Lenta biografía literaria (3/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto que se publicará antes de fin de año en los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1 | Leer la parte 2]
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El palacio de la luna, de Paul Auster

Paul-Auster-El-palacio-de-la-luna25 años | Novela ágil e hipnótica, mi favorita entre las del autor (que publica con demasiada frecuencia y, más tarde lo comprobaría, es bastante irregular). La releí diez años después, listo para desilusionarme, pero el libro volvió a seducirme, en especial la primera parte, cuyo ritmo es arrollador. Un narrador querible —urbano, joven, atolondrado—; un viejo ciego como el de Perfume de mujer; una historia de cowboys colada al medio… Ah, sí: resulta que todos son familia, como en las malas telenovelas, pero a esto hay que enmarcarlo en la obsesión de Auster por el tema del padre. Cerca del final, en lugar un cierre progresivo, a Fogg siguen pasándole cosas. Me conquistó esa sensación de que el libro termina pero la vida sigue. También descubrí que una novela que te hace pasar de parada en el bondi tiene que ser buena.

Agradezco cuando los autores cuelan pequeñas lecciones de narrativa en sus relatos. De los paseos neoyorquinos del viejo Effing, aprendí cómo describir: como si uno le estuviera hablando a un ciego cascarrabias, que debe ver por nosotros, pero sin hartarse de nosotros.
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Cartero, de Charles Bukowski

Charles-Bukowski-Cartero26 años | Bukowski es un perdedor que alcanza el éxito por la vía de contártelo todo acerca de la época en que era un perdedor. Uno romantiza de inmediato esa vida, y hasta quiere vivir peor de lo que vive para parecerse más a Hank Chinaski. Si a Buk lo agarrás de grande, quizás no te gusta o te parece trivial (hablo de su narrativa; no de su poesía, más poderosa). En cambio, a los veintitantos es guarro y divertido. Si todavía quiero a este dirty old man es porque, ante el desánimo, siempre me ha dado fuerzas. Muchos de sus poemas transmiten esa determinación (mi favorito: “Aire y luz y tiempo y espacio”), y también algunos cuentos. Si te sentís olvidado y sin fe, Bukowski te dice: “¿Vos pensás que estás jodido? No, nene: jodido estaba yo, que trabajé doce años en una oficina de correos, pero nunca dejé de escribir. Vos sos sólo un maricón al que le gusta llorar la carta…” (ojalá lo hubieran traducido así los de Anagrama). Bukowski no deja que te rindas.
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Cantos de marineros en La Pampa, de Fogwill

Fogwill-Cantos-de-marineros-en-la-pampa26 años | Con esta antología me acerqué a la literatura argentina contemporánea. Hasta ahí yo leía a los próceres mainstream, muertitos y bien catalogados, absteniéndome del presente. Cierto: algunos de estos textos de Fogwill ya tenían casi veinte años… pero para mí fueron “lo nuevo”, porque el autor todavía estaba vivo (ya había leído Glosa de Saer, pero tardaría en valorarla; en Fogwill percibí mayor inmediatez y proximidad). De paso descubrí que prefiero una antología así de potente, aún a riesgo de creer que el autor tiene superpoderes, antes que los “cuentos completos”, en los que siempre hay varias páginas que desilusionan.

Fogwill descontracturó mi visión del cuento. Imposible apropiarse de su prosa furibunda e inteligente (uno es lo que es), pero tras leerlo trato de evitar los atavismos de un lenguaje literario forzado, algo que Fogwill predicaba: no decir encendí, sino prendí; no decir ascendí, sino subí. Mi cuento “Yo te adoro, Aznavour”, aunque difiere por el tono deliberadamente ingenuo, le debe bastante a “Muchacha punk” (y ambos a la archiconocida fórmula chico-conoce-chica).

Mi gran inconveniente con la narrativa de Fogwill: no me emociona. Su inteligencia es brillante y afilada como una navaja, pero al leerlo mi corazón se mantiene inalterado. Es claro que procurar la emoción a toda costa puede volvernos cursis, o llevarnos a dar golpes bajos. Esto desemboca en una paradoja: para emocionar al lector, también debemos ser inteligentes. Para tocar su corazón, debemos usar el cerebro.
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Los mejores relatos, de Rubem Fonseca

Rubem-Fonseca-Los-mejores-relatos26 años | Cuentos brillantes por su precisión argumental (todos los policiales de Mandrake), por su humor (“Amarguras de un joven escritor”) o por la emoción que provocan aun siendo muy breves (“Orgullo”). Algunos tienen una gran dosis de violencia (“El cobrador”, “Feliz año nuevo”) que influyó en algunos de mis cuentos de Manual de evasiones imposibles, aunque en ellos es más una violencia individual, privada (ver “Arena” o “Gretagarbo”) y no generada por la desigualdad social. Un personaje de Fonseca es un luchador; fue un antecedente para la historia de Tony en Bares vacíos. De esta antología de Fonseca aprendí que las rayas pueden eliminarse de los diálogos si la oralidad de la frase se trabaja para hacerlos reconocibles como tales de inmediato, algo que me animé a incorporar recién en Las ostras.
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[Continuará en el próximo post].

Bares vacíos, ahora también en e-book

Cristal-Bares-vacios-ebook-Kindle-Amazon-mobi

Ahora la novela también está disponible
en formato e-book (.mobi, para Kindle de Amazon)
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En papel puede conseguirse desde Amazon
o desde el website de Sudaquia Editores
(donde además figuran las librerías
de Estados Unidos que deberían tenerla).

