¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

1. El espacio exterior: las tapas

Hay algo fascinante en el diseño de una buena portada para un libro de ciencia ficción. Intuyo que, una vez conceptualizada la imagen (su contenido), si se quiere acertar en lo formal, primero habría que resolver una ecuación equilibrada entre a) ese futuro o mundo alterno, distorsionado, fantástico o extraño que se querrá sugerir (pero no revelar completamente) con una imagen o una tipografía; b) la estética del presente, esa que impera en el diseño de los otros libros que hoy mismo están en las vidrieras de las librerías, para que el nuestro se destaque pero siempre dentro de un parámetro de actualidad; y c) la amenaza permanente del pasado: tratar de demorar esa obsolescencia corrosiva, capaz de convertir al libro, en un abrir y cerrar de ojos, en un objeto vintage que hace flamear una bandera retrofuturista. Supongo que la complejidad del ejercicio bien vale el intento de llevarlo adelante.

Por todo esto lamento la tapa de la edición de Edhasa Nebulae para la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Para empezar, detesto cuando a un libro (del género que sea), después de haberlo adaptado al cine, le cambian el diseño de tapa en sus siguientes ediciones incorporándole el afiche o algún fotograma de la película. Es una artimaña comercial efectiva, seguramente, pero en lo artístico resulta facilista y de pésimo gusto.

Ni hablar entonces cuando, además de poner a Harrison Ford y buena parte del elenco de Blade Runner en la tapa, los editores no tienen ningún problema en poner el título de la película en letras grandes, como si fuera el título del libro, mientras que el título verdadero queda más abajo, en una faja, como una tagline. Me jode tanto que a mi ejemplar le tuve que hacer una sobrecubierta de cartón para no ver más ese esperpento.

Esa clase de decisiones editoriales pareciera subordinar un objeto artístico al otro, cuando para la imaginación lo mejor es que funcionen en forma independiente. En especial en este caso, donde la escasa relación entre la película y el libro se hace más y más evidente a lo largo de la lectura. La película de Scott está basada sólo en algunas ideas sueltas de este libro de Dick, quien —tal como descubrí con Ubik— suele cruzar varias en una misma obra y no sólo una o dos, si bien todas quedan contenidas en sus grandes temas generales: el simulacro y la paranoia.

2. ¿Sueñan los lectores con películas clásicas?

La imagen de portada sesgó mi lectura desde el principio en lo que por momentos se convirtió en una especie demencial del juego de las siete diferencias entre el libro y la peli (no en vano J. D. Salinger abominaba las imágenes en las tapas, en especial las que dotan de rostro a los personajes de la obra en cuestión). Me forcé a ponerle otra cara a los protagonistas, aunque ya no pude inventarlas yo, sino que las terminé tomando de actores de cine muy conocidos: Rick Deckard finalmente fue Bruce Willis (aunque Ford peleó como un león para no irse), J. R. Isidore fue Paul Giamatti, Roy Baty fue Dolph Lundgren… Sólo a Rachel Rosen no pude cambiarla nunca: siguió representada por una hermosa y gélida Sean Young, modelo 1982.
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A pesar de estos “inconvenientes técnicos en la transmisión”, la novela terminó comiéndose a la película gracias a su proliferación de buenas ideas. [Ojo: aquí vienen los spóilers].

Donde la película se resume en “un detective especializado en la identificación y eliminación de androides clandestinos debe liquidar a cuatro que se esconden entre los habitantes de una megalópolis del año 2019”, la novela propone esto mismo —si bien con variantes: el detective es más bien un cazarrecompensas, los “andrillos” a retirar son seis, etc.—, pero además incluye el desarrollo de:

  • El estado postapocalítico de las cosas: el polvo radioactivo en el aire, producto de la Guerra Mundial Terminal, afecta a muchos humanos, reduciendo sus capacidades (son “especiales”, un eufemismo para matizar su desventajosa situación);
  • la consecuente emigración de gran parte de la humanidad sana, que viaja a otros planetas acompañados de sirvientes androides. En algunos casos éstos se rebelan y vuelven clandestinamente a la Tierra, donde están proscriptos;
  • la extinción parcial o total de muchas especies animales, lo que explica la nueva y desenfrenada afición humana por las mascotas (si hay dinero, serán reales, un símbolo de status; si no hay dinero, tendrán que ser eléctricas, pero que nadie se entere);
  • un culto religioso, el Mercerismo, cuya liturgia opera a través de una máquina que conecta a todos los creyentes con un espacio virtual en el que entran en comunión mutua, al sentir como propio el dolor y la pasión de Mercer, su personal Jesus;
  • un programa de radio y televisión, el de “el amigo Buster”, que con su entretenimiento rabioso se plantea como la  alternativa antagónica del Mercerismo;
  • otros detalles como el de la máquina que interviene en la divertida discusión de Deckard con su mujer, en el primer capítulo (sí: aquí Deckard está casado).

