Umami, de Laia Jufresa

Por Martín Cristal

Vidas privadas

Umami, de Laia Jufresa (México, 1983), es una novela coral cuyos personajes son vecinos en una privada de la Ciudad de México.

Las viviendas en la privada Campanario están identificadas con «los cinco sabores que puede reconocer la lengua humana». A las casas Dulce y Salado las ocupa la familia de Ana, hija de músicos de la Sinfónica que quiere sembrar una milpa en el patio; su hermana menor se ahogó tres años antes en un lago de los Estados Unidos.

En Amargo vive la xalapeña Marina, pintora y estudiante de diseño, muy sensible a los colores, pero frágil psicológica y emocionalmente.

El dueño de la privada, el antropólogo retirado Alfonso Semitiel, vive en Umami (quinto sabor con el que los japoneses definen a «lo delicioso»). Gran conocedor de los cultivos prehispánicos, Alfonso es viudo y pasa sus días escribiendo sobre su mujer, Noelia, cardióloga michoacana que falleció por las mismas fechas en que se ahogó la hermanita de Ana.

Estos duelos simultáneos y las estrategias para sobrellevarlos trazan lazos de afecto entre estos vecinos. Las voces y puntos de vista, alternados desde cinco años distintos (y con las mujeres siempre en primer plano), abarcan también el de la niña ahogada, Luz, que narra el presente previo al accidente en el fatídico 2001; y el de una amiga de Ana, Pina, que vive con su padre en la casa Ácido, y cuya madre la abandonó en 2000.

La prosa de Jufresa es fresca, vital, llena de humor y de particularidades en los sobreentendidos y las expresiones de los personajes. Y sobre todo, es también mexicana hasta las cachas (aunque la autora viva actualmente en España).

«Todo lo sabemos entre todos», dice Alfonso Reyes en el epígrafe. Como suele ocurrir con los buenos relatos corales, el lector de Umami tiene una perspectiva privilegiada al poder superponer todos los puntos de vista narrativos alternados, y así tejer una visión completa de su cotidianeidad, de sus mitologías privadas y de su manera de sobrellevar las pérdidas y el paso del tiempo.

 

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Umami, de Laia Jufresa. Novela. Literatura Random House, 2014. 240 páginas.

Iniciación (III)

Por Martín Cristal

Tercera y última parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en la segunda, a los primeros intentos de narrar por escrito. Aquí finalmente llegamos al debut: la publicación del primer libro.

[Leer la segunda parte]

[Leer la primera parte]

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Viajé a Córdoba. Fueron días muy duros. La operación de mi papá iba a ser difícil: el cirujano tenía que hacerle seis by-pass de una sola vez.

Por suerte todo salió bien. Pero mientras mi papá se recuperaba, me tocó encargarme —otra vez— de su galería de arte.

En realidad, para entonces la galería de mi papá ya había tenido que cerrarse definitivamente. De lo que tenía que hacerme cargo era más bien de una muestra de pintura que mi papá había colgado en un bar del centro de Córdoba. Los cuadros estaban a la venta, y si aparecía algún interesado tenía que haber alguien en el bar para atenderlo, al menos en las mañanas. Otra vez: yo sólo tenía la lista de precios de los cuadros y el nombre de los pintores. Si me hacían alguna otra pregunta, no sabía qué contestar.

Un día mi papá se sintió mejor y se animó a ir. Yo lo acompañé; estuvimos juntos toda la mañana en el bar. A la siesta volvíamos a casa caminando por la zona peatonal. Era verano y a esa hora el centro de la ciudad estaba desierto. Él iba muy despacio y yo al lado, copiándole el paso, cuando en la esquina apareció Daniel Salzano.

Salzano, Daniel: periodista y escritor cordobés al que yo leía cada vez que volvía de visita a mi ciudad natal, gracias a que mi papá (por instrucción mía) recortaba todas sus colaboraciones del diario local y me las guardaba. Cada vez que yo llegaba de visita, encontraba una pila de artículos de Salzano en mi cuarto y los leía de un tirón. En aquellos días me gustaba su estilo, plagado de localismos nostalgiosos y referencias cinematográficas. [Era el único escritor cordobés que había leído hasta entonces. No, mentira: ya había leído antes a Juan Filloy… Bueno, digamos que Salzano era el único escritor cordobés de menos de cien años de edad que yo había leído hasta entonces].