Bares vacíos, reedición en Nueva York

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Parece que las catástrofes llegan de a dos a la Gran Manzana.
Después del paso del huracán Sandy,
la flamante editorial Sudaquia de Nueva York
reedita mi primera novela, Bares vacíos.
El libro acaba de salir en español, para los lectores
hispanohablantes de Estados Unidos.

La novela fue publicada originalmente
en México DF, por Editorial Colibrí, en 2001.

Los mejores augurios para los jóvenes editores
en su nuevo emprendimiento.

Actualización de julio de 2013:

Aquí el libro ya está disponible online,
en papel y en formato e-book
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También se consigue en las siguientes librerías de Estados Unidos:

—NUEVA YORK
McNally Jackson
52 Prince Street (between Lafayette & Mulberry)
New York City, NY 10012

Librería Barco de Papel
40-03 80St. Elmurst, NY 11373

—MIAMI
Books and Books – Coral Gables
265 Aragon Avenue, Coral Gables, Florida 33134

Books and Books – Miami Beach
927 Lincoln Road, Miami Beach, Florida 33139

Books and Books – Bal Harbour
9700 Collins Avenue, Bal Harbour, Florida 33154

La conquista de la singularidad (segundo movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el segundo de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.

[Leer el Primer movimiento]
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Segundo movimiento:

La conquista de la singularidad

“El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser ésta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin…”. Cees Noteboom toma esta cita de un sabio del siglo XII, Ibn Arabi, para abrir su libro Hotel nómada. Supe de esta proposición —antieleática y contradictoria— gracias a una amiga que pasó por mi blog y dejó un comentario en un post que trata sobre el tópico literario que equipara la vida con un viaje: peregrinatio vitae. En ese texto me centraba en la idea del regreso y su imposibilidad: nadie vuelve porque, en una perspectiva temporal amplia, volver es seguir yendo.
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Para un artista, ¿es posible irse de su ciudad y a la vez seguir estando en ella? En el Nº4 de Un pequeño deseo, Natalia Blanch dice que el que se va no es quien debe responder esta pregunta. Para un escritor, la respuesta es fácil: siempre dirá que sí se puede, porque es así como todos los escritores quieren entender no sólo el espacio, sino también el tiempo. La posteridad: irse, pero seguir estando. Malas noticias, muchachos: el universo vuelve inexorablemente a su Nada previa y nuestras vidas y obras viajan con él. Bolaño nos lo recuerda en Los detectives salvajes:


Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura.
[…] Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

Llevaba en México casi tres años cuando leí Los detectives salvajes. El libro me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida entristece porque no consigue enraizarse en ninguna parte. “Uno se puede pasar toda la vida dando vueltas sin dirección”, dice Carlos Godoy. “El desarraigo siempre duele”, recuerda Daniel Giannone. Un dolor así comenzaba a surgir en mí por aquellos días.
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¿Cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en mi decisión de volver? Sumó lo suyo. ¿Qué hubiera podido seguir escribiendo yo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos) y luego de haber leído algo como Los detectives…? ¿Adoptaría el lenguaje mexicano ya no como un juego de contrastes, sino como algo propio? ¿Seguiría con otras historias de exilio o extranjería?

“El retorno es una pieza clave en el pensamiento”, dice Godoy; “todo se trata de tener presente la idea de volver con la misma idea de que a lo mejor nunca se vuelve”. En mí, ese equilibrio duró cinco años y al fin se inclinó hacia la vuelta a Córdoba. Volví a rastrear las historias que me concernieran a nivel afectivo. ¿Contar primero lo que se vio al viajar? Por qué no: parte del oficio de ser artista —según Blanch— es contar lo que se ve y se hace. “Lo exótico en narrativa es la mediación entre ‘el extranjero’ y un público que se supone ‘es de casa’”. Esto lo dice David Lodge en El arte de la ficción, apoyándose en ejemplos de Conrad y Greene. Practiqué esa mediación en los cuentos de Mapamundi, que fue lo primero que publiqué al volver. Ahora estoy dando el siguiente paso: adentrarme en el universo de mis afectos recuperados y deshacerme poco a poco de reglas y condicionamientos inútiles para narrar. La libertad y la originalidad no se compran hechas en un free shop lejano ni tampoco en un kiosco de Colón y General Paz. La única forma de ser algo así como original es ser personal. La cuestión no es sólo por la forma, sino también por el contenido: claro que importa el cómo, pero también tengo que pensar bien qué historias debo contar yo, esas historias que, si no son contadas por mí, no serán contadas por nadie. “La cuestión reside en la singularidad del individuo más allá de la identidad demasiado ligada al lugar de origen”, dice Natalia Blanch citando a William Kentridge. Y tiene razón: donde sea que estés, lo que importa es conquistar tu propia singularidad.

