Doscientos canguros, de Diego Muzzio

Por Martín Cristal

Cuesta hablar de lo que más nos duele

No sólo hay doscientos canguros en el libro homónimo de Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). En sus siete cuentos también desfilan leones, tortugas, ballenas… Los animales aportan su presencia concreta, pero también ofrecen un símbolo enigmático, o encarnan una fantasía infantil, o dan pie para el absurdo.

El absurdo, precisamente, prevalece en “El Hombre Neutral”, donde una invasión de conejos inutiliza una pista de aterrizaje; la situación reaparecerá de soslayo en otros cuentos, como un divertido cruce argumental. Cabe advertir que, por su atmósfera enrarecida, quizás este cuento no sea el más representativo del conjunto. Arriesgo que en la decisión de ponerlo primero gravitó la transparencia con que muestra el tema recurrente del libro: las relaciones paterno-filiales (y también las fraternales, pero siempre como secuela de las otras).

Ese tema se confirma en “Los discípulos de Buda”; de sesenta páginas y corte realista, tal vez sea el mejor cuento del libro. Una familia se resquebraja por el enloquecedor talento ajedrecístico de uno de los hijos, y por la ambición paterna de aprovecharse de ese talento, y por las arbitrariedades más tenebrosas de la historia argentina. Con cameos de Bobby Fischer y Miguel Najdorf, el cuento sigue dos líneas temporales en una trama casi cinematográfica, que gambetea todo lo previsible. Lo sigue “El caza Zero”, una variación más acotada de “Los discípulos…”. Su encierro inicial lo propician una tintorería esclavizadora y la represión emocional de una familia japonesa.

“El cielo de las tortugas” amplia el juego. Primero, en lo formal: en vez de un narrador único, el cuento alterna monólogos que componen un dilema moral alrededor de la enfermedad terminal de una niña. Y segundo, en lo temático: porque en ese coro aparece una madre que equilibra la preeminencia paterna, tan marcada en los cuentos anteriores, donde ellas estaban casi elididas.

Otro cuento memorable, “Caballo en llamas”, articula una historia de amor y la Guerra de Malvinas. Aquí un padre que buscaba perjudicar a su hijo, lo empuja por un camino peligroso, que sin embargo el hijo, con los años, agradece, aunque no sin pagar un alto precio.

El cuento «Doscientos canguros» abre con una cita de Murakami cuya fuente parafrasea a Salinger; la lectura íntegra del relato reafirma la sospecha de que Salinger sería su verdadero modelo tutelar. La escena de una madre (en una casa junto a un lago) tratando de averiguar por qué está enfurruñada su hija recuerda aquella otra de “En el bote”, salvo que aquí la ternura materna nunca llega para aliviar el disturbio emocional. A su modo, la niña —una vez más— le endosará esa frustración a su hermana.

Cierra otro relato coral, “La estructura de los mamíferos”, cuyas primeras diez líneas constituyen uno de los inicios más potentes de la cuentística argentina reciente (y, de paso, nos presentan a la madre más patética de todo el libro).

La cohesión temática, la fluidez del estilo, su lenguaje contemporáneo y una buena paleta de recursos narrativos hacen de Doscientos canguros una experiencia de lectura más que recomendable.

_______

Doscientos canguros, de Diego Muzzio. Cuentos. Entropía, 2019. 232 páginas. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 23 de junio de 2019).

Nuevo libro: La música interior de los leones (Premio Literario Fundación El Libro 2018/19)

|La Fundación El Libro publica mi libro de cuentos La música interior de los leones tras haber ganado el III Premio Literario Fundación El Libro 2018/19. La presentación será el día domingo 28 de abril de 2019, a las 18 hs., en la sala Sarmiento de la 45ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

Esta es la contratapa:

Sobre este libro dijo el jurado: “Sus relatos son mecanismos perfectamente armados que extrapolan focos puntuales de la sociedad tecnológica actual, para pensar distópicamente una cultura en descomposición, abrevando en el carácter especulativo que caracteriza a la ciencia ficción, aunque construya cuentos que no se puedan enmarcar fácilmente en ese género”.

Se trata de una verdadera propuesta (y apuesta) literaria en la que se alternan el minimalismo, el realismo sucio, la fantasía, la ficción paranoica, y donde las voces que narran cambian de relato a relato.

Martín Cristal entrega, en La música interior de los leones, un volumen para la gran biblioteca del libro de cuentos en español.

Este libro obtuvo el Primer Premio en la tercera edición del Concurso Literario Fundación El Libro 2018/19. El jurado estuvo integrado por Elsa Drucaroff, Carlos Liscano, Vicente Battista, Leopoldo Brizuela y Luis Chitarroni.

Leer uno de los cuentos

_________

En la Argentina, esta edición se distribuye
en librerías
de todo el país.

 

Premio Literario Fundación El Libro 2018/19 para La música interior de los leones

El jueves 28 de marzo tuve la suerte de que mi libro de cuentos La música interior de los leones obtuviera el Premio Literario Fundación El Libro 2018/19, otorgado por dicha entidad (promotora de la lectura y organizadora de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires). Es la tercera edición de este premio internacional, a la cual se presentaron 200 obras.

Sobre el libro, dijo el jurado (integrado en esta oportunidad por Elsa Drucaroff, Carlos Liscano, Vicente Battista, Leopoldo Brizuela y Luis Chitarroni):

“Sus relatos son mecanismos perfectamente armados que extrapolan focos puntuales de la sociedad tecnológica actual, para pensar distópicamente una cultura en descomposición, abrevando en el carácter especulativo que caracteriza a la ciencia ficción, aunque construya cuentos que no se puedan enmarcar fácilmente en ese género. Propone una mirada nueva de la ciudad de Córdoba: hace entrar a la narrativa el relato de una urbe atravesada por el capitalismo globalizado. Pese a mantener preocupaciones e imaginarios similares, cada relato encuentra su propio lenguaje y forma: minimalismo, realismo sucio, fantasía, ficción paranoica y hasta policial se combinan en relatos que consiguen una voz y perspectiva propia cada vez que cambia el personaje narrador”.

Aquí algunos enlaces de prensa:

El premio incluye la publicación del libro, que será presentado durante la 45ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (abril/mayo de 2019).

Cazaviejas, de Ariel Magnus

Por Martín Cristal

Comedia ligera con viejas desnudas

Ariel-Magnus-CazaviejasEntre todas las variantes posibles en la construcción de la identidad sexual, la gerontofilia es la que manifiestan aquellos individuos que buscan parejas sexuales mucho mayores que ellos. Ni más ni menos que el gusto o la inclinación sexual por los viejos. O las viejas.

El simpático y juvenil narrador de Cazaviejas —la novela más reciente de Ariel Magnus (Buenos Aires, 1975)— es un adicto a las ancianas que, a modo de confesión pública, ofrece unas memorias inconclusas con las que busca explicar las raíces de su inclinación sexual, sin que dicho racconto se entienda como excusa de una conducta pasible de ser reprobada por los demás, sino sólo como una forma sincera de darse a entender. Así, asumido y sin culpas, empieza relacionando el despertar de cada uno de sus cinco sentidos con su azarosa educación sexual, de la que da cuenta en capítulos titulados con el nombre de las mujeres (las viejas) que la fueron propiciando.

Su gerontofilia —nos dice el narrador ya desde el comienzo de la dedicatoria— lo habría llevado al escarnio público y a la pérdida de su libertad individual. Sobre la curiosidad que generan estos y otros datos que el relato va adelantando, hay que decir que funcionan sólo como anzuelos para el lector: son promesas narrativas que acicatean la curiosidad pero que pueden quedar incumplidas al terminar el texto por su carácter explícito de confesión incompleta.