Ahí estábamos los tres, en el calor de la siesta, parados en la peatonal. Ni un alma más alrededor. Mi papá, que conoce a todo el mundo —es un infierno caminar con él por la calle, uno tiene que pararse cada dos minutos a saludar a alguien—, inevitablemente, lo saludó. Al parecer alguna vez le había vendido un cuadro. El otro se acercó y se pusieron a conversar. Yo, muerto de vergüenza por no saber qué decir ni cómo encajar, me alejé unos pasos y giré para ver la vidriera de una librería. Desde ahí los vigilaba en el reflejo del vidrio, escuchando el diálogo a mis espaldas. Mi papá le contaba a Salzano de su operación, que estaba contento porque había zafado con lo justo, etcétera. Hasta ahí la conversación venía dentro del trámite previsible y normal. Pero en eso, para consumirme de vergüenza total y absoluta, mi señor padre comenzó a desabotonarse la camisa —¡en plena zona peatonal de Córdoba, en pleno centro del universo!— para mostrarle al que por entonces era mi Escritor Cordobés Número Uno la cicatriz renegrida que la operación le había dejado en el pecho.

Le rogué a la tierra que me tragara, pero milagros así no se conceden en Córdoba, y menos a la siesta. Ahí estaba mi progenitor, enseñándole una cicatriz desagradable al tipo al que yo hubiera querido hacerle mil preguntas sobre otros temas: mi propio padre, haciendo el ridículo, tirando aquella oportunidad por la borda. Pero entonces sucedió algo inesperado:

Salzano, con toda calma, se desabotonó la camisa —¡en plena zona peatonal, en pleno centro del universo!— para mostrarle a mi padre su propia cicatriz, producto del infarto por el que lo habían operado a él algunos años antes. ¡Ahí estaban los dos viejos, cagándose de risa mientras comparaban en plena calle el tajo recién cosido del uno con la cicatriz añeja del otro!

Para mí, eso fue demasiado. Me acerqué para, de alguna manera, inducir a mi padre a despedirse.

Se despidió, pero así: “Che, Salzano, éste es mi hijo. Está empezando a escribir y anda con ganas de publicar algo. Por qué no lo orientás un poco y le contás cómo es el asunto…”.

Finalmente, mi viejo había sabido qué decir en el momento justo, porque el otro me miró y me dijo: “Pasá el lunes a la una por mi oficina. Tomamos un café y charlamos”.

***

El lunes siguiente a la una en punto yo estaba en la puerta de la oficina de Daniel Salzano. El tipo se había olvidado por completo de la cita: cuando llegué ya se estaba yendo con unas bolsas y unos paquetes. De salida, me encontró ahí parado. Se frenó en seco y giró despacio, como resignado, haciéndome con la cabeza una señal de que lo siguiera de vuelta para su oficina. Mi vergüenza refluyó: justo que el tipo estaba saliendo temprano del trabajo yo caía para cortarle la retirada.

Sin embargo, fue muy amable conmigo. Conversamos durante dos horas; él habló más que yo. Mi visión ingenua y desinformada de la literatura se fue desmoronando para dar paso a otra, seguramente más cercana a la realidad. Me enteré de que la gente cada vez leía menos y de que cada vez había menos editoriales independientes; que pensar en ganar dinero escribiendo literatura era una ilusión quijotesca; pero que, si conseguías que te pagaran algo por hacerlo, eso no necesariamente iba a contaminar tu prosa ya que, por el contrario, que te pagaran era justo; que hacer un libro para regalarlo no estaba mal —él ya lo había hecho una vez— pero que hoy la gente valoraba las cosas si le costaban un poco, si tenía que hacer un esfuerzo de su parte para conseguirlas; que regalar la edición entera sería algo fugaz, y el libro como tal desaparecería de la escena pronto. También que mi negativa a entrar en los circuitos comerciales podía ser leída como simple miedo a probarme en una arena donde incluso autores rotulados como “no comerciales” también luchaban por un espacio; que como autor uno es responsable de todos aquellos aspectos del libro en los que pueda intervenir, incluido, de ser posible, el precio de venta; que él no volvía a leer los libros que había escrito y que la única página que le importaba era la que escribiría al día siguiente. Además, me recomendó que para ese primer libro mío hiciera una tirada pequeña. Hablamos también de Juan Filloy y de Julio Cortázar. Me explicó que Cortázar era un autor que había hecho que muchos lectores jóvenes se pusieran a escribir.

Nos despedimos. La conversación me fue muy útil: me obligó a repensar muchas cosas. No coincidía con él en todo, pero igualmente, al volver a Buenos Aires, preparé otro plan.