No tenemos ni la menor idea de quién pueda ser William Kentridge, pero si quisiéramos enterarnos, hoy esa información está a sólo dos o tres clics de distancia. Esto linkea directamente con la urgente revisión del consejo más trillado en la historia de la literatura: pinta tu aldea y pintarás el mundo. ¿Lo dice Tolstoi? Ya no: hoy lo dice Google, y agrega: “quizás quiso decir pinta tu aldea global”. El planeta se ha encogido y la trashumancia épica es historia. Ya nadie extrema el Oeste como Colón, o el Este, como Marco Polo; ya nadie fuerza el Norte como Peary o el Sur como Amundsen. Hoy sacás un crédito (o mendigás la bequita) y después volás a Nueva York o a México DF; caminás mucho, sacás fotos, tomás una sopa en lata, mirás una caja de cartón, leés una novela, creés entender un par de cosas y pegás la vuelta a ese lugar del que nunca saliste ni saldrás: el presente. Porque tu lugar puede cambiar, pero tu tiempo es hoy, muchacha (corazón de tiza). Y esto será siempre así, quedándote o yéndote. Y si mañana es mejor, es porque —dentro o fuera del arte— para todo lo que hagas mientras el universo no termine de desintegrarse, el Tiempo será tu juez. Un juez voluble, pero insobornable. Un juez mucho menos corrupto que el Lugar, ese envidioso intrigante que no quiere que nadie sea profeta en su tierra.

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No dejes de visitar los sitios de:
Leticia El Halli Obeid
Natalia Blanch
Leo Chiachio & Daniel Giannone
Carlos Godoy
Casa 13

La Tierra de Oz

Por Martín Cristal

 

Ni bien terminé El manantial de Ayn Rand (1948), novela de ideas donde se hace una defensa a ultranza del individualismo y el capitalismo laissez-faire, empecé con Un descanso verdadero de Amos Oz (1982), novela con una aguda mirada sobre el modelo socialista del kibutz israelí. El notorio contraste entre estas dos obras, leídas en este orden sin ninguna intención previa de mi parte, es un buen ejemplo de las sorpresas que a veces nos depara una secuencia aleatoria de lecturas, asunto que ya había dado pie a un artículo anterior en este blog.

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En 1992, a los diecinueve años de edad, pasé siete meses y medio de trabajo rural voluntario repartido entre dos kibutzim del norte de Israel: Degania Alef y Alumot. Cuento esto primero porque en la solapa de Bares vacíos (2001), el editor puso, para referirse a mi breve derrotero biográfico: “De la publicidad a la literatura, pasando por el sueño utópico-socialista de un kibutz israelí…”, cosa que no me pareció mal, visto que el gerundio era bastante preciso —en el kibutz estuve de paso, nada más, y esa breve prueba no me convenció de volver a vivir ahí—; sucede que más tarde aprendería que los críticos y reseñistas toman la información de solapas y contratapas y, para no copiarla tal cual, introducen variantes de su propia cosecha: uno de ellos —cuya crítica, por lo demás, fue profunda y precisa— puso que yo era un “sobreviviente del sueño utópico de un kibutz israelí”, lo cual da la sensación de que durante media vida fui miembro de un kibutz…

Amos Oz sí vivió en un kibutz —Hulda—, durante veinticinco años. Sin duda esa experiencia suya —que nosotros también descubrimos en una solapa— se ha volcado en Un descanso verdadero (Menujá nejoná). Al igual que El manantial, esta novela escenifica un planteo ideológico mediante el contrapunto entre dos personajes, sólo que Oz es infinitamente mejor escritor que Rand y consigue que sus personajes sí se vuelvan de carne y hueso para los lectores.

Yonatán Lifschitz y Azarías Gitlin —el primero, un “hijo” del kibutz Granot, que ya está harto de vivir ahí y desea irse; el segundo, un inmigrante ruso desamparado, que llega al kibutz lleno de ilusiones y pureza ideológica— son dos personajes verosímiles, complejos y queribles. Sobre todo, no vienen a bajarnos línea sobre las bondades ideales de una forma de organización social (no hay aquí nada de aquel utópico “kibutz del deseo” que ansiaba Oliveira en Rayuela), sino a propiciar con su encontronazo una mirada crítica sobre esa forma de vida, el kibutz, y también sobre el contexto general israelí de 1965-1967, años previos a la llamada Guerra de los Seis Días. La tierra de Oz, ese Israel en conflicto permanente, queda representada en un tercer personaje: la dulce y triste Rimona, esposa de Yonatán y amante de Azarías. Ella, con sus duras pérdidas y su presente rutinario, también es un territorio en disputa.

Ideológicamente, Azarías es un ingenuo cuyo afán socialista lo enfrenta a sus ansias —individuales— de destacarse y ser reconocido. También admira a Spinoza: las menciones acerca de su filosofía no son casuales en una novela que refiere a una tierra forjada con fatalidades. (Por eso mismo yo también incluí en su momento a Spinoza, de soslayo, en uno de los cuentos de Mapamundi: “Ilana, desde cero”, cuya acción transcurre en Tel Aviv).

Oz+Kibbutz

La prosa de Oz es clara y sencilla aunque por momentos se permite enrarecerse, como por ejemplo cuando elimina toda la puntuación en aras de expresar la confusión o el hartazgo de los personajes, el vértigo de algunas experiencias (se destaca el flashback de Yonatán en combate) o sus frustraciones y concesiones:

 

Llevo toda mi vida cediendo y cediendo ya cuando era pequeño me enseñaron que lo primero era ceder y en clase ceder y en los juegos ceder y reflexionar y dar un paso hacia delante y en el servicio militar y en el kibutz y en mi casa y en el campo de juego ser siempre generoso ser como es debido no ser egoísta no hacer travesuras no molestar no empecinarse tenerlo todo en cuenta dar al prójimo dar a la sociedad ayudar aplicarse en el trabajo sin ser mezquino sin calcular y lo que he conseguido con todo eso es que digan de mí Yonatán es una buena persona es un chico serio se puede hablar con él puedes dirigirte a él y entenderte con él comprende las cosas es un chico leal un hombre simpático pero ahora basta. Es suficiente. Se han terminado las renuncias. Ahora empieza otra historia.

