuye en nada a paliar ese mal del que tanto se quejan editores y escritores: “la gente ya no lee…”. Sin duda, hay una oposición entre lo popular y lo metaliterario.

No quisiera dar la sensación de que me propongo descartar por completo a la metaliteratura, ni como autor ni (mucho menos) como lector; mi pregunta aquí es acerca de la proporción que quisiera darle a su rol dentro de un todo narrativo creado por mí (esto no es una preceptiva). Augusto Monterroso —en una entrevista realizada por Betina Keizman y publicada en Página/12—, opinaba:


«…yo creo que hay que combinar los dos aspectos, esa conjunción de vida y literatura. El problema es qué hace uno en la vida con lo que lee y qué hace uno en la literatura con lo que vive.»

Combinar los dos aspectos, razonable, pero ¿cuál es el porcentaje ideal para cada uno? Pienso que los libros son una parte de la vida, están contenidos en ella, no al revés. Esta sencilla constatación —que para otros, como Piglia o Vila-Matas, es tan sólo un parecer— me orienta respecto de la correcta proporción que deberá haber en mis obras entre experiencia vital y literatura. Creo que debo escribir siempre sobre la vida, la real o la imaginada; y en ocasiones sobre la literatura, pero sólo como una parte más de la vida.


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Me gusta hablar de literatura, claro, y pensar en literatura, por qué no; pero, si tengo ganas de hacer eso, puedo intercambiar e-mails con otros escritores o lectores, o conversar en un bar con ellos. Puedo fundar una revista literaria, también. Puedo estudiar. Puedo asistir a mesas redondas y escuchar conferencias. Puedo escribir un libro de ensayos. Puedo también abrir un blog como El Pez Volador, para que me sirva como esos umbrales japoneses donde se dejan las sandalias embarradas antes de entrar a una casa de papel y maderas pulcras, llena de historias reales o fantásticas: un hogar para la imaginación que se ocupa de la vida. A las teorías literarias las dejo fuera de la obra narrativa, en el felpudo de la puerta; ni siquiera un prólogo me parece un buen lugar para guardarlas.

Creo que está bien si los libros o las lecturas participan en un relato, pero sólo si es en una proporción menor. Lo que hoy prefiero es que la motivación para escribir una pieza narrativa sea exterior a la literatura misma: una motivación humana, del individuo en tanto persona, y no en tanto escritor. Prefiero que no vuelva a pesar más el escritor (y sus asuntos literarios) que la persona que escribe: esta persona es mucho más amplia y rica que el mero rol de escritor que a veces se reduce a cumplir.

El problema, sabemos, radica en que hay que descubrir quién es esa persona…

Un largo camino hacia el estilo propio

Por Martín Cristal

Estilo proviene de la palabra latina que designaba el punzón con que se escribía sobre tablas enceradas. Hoy, en literatura (y en las artes en general), el término se refiere al modo particular de expresarse que distingue a cada autor o artista.

El estilo de un autor es la sumatoria de a) sus preferencias, y b) las recurrencias de las que adolece su obra. Mientras sus preferencias le sirven como perros fieles que repiten las suertes que han aprendido (“sentado”, “echado”, “ataque”), las recurrencias son como gatos molestos que lo sobresaltan desde cualquier tejado con un maullido inesperado en medio de la noche. El autor apenas puede trabajar una parte de lo que él llama su estilo: sus preferencias. Las recurrencias (temáticas, formales), aun cuando las reconozca y las combata, son ingobernables.

El autor cree que elige o cincela un estilo, cuando la verdad es que —al menos en parte— lo padece, porque sus defectos como escritor —esos incorregibles, que se van sumando— también son parte fundamental de lo que él llamará su estilo. Convendrá que reconozca pronto esos defectos invencibles, que acepte sus limitaciones y las incorpore a sus maneras lo más naturalmente que pueda.

Un ejemplo, desde la música: se dice que el día en que Miles Davis comprendió que no podría tocar tan rápido, agudo y caliente como Dizzy Gillespie y Charlie Parker, fue el día en que prefiguró el estilo que lo distinguiría del be bop y lo haría mundialmente famoso: el cool jazz. Davis reconoció sus limitaciones y las convirtió en virtud. (Después, dejaría el cool para reinventarse a sí mismo y al jazz otras dos veces… Una nueva lección de Miles. No hay nada peor que un autor conforme con su estilo, porque no hay nada peor que un artista conforme).

Son los lectores quienes canonizan —y así congelan, y estancan— el estilo de un autor. Son ellos los que lo definen teóricamente, por más que el autor crea que nadie puede conocer mejor que él mismo en qué consiste su estilo. Para muchos lectores el estilo de un autor es, primero, un descubrimiento, un hallazgo; después una expectativa, un deseo de reencuentro; y, finalmente, la razón principal de su saciedad o hartazgo, el motivo para buscar un nuevo autor que leer.

