El dilema moral del loco lindo

Por Martín Cristal

Cuando don Antonio (en el Capítulo LXV de la Segunda Parte del Quijote) se entera de que la contienda con el Caballero de la Blanca Luna no ha sido más que un plan para curar a Quijano y devolverlo a La Mancha, exclama:


“¡Oh señor! […] Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él”.

Los personajes secundarios de la novela pueden dividirse a uno y otro lado de esta exclamación, verdadera frontera de sus motivaciones. Unos —como el cura, el barbero o Sansón Carrasco— se preocupan por el hombre bajo la armadura, un ser “cuya locura y sandez mueve á que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos”, tal como explica el bachiller en el mismo capítulo; en cambio, otros —como los duques o el mismo don Antonio— no se compadecen de Quijano: sólo piensan en la diversión que les proporciona su locura. Es notable el hecho de que los segundos suelen ser de un estrato social más alto que los primeros.

Sancho destaca en el grupo de los que sí se preocupan por Quijano en tanto hombre. Si el escudero llega al punto de no dudar acerca de que su amo está rematadamente loco, ¿por qué sigue aún a su lado?

Lo hace por amistad. En el capítulo XIII de la Segunda Parte, Sancho le confiesa a otro escudero que, para él, don Quijote…


“…tiene una alma como un cántaro; no sabe hacer mal á nadie, sino bien á todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como á las telas de mi corazón; y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.

Ninguno de los personajes secundarios enfrenta a Quijano y su locura abiertamente; sólo lo hace un transeúnte barcelonés que lo reconoce —en el Capítulo LXII— y le dice: “Vuélvete, mentecato á tu casa, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso…”.

Por mi parte, como lector, la percepción que tengo de la locura de don Quijote queda bien resumida por el joven estudiante Lorenzo —hijo de Diego de Miranda—, cuando diagnostica (Cap. XVIII, Segunda Parte): “…es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”. Ese “entreverado” de locura y lucidez me mantiene en equilibrio sobre la fina línea que divide a los demás personajes: mientras leo, quiero que la locura de don Quijote continúe para seguir divirtiéndome con ella; pero, al mismo tiempo, estimo cada vez más al personaje, tanto que lo escucho con atención en sus momentos de brillantez y, cuando al fin se cura, me conmuevo y me alegro por él. Esta alegría me dura sólo el tiempo que la Muerte le da a Quijano para decir sus últimas palabras. Que es muchísimo tiempo, porque es lo que duran en mí las últimas palabras de este gran libro después de haberlo cerrado.

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PD. Por supuesto, esto que sucede con don Quijote no pasa con todos los locos de la ficción…

¿Arte o entretenimiento? (II)

Por Martín Cristal

De la discusión cervantina citada en el post anterior se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. Éste es señalado por el cura cuando matiza:


“…no tienen la culpa desto los poetas que las componen [a las comedias pensadas para el vulgo], porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra, le pide.”

Así el cura excusa a aquellos buenos autores que, ya demostradas sus capacidades con obras de valía, de vez en cuando realizan alguna obra de calidad inferior por motivos comerciales, diciendo que “por querer acomodarse al gusto del representante, no han llegado todas [sus obras], como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren”. A quienes no perdona Cervantes son a los que “no saben representar otra cosa” que los disparates que prefiere el vulgo, porque no han demostrado ninguna capacidad que vaya más allá de eso.

Interrelación arte/entretenimiento:
Donkey Xote, un videojuego basado en
una película de animación sobre el Quijote.

Cervantes reclama que el texto —narrativo o teatral— guarde los “preceptos del arte”, pero en otras partes del Quijote también señala que se escriben ficciones “para universal entretenimiento de las gentes”, “para entretener nuestros ociosos pensamientos”, “para el efecto […] de entretener el tiempo” o “para gusto y general pasatiempo de los vivientes”. Así, a Cervantes le importa tanto la opinión de los doctos como el entretenimiento del vulgo. Como dijimos, es un equilibrio bastante difícil, y más aún si a la exigencia cervantina se la pormenoriza como en el famoso prólogo de la Primera parte:


… Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.

Nada fácil, aunque justamente por eso vale la pena intentarlo.