¿Y cómo empieza esta historia? Resulta irresistible examinar el íncipit de Un descanso verdadero a la luz de los conceptos vertidos por el propio Oz en los ensayos de su libro La historia comienza (1996), el cual leí más temprano este mismo año. Ahí Oz se pregunta por dónde empezar un relato, y reflexiona sobre el problema apoyado en ejemplos de Carver, Chéjov, Kafka, Gógol y hasta García Márquez, entre otros. En el prólogo dice, por ejemplo:

 

¿Recuerdan al Gurov de Chejov en “La dama del perrito”? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: “No muerde”, y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chejov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega.

El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama.

Conmigo, el huesito surtió efecto. Un descanso verdadero comienza así:

 

Un hombre se levanta y se va a otro lugar. Lo que el hombre deja detrás de él permanece detrás observándole. En el invierno del año sesenta y cinco Yonatán Lifschitz decidió dejar a su mujer y el kibutz donde nació y creció. Tomó la determinación de irse y empezar una nueva vida.

En La historia comienza, Oz habla de contratos iniciales que pueden ser un “galanteo de mentira que promete pero no entrega, o entrega lo que no debía, o entrega lo que no había prometido, o entrega sólo una promesa”. Todas estas formas aplican a la “nueva vida” que Oz nos promete para Yonatán. Un párrafo y estamos enganchados. Azarías aparecerá más tarde; ahora la pregunta es ¿qué pasará con Yonatán, con su mujer, con su kibutz y, por extensión, con su país?

El Israel actual, según lo define el propio Oz, se ha convertido en «una desilusión» porque es un «sueño realizado», y el único modo de mantener un sueño «perfecto y bello» es «no realizarlo jamás». Pues bien, en esta novela, Oz ya nos mostraba los efectos no calculados de esa realización: lo hace en las reflexiones del padre de Yonatán, Yolek, cuando se refiere al recambio generacional de los viejos pioneros judíos por los sabras (los jóvenes judíos nacidos en Israel). En la novela, Oz nunca idealiza a Israel: siempre nos presenta varias facetas de su problemática existencia, incluso aquellas que los mismos pueblos en disputa no quisieran ver.

Azarías deberá redefinir toda su teoría con la práctica cotidiana de vivir y trabajar en el kibutz. Yonatán tendrá que enfrenta a sus demonios. Un asceta maravilloso predicará en el desierto y esa prédica no será vana. Oz elige para sus personajes la forma más lenta de morir: seguir viviendo. Vivir, vivir y vivir, de la mejor manera posible, hasta la llegada del descanso verdadero. Con esta decisión narrativa, Oz celebra la tenacidad de la vida en una tierra difícil, acechada por el calor y la muerte.

Iniciación (III)

Por Martín Cristal

Tercera y última parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en la segunda, a los primeros intentos de narrar por escrito. Aquí finalmente llegamos al debut: la publicación del primer libro.

[Leer la segunda parte]

[Leer la primera parte]

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Viajé a Córdoba. Fueron días muy duros. La operación de mi papá iba a ser difícil: el cirujano tenía que hacerle seis by-pass de una sola vez.

Por suerte todo salió bien. Pero mientras mi papá se recuperaba, me tocó encargarme —otra vez— de su galería de arte.

En realidad, para entonces la galería de mi papá ya había tenido que cerrarse definitivamente. De lo que tenía que hacerme cargo era más bien de una muestra de pintura que mi papá había colgado en un bar del centro de Córdoba. Los cuadros estaban a la venta, y si aparecía algún interesado tenía que haber alguien en el bar para atenderlo, al menos en las mañanas. Otra vez: yo sólo tenía la lista de precios de los cuadros y el nombre de los pintores. Si me hacían alguna otra pregunta, no sabía qué contestar.

Un día mi papá se sintió mejor y se animó a ir. Yo lo acompañé; estuvimos juntos toda la mañana en el bar. A la siesta volvíamos a casa caminando por la zona peatonal. Era verano y a esa hora el centro de la ciudad estaba desierto. Él iba muy despacio y yo al lado, copiándole el paso, cuando en la esquina apareció Daniel Salzano.

Salzano, Daniel: periodista y escritor cordobés al que yo leía cada vez que volvía de visita a mi ciudad natal, gracias a que mi papá (por instrucción mía) recortaba todas sus colaboraciones del diario local y me las guardaba. Cada vez que yo llegaba de visita, encontraba una pila de artículos de Salzano en mi cuarto y los leía de un tirón. En aquellos días me gustaba su estilo, plagado de localismos nostalgiosos y referencias cinematográficas. [Era el único escritor cordobés que había leído hasta entonces. No, mentira: ya había leído antes a Juan Filloy… Bueno, digamos que Salzano era el único escritor cordobés de menos de cien años de edad que yo había leído hasta entonces].