Como se ve, la riqueza de la novela supera en mucho la del relato lineal de la película, cuyos méritos ahora encuentro más centrados en su faz visual, muchas veces elogiada y catalogada como antecedente estético del cyberpunk. Incluso escenas que sí se llevaron a la pantalla son más complejas en el libro, como por ejemplo los diálogos durante los tests de Voigt-Kampff, infinitamente más cargados de paranoia y negociación; es en esos tests cruzados donde aparecen las primeras dudas acerca de la naturaleza humana o androide del mismo Deckard, interrogante que en la película se plantea hacia el final (y sólo en una de las versiones del filme).

A la duda creciente sobre la autenticidad de hombres o animales se le suma la presión de dos mundos virtuales o falsos —el de Mercer y el de Buster— que luchan por dominar el mundo verdadero. Aunque, hablando de Philip Dick, quizás “verdadero” sea sólo una expresión de deseo. Así son sus simulacros: vienen a tergiversarlo todo para que quedemos sin más certezas que una corazonada, tan fuera de lugar como un anfibio hallado en medio del desierto.

La expectativa ante el relato

Por Martín Cristal

Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí, que los hay
en el sentido de que hay una expectativa en el lector. Si una
persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo
de leer cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando
lee una novela, o cuando lee un poema. Los textos pueden no
ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa.

Jorge Luis Borges

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El último domingo de mayo salí a caminar y pasé de casualidad por la puerta del Cineclub Municipal. El lugar cuida mucho el diseño gráfico de sus afiches y programas, motivo por el que siempre me llamó la atención que la cartelera exterior no sea más que un par de hojitas A4 impresas en mayúsculas, en tipografía Arial (o, con suerte, Helvética). Por lo demás, el Cineclub me encanta: ahí se puede ver todo que no se proyecta en las salas comerciales de Córdoba.

Había un ciclo dedicado al nuevo cine tailandés. La siguiente película empezaba en diez minutos; se llamaba Wonderful Town. No tenía la menor idea de qué trataba. No sé nada del cine tailandés, nuevo o viejo. Cero expectativa. No sabía si seguir paseando durante el resto de la tarde o si meterme en el cine.

Opté por buscar más información, aunque sin pasarme: demasiada información previa puede menoscabar el disfrute posterior. En el hall del cine encontré el programa del ciclo, con esta sinopsis de Wonderful Town:


Takua Pa, pequeña aldea costera que se repone del tsunami que acabó con la vida de varios miles de personas. Tom, un arquitecto de Bangkok, se traslada hasta allí para supervisar las obras de reconstrucción de un hotel en la playa. Instalado en el único edificio que queda en pie, su interés por Na, la joven propietaria del establecimiento, despertará la desaprobación de los pocos habitantes del pueblo, que no conciben que allí pueda florecer la esperanza.

Me interesó, o me pareció más tolerable que mi próxima y segura depresión findominical. Era mejor capear el atardecer dentro del cine y volver a la calle cuando ya fuera de noche. Así que entré corriendo para no perderme el comienzo de la peli, que fue el siguiente:

Interior de un despacho con ventanales a una gran ciudad. El jefe de una empresa le explica a una docena de empleadas que está obligado a echar a tres de ellas; como no se atreve a decidir a cuáles, lo hará por sorteo. Las empleadas van sacando palitos numerados de un vaso, mientras yo me pregunto cuál de ellas será la del pueblo arrasado por el tsunami. El jefe, que ya tiene la decisión escrita en un papel, les dice al fin que las despedidas son las empleadas con los números tal, tal y tal. La primera se desmaya; la segunda se lamenta; la tercera será la protagonista de la película. Al terminar la escena, aparecen los títulos iniciales.

Sólo en ese punto confirmé que no estaba viendo Wonderful Town, sino otra peli: 69 (o 6ixtynin9, o Ruang talok 69). Espié en la penumbra: en la sala había, como mucho, quince personas. Ninguna parecía sorprendida por el cambiazo. Nadie se quejaba. Me pregunté si —como yo— tenían vergüenza de preguntarle a otro qué pasaba. O si —en su falta de expectativas— les daba lo mismo una u otra película.