El humor manifiesto y bienvenido de Magnus se basa (quizás demasiado) en los juegos de palabras (por ejemplo, el que opone “cazaviejas” a “Casanova”, declarado antecedente de este seductor serial); y, en menor medida, también en la inversión de roles, o en el absurdo de algunas situaciones (por ejemplo la de una casa que se construye desde el tejado hacia abajo; este tipo de yeites recuerdan a César Aira). En ocasiones Magnus parece dejarse llevar livianamente por sus mismos juegos verbales; en otras parece muy pendiente de que estos “chistes” consigan su efecto.

En otro nivel, que complejiza la lectura sin restarle diversión, el texto argumenta sobre la vejez y sobre el sexo —a veces relacionando ambos conceptos, a veces por separado— con pasajes ensayísticos de alta retórica y a caballo de una sintaxis exuberante (que por momentos puede resultar algo recargada). El narrador tiene debilidad por los paréntesis, no sólo dentro de la frase: el libro se estructura con seis capítulos que, para el conjunto, funcionan abiertamente como capítulos-paréntesis. Éstos pausan el argumento de la novela para presentar digresiones sobre temas como las fotos familiares, los geriátricos, el futuro o la juventud, entre otros.

Con un estilo pomposo y refinado, cuya misión es narrarnos una historia nada pomposa ni refinada, Magnus ofrece en Cazaviejas un divertimento tan sólido como ligero.

_______

Cazaviejas, de Ariel Magnus. Novela. Interzona, 2014. 128 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 7 de mayo de 2015).

PALP, revista de géneros: presentamos el número 2

revista-palp-2

PALP, revista de géneros

Llega el Nº 2 de esta revista-libro semestral —sí, impresa, en papel—
inspirada en las viejas publicaciones pulp norteamericanas.
Trae relatos completos de género (ciencia ficción, fantasía, terror,
policial, mixturas y zonas aledañas) escritos por distintos autores.

En el #2 escriben
Osvaldo Aguirre, Javier Mattio, Juan Manuel Candal,
Iván Wielikosielek, Laura Ponce, Pablo Dobrinin,
Sebastián Pons, Guillermo Bawden, Fernando Montes de Oca y Juan Manuel Porta.

Lo presentamos en Córdoba mañana viernes 30 de mayo.

El proyecto también comprende la publicación
de ficciones online por entregas: PALP Series.

Más información en el sitio:

www.revistapalp.wordpress.com
|

|

PALP, revista de géneros: ¡presentamos el número 1!

Revista-PALP-1
Muy contento de participar
en este nuevo proyecto colectivo:
PALP, revista de géneros.

Una revista-libro semestral —sí, impresa, en papel—
inspirada en las viejas publicaciones pulp norteamericanas.
Trae relatos completos de género (ciencia ficción, fantasía, terror,
policial, mixturas y zonas aledañas) escritos por distintos autores.

En el #1 escriben
Elvio E. Gandolfo, Rodolfo Santullo, Ramiro Sanchiz,
Cezary Novek, Luciano Lamberti, Diego Cortés,
Leonardo Oyola y un servidor.

Lo presentamos en Córdoba el próximo viernes 13 de diciembre.

El proyecto también comprende la publicación
de ficciones online por entregas: PALP Series.

Más información en el sitio:

www.revistapalp.wordpress.com
|

|

Las ostras: en Buenos Aires, este sábado

CaballoNegro-Recovecos-enBsAs

Más sobre la novela:

Click para ir al sitio de la editorial

Adelanto del Capítulo 1

Presentaciones de Pablo Dema y Diego Vigna

Entrevista (La Voz)

Reseñas de Carlos Schilling y David Miklos

Novela del mes en Sur de Babel

Premio «Alberto Burnichón» 2012

Las ostras en e-book

Las ostras, selección de abril de 2013 en Sur de Babel

Sur de babel blog
Me alegra enterarme de que en abril de 2013
Las ostras es el libro elegido por Sur de Babel,
club de libros independientes que, desde Buenos Aires,
realiza «una selección mes a mes de la literatura más escondida
que se edita en nuestro país y en toda Latinoamérica».

Sus coordinadoras,
Josefina Heine y Victoria Rodríguez Lacrouts,
leen lo que las editoriales independientes publican,
haciendo un seguimiento de sus novedades. Eligen difundir
aquellas propuestas de calidad que no resultan tan visibles
como las de los grandes grupos editoriales.

¿Interesado en ser parte del club? ¿Ganas de saber más?
Toda la data en su website:

www.surdebabel.com.ar

|

La conquista de la singularidad (segundo movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el segundo de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.

[Leer el Primer movimiento]
________

_

Segundo movimiento:

La conquista de la singularidad

“El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser ésta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin…”. Cees Noteboom toma esta cita de un sabio del siglo XII, Ibn Arabi, para abrir su libro Hotel nómada. Supe de esta proposición —antieleática y contradictoria— gracias a una amiga que pasó por mi blog y dejó un comentario en un post que trata sobre el tópico literario que equipara la vida con un viaje: peregrinatio vitae. En ese texto me centraba en la idea del regreso y su imposibilidad: nadie vuelve porque, en una perspectiva temporal amplia, volver es seguir yendo.
.

Para un artista, ¿es posible irse de su ciudad y a la vez seguir estando en ella? En el Nº4 de Un pequeño deseo, Natalia Blanch dice que el que se va no es quien debe responder esta pregunta. Para un escritor, la respuesta es fácil: siempre dirá que sí se puede, porque es así como todos los escritores quieren entender no sólo el espacio, sino también el tiempo. La posteridad: irse, pero seguir estando. Malas noticias, muchachos: el universo vuelve inexorablemente a su Nada previa y nuestras vidas y obras viajan con él. Bolaño nos lo recuerda en Los detectives salvajes:


Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura.
[…] Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

Llevaba en México casi tres años cuando leí Los detectives salvajes. El libro me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida entristece porque no consigue enraizarse en ninguna parte. “Uno se puede pasar toda la vida dando vueltas sin dirección”, dice Carlos Godoy. “El desarraigo siempre duele”, recuerda Daniel Giannone. Un dolor así comenzaba a surgir en mí por aquellos días.
.

¿Cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en mi decisión de volver? Sumó lo suyo. ¿Qué hubiera podido seguir escribiendo yo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos) y luego de haber leído algo como Los detectives…? ¿Adoptaría el lenguaje mexicano ya no como un juego de contrastes, sino como algo propio? ¿Seguiría con otras historias de exilio o extranjería?

“El retorno es una pieza clave en el pensamiento”, dice Godoy; “todo se trata de tener presente la idea de volver con la misma idea de que a lo mejor nunca se vuelve”. En mí, ese equilibrio duró cinco años y al fin se inclinó hacia la vuelta a Córdoba. Volví a rastrear las historias que me concernieran a nivel afectivo. ¿Contar primero lo que se vio al viajar? Por qué no: parte del oficio de ser artista —según Blanch— es contar lo que se ve y se hace. “Lo exótico en narrativa es la mediación entre ‘el extranjero’ y un público que se supone ‘es de casa’”. Esto lo dice David Lodge en El arte de la ficción, apoyándose en ejemplos de Conrad y Greene. Practiqué esa mediación en los cuentos de Mapamundi, que fue lo primero que publiqué al volver. Ahora estoy dando el siguiente paso: adentrarme en el universo de mis afectos recuperados y deshacerme poco a poco de reglas y condicionamientos inútiles para narrar. La libertad y la originalidad no se compran hechas en un free shop lejano ni tampoco en un kiosco de Colón y General Paz. La única forma de ser algo así como original es ser personal. La cuestión no es sólo por la forma, sino también por el contenido: claro que importa el cómo, pero también tengo que pensar bien qué historias debo contar yo, esas historias que, si no son contadas por mí, no serán contadas por nadie. “La cuestión reside en la singularidad del individuo más allá de la identidad demasiado ligada al lugar de origen”, dice Natalia Blanch citando a William Kentridge. Y tiene razón: donde sea que estés, lo que importa es conquistar tu propia singularidad.