¿Arte o entretenimiento? (I)

Por Martín Cristal

Ante la pregunta por el antónimo de “aburrido”, algunas personas suelen contestar que es “divertido”, mientras que otras dicen que es “interesante”. No sin cierta arbitrariedad, ubico entre las primeras a quienes ven la literatura como un mero entretenimiento, mientras que entre las otras siento que han de estar los “pocos sabios” —Cervantes dixit— que entienden la literatura como un arte.

Hay escritores que se vuelcan netamente hacia una vertiente o la otra, lo cual —creo— está bien si no confunden sus objetivos (y si son buenos en lo que hacen, claro). Sin embargo, no podemos pensar en un buen escritor de entretenimiento que no se preocupe por algunas cuestiones formales o estéticas, ni tampoco tolerar a un escritor que, dentro de su programa artístico —sin importar cuán radical sea—, incluya el efecto de lograr nuestro rotundo aburrimiento como lectores.

El equilibrio entre ambas categorías es algo difícil de lograr. Si lo consigue, el precio que el escritor paga por ese equilibrio puede ser un doble desdén: los grandes artistas le dicen que su trabajo es pobre o demasiado simple, mientras que los entertainers lo encuentran demasiado pretencioso o rebuscado.

En el Quijote (I, 48) se discute la calidad de lo escrito y para quiénes escribirlo. Así lo expone el canónigo (las negritas son mías):


“…es más el número de los simples que el de los prudentes; y que puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, á quien, por la mayor parte, toca leer semejantes libros”.

Luego sigue así:


“…estas [comedias teatrales] que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas ó las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan piés ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores que las representan, dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos. […] Y aunque algunas veces he procurado persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia, que dél los saque”.

Y después:


“Decidme: ¿no os acordáis que a poco años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta de estos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron, y suspendieron a todos cuántos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros á los representantes, ellas tres solas, que treinta de las mejores que después acá se han hecho? […] y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á todo el mundo: así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa”.

Quizás después de leer estas razones, Augusto Monterroso decidió acortar con paradójica ironía la distancia entre ambos públicos y —en el famoso decálogo de su novela Lo demás es silencio—  optó por incluir el mandamiento que dice: “Entre mejor escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado”.

De esta misma discusión cervantina se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. [Sigue en el próximo post.]

Don Quijote en Nueva York

Por Martín Cristal

Teoría I (de Brooklyn a La Mancha)

Sobre el final del Capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote, da comienzo el delicioso entretejido de las categorías de autor, narrador y personajes, juego de espejos que, junto con otras maravillas, contribuyó a la fama de la obra maestra de Cervantes.

Paul Auster revisita este procedimiento en Ciudad de cristal (City of Glass, 1985). Esta novela integra la Trilogía de Nueva York, obra donde Auster replica ese mismo juego de espejos hasta lo inextricable, convirtiéndolo en uno de sus encantos principales. En la trilogía de Auster hay nombres que se repiten pero que no necesariamente designan a los mismos personajes. Hay personajes que escriben con seudónimos y luego asumen falsas identidades; hay intercambios, duplicidades, nombres de la vida real —el del autor, el de su hijo— intercalados entre los de la ficción, y también nombres de la ficción que refieren a otras obras de ficción (William Wilson, por ejemplo, referencia literaria que cae como anillo al dedo para esta clase de juegos con la identidad).

El interés de Auster en el Quijote se explicita en el décimo capítulo de su novela: en él, un personaje que es escritor, vive en Nueva York y se llama Paul Auster, desarrolla una teoría personal para explicar quién sería el autor del “libro dentro del libro” de Cervantes. «Auster» se lo explica con tranquilidad al personaje principal, Daniel Quinn, que ha venido a visitarlo a su propia casa.

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Según “Auster”, don Quijote no está loco, sino que se hace pasar por loco; su objetivo es engañar a Sancho, único testigo posible de todas sus andanzas; éste, analfabeto, no puede escribirlas, pero sí puede contárselas al barbero y al cura; a su vez, ellos la escribirán en castellano y le darán el texto a Simón Carrasco (sic; Auster debió decir Sansón Carrasco), el bachiller de Salamanca, quien las traducirá al árabe para que luego Cervantes encuentre ese manuscrito en Toledo, firmado por un inexistente Cide Hamete Benengeli… Cervantes lo mandará traducir al castellano y luego escribirá la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Es así como Quijano —siempre preocupado por la posteridad de sus andanzas— consigue que alguien escriba sus aventuras. Según Auster, el motivo por el que este “Cuarteto Benengeli” se tomaría tantas molestias es hacer que Quijano llegue a leer su propia historia y, de esa forma, enfrentándolo a lo absurdo de sus actos, lograr sacarlo de su locura.