***

Era básicamente el mismo plan de antes, pero con una modificación importante al final. Imprimiría el libro en la imprenta de mi trabajo; pero luego, en lugar de regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos, iría a ver a un editor de Córdoba para ver si estaba interesado en distribuirlo en las librerías de la ciudad.

De todos los cuentos escritos, seleccioné diez; los ordené y los corregí un millón de veces. Titulé al conjunto: Las alas de un pez espada. Diseñé yo mismo el libro, tanto su interior como la portada. No me salió todo lo bien que yo hubiera querido, pero no estaba tan mal para ser el primero. Recuerdo que un domingo de elecciones nacionales, no fui a votar para poder terminar el original, que tenía que entregar a imprenta al día siguiente.

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Un mes más tarde tenía quinientos libros idénticos en mi casa. Estaba feliz. Gran borrachera con mis amigos.

El editor cordobés al que había decidido ir a ver era Jorge Felippa. Salzano lo había mencionado al pasar en la conversación que tuvimos; yo reconocí el apellido Felippa porque un compañero mío en la facultad se llamaba igual. La ciudad de Córdoba no dejaba de ser un pueblo chico: mi compañero resultó ser el hijo del editor. Le hice llegar el libro a Felippa. Quedamos en que nos veríamos en su casa, en mi siguiente viaje a Córdoba.

A mi regreso, el editor me dijo primero que las cosas no se manejaban así: que él ni nadie publicaba libros que ya vinieran hechos y armados con criterios editoriales personales y caprichosos. Con toda amabilidad, pasó a retarme por todos los errores de factura que tenía la edición: “no le hiciste solapas; el título está chico; no trae la foto del autor; no escribiste ninguna reseña en la contratapa; ni siquiera le inventaste el logo de un sello editorial…” Mientras él hablaba, yo pensaba: “Puta madre, a este tipo no le gustó nada. Me voy a quedar con los quinientos libros debajo de la cama, juntando polvo…”.

Pero después de eso, Felippa me dijo que a pesar de todo había leído el libro y que, aunque algunos cuentos le habían parecido más largos de lo necesario, varios de ellos le habían parecido aceptables. Finalmente me dijo que estaba de acuerdo en distribuirlo en librerías. Casi me caigo del asiento de la alegría. “Pero antes”, agregó él, “hay que hacer una presentación, que no podrá ser durante el verano porque no son buenas épocas para esta clase de libros…”.

Tuve que esperar casi seis meses más, hasta que fuese una buena fecha para la presentación. Mientras, cada vez que iba de visita de Buenos Aires a Córdoba, fui llevando ejemplares, con paciencia de hormiga, de a ochenta por vez. Felippa me prestó el auspicio de su sello editorial —Op Oloop— y yo organicé la presentación del libro, a pulmón: me encargué de casi todo, desde comprar el vino hasta conseguir el lugar, que fue el flamante Centro Cultural España-Córdoba, cuyo director no era otro que Daniel Salzano: él me cedió una sala para una semana antes de que comenzara el mundial de Francia, es decir, para una semana antes de aquel mes en que presentar un libro en Argentina hubiera sido la cosa más inocua del mundo.

Mis padres también me ayudaron mucho, y esa noche todo salió muy bien. Fueron unas cien personas a pesar de la lluvia y de que, en otra sala de la ciudad, otro escritor congregaba a todo el mundillo literario local para dar una conferencia. Pero bueno, ellos se lo perdían; por otra parte, ¿qué podían encontrar en Mario Vargas Llosa que no tuviera yo?

En la presentación se vendieron varios ejemplares, pero aun así jamás recuperé el total de mi inversión. Las alas de un pez espada no repercutió ni siquiera en los escuálidos medios locales, salvo por una crítica —muy alentadora— de Rogelio Demarchi, publicada en una pequeña revista literaria que acababa de aparecer. Casi no hubo difusión. Jamás me encontré con el libro en una librería, ni siquiera buscándolo con falso desinterés. Me constaba que sí se había distribuido, pero los libreros no lo exhibían ni en las mesas de saldos. A excepción de amigos y familiares —y familiares de amigos, y amigos de familiares— nadie se enteró de la existencia del libro.