No tenemos ni la menor idea de quién pueda ser William Kentridge, pero si quisiéramos enterarnos, hoy esa información está a sólo dos o tres clics de distancia. Esto linkea directamente con la urgente revisión del consejo más trillado en la historia de la literatura: pinta tu aldea y pintarás el mundo. ¿Lo dice Tolstoi? Ya no: hoy lo dice Google, y agrega: “quizás quiso decir pinta tu aldea global”. El planeta se ha encogido y la trashumancia épica es historia. Ya nadie extrema el Oeste como Colón, o el Este, como Marco Polo; ya nadie fuerza el Norte como Peary o el Sur como Amundsen. Hoy sacás un crédito (o mendigás la bequita) y después volás a Nueva York o a México DF; caminás mucho, sacás fotos, tomás una sopa en lata, mirás una caja de cartón, leés una novela, creés entender un par de cosas y pegás la vuelta a ese lugar del que nunca saliste ni saldrás: el presente. Porque tu lugar puede cambiar, pero tu tiempo es hoy, muchacha (corazón de tiza). Y esto será siempre así, quedándote o yéndote. Y si mañana es mejor, es porque —dentro o fuera del arte— para todo lo que hagas mientras el universo no termine de desintegrarse, el Tiempo será tu juez. Un juez voluble, pero insobornable. Un juez mucho menos corrupto que el Lugar, ese envidioso intrigante que no quiere que nadie sea profeta en su tierra.

.

_______

No dejes de visitar los sitios de:
Leticia El Halli Obeid
Natalia Blanch
Leo Chiachio & Daniel Giannone
Carlos Godoy
Casa 13

De distancias y de artistas (primer movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el primero de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.
________

_

Primer movimiento:

De distancias y de artistas

Según mi osteópata, son siete las acciones cuya suspensión prolongada nos llevaría a la muerte: 1) respirar; 2) beber; 3) comer; 4) orinar; 5) defecar; 6) dormir; y 7) movernos. “Hay que moverse más”, me dice cada vez que me reacomoda el esqueleto y me reta por todo el tiempo que paso sentado frente a la pantalla escribiendo textos como éste. En otro texto, pero del número 4 de Un pequeño deseo, Leticia El Halli Obeid propone el movimiento (“salir, ir, volver, andar, recibir visitas…”) como una solución para que los artistas locales, sin que tengan que irse definitivamente a otra ciudad, logren “disipar el fantasma de que la fiesta siempre está pasando en otro lado”. Una recomendación saludable, diría mi osteópata, y a mí no me quedaría más que estar de acuerdo con un tipo que de todos modos sabría cómo reacomodarme el cráneo.

Más allá del consejo —y de que mi osteópata no dijo “orinar” y “defecar”, sino mear y cagar—, siempre conviene tener en cuenta que el arte es libre o no es nada: si un artista concluye que su entorno compromete seriamente su expansión creativa, entonces las opciones son dos: modificar ese entorno o partir. Para comprender mejor el recorrido de un artista que se va, habría que determinar si dicho movimiento responde a una lógica en la que el Arte es la premisa y el Viaje su consecuencia; o si, por el contrario, la premisa es el Viaje en sí, y luego es el Arte (o el Artista) lo que aflora como resultado del movimiento emprendido.

Lou Reed y John Cale empiezan su biografía musical de Andy Warhol —Songs for Drella con el instante en que el artista considera irse de Pittsburgh. La premisa acomodada en el cráneo de Warhol es su (nada pequeño) deseo de “triunfo” artístico: “¿De dónde salió Picasso? / No hay ningún Miguel Ángel que provenga de Pittsburgh / Si el arte es la punta del iceberg / yo soy la parte que se hunde debajo”. Para emerger a la escala de su anhelo, Warhol salta de su smalltown y, como tantos otros, cae en Nueva York (es decir: cae en un lugar común). Sinatra canta que si la hacemos ahí, la haremos en cualquier parte: “depende de ti, Nueva York”. La verdad es que no: depende del esfuerzo personal, la formación, las relaciones sociales y la suerte, aunque es cierto que sin el caldero de la Gran Ciudad, el “éxito” de Warhol no hubiera alcanzado la dimensión que él ambicionaba. Hay plantas que un día necesitan una maceta más grande. La medida de nuestras fantasías motiva y justifica todo movimiento.

.

Lou Reed & John Cale: «Smalltown».
Del álbum Songs for Drella (1991)

.
Daniel Giannone no se fue a Buenos Aires porque en Córdoba faltaran espacios artísticos, sino por una crisis que lo había llevado a interrumpir su producción (“me exilié de mi deseo, lo silencié”; una confesión terrible). Aduce motivos complementarios, pero reconoce que en Córdoba “no sucedían muchas cosas” y que le “resultaba más interesante la propuesta de Buenos Aires”. Creo que no debe proponer la ciudad, sino el artista, pero comprendo que partir haya sido necesario para reponer las fuerzas perdidas en la afonía del deseo. La mudanza de Natalia Blanch a Europa también se originó primero en una necesidad artística, aunque de formación; la variante en su caso es que el viaje se comió todo el ancho de banda, hasta abarcar su campo vital completo. Así pasa: primero uno viaja al extranjero; cierto día uno ya vive ahí, y hasta le cuesta determinar la frontera entre uno y otro estado.

Salvando las distancias entre ellos (aunque, ¿por qué salvarlas? Estamos hablando precisamente de eso: de distancias y de artistas), Warhol, Giannone y Blanch emprendieron sus viajes con el arte como premisa. Mi caso fue el opuesto: mi premisa no fue la literatura, sino el viaje en sí mismo. Armé una mochila y recorrí México por una necesidad íntima, la de todo viajero: ir en busca de experiencia (“todos somos Ulises en miniatura”, dice El Halli Obeid; “uno finalmente siempre va atrás de lo que busca”, completa Carlos Godoy). Después el viaje se fue haciendo vida. El arte —la literatura o el escritor o mi primera novela— terminó por aparecer entre toda esa experiencia que también me llevó a ver mi primera muestra de Andy Warhol.

Fue en el Palacio de Bellas Artes del DF. La obra que más me impresionó fue una de las famosas “cápsulas del tiempo”: una caja de cartón con objetos variados, cotidianos e intactos. Una novela es esto, pensé: una caja llena de cosas seleccionadas por alguien. El lector va sacando y dejándose llevar por el concierto de esas cosas, por su secreta correspondencia. Podría haber llegado a esta revelación por otros caminos, incluso sin ver la caja o sin viajar hasta México. “Sin salir de casa / se puede conocer el mundo”, dice el Tao Te Ching. Puede ser, pero sin duda esa definición de novela se fijó en mí con naturalidad, pregnancia e inmediatez máximas gracias a haberse revelado en una experiencia integrada a mi circunstancia vital, un estado de evidencia siempre más instantáneo que el que puede alcanzarse leyendo manuales de técnica narrativa o asistiendo a talleres literarios pedorros. El viaje: acelerador de partículas, maestro y catalizador, largavistas para espiarse desde fuera.