No hay testigos permanentes

Sin embargo, en la novela de Cervantes, hay un momento en el que don Quijote queda solo y desnudo, haciendo una penitencia en medio de la Sierra Morena (Capítulo XXVI de la Primera Parte). Para dar cuenta de su actividad en solitario, el capítulo arranca afirmando: “dice la historia, que…”.

¿Quién habría recogido esa historia? Aquí fallaría la teoría de Paul Auster: Sancho no siempre acompaña a su amo. El único testimonio de los actos de don Quijote en la sierra son los versos que él dejó escritos en la corteza de algunos árboles. Por lo demás, dentro de la narración, ¿qué personaje podría conocer y referir lo hecho —y, más aún, lo pensado— por don Quijote cuando queda solo, si él mismo nunca se lo cuenta a nadie? En la Segunda Parte (Capítulo LXVIII) hay una situación similar: es de noche y Sancho duerme; don Quijote se pone a cantar junto a unos árboles, esta vez incluso sin escribir los versos en sus cortezas. Nadie lo ve… ¿quién recoge esa historia?

Cervantes es consciente de este tipo de problemas, y los arregla con un oportuno comentario de Sancho en el Capítulo II de la Segunda Parte. Sancho le informa a don Quijote que Sansón Carrasco, bachiller de Salamanca, le ha contado que:

“…andaba ya en libros la historia de vuesa merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan á mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y á la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á solas, que me hice cruces de espantado, cómo las pudo saber el historiador que las escribió”.

Con este asombro de los personajes que se leen a sí mismos se asume y se salva el problema de quién recogió esos sucesos que ellos vivieron a solas. Es la forma que encuentra Cervantes para hacernos ver a sus lectores que el asunto no se le ha pasado por alto. En vez de corregir aquellos otros episodios, aumenta la maravilla del texto al ponerlos él mismo en duda, en este comentario de Sancho.

Federico Jeanmaire, en su libro Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), destaca un fragmento del Capítulo XLVIII de la Segunda Parte donde pasa algo similar: “Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho…” (se refiere a don Quijote y a la dueña Rodríguez). Al respecto, dice Jeanmaire (pp. 213-214):


“Cualquiera daría lo mejor que tiene por haber visto la escena. El problema no es ése. No. El problema reside en que Benengeli es el único que aparentemente
ve todas las escenas que narra. Aquí parece que no es así, que el abismo del sistema narrativo se hace todavía más complejo, que incluso puede haber un narrador anterior al moro, y el moro sólo sea el primer eslabón en la larguísima cadena de copistas de la historia. […] La cadena de narradores tiende a la infinitud a partir de este extraño paréntesis de Cide Hamete. […] Otra maravilla. Una más. Y que, en tres líneas termina clausurando el posible conflicto que hubiese podido quedar abierto entre algún lector por demás exigente y su particular lectura de la omnisciencia narrativa del libro”.

Creo que es cierto lo que afirma Jeanmaire respecto de la existencia de una “cadena de narradores”: para comprobarlo basta con recordar que el narrador del primer capítulo establece que no es él solo sino muchos los autores que han escrito sobre don Quijote de la Mancha (las negritas son mías):


“Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.”

Los autores que de este caso escriben”: plural. Efectivamente, Cide Hamete no sería el primero en escribir sobre don Quijote. El moro consulta otras fuentes, además de recurrir a «las memorias de la Mancha», como se ve en el Capítulo LII de la Primera Parte:


“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, á lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza…”.

Esas “memorias”, que son depositarias de las acciones de don Quijote inhallables en los documentos escritos, podrían justificar la expresión “dice la historia, que…”, con la que se da cuenta de los momentos de soledad de don Quijote en la Sierra Morena.