Un año después, cuando ya me había decidido a salir de viaje para México en plan de mochilero, el editor me hizo un cierre de cuentas: en un año la cantidad de ejemplares vendidos de Las alas de un pez espada en librerías ascendía a la friolera de seis. El dinero que me correspondía por aquellos libros era menos de lo que costaba una guía turística de México, las cuales el editor también distribuía y de las que me había dado una a cuenta para planear mi viaje. O sea que al final yo le terminé debiendo unos diez dólares a él, que como a esa altura ya era un amigo, nunca me los cobró.

A pesar de todo esto, que hoy recuerdo con el mayor de los cariños, nunca consideré que Las alas de un pez espada hubiera sido un fracaso. Yo estaba contento por haberme propuesto publicarlo y también por haberlo logrado a mi manera. Para mí el éxito consistía en eso: haber conseguido publicar mi primer libro. Esperar grandes repercusiones, un éxito instantáneo, total y absoluto mensurable en ventas, hubiera sido un gravísimo error de perspectiva, que por suerte (y a pesar de todo mi candor) no cometí. Creo que, en términos personales —no políticos, ni literarios—, Las alas de un pez espada fue un libro valiente, que desde su aparición me obligó a seguir adelante para demostrarme a mí mismo que todo aquello era verdadera vocación y no capricho.

Hoy me doy cuenta de que muchas otras cosas sucedieron luego gracias a aquel primer libro (del cual algunos cuentos todavía me gustan). Aquel librito fue el primer eslabón de una serie de hechos concatenados. A mi llegada a México, por ejemplo, le regalé un ejemplar de Las alas de un pez espada a un amigo mexicano de Felippa: se trataba de Bernardo Ruiz, un escritor a quien le gustaron algunos de esos cuentos y quien más tarde me alentaría y me ayudaría muchísimo a publicar mi primera novela, titulada Bares vacíos, que escribí mientras viajaba por México y Guatemala. Con ese impulso logré superar un doloroso viacrucis editorial, que concluyó cuando conocí a Sandro Cohen, director de editorial Colibrí, el sello donde finalmente la novela se publicó en 2001. Y por esa publicación y la buena fortuna de ganar un premio literario, llegó en 2002 la publicación, también en Colibrí, de Manual de evasiones imposibles, mi segundo libro de cuentos.

Debido a esos dos libros publicados en México es que me invitaron hoy aquí. Ahora estoy escribiendo cosas nuevas, sin saber muy bien qué será de ellas. Espero que a ustedes les sirva de algo haber escuchado esta serie de empeños y casualidades que acabo de contarles.

Iniciación (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en esta segunda parte, a los primeros intentos de narrar por escrito.

[Leer la primera parte]

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Entonces, manos a la obra. ¿Por dónde se empieza a ser escritor cuando uno tiene 22 años? Pensé un rato y me dije: “necesito una máquina de escribir”.

Tomé prestada la pesada Olivetti de mi papá y me la llevé a mi cuarto. Puse una hoja en el rodillo y me senté a escribir. Sólo que no escribí nada, porque no tenía nada para escribir. ¿Había escrito algo, alguna vez?

Veamos: el 1º de enero de 1980 mi papá me había regalado un grueso cuaderno chino, que a su vez alguien le había regalado a él. En el lomo, en letras doradas, traía escrita la palabra Diary: su finalidad era llevar un diario íntimo. A mí me gustó la idea y me apliqué inmediatamente a llenarlo. El cuaderno me duró varios años hasta que lo completé, con todo tipo de observaciones infantiles. Incluso recuerdo que cierto día consigné la típica entrada, ésa que luego de la fecha del día dice: Hoy no me ha pasado nada.

Unos diez años más tarde, ya en la secundaria, el profesor de Lógica y Filosofía nos encargó el primer trabajo práctico del año, consistente en escribir una hoja completa con lo que fuera. Tema libre. No sé muy bien qué se proponía el profesor con esa consigna. Para algunos era una consigna ridícula, mientras para otros resultaba hasta complicada. A mí me encantó hacerlo: escribí un texto sobre mis gustos, en prosa poética, una larga aliteración de “me gusta esto” y “me gusta lo otro”. Después resultó que había que leerlo enfrente de la clase. Cuando terminé, mis compañeros aplaudieron: sorpresa.

Había escrito también los típicos poemas adolescentes de amor no correspondido, esos poemas secretos que, para que nadie los lea, uno deja siempre sobre la mesa donde todos podrán verlos.