Sin viajar quizás tampoco hubiera visto nunca una lata de sopa Campbell’s. No fue en la muestra de Warhol; mi primera lata de sopa Campbell’s —la primera tridimensional y verdadera— la vi en un supermercado del DF. Cuando se la abre, cae un potaje semisólido que conserva la misma forma de la lata. Después, mezclada con agua caliente, se va ablandando en la olla. No está mal, aunque no da para comer eso todos los días. Volver para contar algo de lo que se vio es una opción que puede pacificar el alma de inquietudes y ansiedades.
.

.
[El segundo movimiento, en el próximo post.]

La Molécula Levrero

Por Martín Cristal

Este post de El pez volador complementa a un artículo que escribí en simultáneo para el blog de la revista La Tempestad de México.

Corriente y contracorriente de lectores

En ambas márgenes del Río de la Plata, todavía es fácil distinguir quiénes leían a Mario Levrero desde antes de su muerte (2004) y quiénes lo descubrieron después, con su relanzamiento editorial. Por supuesto, no es asunto de importancia ante la alegría de que efectivamente muchos estén leyendo a Levrero; además, cuando sus obras estén reeditadas por completo, ambos grupos de lectores terminarán por confundirse.

Mientras tanto, y si se perdona el pecado de generalizar un poco, se puede decir que la diferencia entre unos y otros radica en el sentido —la dirección— en que recorren esa obra. Los primeros venían zigzagueando desde la plaqueta de Gelatina (1968) hacia La novela luminosa (2005), más o menos en desorden según pudieran (o no) conseguir los libros. Los segundos arrancan por la luminosa, o por la reedición de El discurso vacío, y van explorando hacia atrás al ritmo de otras reediciones (o de lo que puedan hallar en librerías de viejo).

Uno, dos, muchos Levreros

La novela luminosa y El discurso vacío son libros impecables pero —gusten o no— son sólo una faceta de un escritor cuyo verdadero gen creativo resulta difícil de captar sólo desde la lectura de esos dos títulos.

Y es que hay muchos Levreros. Cuatro o cinco. O seis. O, por lo menos, dos Levreros. [Este asunto lo detallo mejor en el artículo del blog de La Tempestad].

Mínimo, dos Levreros. Es curioso: en las tapas de algunas ediciones de Arca, se ve una foto de Levrero partida en dos: la mitad izquierda saliendo a corte por la derecha y la mitad derecha saliendo por la izquierda… El diseño era horrible, pero a la larga su concepto resultó atinado.

A veces ambos Levreros se sienten como personas distintas. Quizás sólo haya una diferencia de madurez: una juventud juguetona que prefiere las piruetas formales y el vuelo imaginativo, frente a una vejez cuya experiencia lo decanta hacia la reflexión y la sencillez formal. A pesar de la distancia que pueda haber entre ambos modelos, la mirada y el tono espiritual que los recorren son los mismos. Otra constante es cierta tersura kafkiana en la prosa.

Aunque yo mismo, como lector/escritor, me he distanciado un poco de “lo fantástico”, igualmente tengo para mí que el corazón de la obra levreriana no es La novela luminosa, sino los cuentos multiformes de Espacios libres y la llamada “trilogía involuntaria”, compuesta por las novelas cortas La ciudad, El lugar y París. La ciudad es decididamente kafkiana, al modo de El castillo. El lugar me parece la mejor (aunque el propio Levrero pensara lo contrario): creo que su concepción es genial, y que además puede leerse como un puente entre los mundos de la fantasía y el mundo real. París cierra bien el conjunto, con un toque más surrealista que las otras dos.

El mapa de una obra sui generis

¿Cómo representar y valorar una obra tan variada y heterodoxa? No me van los rankings; en este blog me he inclinado varias veces a favor del mapa literario. Al mapa de Mario Levrero lo he imaginado en la forma de una molécula bastante sui generis:

Ampliar la imagen para ver las relaciones internas de la Molécula Levrero.

La cronología va de izquierda a derecha (con alguna alteración por razones de espacio). En el eje vertical, ubico arriba las obras más importantes y abajo las que juzgo menores (o meras curiosidades en el contexto de la obra completa), esto siempre según una valoración que es personal y que seguramente no coincidirá con la de otros lectores. El tamaño de las esferas también indica la importancia que estimo para cada obra (aunque los cuentos se ven más grandes que las novelas porque necesitaba más espacio para detallar los contenidos de cada libro; no quiero decir que me parezca más importante un género que el otro). Las relaciones más fuertes entre las obras están indicadas por los conectores que las unen. Los estilos y géneros —a veces mixtos, no siempre claramente definidos—, se sugieren con un sistema de colores (ver referencias al ampliar el gráfico. Si no ampliás el gráfico, no te enterás de nada…).

Ficciones de la crisis

Por Martín Cristal

Algunas literaturas nacionales —como la alemana, por ejemplo— quedan profundamente marcadas por los hechos más aberrantes de la Historia. En Argentina, muchos escritores no pueden dejar de escribir sobre la dictadura militar, de situar sus ficciones más o menos cerca de ese contexto histórico o de mencionarlo más o menos tangencialmente.

Sin embargo, el tiempo no se detiene y la Historia sigue proveyendo hitos nuevos, que no están desconectados de los anteriores, pero que de a poco van superponiéndose a ellos. En la ficción alemana, por ejemplo, el tema que sucede al nazismo es la vida en la Alemania oriental y la caída del muro de Berlín, lo cual se ha visto reflejado claramente en el cine (Good bye, Lenin!; La vida de los otros). En Argentina —y aunque sea de una índole totalmente distinta a los crímenes de la dictadura militar—, la crisis económica de 2001 fue un momento histórico que marcó al país de un modo indeleble.

En esta primera década del siglo XXI, muchos autores locales contextualizaron obras de ficción durante la crisis final del gobierno de Fernando de la Rúa: tenemos por ejemplo El grito, de Florencia Abbate (2004); El cantor de tango, de Tomás Eloy Martínez (2004); La balada del asador, de Vicente Muleiro (2007); o El que avisa no es traidor, de Jorge Felippa (2007).

En esta corriente reconocible también se inserta Allá, arriba, la ciudad, novela corta de Ramón D. Tarruella (Quilmes, 1973; actualmente vive en La Plata, donde forma parte de la editorial independiente Mil Botellas). La novela resultó ser una de las premiadas en la edición 2008 del Premio Municipal Luis de Tejeda, de Córdoba. El jurado —Angélica Gorodischer, Tununa Mercado y Perla Suez— destacó la «notable madurez» de este libro «fuerte, sin recompensas» (y nada pretencioso, agregaría yo).

La acción transcurre en un pequeño teatro céntrico de Buenos Aires, el Alborada, que funciona en lo que antes fuera el sótano de una fábrica de galletitas creada por inmigrantes italianos. Tres miembros del personal —un joven carpintero, un electricista de Misiones y la encargada de la limpieza— interrumpen sus tareas cuando oyen, en el techo, los cascos de los caballos de la policía, lanzados por las diagonales del centro: son las corridas de diciembre de 2001, en los alrededores de Plaza de Mayo. Roberto, Julián y Silvana quedan inmovilizados bajo tierra, reducidos a acciones mínimas: rememorar viejas puestas de ese teatro, tomar un mate (que tal vez se lleva demasiadas páginas) y desentrañar lo que sucede afuera.