Tum, la joven desempleada de 69, encuentra en la puerta de su departamento una caja llena de dinero. Pronto descubrirá que es dinero sucio, con el que se arreglan peleas de Muay Thai. Han dejado un pago en su puerta por error. Tum decide quedarse la plata. Así se ve envuelta por el odio mutuo que se profesan dos bandas rivales.

Si yo hubiera notado que —con astucia y en su propio beneficio— Tum tensaba la cuerda entre ambas bandas, hubiera sabido qué esperar: algo al estilo de Cosecha roja de Dashiell Hammett (y sus derivaciones en el cine: Yojimbo, de Kurosawa, Por un puñado de dólares, de Leone, o la menos trascendente Last Man Standing, de Walter Hill). Pero Tum resulta ser una chica desvalida y hasta un poco boba; no es calculadora ni tiene la fría dureza de Mifune, Eastwood o Willis. A Tum los cadáveres de ambos bandos se le van acumulando en el depto casi de casualidad, debido a enfrentamientos que siempre resultan algo ridículos. Y es que 69 arranca como peli de realismo social, pasa por el thriller y termina revelándose enseguida como lo que es: una comedia de humor negro, con deudas u «homenajes» a Quentin Tarantino y algunos toques medio pavos de vodevil (puertitas, equívocos, etcétera).

Cero tsunami. Cero historia de amor, reconstrucción y esperanza (¿esperanza = expectativa?). Esa tarde no hubiera entrado ni loco a ver una película basada en la trillada premisa “alguien encuentra algo que pertenece a la mafia y decide quedárselo” (ni aunque hubiera sido No Country for Old Men). Y sin embargo, ahí estaba.

A media película, una mujer se levantó y se fue, rezongando. En su queja alcancé a distinguir las palabras “estupidez” y “morbo”. Yo vi la peli entera, incluso me reí en algunos momentos, aunque una parte de mí divagaba: pensaba, por ejemplo, en La expectativa de Damián Tabarovsky, una novela que no leí (¿hablará de estas cosas?); o miraba a dos de los matones que, en plan buddy-movie, desgranaban sus gags mientras revisaban la casa de Tum, aunque mientras tanto yo pensaba en Alejandro Alvarado, un reportero que conocí en México: uno de los matones se le parecía un poco. OK, tailandés en lugar de mexicano, pero moreno y de bigote finito: de tener un saco de pachuco —como los que Alejandro solía usar— podría haber sido un copycat asiático de Tin Tan.

La comparación tiene que haberse disparado porque, en México, Alejandro se había dedicado durante un buen tiempo a las artes marciales. Incluso tenía escritas varias novelitas cortas y bizarras con un mismo héroe, Eder Mondragón, un peleador de Muay Thai. Esas novelitas, autoeditadas, salían gracias a la publicidad de gimnasios de artes marciales, impresas en las solapas o la contratapa: algo que uno no espera ver en un libro.

Tampoco esperaba recordar a Alvarado en esa tarde de domingo. No esperaba, sí esperaba: el espectador es un esperador (expectativa, del latín exspectātum: «mirado, visto»). En mi divague paralelo también recordé que una vez Gerardo Repetto nos contó de ciertas ideas que Gabriel Orozco materializó en la forma de una caja de zapatos vacía, la cual expuso en la Bienal de Venecia. Algo así como una búsqueda consciente de la decepción, para desactivar toda noción de “lo esperable” en el arte. Dice Orozco [lo tomo de Letras Libres]:


[Debe haber] aceptación de la decepción: no esperar nada, no ser espectadores, sino realizadores de accidentes. Así, el artista no trabaja para el público que ya sabe lo que debería de ser el arte: trabaja para el individuo que se pregunta cuáles son las razones para las que existe el arte.

Y este arte no puede ser espectacular, como la realidad no lo es […]. El espectáculo como intención está hecho para el público que espera, y el artista no trabaja para ese público. Además, no es posible convencer al público de que está formado de individualidades a través del espectáculo. Cuando el arte se realiza es cuando el individuo se realiza con él, aunque sea por un momento.

Cuando salí del cine, ya era de noche (la noche no me decepciona nunca). Volví a mirar el cartelito de la entrada y entendí: era el del día anterior. Los del Cineclub se habían olvidado de cambiarlo por el del domingo.

Aproveché la vuelta para pasar por lo de mi dealer y buscar la temporada final de Lost. Tuve que esperarlo diez minutos en la puerta. En ese rato seguí pensando en todo esto mientras tarareaba una canción de Lou Reed en la que él también espera a “su hombre” para que le dé su droga, generando así sus propias expectativas: un único origen para todas las decepciones y para todas las sorpresas.