Y, ya a los 21 años, un compañero de trabajo, que era muy buen dibujante, me preguntó si yo no tenía algún argumento para una historieta. Él quería hacer una historieta corta para enviarla a una revista de Buenos Aires y ver si se la publicaban; pero no tenía ningún guión para empezar. Le dije que si se me ocurría algo, lo escribiría y se lo pasaría. Pensando en eso, esa misma semana se me ocurrió una historia: la escribí a mano y fotocopié las hojas para dárselas. Aquel cuento se titulaba “Garage” y a mi amigo le gustó. Llegamos a discutir su traducción en imágenes y todo, pero al poco tiempo él se cambió de trabajo y pronto dejamos de vernos. La historieta nunca se concretó, pero yo ya tenía un cuento escrito.

Decidí pasar en limpio “Garage” en la prehistórica Olivetti de mi papá, para ver qué se sentía. Yo no sabía —ni sé— dactilografía. Quedó claro que yo era zurdo: con la izquierda me defendía bastante bien; pero todas las letras que caían bajo el dominio de la mano derecha me salían erradas o grises, sin fuerza. Además demoré una eternidad, y me molestaba muchísimo no poder enmendar los errores inmediatamente, cosa a la que ya me había acostumbrado en mi trabajo, porque ahí usaba computadora.

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A pesar de mi evidente impericia, escribí dos cuentos más en aquella máquina, titulados “Blues de la solitaria” y “Espacios verdes”. Ya tenía tres cuentos. De inmediato secuestré a un par de amigos y los obligué a que leyeran mis “obras completas”.

Sus observaciones me irritaron. “Esto no se entiende”, decía uno, respetuosamente. ¿Pero cómo no se va entender si está clarísimo? Éste no sabe leer, pensaba yo. “El final de este cuento es muy parecido al de aquél”, decía el otro. Pero, ¡si son completamente diferentes!, pensaba yo.

Recién empezaba y ya era un escritor incomprendido.

Esto me sucedió muchas veces. La verdad es que cuando mis amigos se iban, yo releía, cambiaba muchas cosas y, por lo general, tenía que admitir que las historias mejoraban. Era lógico lo que sucedía: yo mostraba lo que escribía demasiado pronto, con la ingenuidad de no haberlo leído yo mismo ni siquiera un par de veces. Acababa de descubrir que yo no era un genio y que tendría que corregir lo escrito siempre.

Otro descubrimiento me anuló por un tiempo. En materia de estilo, de pronto todos mis cuentos me parecieron peligrosamente cortazarianos. Había leído demasiados libros de Cortázar uno detrás del otro, y ahora no sabía cómo salir de ese bestiario.

Obtuve la solución de un amigo fotógrafo que, sin hablar de literatura sino de su propio arte, me dijo: “hay que tener muchas influencias; si uno tiene una sola influencia, entonces está copiando”. Comprendí que es una trampa común a todo escritor novato el creer que un único autor conforma la literatura toda. La solución era no apurarse y seguir leyendo a otros autores.

Me pasé a Borges. Al poco tiempo estaba en la misma situación. Atrapado en un laberinto borgeano, lleno de puntos y comas.

Fue así que me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Uno escribe de lo que vive, pero también de lo que lee. No había que descuidar entonces ese importante 50%.

Resuelto ese problema, me di cuenta de que era necesario definir muchas otras cosas más. El arte lo exigía: cuanto antes tuviera las cosas claras conmigo mismo, antes podría empezar a escribir. Soluciones que funcionan para un autor no necesariamente le sirven a otro. Hay que encontrarse. Definirse artísticamente es delimitar un campo de acción, de intereses y de estéticas. Siempre con cuidado de no confundir definirse con confinarse. Había que proponerse ciertos límites que fueran elásticos y autodestructibles.

Tomé un bloc de hojas y con una lapicera escribí para mí mismo una serie de reflexiones acerca de diversos temas relacionados con el arte en general y la literatura en particular. Era una especie de ensayo, un manifiesto personal —que, para evitar contrariedades, no le mostré a nadie—, donde por mis propios medios intentaba contestar a las preguntas: “¿Por qué el arte?” “¿Por qué escribir?” y “¿Cómo hacerlo?”

Dentro de esta última pregunta se incluía una cuestión importante: ¿había que estudiar Letras o no? Por vago decidí que no, y de inmediato me dediqué a justificar mi decisión con otros motivos. Por ejemplo, le eché la culpa a todos los buenos escritores que nunca habían necesitado estudiar Letras. Listo: a otra cosa.

En 1996 me mudé con tres amigos más de Córdoba a Buenos Aires para terminar la carrera, aunque a mí la publicidad ya no me interesaba casi nada.