Los personajes no tienen forma de saber con precisión lo que sucede allá arriba, en la ciudad, pero van haciendo sus conjeturas (en ocasiones con demasiada claridad para la poca información que tienen). Sus interpretaciones y recuerdos están mediados por la voz de un narrador que prefiere las enumeraciones poéticas y los enunciados largos, larguísimos, a veces francamente extenuantes o encabalgados. Tarruella aprovecha para establecer un paralelo entre ésta y otras crisis mundiales que trajeron a los inmigrantes a nuestro país, tal como vinieron, por ejemplo, los fundadores de la fábrica de galletitas; en este paralelo, la novela se emparenta vagamente con la miniserie televisiva Vientos de agua (Juan José Campanella, 2005).

Los tres personajes quedan así por debajo de la línea de la calle (¿debajo de la línea de pobreza?), «en medio del caos y los estruendos, indefinidos y siempre presurosos» pero también «juntos y en su lugar de trabajo, un refugio al fin…». Con la tasa nacional de desempleo en un nivel escandaloso, dicho refugio llegará a su fin para la clase trabajadora. Y cuando el techo del teatro comience a agrietarse, la metáfora del derrumbe argentino de 2001 quedará más que clara para los lectores.

_______

Allá, arriba, la ciudad, de Ramón D. Tarruella, se presenta hoy jueves 29/4 a las 19:30 hs en la ciudad de La Plata, en el Centro Cultural Islas Malvinas (calles 19 y 51). Invitada: Tununa Mercado. Entrada libre y gratuita.

Imagen tomada de PapBlog.

Las novelas de Ariel Bermani


Por Martín Cristal

Me acerqué a la narrativa de Ariel Bermani hace tres años. Disfruté mucho su novela Leer y escribir (Interzona, 2006), pero me gustó más todavía la que acabo de leer: El amor es la más barata de las religiones (HUM, 2009). Apenas la terminé, fui a buscar la que me faltaba de las tres que Bermani lleva publicadas hasta ahora: Veneno, ganadora del premio Emecé en 2006. Las tres comparten personajes y rasgos comunes.

______

El título de la novela más reciente de Ariel Bermani (Lomas de Zamora, 1967) proviene del diario de Cesare Pavese: “L’amore è la più a buon prezzo delle religioni” (entrada del 21/12/39). En ese mismo diario —El oficio de vivir—, pero ocho meses antes, Pavese también escribía: “Tutto il problema della vita è dunque questo: come rompere la propria solitudine, come comunicare con altri.”

Cómo romper la propia soledad, cómo comunicarse con los otros: ése es todo el problema de la vida, dice Pavese, y Bermani lo ilustra bien con sus breves novelas. Diálogos con interlocutores silenciados, para que se vuelvan monólogos; llamadas telefónicas con preguntas que no reciben respuesta; personajes que poseen serios problemas para relacionarse, no digamos ya para expresar abiertamente alguna clase de amor. Porque, si el amor es la más barata de las religiones (o “la más berreta”, como dice Pasto), eso no quiere decir que sea un sacramento fácil de dar o de recibir. All you need is love, cantaban los Beatles para indicar que no te hace falta nada más para vivir; sin embargo, aquel estribillo simple también puede leerse así: si el amor es todo lo que necesitás para vivir, entonces ya te podés imaginar todo lo que vale —todo lo que cuesta— el amor.

Los personajes de Bermani —cada uno con su apodo— aprenden lo que cuesta el amor mientras entrecruzan sus destinos en las tres novelas. Lo hacen a costa de periplos relativamente cortos en su exterioridad (de la capital a alguna localidad de la provincia de Buenos Aires o viceversa), pero extenuantes y transformadores en el plano interior. Un plano, eso sí, menos explícito en el texto: casi siempre, Bermani prefiere circular con frases cortas y secas por la superficie de las acciones, priorizando el ritmo narrativo y evitando introspecciones o interpolaciones, confiando en que el lector descifrará desde ahí afuera todo lo que bulle dentro de los personajes. El autor se distancia del realismo sólo una vez, en Leer y escribir, en un pasaje simbólico/poético donde se describe una “calle de los lectores perdidos” y a unos absurdos y divertidos (anti)porteros de biblioteca.

Los protagonistas de las tres novelas salen en busca de algún indefinido cabo suelto en sus orígenes como una clave para comprender o paliar su presente. En Leer y escribir, Basilio Bartel deja atrás la rutina de la biblioteca donde trabaja y vuelve al barrio, a lo de sus padres; también visita al Negro Veneno. Apenas lo ve, pega la vuelta: igual que con su madre, Bartel tampoco puede conectar ya con su viejo amigo. El recorrido, sin embargo, valdrá la pena: cuando vuelva a casa con su esposa, Bartel nos recordará que alguna vez se definió al argumento de un relato como un “proceso completado de cambio”.

A su vez, Veneno —en la novela que lo tiene por protagonista—, intenta ir en busca del tiempo perdido cuando se reencuentra con una mujer que besó una sola vez, quince años atrás. El “viaje” de Veneno es mucho menos lírico que el de Bartel. Éste va escuchando a Spinetta en el discman y encuentra amigos poetas en su camino; Veneno, en cambio, busca pleitos sólo para hacerse pegar, se emborracha, maltrata a su mujer, escapa de taxis y bares sin pagar la cuenta… Ambos recorridos son tristes, pero el fracaso es más marcado para Veneno, que “comprende de una vez, y para siempre, que está solo, completamente solo” (la mujer de Bartel se siente igual). La única victoria de Veneno es agrietar un poco su propia coraza para llamar a su padre y expresarle algo de afecto.

Y es que, de todas las formas del amor, la más constante en las tres novelas de Bermani —además del amor al vino y los cigarrillos— es la del amor filial. Bartel vuelve a ver a su madre; Veneno inicia, a lo Camus, con la muerte de la madre del protagonista, y completa el círculo con el llamado a su padre; y El amor… también nos entrega una mini road movie donde todo se juega en la relación que puedan reconstruir un padre (Riky) y su hijo (Nacho). Riky se llevará a Nacho en su 4×4, en una carrera desbocada y sin metas claras, pero que tiene un destino inevitable: la vuelta al pago donde él alguna vez fue un chico pobre al que llamaban Astroboy, que jugaba en el equipito del barrio a las órdenes del DT Mercado. (Mercado es otra novela de Bermani, aún inédita).

Me gustan las novelas donde hay una voz narradora potente, pero hoy valoro más las que varían con pericia muchas voces o las que no se recluyen en una sola estrategia para narrar. Lo que distingue a El amor… de las dos novelas anteriores de Bermani se sitúa en ese plano formal: el autor apela a la polifonía para entregarnos un relato que se va formando con fragmentos de una página, primero con la voz de Nacho, y luego con la de la madre de Nacho, la de su abuela, la de la empleada doméstica y la del propio Riky, entre otras (sólo más tarde intervendrán también algún narrador en tercera o el estilo directo de los diálogos).

Así, el rol del lector se vuelve muy activo, tanto que recomiendo no leer la contratapa del libro y zambullirse directamente en la experiencia del texto. El relato de El amor… avanza velozmente mientras uno saborea la identificación de las voces y la reconstrucción de los hechos, ejercicio que provoca aquella dicha que quería Borges: la de entender, “mayor que la de imaginar o la de sentir”. Para Riky, en cambio, la dicha es escasa: él no entiende (lo que pasó entre él y su mujer), no imagina (cuán difícil será acercarse a su hijo ahora) y, sobre todo, no siente (nada por ese hijo).