Ahí estábamos los tres, en el calor de la siesta, parados en la peatonal. Ni un alma más alrededor. Mi papá, que conoce a todo el mundo —es un infierno caminar con él por la calle, uno tiene que pararse cada dos minutos a saludar a alguien—, inevitablemente, lo saludó. Al parecer alguna vez le había vendido un cuadro. El otro se acercó y se pusieron a conversar. Yo, muerto de vergüenza por no saber qué decir ni cómo encajar, me alejé unos pasos y giré para ver la vidriera de una librería. Desde ahí los vigilaba en el reflejo del vidrio, escuchando el diálogo a mis espaldas. Mi papá le contaba a Salzano de su operación, que estaba contento porque había zafado con lo justo, etcétera. Hasta ahí la conversación venía dentro del trámite previsible y normal. Pero en eso, para consumirme de vergüenza total y absoluta, mi señor padre comenzó a desabotonarse la camisa —¡en plena zona peatonal de Córdoba, en pleno centro del universo!— para mostrarle al que por entonces era mi Escritor Cordobés Número Uno la cicatriz renegrida que la operación le había dejado en el pecho.

Le rogué a la tierra que me tragara, pero milagros así no se conceden en Córdoba, y menos a la siesta. Ahí estaba mi progenitor, enseñándole una cicatriz desagradable al tipo al que yo hubiera querido hacerle mil preguntas sobre otros temas: mi propio padre, haciendo el ridículo, tirando aquella oportunidad por la borda. Pero entonces sucedió algo inesperado:

Salzano, con toda calma, se desabotonó la camisa —¡en plena zona peatonal, en pleno centro del universo!— para mostrarle a mi padre su propia cicatriz, producto del infarto por el que lo habían operado a él algunos años antes. ¡Ahí estaban los dos viejos, cagándose de risa mientras comparaban en plena calle el tajo recién cosido del uno con la cicatriz añeja del otro!

Para mí, eso fue demasiado. Me acerqué para, de alguna manera, inducir a mi padre a despedirse.

Se despidió, pero así: “Che, Salzano, éste es mi hijo. Está empezando a escribir y anda con ganas de publicar algo. Por qué no lo orientás un poco y le contás cómo es el asunto…”.

Finalmente, mi viejo había sabido qué decir en el momento justo, porque el otro me miró y me dijo: “Pasá el lunes a la una por mi oficina. Tomamos un café y charlamos”.

***

El lunes siguiente a la una en punto yo estaba en la puerta de la oficina de Daniel Salzano. El tipo se había olvidado por completo de la cita: cuando llegué ya se estaba yendo con unas bolsas y unos paquetes. De salida, me encontró ahí parado. Se frenó en seco y giró despacio, como resignado, haciéndome con la cabeza una señal de que lo siguiera de vuelta para su oficina. Mi vergüenza refluyó: justo que el tipo estaba saliendo temprano del trabajo yo caía para cortarle la retirada.

Sin embargo, fue muy amable conmigo. Conversamos durante dos horas; él habló más que yo. Mi visión ingenua y desinformada de la literatura se fue desmoronando para dar paso a otra, seguramente más cercana a la realidad. Me enteré de que la gente cada vez leía menos y de que cada vez había menos editoriales independientes; que pensar en ganar dinero escribiendo literatura era una ilusión quijotesca; pero que, si conseguías que te pagaran algo por hacerlo, eso no necesariamente iba a contaminar tu prosa ya que, por el contrario, que te pagaran era justo; que hacer un libro para regalarlo no estaba mal —él ya lo había hecho una vez— pero que hoy la gente valoraba las cosas si le costaban un poco, si tenía que hacer un esfuerzo de su parte para conseguirlas; que regalar la edición entera sería algo fugaz, y el libro como tal desaparecería de la escena pronto. También que mi negativa a entrar en los circuitos comerciales podía ser leída como simple miedo a probarme en una arena donde incluso autores rotulados como “no comerciales” también luchaban por un espacio; que como autor uno es responsable de todos aquellos aspectos del libro en los que pueda intervenir, incluido, de ser posible, el precio de venta; que él no volvía a leer los libros que había escrito y que la única página que le importaba era la que escribiría al día siguiente. Además, me recomendó que para ese primer libro mío hiciera una tirada pequeña. Hablamos también de Juan Filloy y de Julio Cortázar. Me explicó que Cortázar era un autor que había hecho que muchos lectores jóvenes se pusieran a escribir.

Nos despedimos. La conversación me fue muy útil: me obligó a repensar muchas cosas. No coincidía con él en todo, pero igualmente, al volver a Buenos Aires, preparé otro plan.

***

Era básicamente el mismo plan de antes, pero con una modificación importante al final. Imprimiría el libro en la imprenta de mi trabajo; pero luego, en lugar de regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos, iría a ver a un editor de Córdoba para ver si estaba interesado en distribuirlo en las librerías de la ciudad.

De todos los cuentos escritos, seleccioné diez; los ordené y los corregí un millón de veces. Titulé al conjunto: Las alas de un pez espada. Diseñé yo mismo el libro, tanto su interior como la portada. No me salió todo lo bien que yo hubiera querido, pero no estaba tan mal para ser el primero. Recuerdo que un domingo de elecciones nacionales, no fui a votar para poder terminar el original, que tenía que entregar a imprenta al día siguiente.

alaspez

Un mes más tarde tenía quinientos libros idénticos en mi casa. Estaba feliz. Gran borrachera con mis amigos.

El editor cordobés al que había decidido ir a ver era Jorge Felippa. Salzano lo había mencionado al pasar en la conversación que tuvimos; yo reconocí el apellido Felippa porque un compañero mío en la facultad se llamaba igual. La ciudad de Córdoba no dejaba de ser un pueblo chico: mi compañero resultó ser el hijo del editor. Le hice llegar el libro a Felippa. Quedamos en que nos veríamos en su casa, en mi siguiente viaje a Córdoba.