Mentalmente, la mudanza a Buenos Aires fue el comienzo de otro capítulo. Mis amigos tenían computadora: fue a partir de ahí que comencé a escribir con regularidad. Mientras, me tragué religiosamente un par de librejos de ortografía y gramática. Para sobrevivir conseguí un trabajo: diseñador gráfico en una editorial de revistas de medicina veterinaria. Cuando podía, también escribía ahí, a escondidas de mis jefes.

Al año y medio sumaba unos veinte cuentos escritos. Tenía ya 25 años y muchas ganas de ver esos cuentos publicados en forma de libro. Me alentaban los casos que conocía de ciertos autores famosos que habían publicado sus primeras obras cuando todavía eran muy jóvenes: mi “ejemplo estrella” era Bioy Casares. “¡Publicó su primer libro a los 14 años!” le decía yo a quien cuestionara mis intenciones. “Sí, es cierto que ese primer libro suyo no fue muy bueno. ¡Pero empezando así fue que pudo escribir uno bueno a los 27! Y yo ya tengo 25. ¡Soy un anciano!”. Así decía yo.

La verdad es que no tenía ni idea de cuáles eran las alternativas editoriales. Publicar primero un cuento en alguna revista, por ejemplo, ni se me había cruzado por la cabeza. Ir a las editoriales con el manuscrito, tampoco. En realidad me había armado mi propio plan ideal: consistía, primero, en ahorrar; luego, en proponer donde trabajaba que me imprimieran el libro en su propia imprenta, por el menor costo posible; y por fin, con el libro listo, en regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos.

Estaba convencido de que eso era lo mejor: no entrar en el aparato comercial, evitar el circuito editorial. Mantenerse puro…

(Esas cosas hoy me parecen bastante ingenuas; pero, en aquellos tiempos, yo pensaba así.)

Entonces tuve que pasar por un trance amargo: me hablaron a Buenos Aires para decirme que a mi papá le había dado un infarto. Lo iban a operar de urgencia.

[Leer la tercera parte]

Iniciación (I)

Por Martín Cristal

En febrero de 2003 participé de un ciclo de charlas titulado «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México). También estuvieron Mauricio Molina, Alejandro Osorio Ibáñez y Ruy Xoconostle. El tema común era la iniciación en la literatura.

La siguiente es la primera parte del texto que preparé para aquel encuentro. En ese momento yo vivía en el DF y tenía tres libros publicados; el primero de ellos había aparecido en Córdoba cinco años antes de esa charla. Ya han pasado cinco años más: buen momento para reencontrarme con aquel texto, tan sincero como ingenuo, que intentaba dar cuenta de lo que había ido pasando entre la literatura y yo.

En muchos lectores expertos me topo con una actitud que quiere demostrar cierta madurez literaria, una especie de “ahora soy crítico con lo que leía antes, porque hoy sé más que ayer”. Creo que eso está bien, pero sólo si se evita el extremo de negar las lecturas de juventud, porque esa negación no hace más que demostrar una enorme ingratitud para con los autores y las obras que nos iniciaron en la literatura. Con ese espíritu agradecido es que recuerdo en este texto aquellas obras, cuyos títulos son famosos y no sorprenderán a nadie.

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Así empezó todo

La historia de un escritor es,
antes que nada, la historia de un lector.

El lugar común dice que un niño leerá si está acostumbrado a la presencia de libros en su casa. La verdad es que en mi casa siempre hubo una sola biblioteca: la de mi papá. Llamarla “biblioteca” es casi una coquetería. No es más que un mueble de roble, parecido a un ropero mediano de tres puertas. La puerta del centro es de vidrio: la mayoría de los libros que pueden verse a través del vidrio no son de literatura, sino de arte y pintura (porque mi papá es galerista y pintor). Antes de sacar alguno de ellos hay que pensarlo dos veces, porque primero hay que remover con mucho cuidado un ejército de figuritas de cristal de Murano y otros frágiles adornitos que hay en la parte delantera de cada estante. En mi casa, siempre se supo que romper alguna de esas figuritas podía caratularse de crimen contra la humanidad; así que recién a los 15 ó 16 años adquirí el valor suficiente para enfrentar el castigo que podía significar el que me descubrieran barriendo un caballito de mar pulverizado. Entonces sí, me animé y comencé a hurgar en la biblioteca paterna.

Mis primeros encuentros con la literatura ocurrieron un poco antes de explorar esa biblioteca, durante mi infancia, y tienen principalmente dos orígenes: la biblioteca del aula, en la escuela primaria; y la aparición de una colección de historietas, titulada Joyas literarias juveniles.