El autor precipita a sus personajes por un embudo hecho de suburbio y de pasado. Van directo hacia el agujero de sus orígenes, arrastrados por una gravedad que no los deja aferrarse a la gran ciudad o a otra clase social. Durante el viaje, Bermani los pone siempre cara a cara con ese fracaso en el que se resume tutto il problema della vita.

Iniciación (III)

Por Martín Cristal

Tercera y última parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en la segunda, a los primeros intentos de narrar por escrito. Aquí finalmente llegamos al debut: la publicación del primer libro.

[Leer la segunda parte]

[Leer la primera parte]

_______

Viajé a Córdoba. Fueron días muy duros. La operación de mi papá iba a ser difícil: el cirujano tenía que hacerle seis by-pass de una sola vez.

Por suerte todo salió bien. Pero mientras mi papá se recuperaba, me tocó encargarme —otra vez— de su galería de arte.

En realidad, para entonces la galería de mi papá ya había tenido que cerrarse definitivamente. De lo que tenía que hacerme cargo era más bien de una muestra de pintura que mi papá había colgado en un bar del centro de Córdoba. Los cuadros estaban a la venta, y si aparecía algún interesado tenía que haber alguien en el bar para atenderlo, al menos en las mañanas. Otra vez: yo sólo tenía la lista de precios de los cuadros y el nombre de los pintores. Si me hacían alguna otra pregunta, no sabía qué contestar.

Un día mi papá se sintió mejor y se animó a ir. Yo lo acompañé; estuvimos juntos toda la mañana en el bar. A la siesta volvíamos a casa caminando por la zona peatonal. Era verano y a esa hora el centro de la ciudad estaba desierto. Él iba muy despacio y yo al lado, copiándole el paso, cuando en la esquina apareció Daniel Salzano.

Salzano, Daniel: periodista y escritor cordobés al que yo leía cada vez que volvía de visita a mi ciudad natal, gracias a que mi papá (por instrucción mía) recortaba todas sus colaboraciones del diario local y me las guardaba. Cada vez que yo llegaba de visita, encontraba una pila de artículos de Salzano en mi cuarto y los leía de un tirón. En aquellos días me gustaba su estilo, plagado de localismos nostalgiosos y referencias cinematográficas. [Era el único escritor cordobés que había leído hasta entonces. No, mentira: ya había leído antes a Juan Filloy… Bueno, digamos que Salzano era el único escritor cordobés de menos de cien años de edad que yo había leído hasta entonces].

Ahí estábamos los tres, en el calor de la siesta, parados en la peatonal. Ni un alma más alrededor. Mi papá, que conoce a todo el mundo —es un infierno caminar con él por la calle, uno tiene que pararse cada dos minutos a saludar a alguien—, inevitablemente, lo saludó. Al parecer alguna vez le había vendido un cuadro. El otro se acercó y se pusieron a conversar. Yo, muerto de vergüenza por no saber qué decir ni cómo encajar, me alejé unos pasos y giré para ver la vidriera de una librería. Desde ahí los vigilaba en el reflejo del vidrio, escuchando el diálogo a mis espaldas. Mi papá le contaba a Salzano de su operación, que estaba contento porque había zafado con lo justo, etcétera. Hasta ahí la conversación venía dentro del trámite previsible y normal. Pero en eso, para consumirme de vergüenza total y absoluta, mi señor padre comenzó a desabotonarse la camisa —¡en plena zona peatonal de Córdoba, en pleno centro del universo!— para mostrarle al que por entonces era mi Escritor Cordobés Número Uno la cicatriz renegrida que la operación le había dejado en el pecho.

Le rogué a la tierra que me tragara, pero milagros así no se conceden en Córdoba, y menos a la siesta. Ahí estaba mi progenitor, enseñándole una cicatriz desagradable al tipo al que yo hubiera querido hacerle mil preguntas sobre otros temas: mi propio padre, haciendo el ridículo, tirando aquella oportunidad por la borda. Pero entonces sucedió algo inesperado:

Salzano, con toda calma, se desabotonó la camisa —¡en plena zona peatonal, en pleno centro del universo!— para mostrarle a mi padre su propia cicatriz, producto del infarto por el que lo habían operado a él algunos años antes. ¡Ahí estaban los dos viejos, cagándose de risa mientras comparaban en plena calle el tajo recién cosido del uno con la cicatriz añeja del otro!

Para mí, eso fue demasiado. Me acerqué para, de alguna manera, inducir a mi padre a despedirse.

Se despidió, pero así: “Che, Salzano, éste es mi hijo. Está empezando a escribir y anda con ganas de publicar algo. Por qué no lo orientás un poco y le contás cómo es el asunto…”.

Finalmente, mi viejo había sabido qué decir en el momento justo, porque el otro me miró y me dijo: “Pasá el lunes a la una por mi oficina. Tomamos un café y charlamos”.

***

El lunes siguiente a la una en punto yo estaba en la puerta de la oficina de Daniel Salzano. El tipo se había olvidado por completo de la cita: cuando llegué ya se estaba yendo con unas bolsas y unos paquetes. De salida, me encontró ahí parado. Se frenó en seco y giró despacio, como resignado, haciéndome con la cabeza una señal de que lo siguiera de vuelta para su oficina. Mi vergüenza refluyó: justo que el tipo estaba saliendo temprano del trabajo yo caía para cortarle la retirada.

Sin embargo, fue muy amable conmigo. Conversamos durante dos horas; él habló más que yo. Mi visión ingenua y desinformada de la literatura se fue desmoronando para dar paso a otra, seguramente más cercana a la realidad. Me enteré de que la gente cada vez leía menos y de que cada vez había menos editoriales independientes; que pensar en ganar dinero escribiendo literatura era una ilusión quijotesca; pero que, si conseguías que te pagaran algo por hacerlo, eso no necesariamente iba a contaminar tu prosa ya que, por el contrario, que te pagaran era justo; que hacer un libro para regalarlo no estaba mal —él ya lo había hecho una vez— pero que hoy la gente valoraba las cosas si le costaban un poco, si tenía que hacer un esfuerzo de su parte para conseguirlas; que regalar la edición entera sería algo fugaz, y el libro como tal desaparecería de la escena pronto. También que mi negativa a entrar en los circuitos comerciales podía ser leída como simple miedo a probarme en una arena donde incluso autores rotulados como “no comerciales” también luchaban por un espacio; que como autor uno es responsable de todos aquellos aspectos del libro en los que pueda intervenir, incluido, de ser posible, el precio de venta; que él no volvía a leer los libros que había escrito y que la única página que le importaba era la que escribiría al día siguiente. Además, me recomendó que para ese primer libro mío hiciera una tirada pequeña. Hablamos también de Juan Filloy y de Julio Cortázar. Me explicó que Cortázar era un autor que había hecho que muchos lectores jóvenes se pusieran a escribir.

Nos despedimos. La conversación me fue muy útil: me obligó a repensar muchas cosas. No coincidía con él en todo, pero igualmente, al volver a Buenos Aires, preparé otro plan.

***

Era básicamente el mismo plan de antes, pero con una modificación importante al final. Imprimiría el libro en la imprenta de mi trabajo; pero luego, en lugar de regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos, iría a ver a un editor de Córdoba para ver si estaba interesado en distribuirlo en las librerías de la ciudad.

