Presentación: La década posteada, de Diego Vigna

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Beatriz Sarlo sobre el libro:

Diego Vigna puso manos a la obra. En lugar de celebrar (o lamentar) la proliferación de escrituras digitales, decidió estudiarlas. A campo traviesa en un corpus desafiante por lo inabarcable, delimitó su territorio: los blogs de escritores, que ya llevan un tiempo en la web y que, por lo tanto, pueden ser examinados en sus variaciones y persistencias. […]

Algunos (como Juan Terranova o Daniel Link) comenzaron temprano y siguen interviniendo día a día; otros, como Sergio Chejfec, son medidos y severos. Hay blogs centrados sobre la recepción crítica de la propia obra; otros ensayan allí una escritura, que no es la de sus libros o sus notas. Algunos intentan ser plataformas de una carrera literaria en el mercado; otros se redactan según el modo rápido del digital que quiere ganarle en velocidad al periodismo, que parece más lento, después de haber sido el espejo del presente. Esta geografía de escrituras también incluye las ficciones especialmente escritas para el blog: “blogonovelas”, como las de Casciari, que lo son de manera confesa; o reciclado de ficciones que, después de un tratamiento más prolijo, pasan al formato impreso, aunque queden las huellas de su origen.

El mapa de Diego Vigna es seguro en el presente y, como los mapas de los exploradores, también irá cambiando. Se apoya en un fuerte impulso teórico, que garantiza su permanencia más allá del fluir de la web, porque sus análisis tienen la inteligencia de quien conoce la escritura antes de la escritura digital, y conoce la teoría antes de que la web fuera el último giro de esta larga historia de ficciones, inscripciones y signos.

Contraluz, de Thomas Pynchon (V)

Por Martín Cristal

Quinto post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anteriores:
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos
IV: Puestas en abismo

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Un verosímil permeable

“…En la gran celebración nacional [es decir, en la Feria de Chicago] lo ficticio se daba en el grado exacto para permitir el acceso y la participación de los muchachos.” (p. 53).

Pynchon hace eso mismo: gradúa la ficción en el punto exacto de verosimilitud —un punto débil, de consistencia blanda— que permita, cuando él lo desee, romper esa delgada película con facilidad para introducir perros (y centellas, y renos y hasta rosas) que hablan, un mundo subterráneo lleno de gnomos beligerantes, viajes intraterrestres en globo o en naves “subarenáceas”, un hombre-donut, fantasmas y peligrosos gusanos mitológicos en los túneles de Suiza, un transatlántico que en plena navegación se transforma en acorazado, un vidente de inodoros, una máquina que anima fotografías estáticas, unos escarabajos de luz que no son otra cosa que almas brillantes posadas sobre la corteza de un árbol… y muchas cosas más, que pasarán por megaimaginativas o archipueriles según la personalidad de cada lector.

Thomas Pynchon es una rara amalgama de rigor y libertad. La plástica membrana de verosimilitud que tensa el autor (una frontera permeable, bidireccional: nos dice “esto es ‘lo creíble’ y aquello ‘lo que no’, pero aquí somos libres de ir y volver entre ambos territorios”) se consigue menos por el trabajo sobre la psicología de los personajes que por la proliferación de detalles de época. Es el escenario el que nos da la sensación de tangibilidad. Los personajes —abundantes— no se profundizan demasiado. Y para un universo como éste, eso no está mal: es casi necesario porque, ¿cómo se podría salir de las profundidades del alma humana, de un pasaje tormentoso a lo Dostoievski, para hablar de pronto de una fellatio realizada por un Cocker Spaniel, o de una secta de tipos que cocinan diversos platillos hechos con luz, o de un (maravilloso) tiroteo en un saloon del Oeste mientras unos turistas japoneses sacan fotos con flashes recién inventados, o de una mujer lujuriosa que de pronto levita y así abandona sus hábitos lascivos? No se podría, la novela se partiría en dos. Concentrarse en la época y el escenario —y no tanto en la psicología de los personajes— es lo que a Pynchon le permite cimentar un edificio sólido dentro del cual deambulará entre el rigor histórico y el absurdo más delirante.

Pynchon tiene algo de Hugo Pratt en la meticulosa indagación del pasado. Es imposible no acordarse de Pratt; Contraluz coincide con la época y algunos lugares de muchas aventuras del Corto Maltés. La atmósfera fin-de-siécle está perfectamente recreada y resulta totalmente creíble en especial por la cantidad de detalles que el autor ofrece para su reconstrucción mental: la ropa, los vehículos, usos y costumbres, descubrimientos científicos y movimientos ideológicos en boga… Sin embargo, a veces esto puede ser agobiante, sobre todo en pasajes donde el procedimiento pasa por un innecesario alarde de erudición. ¿Qué valor asignarle al enciclopedismo en la era Google? Quizás pueda aplicársele lo que Beatriz Sarlo —en una reseña de Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac— decía respecto de la intertextualidad:


«…la era Google […] ha vuelto casi inútil el trabajo de hundir citas cifradas porque nada permanece cifrado más de cinco minutos. Sylvia Molloy escribió que la erudición borgeana era incierta y finalmente poco confiable. Esa cualidad dudosa de la cita, que producía la indeterminación de los textos de Borges, hoy no tiene condiciones de posibilidad: no hay incertidumbre; verdadera, modificada o intacta, la cita siempre se encuentra a pocos golpes de teclado; y las citas falsas no aparecen entre los resultados del buscador.

Sin duda para los lectores nativos de la era internet, el enciclopedismo y la erudición no tienen el mismo encanto o peso que tenían para las generaciones anteriores hace, digamos, veinte años. Al respecto, y volviendo a Pynchon, Rodolfo Biscia dice lo siguiente (en la revista Otra Parte):


El afán totalizador de
Contraluz, sin embargo, acusa cierta fragilidad en un mundo donde la elegancia del universo Baedeker ha sido barrida por la literalidad ramplona de Google Earth y donde la propensión enciclopédica, que en El arcoiris de la gravedad resplandecía por lo críptico, se disuelve en las redes de la disponibilidad berreta de la información. Algo del misterio, en efecto, se ha desvanecido cuando una pandilla de ciberescoliastas de la Thomas Pynchon Wiki se dedica a localizar referencias y a separar la paja de la invención del trigo de lo real (o viceversa). Desmantelada su aura, desnuda en su aparatosidad, Contraluz queda entonces como una inmensa máquina del tiempo destartalada, una de esas computadoras primitivas que ocupaban una habitación entera, y cuyo aspecto podía ser confundido con la simple mampostería de un simulacro de máquina.

[Continuará…]