El narrador dice: «el autor desta historia». No es casual que en Ciudad de cristal, Paul Auster también utilice el recurso de referirse alguna vez a “el autor de esta obra” así, en tercera persona: es otro cruce con Cervantes. También lo es que Daniel Quinn, el personaje principal de la novela de Auster, lleve las mismas iniciales que Don Quijote…

Teoría II (de Córdoba a Brooklyn)

En la Segunda Parte del Quijote, Cervantes va entretejiendo cada vez más estrechamente la ficción con la realidad. ¿No sería divertido especular que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto —o encargado a un ghostwriter— y luego publicado con seudónimo para enriquecer su propio juego de “fantasía y realidad” por el lado de la realidad? Dice Paul Auster en Ciudad de cristal: “después de todo, el libro [el verdadero Quijote] es un ataque a los peligros de la simulación”. De ser así, ¿no perfeccionaba Cervantes la demostración de esa tesis haciéndose pasar como víctima de una simulación que pretendía robarle su propia creación, el Quijote? Además, el ardid también hubiera funcionado como promoción para la verdadera Segunda Parte de Cervantes, donde éste podría resarcirse de sus propios insultos, enalteciendo su honor al contestarse a sí mismo en el prólogo…

Es poco probable, lo sabemos. Lo único seguro al respecto es que a cierto escritor de Nueva York, esa posibilidad le encantaría.

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Ver además:
Don Quijote
versus Don Quijote

Imprecisiones del
Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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Borges y el Quijote (II): una solución

Por Martín Cristal

En el Capítulo 47 de la Primera Parte, la ventera, su hija y la criada, para reírse de don Quijote, fingen llorar de tristeza por la partida de éste. Don Quijote las consuela con un discurso de despedida en el que, entre otras cosas, dice: “Perdonadme, hermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y á sabiendas jamás le di á nadie”.

Resulta interesante esta declaración para revisar bajo su luz una de las conjeturas que Jorge Luis Borges presenta en su texto “Un problema” (El hacedor, 1960). En él, Borges trata de responder la pregunta: ¿Cómo reaccionaría don Quijote si descubriera, luego de uno de sus combates, que ha dado muerte a un hombre?

Sin considerar la teoría oriental con que cierra el texto —una del tipo “todo es ilusorio en el universo”, la cual es demasiado distante y amplia como para ajustarse al problema planteado porque bien podría ajustarse a cualquier otro—, Borges propone antes otras tres respuestas, a saber:

  • a) Don Quijote ha matado a un hombre, pero nada le ocurre porque “haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores”.
  • b) Don Quijote ha matado a un hombre; “ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura para siempre”.
  • c) Don Quijote ha matado a un hombre; luego “no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrá nunca de su locura”.

Dice Borges que, entre las respuestas que propone, (c) es la más verosímil; a mi juicio, (c) tiene cierto efecto literario, pero no es la opción más creíble, sino todo lo contrario. Mis pensamientos sobre cada respuesta son los que siguen.

Caso a

El caso (a) podría darse si la locura del Quijote fuera tan poderosa que él resultase inconmovible ante la muerte violenta de un hombre (del mismo modo en que un desequilibrado asesino serial sigue matando, imperturbable, aun luego de ver morir a su primera víctima). Si así fuera, don Quijote creería haber actuado en sus cabales y haber matado con justicia: nada de qué arrepentirse porque, aunque habría matado de verdad, lo habría hecho dentro de una ilusión de justicia caballeresca que en su mente todavía seguiría proyectándose. Don Quijote no sospecharía su locura; no se produciría ningún shock. El caso es verosímil.

Rompamos el orden alfabético: antes de ver el caso (b), pasemos al (c).

 

Caso c

Entiendo que, tal como la plantea Borges, (c) no es más que una variante ampliada de (a), salvo que esa ampliación implica un par de defectos que la imposibilitan. Según Borges, al ver el cadáver, don Quijote podría pensar: “¡He matado a un hombre! Ahí está el muerto: lo veo, lo toco, lo huelo… ¡Lo he matado de verdad! Su muerte es real, por lo tanto no puede ser obra y producto de un delirio mío. No, no: las razones para esta muerte, como todo lo demás —mi corcel, mi yelmo, mi condición de caballero—, tienen que ser reales desde el comienzo…”. Así don Quijote confirmaría el mundo de su locura como real, y quedaría preso en ese mundo para siempre. Opción en principio atractiva, pero que presenta los siguientes defectos:

Primer defecto: La única oportunidad de que don Quijote hiciera un proceso como el anterior, sería que intuyera de antemano la posibilidad de su delirio, que de algún modo se barruntara la locura que domina sus actos. Esto, sabemos, no ocurre ni una sola vez durante sus andanzas. Sólo sucederá entre la fiebre y las sábanas de su cama, en el último capítulo; antes de eso, don Quijote jamás sospecha de su propia locura, y así Rocinante es siempre un bravo corcel, una bacía de hojalata es siempre el yelmo de Mambrino y él mismo, siempre un caballero andante que, si mata a un hombre, lo hace porque debe hacerlo, por las razones de caballería que sean.

Si don Quijote no sospecha jamás de su delirio, si no detecta su posibilidad, ¿cómo podría admitir o no admitir que dicho delirio sea el origen de su “acto tremendo”? Admitir es reconocer algo que ya sabíamos o sospechábamos, o que, al declarárnoslo un tercero, convenimos en aceptar. Pero don Quijote no puede admitir ni dejar de admitir porque sencillamente no registra su propio delirio. Mientras recorre Castilla, Aragón o Cataluña, él jamás se reconoce como un prisionero de la locura; cada vez que un fragmento de la realidad viene a señalar su locura, ese fragmento es fagocitado por esta última al ser incorporado al delirio por la vía de “encantamientos” de un supuesto mago enemigo.

Por todo esto, no me parece verosímil la opción (c); al no ser posible el autodiagnóstico de la locura, el caso no evolucionaría más allá del mismo resultado que se declara en la respuesta (a): nada se alteraría. “Maté, sí, pero lo hice con justicia caballeresca, y todo esto es real”. No hay shock ni vuelco de la situación.

Segundo defecto: La única diferencia remanente entre los planteos (a) y (c) sería el agregado, en (c), de quedar preso de la locura para siempre. Pero ese remate borgeano (“y don Quijote no saldrá nunca de su locura”) es una adición efectista bastante antojadiza, ya que ese nunca no deviene necesariamente de la premisa de la respuesta (c): que don Quijote crea que tanto la causa como el efecto de su “acto tremendo” son reales, no impide la posibilidad de futuras razones —más potentes— que pudieran ocasionar que su cura se produjese. No es difícil imaginar otras muertes que pudieran provocar el impacto que no tuvo la muerte de un desconocido: ¿la muerte de Sancho, debida a alguna de las locuras de su amo? ¿La de Dulcinea, tal vez, por algún desatino del propio don Quijote? Alguna de estas muertes podría producir más adelante un shock despertador como el que —ahora veremos— sí está implícito en la posibilidad (b), la cual a mi juicio resulta tan verosímil como (a), si no la más verosímil de las tres opciones planteadas.

Caso b

La opción (b), desde su mismo planteo, sí implica para don Quijote el corrimiento de un velo: “ver la muerte; comprender…”, dice Borges. Es un verdadero vuelco en la situación: “¡He matado! ¡Soy culpable como Caín! Pero, ¿por qué he matado? ¿En qué estaba pensando cuando maté a este hombre?”. Ya hay dos momentos diferenciados: antes (loco) y ahora (culpable); o bien, para usar los términos de Borges: antes, un sueño; ahora, el despertar.

Creo sin embargo que esto no curaría la locura de don Quijote de inmediato, aunque sí podría ser el comienzo de su cura. El criminal psicótico precisa la expiación del crimen como verdadera fuente de todo alivio. Es aquí donde entran los dichos del Quijote al despedirse de las mujeres de la venta: “Perdonadme, hermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y á sabiendas jamás le di á nadie”. A la luz de estas palabras, creo que el caso que se daría es el (b): un manchego cristiano nacido en el siglo XVI como Alonso Quijano se entregaría a la justicia o por lo menos buscaría el perdón de Dios por su “desaguisado”, ya que entendería que no ha cometido el crimen “de voluntad” ni “á sabiendas”, sino movido por una fuerza extraña, la locura*. Lo que terminaría de salvarlo de la demencia sería la consecución del perdón divino, quizás mediante una justa penitencia que su amigo el cura —piadoso por amigo y por sacerdote— podría indicarle. No podemos saber si ese remedio sería, efectivamente, el definitivo.