De todos los cuentos escritos, seleccioné diez; los ordené y los corregí un millón de veces. Titulé al conjunto: Las alas de un pez espada. Diseñé yo mismo el libro, tanto su interior como la portada. No me salió todo lo bien que yo hubiera querido, pero no estaba tan mal para ser el primero. Recuerdo que un domingo de elecciones nacionales, no fui a votar para poder terminar el original, que tenía que entregar a imprenta al día siguiente.

alaspez

Un mes más tarde tenía quinientos libros idénticos en mi casa. Estaba feliz. Gran borrachera con mis amigos.

El editor cordobés al que había decidido ir a ver era Jorge Felippa. Salzano lo había mencionado al pasar en la conversación que tuvimos; yo reconocí el apellido Felippa porque un compañero mío en la facultad se llamaba igual. La ciudad de Córdoba no dejaba de ser un pueblo chico: mi compañero resultó ser el hijo del editor. Le hice llegar el libro a Felippa. Quedamos en que nos veríamos en su casa, en mi siguiente viaje a Córdoba.

A mi regreso, el editor me dijo primero que las cosas no se manejaban así: que él ni nadie publicaba libros que ya vinieran hechos y armados con criterios editoriales personales y caprichosos. Con toda amabilidad, pasó a retarme por todos los errores de factura que tenía la edición: “no le hiciste solapas; el título está chico; no trae la foto del autor; no escribiste ninguna reseña en la contratapa; ni siquiera le inventaste el logo de un sello editorial…” Mientras él hablaba, yo pensaba: “Puta madre, a este tipo no le gustó nada. Me voy a quedar con los quinientos libros debajo de la cama, juntando polvo…”.

Pero después de eso, Felippa me dijo que a pesar de todo había leído el libro y que, aunque algunos cuentos le habían parecido más largos de lo necesario, varios de ellos le habían parecido aceptables. Finalmente me dijo que estaba de acuerdo en distribuirlo en librerías. Casi me caigo del asiento de la alegría. “Pero antes”, agregó él, “hay que hacer una presentación, que no podrá ser durante el verano porque no son buenas épocas para esta clase de libros…”.

Tuve que esperar casi seis meses más, hasta que fuese una buena fecha para la presentación. Mientras, cada vez que iba de visita de Buenos Aires a Córdoba, fui llevando ejemplares, con paciencia de hormiga, de a ochenta por vez. Felippa me prestó el auspicio de su sello editorial —Op Oloop— y yo organicé la presentación del libro, a pulmón: me encargué de casi todo, desde comprar el vino hasta conseguir el lugar, que fue el flamante Centro Cultural España-Córdoba, cuyo director no era otro que Daniel Salzano: él me cedió una sala para una semana antes de que comenzara el mundial de Francia, es decir, para una semana antes de aquel mes en que presentar un libro en Argentina hubiera sido la cosa más inocua del mundo.

Mis padres también me ayudaron mucho, y esa noche todo salió muy bien. Fueron unas cien personas a pesar de la lluvia y de que, en otra sala de la ciudad, otro escritor congregaba a todo el mundillo literario local para dar una conferencia. Pero bueno, ellos se lo perdían; por otra parte, ¿qué podían encontrar en Mario Vargas Llosa que no tuviera yo?

En la presentación se vendieron varios ejemplares, pero aun así jamás recuperé el total de mi inversión. Las alas de un pez espada no repercutió ni siquiera en los escuálidos medios locales, salvo por una crítica —muy alentadora— de Rogelio Demarchi, publicada en una pequeña revista literaria que acababa de aparecer. Casi no hubo difusión. Jamás me encontré con el libro en una librería, ni siquiera buscándolo con falso desinterés. Me constaba que sí se había distribuido, pero los libreros no lo exhibían ni en las mesas de saldos. A excepción de amigos y familiares —y familiares de amigos, y amigos de familiares— nadie se enteró de la existencia del libro.

Un año después, cuando ya me había decidido a salir de viaje para México en plan de mochilero, el editor me hizo un cierre de cuentas: en un año la cantidad de ejemplares vendidos de Las alas de un pez espada en librerías ascendía a la friolera de seis. El dinero que me correspondía por aquellos libros era menos de lo que costaba una guía turística de México, las cuales el editor también distribuía y de las que me había dado una a cuenta para planear mi viaje. O sea que al final yo le terminé debiendo unos diez dólares a él, que como a esa altura ya era un amigo, nunca me los cobró.

A pesar de todo esto, que hoy recuerdo con el mayor de los cariños, nunca consideré que Las alas de un pez espada hubiera sido un fracaso. Yo estaba contento por haberme propuesto publicarlo y también por haberlo logrado a mi manera. Para mí el éxito consistía en eso: haber conseguido publicar mi primer libro. Esperar grandes repercusiones, un éxito instantáneo, total y absoluto mensurable en ventas, hubiera sido un gravísimo error de perspectiva, que por suerte (y a pesar de todo mi candor) no cometí. Creo que, en términos personales —no políticos, ni literarios—, Las alas de un pez espada fue un libro valiente, que desde su aparición me obligó a seguir adelante para demostrarme a mí mismo que todo aquello era verdadera vocación y no capricho.

Hoy me doy cuenta de que muchas otras cosas sucedieron luego gracias a aquel primer libro (del cual algunos cuentos todavía me gustan). Aquel librito fue el primer eslabón de una serie de hechos concatenados. A mi llegada a México, por ejemplo, le regalé un ejemplar de Las alas de un pez espada a un amigo mexicano de Felippa: se trataba de Bernardo Ruiz, un escritor a quien le gustaron algunos de esos cuentos y quien más tarde me alentaría y me ayudaría muchísimo a publicar mi primera novela, titulada Bares vacíos, que escribí mientras viajaba por México y Guatemala. Con ese impulso logré superar un doloroso viacrucis editorial, que concluyó cuando conocí a Sandro Cohen, director de editorial Colibrí, el sello donde finalmente la novela se publicó en 2001. Y por esa publicación y la buena fortuna de ganar un premio literario, llegó en 2002 la publicación, también en Colibrí, de Manual de evasiones imposibles, mi segundo libro de cuentos.

Debido a esos dos libros publicados en México es que me invitaron hoy aquí. Ahora estoy escribiendo cosas nuevas, sin saber muy bien qué será de ellas. Espero que a ustedes les sirva de algo haber escuchado esta serie de empeños y casualidades que acabo de contarles.

Iniciación (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en esta segunda parte, a los primeros intentos de narrar por escrito.

[Leer la primera parte]

_______

Entonces, manos a la obra. ¿Por dónde se empieza a ser escritor cuando uno tiene 22 años? Pensé un rato y me dije: “necesito una máquina de escribir”.

Tomé prestada la pesada Olivetti de mi papá y me la llevé a mi cuarto. Puse una hoja en el rodillo y me senté a escribir. Sólo que no escribí nada, porque no tenía nada para escribir. ¿Había escrito algo, alguna vez?

Veamos: el 1º de enero de 1980 mi papá me había regalado un grueso cuaderno chino, que a su vez alguien le había regalado a él. En el lomo, en letras doradas, traía escrita la palabra Diary: su finalidad era llevar un diario íntimo. A mí me gustó la idea y me apliqué inmediatamente a llenarlo. El cuaderno me duró varios años hasta que lo completé, con todo tipo de observaciones infantiles. Incluso recuerdo que cierto día consigné la típica entrada, ésa que luego de la fecha del día dice: Hoy no me ha pasado nada.