La biblioteca del aula funcionaba así: a comienzos del año cada alumno aportaba un libro suyo en préstamo; luego, cada viernes, uno podía elegir un libro —de los veintitantos aportados por toda la clase— para llevárselo a su casa. La mayoría eran libros de cuentos infantiles, de ésos que vienen impresos en gran formato y con ilustraciones. Yo, igual que mis compañeros, siempre tendí a elegir este tipo de libros y nunca uno de esos “otros” que seguramente eran más aburridos porque eran más chicos, con puras letras y sin ningún dibujo. Pero, a medida que pasaba el año, las posibilidades de elegir sin repetirse se agotaban. Así que, un viernes, me llevé a casa uno de los libros “aburridos”.

El libro en cuestión se llamaba 20.000 leguas de viaje submarino, de un tal Julio Verne. Aunque era una versión condensada para niños (de la colección Billiken) considero que es el primer libro “de verdad” que leí, o más bien el primero que terminé de leer. La historia del Nautilus y el capitán Nemo, fue casi tan impresionante para mí como la magia recién descubierta de poder imaginar lo que esas letritas de tinta no dibujaban en el papel.

Al poco tiempo, mi papá me regaló dos historietas que acababan de salir en los puestos de periódicos. Eran las dos primeras entregas de la colección Joyas literarias juveniles, editada por Bruguera. La primera de ellas tenía un título muy sugerente para la imaginación de un niño: se llamaba La isla del tesoro. La leí esa misma noche, y todavía recuerdo el terror reverente que me causó el asunto aquel del black spot (si bien, en aquella edición española, aquella amenaza de muerte había sido traducida como “la mota negra”).

La segunda historieta era Miguel Strogoff y también me atrapó, no tanto por el héroe de la portada (que era capaz de matar a un oso enorme con la sola ayuda de un cuchillito), como por el nombre del autor: era Julio Verne otra vez. Para mí, fue como una garantía. Comenzaba a entender lo que era un autor: una imaginación única de la que podían nacer múltiples historias. [De grande, releí ambas obras en sus versiones completas. La prosa de Stevenson superó esa prueba; la de Verne, no.]

De ahí en adelante siempre leí cualquier cosa que cayese en mis manos. Decirlo así es otro lugar común que suele aplicarse cuando se quiere significar que se leía mucho. Pero la verdad es que esta afirmación es muy relativa, sobre todo si atendemos a su corolario, que era justamente mi caso: si en mis manos no caía nada durante meses, entonces no leía nada durante meses. Yo no iba todavía hacia los libros, leía solamente si alguno se me cruzaba por ahí, sin ninguna clase de búsqueda. Así atravesé la secundaria, leyendo sólo lo que me obligaban a leer, y a veces ni eso. Entre los libros obligatorios que sí leí en esos años de adolescencia, disfruté el Martín Fierro, de José Hernández; El túnel, de Ernesto Sabato, y varios cuentos de Horacio Quiroga. Por el contrario, la máxima tortura que me impusieron en la secundaria fue la de leer el insoportable Lazarillo de Tormes, un verdadero tormento de lazarillo, al que aún hoy detesto con toda mi alma.

A los 19 años, ya terminada la escuela, me fui a Israel por un año a trabajar en un kibutz, para evaluar la posibilidad de vivir definitivamente en aquel país. Luego de aprender algo de hebreo, me tocó trabajar en un campo de girasoles, comenzando cada día a las cuatro de la mañana para volver a mi casa, agotado, a las dos de la tarde. En el kibutz, yo compartía una pequeña casita con cinco compañeros más, que trabajaban en otras áreas. Nuestros horarios diferían: yo siempre me levantaba antes que ellos; y también regresaba antes, cuando la casita estaba solitaria. Cierta tarde, sobre la cama de uno de mis amigos vi un libro: era Crónicas marcianas, de Bradbury, traducido al español. Fue toda una sorpresa, porque me di cuenta de que durante más de seis meses no había visto ni un solo libro escrito en español. Me resultó urgente robarle el libro a mi amigo y leerlo. ¿De dónde lo había sacado? Esa tarde, cuando volvió, se lo pregunté.

Descubrí que el kibutz tenía una bibliotequita. Debido a que una buena parte de esa pequeña comunidad estaba conformada por inmigrantes argentinos, algunos de los libros donados a la biblioteca estaban en castellano. Igual, nunca averigüé dónde quedaba la biblioteca —mi hambre de lectura todavía no daba para tanto—, pero sí compartimos con mi amigo el libro de Bradbury. Por las noches, lo leía él; a la siesta, cuando él no estaba, lo leía yo.

