Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

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Homo narrator

Por Martín Cristal

Podemos pensar nuestras existencias, desde lo social, en términos de “relato”: todos narramos y todos somos narrados. Estoy sentado en la mesa de un bar, mirando por la ventana, y de pronto descubro a un amigo que viene caminando hacia mí: lo que se acerca no es un cuerpo anónimo, no viene un significante vacío. Lo que se aproxima es un relato andante, una historia de vida que conozco en mayor o menor medida, que reconozco en esa persona que ahora me saluda y se sienta a mi mesa.

La mayoría de nosotros somos narrados en forma sencilla: por ejemplo, en un asado o un bar, en la voz de un amigo que le cuenta a los otros una anécdota que nos tiene por protagonistas, en forma de chisme o incluso estando nosotros presentes. Hay narraciones que nos señalan, en segunda persona: los reproches, las acusaciones, los regalos, las expresiones de agradecimiento, las de amor… Nos cuentan lo que hicimos o hacemos, y hacen ver que contamos.

Algunas personas se cuentan a sí mismas, en una carta, o en el consultorio de su terapeuta; otras lo hacen para sí mismas, en un diario íntimo (aunque, incluso en ese caso, uno siempre es un “otro”). A veces pareciera que sin estas narraciones simples no existiríamos.

Para algunos esa necesidad es más bien un deseo megalomaníaco que se expresa en un sueño de estrellato: llegar a ser narrado hasta en los más mínimos detalles por los medios masivos de comunicación. Revistas de chismes, shows de TV… La fama es la ilusión de muchos, a pesar de las advertencias que sobre sus incomodidades nos hacen los famosos desde sus autobiografías (y las autobiografías no son más que otra manera imperfecta de narrarse, para afirmar y confirmar la propia existencia; por eso son tan mentirosas, porque casi siempre se doblegan ante el ansia de pulir ese borrador inalterable que es el pasado de quienes las escriben).

Existimos socialmente como un relato, porque alguien narra y alguien escucha el relato sobre nuestra vida: fans, paparazzi, o en el más común y deseable de los casos, amigos, amantes, familiares, nosotros mismos. Nuestras propias narraciones son importantes como testimonio de un mundo, el nuestro, interior o exterior, sin que esto tenga que caer necesariamente en la literalidad autobiográfica (toda narración es una puesta en situación de quien la produce). Si nadie narrase, nadie existiría; si ni siquiera nosotros mismos fuéramos capaces de narrarnos, entonces no dejaríamos huella en este mundo: el abrir y cerrar de ojos de nuestras vidas pasaría tan inadvertido como si nunca hubiésemos estado aquí. Es ahí donde el acto de narrar se vuelve imprescindible.

Y es que narrar resulta esencial: el homo sapiens —rebautizado más de una vez como homo narrator— lo ha venido haciendo desde la consabida fogata del campamento prehistórico. La sociedad está fundada en narraciones: las mitológicas fortalecen su ancha base; sobre ésta se erigen las versiones y reversiones históricas. La estructura se completa hacia arriba con un complejo entramado de perspectivas cruzadas sobre el presente, y de miradas esperanzadas o pesimistas acerca del futuro.

Narrar es una forma de transferir experiencia vital; esa experiencia está conformada no sólo por todo lo acontecido, sino también por lo pensado, lo añorado, lo sospechado, lo imaginado… Hacerlo por escrito es una de las formas más importantes que el hombre ha encontrado para tal fin, ya que está íntimamente ligada al lenguaje y, por ende, al pensamiento. Sin embargo, en mi interior, siento que es mucho más importante narrar que meramente escribir. Escribir es importante, pero no es una actividad esencial del hombre: pasaron siglos hasta que la humanidad desarrolló y puso en práctica esa forma de codificación, y aun así hoy mismo son miles las personas que no se dedican a escribir. A pesar de eso, ninguna de esas personas deja de narrar algo casi a diario, porque la narración es nuestro aglutinante social: necesitamos contar lo que nos pasó ayer, preguntarle a nuestra pareja o hijos o amigos cómo les fue hoy en el trabajo, en la escuela, en sus viajes…

Cuando el vastísimo campo de la narración interseca el campo de la Literatura, entonces a esa transferencia de experiencia vital se le agrega la búsqueda de un goce estético, propia de todo arte. Y cuando, dentro de ese espacio —y dejando de lado el grado de mayor o menor fantasía alcanzado por cada invención—, la experiencia vital transmitida en forma de relato es promovida por la verosimilitud, y no ya por la mera verdad documentable, entonces estamos en el terreno de la ficción, una puesta en situación del propio autor en un contexto imaginario.

En mi caso particular, deseo una narrativa que cobre vida en el medio que se elija para desarrollarla (la novela, el cuento, la narración oral, la historieta, el cine…); con gran fantasía o bien ciñéndose a la más pura realidad, pero sin otras especulaciones secretas, sin segundas intenciones. Sólo placer, goce y deleite, al narrarlo y al escucharlo, verlo o leerlo. Ningún aspecto de la creación debe descuidarse. Prefiero las siguientes proporciones: el arte como una parte de la vida, y no al revés; lo estético al servicio de la narración, y no al revés. Así, prefiero explorar quiénes somos nosotros, y no tanto qué es la literatura. Quiero narrar de manera que mi relato sea comprendido y amado, tal como yo mismo —en mi entorno privado, en mi vida cotidiana e íntima— quiero ser comprendido y amado.

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Imagen: Albert Finney y Jessica Lange en Big Fish (Tim Burton, 2003, basada en la novela de Daniel Wallace). Will Bloom aprenderá de su padre que «un hombre cuenta sus historias tantas veces que termina convirtiéndose en esas historias…».