Unos diez años más tarde, ya en la secundaria, el profesor de Lógica y Filosofía nos encargó el primer trabajo práctico del año, consistente en escribir una hoja completa con lo que fuera. Tema libre. No sé muy bien qué se proponía el profesor con esa consigna. Para algunos era una consigna ridícula, mientras para otros resultaba hasta complicada. A mí me encantó hacerlo: escribí un texto sobre mis gustos, en prosa poética, una larga aliteración de “me gusta esto” y “me gusta lo otro”. Después resultó que había que leerlo enfrente de la clase. Cuando terminé, mis compañeros aplaudieron: sorpresa.

Había escrito también los típicos poemas adolescentes de amor no correspondido, esos poemas secretos que, para que nadie los lea, uno deja siempre sobre la mesa donde todos podrán verlos.

Y, ya a los 21 años, un compañero de trabajo, que era muy buen dibujante, me preguntó si yo no tenía algún argumento para una historieta. Él quería hacer una historieta corta para enviarla a una revista de Buenos Aires y ver si se la publicaban; pero no tenía ningún guión para empezar. Le dije que si se me ocurría algo, lo escribiría y se lo pasaría. Pensando en eso, esa misma semana se me ocurrió una historia: la escribí a mano y fotocopié las hojas para dárselas. Aquel cuento se titulaba “Garage” y a mi amigo le gustó. Llegamos a discutir su traducción en imágenes y todo, pero al poco tiempo él se cambió de trabajo y pronto dejamos de vernos. La historieta nunca se concretó, pero yo ya tenía un cuento escrito.

Decidí pasar en limpio “Garage” en la prehistórica Olivetti de mi papá, para ver qué se sentía. Yo no sabía —ni sé— dactilografía. Quedó claro que yo era zurdo: con la izquierda me defendía bastante bien; pero todas las letras que caían bajo el dominio de la mano derecha me salían erradas o grises, sin fuerza. Además demoré una eternidad, y me molestaba muchísimo no poder enmendar los errores inmediatamente, cosa a la que ya me había acostumbrado en mi trabajo, porque ahí usaba computadora.

lexicon1

A pesar de mi evidente impericia, escribí dos cuentos más en aquella máquina, titulados “Blues de la solitaria” y “Espacios verdes”. Ya tenía tres cuentos. De inmediato secuestré a un par de amigos y los obligué a que leyeran mis “obras completas”.

Sus observaciones me irritaron. “Esto no se entiende”, decía uno, respetuosamente. ¿Pero cómo no se va entender si está clarísimo? Éste no sabe leer, pensaba yo. “El final de este cuento es muy parecido al de aquél”, decía el otro. Pero, ¡si son completamente diferentes!, pensaba yo.

Recién empezaba y ya era un escritor incomprendido.

Esto me sucedió muchas veces. La verdad es que cuando mis amigos se iban, yo releía, cambiaba muchas cosas y, por lo general, tenía que admitir que las historias mejoraban. Era lógico lo que sucedía: yo mostraba lo que escribía demasiado pronto, con la ingenuidad de no haberlo leído yo mismo ni siquiera un par de veces. Acababa de descubrir que yo no era un genio y que tendría que corregir lo escrito siempre.

Otro descubrimiento me anuló por un tiempo. En materia de estilo, de pronto todos mis cuentos me parecieron peligrosamente cortazarianos. Había leído demasiados libros de Cortázar uno detrás del otro, y ahora no sabía cómo salir de ese bestiario.

Obtuve la solución de un amigo fotógrafo que, sin hablar de literatura sino de su propio arte, me dijo: “hay que tener muchas influencias; si uno tiene una sola influencia, entonces está copiando”. Comprendí que es una trampa común a todo escritor novato el creer que un único autor conforma la literatura toda. La solución era no apurarse y seguir leyendo a otros autores.

Me pasé a Borges. Al poco tiempo estaba en la misma situación. Atrapado en un laberinto borgeano, lleno de puntos y comas.

Fue así que me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Uno escribe de lo que vive, pero también de lo que lee. No había que descuidar entonces ese importante 50%.

Resuelto ese problema, me di cuenta de que era necesario definir muchas otras cosas más. El arte lo exigía: cuanto antes tuviera las cosas claras conmigo mismo, antes podría empezar a escribir. Soluciones que funcionan para un autor no necesariamente le sirven a otro. Hay que encontrarse. Definirse artísticamente es delimitar un campo de acción, de intereses y de estéticas. Siempre con cuidado de no confundir definirse con confinarse. Había que proponerse ciertos límites que fueran elásticos y autodestructibles.

Tomé un bloc de hojas y con una lapicera escribí para mí mismo una serie de reflexiones acerca de diversos temas relacionados con el arte en general y la literatura en particular. Era una especie de ensayo, un manifiesto personal —que, para evitar contrariedades, no le mostré a nadie—, donde por mis propios medios intentaba contestar a las preguntas: “¿Por qué el arte?” “¿Por qué escribir?” y “¿Cómo hacerlo?”

Dentro de esta última pregunta se incluía una cuestión importante: ¿había que estudiar Letras o no? Por vago decidí que no, y de inmediato me dediqué a justificar mi decisión con otros motivos. Por ejemplo, le eché la culpa a todos los buenos escritores que nunca habían necesitado estudiar Letras. Listo: a otra cosa.

En 1996 me mudé con tres amigos más de Córdoba a Buenos Aires para terminar la carrera, aunque a mí la publicidad ya no me interesaba casi nada.

Mentalmente, la mudanza a Buenos Aires fue el comienzo de otro capítulo. Mis amigos tenían computadora: fue a partir de ahí que comencé a escribir con regularidad. Mientras, me tragué religiosamente un par de librejos de ortografía y gramática. Para sobrevivir conseguí un trabajo: diseñador gráfico en una editorial de revistas de medicina veterinaria. Cuando podía, también escribía ahí, a escondidas de mis jefes.

Al año y medio sumaba unos veinte cuentos escritos. Tenía ya 25 años y muchas ganas de ver esos cuentos publicados en forma de libro. Me alentaban los casos que conocía de ciertos autores famosos que habían publicado sus primeras obras cuando todavía eran muy jóvenes: mi “ejemplo estrella” era Bioy Casares. “¡Publicó su primer libro a los 14 años!” le decía yo a quien cuestionara mis intenciones. “Sí, es cierto que ese primer libro suyo no fue muy bueno. ¡Pero empezando así fue que pudo escribir uno bueno a los 27! Y yo ya tengo 25. ¡Soy un anciano!”. Así decía yo.

La verdad es que no tenía ni idea de cuáles eran las alternativas editoriales. Publicar primero un cuento en alguna revista, por ejemplo, ni se me había cruzado por la cabeza. Ir a las editoriales con el manuscrito, tampoco. En realidad me había armado mi propio plan ideal: consistía, primero, en ahorrar; luego, en proponer donde trabajaba que me imprimieran el libro en su propia imprenta, por el menor costo posible; y por fin, con el libro listo, en regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos.

Estaba convencido de que eso era lo mejor: no entrar en el aparato comercial, evitar el circuito editorial. Mantenerse puro…

(Esas cosas hoy me parecen bastante ingenuas; pero, en aquellos tiempos, yo pensaba así.)

Entonces tuve que pasar por un trance amargo: me hablaron a Buenos Aires para decirme que a mi papá le había dado un infarto. Lo iban a operar de urgencia.

[Leer la tercera parte]