Lo terminé antes que él. Durante ese año esta escena se repitió tres veces más: algún otro sacaba un libro de la biblioteca y yo lo terminaba antes que él. Los otros tres libros fueron Fahrenheit 451, también de Bradbury, y dos de Borges: Historia universal de la infamia y El informe de Brodie. En ese primer encuentro con los libros de Borges, salvo por los cuentos “La intrusa” y «El evangelio según Marcos», no disfruté gran cosa; Bradbury, en cambio, me fascinó de entrada.

De vuelta en Argentina se desató en mí una verdadera sed de lectura. En Israel había leído sólo cuatro libros en un año. La verdad es que nunca antes me había fijado en ese tipo de estadísticas; pero, de repente, haber leído tan poco me pareció algo terrible. Quise recuperarme y leer más. Primero agoté los libros potables que había en la casa, que no eran muchos. Y después, por primera vez en la vida, salí a comprar libros. Tarde, pero seguro.

En los siguientes tres años —mientras estudiaba Publicidad, una carrera en la que me inscribí con demasiada premura y con la que me iba desencantando cada día— leí varios libros de esos que al terminarlos nos obligan a recoger del piso los pedacitos diseminados de nuestro cráneo. Explosión total de la masa encefálica producida por libros demoledores. Fue una época maravillosa en la que vivía con una fascinación absoluta por los libros que leía mientras los leía. Aquello se había transformado para mí en un mundo nuevo y sorprendente. La Publicidad se iba por el caño mientras la Literatura cotizaba en alza.

La literatura me dio un verdadero cross a la mandíbula durante un invierno en el que mis padres salieron de vacaciones. Mi papá me dejó a cargo de su galería de arte, que por entonces ya había devenido en un lánguido comercio de pintura y antigüedades. Nada sobre la tierra podía ser más aburrido para mí que ese encargo: entraba una persona por hora y era para hacerme preguntas sobre cosas de las que yo no sabía nada. Por eso, para hacer más amena mi suplencia, decidí comprar tres o cuatro libros. Fui a una librería de segunda mano y me dejé guiar por las recomendaciones de la vieja que me atendió.

Ya de vuelta en la galería, abrí uno de los libros que había comprado: era Final del juego, de Julio Cortázar. No hay por qué leer los cuentos de un libro en el orden en que vienen presentados, pero yo empecé por el primero, “Continuidad de los parques”.

Al terminar de leer las dos únicas páginas del cuento, no lo podía creer. Levanté la vista y le pregunté al local vacío: “pero, ¿cómo? ¿vale hacer esto?”. Me apliqué de inmediato a la relectura del cuento. Al finalizarla, me di una palmada en la frente. Luego seguí con el segundo cuento, titulado “No se culpe a nadie”. Lo mismo. Y así: un cuento tras otro, una cachetada tras otra.

Terminé el libro completo y, todavía maravillado, seguí de largo con el siguiente que había adquirido. También era de Cortázar: Todos los fuegos el fuego. Pasó lo mismo que con el otro: las sorpresas no se agotaban.

Después tuve mucha suerte, porque en esa época maravillosa y veinteañera pude leer también a otros autores que me resultaron sorprendentes: al uruguayo Mario Levrero; al mejor Borges (el de Ficciones y El Aleph); Oliverio Girondo, Bioy Casares… Pero leer a Cortázar era para mí como querer parar de pecho un huracán: abría un libro suyo y me ganaba por knock out.

Por fin, conseguí una edición barata de Rayuela.

Comencé a leer esa novela de corrido y al principio no me gustó nada. ¿Dónde estaban esas trampas camaleónicas que en sus cuentos Cortázar sembraba en la línea menos pensada? Esto era distinto. Lo dejé por un tiempo y luego lo recomencé, siguiendo esta vez su tablero de dirección. Ahí sí, el libro me atrapó y no me soltó más. Al terminar esa novela, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue: “yo quiero hacer lo mismo que hace este tipo. Yo quiero escribir”.

Eso era lo que yo quería hacer. Ése fue el punto de inflexión: nada en el mundo me parecía más maravilloso que la literatura. Y dentro de todas sus posibilidades, me pareció que narrar era algo importante, necesario. Ahí supe que quería dedicarme a cultivar esa misma magia: la magia de narrar.

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