Un largo camino

El camino hacia el estilo personal es largo. Nacemos analfabetos; con algo de suerte, doce años de educación pública nos enseñarán a escribir pésimamente. Se deja de escribir mal después, cuando uno por algún motivo se interesa en el oficio y aprende a redactar. Pero, en la literatura —que, suele olvidarse, es un arte—, sólo se empieza a escribir realmente bien cuando por fin uno deja de redactar. Y es que, con un poco de aplicación y algo de estudio, cualquiera puede escribir «correctamente» una historia; pero para las artes, la corrección no es suficiente. La técnica debe ser aprendida y luego superada.

Un ejemplo, ahora desde la pintura: en el Museo Picasso de Barcelona puede verse un gran cuadro que el pintor terminó a los quince años de edad (!). Es la escena de una primera comunión. Es un cuadro técnicamente perfecto, luego del cual nadie podría reclamarle a Picasso ninguna clase de explicaciones acerca de lo que era o no capaz de hacer en el campo técnico de la pintura. Su temprano dominio está demostrado ahí, en esa obra. Pero aquí hablo de perfección para decir que el cuadro es técnicamente correcto. Correcto: nada más. Una obra maestra precisa algo más por fuera de su virtuosismo o corrección técnica, por más que la técnica perfecta sea difícil de alcanzar. De hecho, ese “algo más” es tan importante que hay obras maestras que prescinden por completo de la corrección técnica porque ese “algo más” las lleva más allá: es algo trascendente.

Dentro de la obra completa de Picasso, el cuadro de la Primera Comunión difícilmente podría ser reconocido —por un neófito— como un Picasso. No se parece al arquetipo delimitado por la memoria de los cuadros más famosos del artista. Los “Picassos” que hoy reconocemos al primer golpe de vista llegaron después, cuando la técnica estaba superada y el artista comenzó a llevar sus propias creaciones al límite, imponiendo lo personal a la escuela. Lo que vendría serían las apropiaciones varias de los distintos períodos y por fin el desarrollo del «estilo Picasso».

Al aprendizaje de «lo correcto» mediante el estudio, se le suma también la herramienta de la imitación. Imitando a otros se aprende; pero escribir a la manera de otro escritor no debería pasar de ser un ejercicio (de estilo, justamente).

Querer romper reglas que se desconocen: triste papel de quien no sabe ni siquiera qué es lo correcto. Querer romper las reglas de la misma manera en que otros ya las han roto antes: triste papel de quien no consigue superar la imitación, la influencia. Por eso conviene que las influencias sean múltiples: de ese concierto de lecturas procesadas, quizás surja más claramente nuestra propia voz.

En el cuento «El espejo y la máscara» (El libro de arena, 1975), Borges plantea para el poeta una secuencia de tres etapas (a las que yo antepondría, como grado cero, «la iniciación», el momento en que uno «se prueba», a ver si le sale, si le gusta, escribir). En síntesis, Borges propone:

  • 1) La «corrección» clásica, lo aprendido (el manejo, la destreza);
  • 2) la ruptura vanguardista, que «supera todo lo anterior y también lo aniquila», y que tal vez sólo entenderán los doctos; y
  • 3) por fin, la consecución de la verdadera Belleza.

En ese camino se iría desovillando el estilo que, a la larga, distinguirá al poeta (al escritor).

¿Algo que decir?

La gran trampa del estilo radica en que su perfeccionamiento consume tantas energías que a veces aleja al autor del descubrimiento de aquello que tiene para decir. La belleza del «cómo» nos desvela y nos olvidamos de la relevancia del «qué». Creo que el éxito, la verdadera felicidad del escritor, es lograr la máxima integración entre ambas categorías, «qué» y «cómo»: volverlas inseparables. En “Escribir un cuento”, Raymond Carver apunta:


Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. […] Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Lo cual no quiere decir que haya que escribir como Carver (eso sería no haber entendido a Carver). Tarda en encontrarse a sí mismo, el escritor, porque en forma paralela al desarrollo del propio estilo —a dar “una expresión artística” a sus “contemplaciones”—, la gran pregunta que tiene que hacerse es qué historia es la que tengo que escribir yo, esa que, si no es contada por mí, no será contada por nadie. La respuesta se tomará su tiempo en llegar.

No es sólo encontrar un modo de decir, sino también descubrir un mundo personal que espera ser revelado. Porque, atención: el tipo de escritor «más socorrido (más universal)» —según piensa el Mono en la fábula de Monterroso—, es aquel «que cuando ha perfeccionado un estilo, se encuentra con que no tiene nada qué decir».

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