A mi regreso, el editor me dijo primero que las cosas no se manejaban así: que él ni nadie publicaba libros que ya vinieran hechos y armados con criterios editoriales personales y caprichosos. Con toda amabilidad, pasó a retarme por todos los errores de factura que tenía la edición: “no le hiciste solapas; el título está chico; no trae la foto del autor; no escribiste ninguna reseña en la contratapa; ni siquiera le inventaste el logo de un sello editorial…” Mientras él hablaba, yo pensaba: “Puta madre, a este tipo no le gustó nada. Me voy a quedar con los quinientos libros debajo de la cama, juntando polvo…”.

Pero después de eso, Felippa me dijo que a pesar de todo había leído el libro y que, aunque algunos cuentos le habían parecido más largos de lo necesario, varios de ellos le habían parecido aceptables. Finalmente me dijo que estaba de acuerdo en distribuirlo en librerías. Casi me caigo del asiento de la alegría. “Pero antes”, agregó él, “hay que hacer una presentación, que no podrá ser durante el verano porque no son buenas épocas para esta clase de libros…”.

Tuve que esperar casi seis meses más, hasta que fuese una buena fecha para la presentación. Mientras, cada vez que iba de visita de Buenos Aires a Córdoba, fui llevando ejemplares, con paciencia de hormiga, de a ochenta por vez. Felippa me prestó el auspicio de su sello editorial —Op Oloop— y yo organicé la presentación del libro, a pulmón: me encargué de casi todo, desde comprar el vino hasta conseguir el lugar, que fue el flamante Centro Cultural España-Córdoba, cuyo director no era otro que Daniel Salzano: él me cedió una sala para una semana antes de que comenzara el mundial de Francia, es decir, para una semana antes de aquel mes en que presentar un libro en Argentina hubiera sido la cosa más inocua del mundo.

Mis padres también me ayudaron mucho, y esa noche todo salió muy bien. Fueron unas cien personas a pesar de la lluvia y de que, en otra sala de la ciudad, otro escritor congregaba a todo el mundillo literario local para dar una conferencia. Pero bueno, ellos se lo perdían; por otra parte, ¿qué podían encontrar en Mario Vargas Llosa que no tuviera yo?

En la presentación se vendieron varios ejemplares, pero aun así jamás recuperé el total de mi inversión. Las alas de un pez espada no repercutió ni siquiera en los escuálidos medios locales, salvo por una crítica —muy alentadora— de Rogelio Demarchi, publicada en una pequeña revista literaria que acababa de aparecer. Casi no hubo difusión. Jamás me encontré con el libro en una librería, ni siquiera buscándolo con falso desinterés. Me constaba que sí se había distribuido, pero los libreros no lo exhibían ni en las mesas de saldos. A excepción de amigos y familiares —y familiares de amigos, y amigos de familiares— nadie se enteró de la existencia del libro.

Un año después, cuando ya me había decidido a salir de viaje para México en plan de mochilero, el editor me hizo un cierre de cuentas: en un año la cantidad de ejemplares vendidos de Las alas de un pez espada en librerías ascendía a la friolera de seis. El dinero que me correspondía por aquellos libros era menos de lo que costaba una guía turística de México, las cuales el editor también distribuía y de las que me había dado una a cuenta para planear mi viaje. O sea que al final yo le terminé debiendo unos diez dólares a él, que como a esa altura ya era un amigo, nunca me los cobró.

A pesar de todo esto, que hoy recuerdo con el mayor de los cariños, nunca consideré que Las alas de un pez espada hubiera sido un fracaso. Yo estaba contento por haberme propuesto publicarlo y también por haberlo logrado a mi manera. Para mí el éxito consistía en eso: haber conseguido publicar mi primer libro. Esperar grandes repercusiones, un éxito instantáneo, total y absoluto mensurable en ventas, hubiera sido un gravísimo error de perspectiva, que por suerte (y a pesar de todo mi candor) no cometí. Creo que, en términos personales —no políticos, ni literarios—, Las alas de un pez espada fue un libro valiente, que desde su aparición me obligó a seguir adelante para demostrarme a mí mismo que todo aquello era verdadera vocación y no capricho.

Hoy me doy cuenta de que muchas otras cosas sucedieron luego gracias a aquel primer libro (del cual algunos cuentos todavía me gustan). Aquel librito fue el primer eslabón de una serie de hechos concatenados. A mi llegada a México, por ejemplo, le regalé un ejemplar de Las alas de un pez espada a un amigo mexicano de Felippa: se trataba de Bernardo Ruiz, un escritor a quien le gustaron algunos de esos cuentos y quien más tarde me alentaría y me ayudaría muchísimo a publicar mi primera novela, titulada Bares vacíos, que escribí mientras viajaba por México y Guatemala. Con ese impulso logré superar un doloroso viacrucis editorial, que concluyó cuando conocí a Sandro Cohen, director de editorial Colibrí, el sello donde finalmente la novela se publicó en 2001. Y por esa publicación y la buena fortuna de ganar un premio literario, llegó en 2002 la publicación, también en Colibrí, de Manual de evasiones imposibles, mi segundo libro de cuentos.