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* También en la Segunda Parte don Quijote expresa su voluntad de pagar por los actos que ha realizado sin mala intención. Luego de destruir los títeres de maese Pedro (Capítulo 26), Quijano dice: “deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas”. Quijano, a pesar de su locura —y ya sin considerar su cosmovisión cristiana: más allá o antes de ella—, es un hombre noble, con una moral justa y clara. Creo que eso también gravitaría a favor de que se produjera un shock ante el descubrimiento de haber asesinado a un semejante.

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Ver además:
Don Quijote versus Don Quijote

Don Quijote en Nueva York

Imprecisiones del Quijote

Borges y el Quijote: un error

Borges y el Quijote (I): un error

Por Martín Cristal

En el Capítulo 6 de la Primera Parte del Quijote, el cura y el barbero examinan los libros de caballería que han enloquecido a Alonso Quijano para ver cuáles quemarán; creen que eso contribuirá a sanarlo. Entre esos libros figura uno de Cervantes, La Galatea. El cura pregunta:


“[…] ¿Pero qué libro es ese que está junto a él?

La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero.

—Muchos años ha que es gran amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega, y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.

—Que me place, respondió el barbero […]”.

Así, el libro de Cervantes queda entre los pocos que se salvan del fuego. (Al final del Prólogo de la Segunda Parte, Cervantes anuncia que la continuación de La Galatea está próxima a concretarse).

Jorge Luis Borges hace referencia a este capítulo en dos de sus textos: “Magias parciales del Quijote” (Otras inquisiciones, 1952) y “El acto del libro” (La cifra, 1981). En ambos textos, Borges afirma que el barbero era un amigo personal de Cervantes: “uno de los libros examinados es La Galatea de Cervantes, y resulta que el barbero es amigo suyo”, dice Borges en el ensayo; “la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado [Cervantes], como se lee en el capítulo sexto”, dice en el texto breve de La cifra.

Don Quijote, por Welles

Sin embargo, si se relee el pasaje antes citado, se advierte claramente que el amigo de Cervantes no es el barbero, como dice Borges en ambos casos, sino el cura. Borges comete el mismo desliz dos veces, con treinta años de diferencia entre una vez y otra.

Todo el mundo se equivoca (hasta Cervantes…). Se dirá que la confusión reseñada aquí es insignificante, pero sirve como un ejemplo más para confrontar a los fanáticos que creen que Borges era infalible: al sostener semejante cosa, ellos también se equivocan. Los fanáticos suelen molestarse ante cualquier señalamiento que se le haga a la obra borgeana. A modo de ejemplo, se pueden leer los comentarios a un artículo de Gabriel Zaid (publicado en la revista Letras Libres); Zaid no sólo descubre que la famosa frase de Borges (que en realidad es una cita de Gibbon) acerca de que no hay camellos en el Corán es errónea, sino que precisa la cantidad de veces que se menciona a ese animal en el libro sagrado del Islam: hay diecinueve camellos en sus páginas.

Como no hay dos sin tres, mencionemos de paso el epígrafe del famoso cuento de Borges titulado “La intrusa”: Emir Rodríguez Monegal nos avisa —en su antología Ficcionario (FCE)— que la referencia “II Reyes 1, 26” es errónea: dicho versículo bíblico no existe. Monegal indica que debe tratarse de II Samuel 1, 26, donde David exalta el amor de su hermano Jonatán por encima del de las mujeres, lo cual coincide con el espíritu del cuento.

Por cierto, estas imprecisiones se transmiten por la vía de la intertextualidad: en “Alucinantes caracoles”, la reescritura que Gustavo Nielsen hizo de “La intrusa” (en Playa quemada, 1994), figura como epígrafe el mismo versículo falso, aunque ahí tiene otra función: es una manera de preanunciarle al lector la apropiación del argumento borgeano. Otro caso: yo mismo, en mi cuento “Ilana, desde cero” (Mapamundi, 2005), empecé el relato citando aquello de que no hay camellos en el Corán. Nadie se salva…

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Imagen: Don Quijote, tal como lo imaginó Orson Welles.

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Ver además:
Don Quijote versus Don Quijote

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Borges y el Quijote: una solución

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