Debido a esos dos libros publicados en México es que me invitaron hoy aquí. Ahora estoy escribiendo cosas nuevas, sin saber muy bien qué será de ellas. Espero que a ustedes les sirva de algo haber escuchado esta serie de empeños y casualidades que acabo de contarles.

Una lectura de Mantra, de Rodrigo Fresán

Por Martín Cristal

Un lector disfruta más de aquellas obras que descubre en un momento de la vida que favorece una conexión total entre su entendimiento —su sensibilidad, su experiencia— y el tema, el tono o la complejidad que esos textos proponen. Antes o después de ese momento propicio puede que la lectura también se finalice, incluso con agrado, pero sin ese impacto fortísimo que podría traducirla en una experiencia memorable.

Mi acercamiento a Mantra, segunda novela de Rodrigo Fresán, fue lento y desconfiado. Cuando se publicó (2002), yo vivía en México desde hacía ya casi tres años: era un argentino que había llegado al DF sin ningún plan y había terminado escribiendo Bares vacíos (2001), una novela acerca de un argentino que llega al DF sin ningún plan. Por eso, cuando se publicitó el plan pergeñado por cierta editorial transnacional —pagarle a un escritor argentino que vivía en Barcelona para que viajara al DF y escribiera una novela cuyo eje fuera la capital mexicana—, yo desconfié de inmediato: escritura por encargo, pasajes, plazos… Demasiado plan. Yo ya sabía que casi todos los que llegaban al DF, con plan o sin él, terminaban haciendo algo distinto de lo que pensaban.

Hojeé Mantra por primera vez en la librería Gandhi, o quizás fue en El Péndulo. Cuando vi que la primera parte de la novela no transcurría en el DF y que además el personaje principal era un mexicanito que iba a su primer día de escuela con un revólver para jugar a la ruleta rusa en frente de sus nuevos compañeros, me dije: “Uf, el cliché del mexicano loco, peligroso y machote. Mejor no sigo leyendo”. Pero seguí hojeando el libro: a vuelo de pájaro vi que la segunda parte era una especie de glosario sobre la ciudad. Aliterando, me dije: “qué género generoso es la novela: cualquier cosa puede hacerse en su nombre”. Me pareció que muchos términos del glosario también eran clichés, lugares comunes del DF, porque alcancé a leer algunas entradas breves que sí lo eran (“Picante” o “¿Dónde queda?”, por ejemplo). Decidí no leer Mantra: ese libro no podía ser bueno.

Hoy me doy cuenta de que mi primera aproximación estuvo sesgada, aunque creo que ese sesgo a la larga me resultó beneficioso. La Ciudad de México era mi (ir)realidad cotidiana de aquel entonces y creo que ninguna novela por encargo podría haber competido contra la experiencia verdadera, presente y tangible, de (sobre)vivir a diario en la misma metrópoli de la que dicho texto intentaría dar cuenta. Creo que, en esos días, el libro me hubiera desilusionado, porque yo hubiera tenido que pensar: “aquí faltan muchísimas cosas que también son esta ciudad”. Yo vivía en esa realidad contaminada e impura, estaba inmerso en ella, y sólo hubiera podido catalogar al autor como un simple turista empleado por una editorial transnacional, y a su novela como “el chingado libro de un chingado extranjero queriendo ser más mexicano que los mexicanos”.

La cita anterior pertenece a Mantra. También la que sigue: “Los extranjeros que llegan a México suelen encontrar finales más bien infelices”. No fue mi caso, aunque quizá sólo supe irme a tiempo. Tanta cita entrecomillada me delata: sí, al final la leí. Viví cinco años en México, por varios motivos decidí regresar a la Argentina y, dos años después de eso, volví a tener la novela de Fresán entre mis manos, esta vez en una librería argentina. Supongo que por nostalgia del DF, leí Mantra en una hamaca mexicana que colgaba en mi departamento de Córdoba. Creo que ese lugar y ese momento hicieron que disfrutara mejor de esta novela, la cual se suma al amplio abanico de escritores no mexicanos que escribieron una “obra-que-transcurre-en-México”; o escribimos, corrijo, con total y absoluta vergüenza debido al calibre de los nombres que estoy a punto de recordar: Lawrence, Greene, Lowry, Traven, Kerouac y también Roberto Bolaño (con muchos de sus textos, entre los que reina su brillantísima novela Los detectives salvajes).

El comienzo de Mantra se me reveló mucho más atrapante de lo que yo esperaba, quizás, justamente, por mi nueva predisposición. La primera de sus tres partes se me fue en una sola sentada (o hamacada). Para comenzar la segunda parte —la más extensa: un glosario en apariencia tan hipertextual como el Diccionario Jázaro de Pavic, pero mexicano y sin cruces, lunas o estrellas que nos guíen y oficien de link entre un término y otro—, tuve que hacer una pausa y bajar un cambio, aguantar el quiebre narrativo hasta comprender que lo que seguía finalmente no era puro fragmento (puro cut-up), sino una historia que de a poco se podría ir reconstruyendo. Conforme avanzaba en la lectura, la ilusión de hipertextualidad que el formato “glosario” le da a esta segunda parte de la novela fue cediendo terreno ante la certeza de que el autor no espera (ni favorece) un tránsito no lineal por su texto; lo corroboré al notar que muchas veces los títulos de las “entradas” del glosario no son más que pausas formales intercaladas en un relato continuo y bien hilado. Había relato en el fondo, y eso lo agradecí: la novela sí era una novela, no un cuaderno de apuntes de viajes disfrazado, como me había parecido al principio.

Debo decirlo: una entrada de este glosario me provocó el malestar que todo escritor siente cuando lee algo parecido a lo que él mismo ha escrito alguna vez. Hablo de esas coincidencias que —cualquiera que lea y escriba lo sabrá—, suceden de vez en cuando. Dos meses antes de comprar y leer Mantra, yo había publicado un libro —Mapamundi (2005)— con cuentos cuyos personajes son argentinos en el extranjero. La acción de cada cuento transcurre en una ciudad diferente. Uno de ellos (“Vivir en aeropuertos”) ocurre en el DF. Las coincidencias entre ese cuento y la entrada de Mantra referida al Aeropuerto Internacional Benito Juárez son lógicas, lo sé: somos dos argentinos hablando acerca de un mismo lugar en la misma época, pero… igualmente, uno se siente entre sorprendido e incómodo.

La prosa es fluida y experta, precisa o ambigua a voluntad del autor. Creo que el estilo de Fresán en Mantra puede terminar de pintarse con sus propias palabras: “el hombre casi siempre exagera sus conocimientos cuando habla de lo que no conoce” (p. 215); “somos cultos y sofisticados y adictos a los nombres y a las firmas de otros. Manía referencial…” (p. 416); “Yo y mi jodida costumbre de relacionar todo con todo” (p. 413).

La mencionada manía referencial es a veces autorreferencial: en varias partes de la novela hay guiños para quien haya leído obras anteriores de Fresán, como por ejemplo los cuentos de Historia argentina. Otro elemento constructor de la novela son las paráfrasis o reescrituras. Las hay de Cortázar, Lowry y también de Rulfo: la tercera parte de la novela comienza parafraseando Pedro Páramo, en una especie de cover que quiere ser una contribución a la ciencia ficción mexicana, la cual, según Fresán, es casi inexistente toda vez que “poco y nada les importa a los mexicanos el concepto de futuro como tema”. (Quien tenga ganas de discutir el punto, podrá hacerlo fácilmente si antes consulta el libro Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana, de Gabriel Trujillo Muñoz; Grupo Editorial Vid, México DF, 1999).

Por momentos —cuando Fresán parece olvidarse de la narración, distraído quizás con la tematización de la ciudad en su glosario—, el método de juntar datos y luego combinarlos entre sí hasta la exasperación produce que de a ratos el libro se convierta en un extensísimo artículo de Página/12, de esos que Fresán nos tiene acostumbrados a leer (Uno, Dos, Tres…). Esto sucede sobre todo hacia el final de la segunda parte: la acción ya está planteada, quedan pocos acicates argumentales que motiven la lectura porque uno espera ya la resolución de la trama; hay cierto suspenso, sí, pero como seguimos dando vueltas por la ciudad, la novela se estira y el suspenso se diluye en el cansancio del lector, cansancio que es alimentado también por otros recursos de los que el autor abusa, como el copy-paste del “(a.k.a.)”, con el que verdaderamente llega a ponerse pesado.

Para Fresán, el DF es un “mesías apocalíptico” (“postapocalíptico”, diría Carlos Monsiváis). Es una visión posible. En plan de personificar la ciudad, yo creo que el DF no es más que uno de esos borrachos grandotes, nobles pero llenos de ideas confusas y arranques de violencia difíciles de contener por los meseros de la cantina. Un alcohólico crónico, que por lo general se la pasa cantando o durmiendo la mona, pero que es capaz de madrear a quien lo despierte antes de averiguar la razón por la cual ha sido despertado.

“Aquí faltan muchísimas cosas que también son esta ciudad”: eso es lo que hubiera dicho de haber leído Mantra mientras vivía en el DF. Ahora veo que es inevitable que lo diga en este momento también. El catálogo mexicano de Fresán es incompleto. Además de faltarle muchísimo alcohol, al DF de Fresán le faltan los tianguis (o mercados) y los cordeles estranguladores de sus lonas, al acecho del cuello de cualquiera que mida más de un metro setenta; otros barrios peligrosos (que Tepito no es el único); la mordida (o soborno) instituida como lubricante de las transas urbanas; los chiles en nogada de septiembre y muchas otras delicias del país que confluyen en su capital; el albur, ignorado olímpicamente en la novela; las pulquerías, el barrio chino (¡pinche Martita!) y una infinidad de cosas más. Pero los que crean que por insinuar una lista de “cosas que faltan” —lista que inevitablemente también es incompleta— aquí se pretende restarle valor a la novela de Fresán, no entienden lo que digo y de seguro integran el “Conjunto de las Personas que Jamás Han Pisado el DF”; porque los que conocen la ciudad saben o deberían saber que el DF no cabe en una novela, aunque ésta tenga más de 500 páginas. No hay otra alternativa que seleccionar y omitir.

Más allá de los señalamientos que puedan hacérsele aquí o allá a una obra extensa y compleja como ésta, creo que Mantra es una buena novela, con una narración original y bien planteada. Creo también que es todo lo honesta que puede ser una novela que no nos esconde su naturaleza de obra por encargo, ni sus intenciones, ni su procedimiento. No sé cómo apreciará Mantra alguien que nunca haya estado en el DF o alguien que nunca haya salido del DF; yo estoy contento de haber vivido y salido de esa ciudad para poder disfrutar de esta novela, o de haber disfrutado de esta novela para recordar que alguna vez viví en México.

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