Por Martín Cristal
Creo que hubiera preferido (¿debido?) entrar al universo de William Gibson por la puerta de Neuromante, su obra más conocida, señera del cyberpunk. Sucede que en la Córdoba actual sencillamente no pude conseguir nada de Gibson, excepto una novela publicada en 2003: Mundo espejo. Encontré un solo ejemplar saldado en una mesa de la Feria del Libro.
El título original es Pattern Recognition, algo así como “reconocimiento de patrones” o “de pautas” (de comportamiento). El título en castellano —metáfora de Londres y de otras metrópolis como reflejo invertido y ligeramente distorsionado de Nueva York u otras ciudades americanas— no abarca bien el tema central de la novela, aunque se entiende que traducir literalmente “reconocimiento de pautas” hubiera dado la apariencia de estar ante un libro de marketing.
El asunto es que, precisamente, estamos ante un libro de marketing. Una novela, sí, pero una en la que el marketing, el diseño y la publicidad juegan un rol esencial.
Novela + marketing +… ¿ciencia ficción? La respuesta es: a duras penas. Mundo espejo es más bien una novela tecno, totalmente anclada en una representación geek de su propio tiempo, sin especulaciones sobre el futuro (al contrario de, por ejemplo, Mercaderes del espacio, de Pohl y Kornbluth [1953], que también exploraba los temas de la publicidad y el mercadeo, pero extrapolando sus consecuencias en un tiempo distante: unos Mad Men del futuro). El tiempo de Mundo espejo es el año posterior al atentado del 11-S, el cual reflota en el nuevo siglo cierta atmósfera de guerra fría reorientada a los negocios globales.
Los elementos de fantasía en Mundo espejo están reducidos a cero. El único rasgo que encuentro “especulativo” —en el sentido del famoso disparador what if, o “que pasaría sí”— es el don que posee la protagonista, Cayce Pollard, una treintañera que trabaja como asesora de marketing y diseño para agencias globales. Pollard es una “cazadora de tendencias” (“los fabricantes me utilizan para estar al corriente de la moda de la calle”, explica ella misma [90]). Y tiene un don natural: es “sensitiva” a las marcas, posee una especie de sexto sentido para detectar si una marca, un logo o un producto van a funcionar en el mercado actual. La contracara de su don es que, del mismo modo, Cayce es fóbica a ciertas marcas y productos. En presencia de un simple logotipo puede llegar a ponerse muy mal.
Además, es fanática del “metraje”, una película de autor anónimo que está siendo distribuida aleatoriamente, por fragmentos, vía Internet. El tópico central que pondrá en movimiento a la novela de Gibson será entonces la búsqueda (del autor del metraje). En este aspecto puntual, la novela no decepciona, y cuanto más cerca está Pollard de su objetivo, más rápido damos vuelta las páginas. El origen develado del metraje resulta verdaderamente conmovedor.
Narrada en tercera persona, pero siempre cerca del punto de vista de Cayce, la novela de Gibson está infestada de marcas comerciales, lo cual recuerda un poco la experiencia de lectura de American Psycho, salvo que aquí no estamos del lado del consumidor (es decir, no miramos desde esa ceguera), sino del lado de los que diseñan las estrategias de consumo (esos seres voraces que todo lo ven). También —hay que decirlo— este insistente rasgo de la prosa recuerda a esos best-sellers que, según se sabe, “contratan” menciones de marcas dentro del texto (comercializándolo como una “pauta” publicitaria). En este escenario, resulta curioso que, si bien Gibson no se priva de nombrar decenas de marcas, en una escena crucial en la que se decide un logotipo, sólo se dice que es para “uno de los dos mayores fabricantes de calzado deportivo del mundo” [17]. Esa llamativa omisión nos lleva a imaginar al comandante de un ejército de abogados (¿o contadores?) que se contacta con Gibson por la noche para comunicarle: “lo siento, Will, pero no vas a poder nombrar a esa marca en tu novela”.
Pattern Recognition gira en torno de técnicas de marketing que eran novedosas en su momento, aunque hoy ya son comunes: la publicidad “de guerrilla”, el marketing “viral”… Un hecho curioso: según explica Gibson en su propio blog, parece ser que el modelo de campera que usa Cayce —una Buzz Rickson’s MA-1 negra— no existía. Gibson se lo inventó para su novela; pero luego de su publicación, empezaron a llegar pedidos a Rickson’s, por lo que la empresa le pidió permiso al autor para comenzar a fabricarla de verdad. Él aceptó, y les pidió que le hicieran una a medida. ¿Hasta qué punto esa anécdota no forma parte de una técnica viral que este blog, con su poderosa convocatoria, colabora a difundir?
El concepto de Gibson para esta novela —y tal vez su forma de entender la relación entre “ciencia ficción” y “futuro”, o su manera de definir el nuevo camino que él mismo abre para el género— se explicita en boca de Hubertus Bigend, un insufrible pope de la publicidad globalizada, cabeza de la agencia Blue Ant. Como el estratega de comunicación que es, el personaje resulta perfecto para comunicar estas ideas generales:
…ahora no tenemos ni idea de quiénes o qué podrían ser los habitantes de nuestro futuro. No en el sentido en que nuestros abuelos tenían futuro, o creían tenerlo. Imaginar un futuro completo es cosa de otro tiempo, un tiempo en el que el “ahora” tenía una duración mayor. Para nosotros, por supuesto, las cosas pueden cambiar tan bruscamente, tan violentamente, tan profundamente, que futuros como los de nuestros abuelos tiene un “ahora” que no basta como base. No tenemos futuro porque nuestro presente es demasiado inestable. […] Sólo tenemos la administración del riesgo. Los cambios de escenario de cada momento. El reconocimiento de pautas. [63]
¿Quiere decir esto que la Sci-fi tal como la conocíamos ya fue? (Ballard ya nos lo advertía: «Nuestros conceptos de pasado, presente y futuro necesitan ser revisados, cada vez más.»). Como Patricio Rey, Gibson es de los que piensan que «el futuro llegó hace rato«. Incluso después Cayce agregará:
Lo único que sé es que la única constante en la historia es el cambio: el pasado cambia. Nuestra versión del pasado interesará al futuro más o menos tanto como nos interesa a nosotros el pasado en el que pudieran creer los victorianos. Simplemente no les parecerá demasiado trascendente. [64]
En la novela casi todo figura con su marca, o con un comentario sobre su proceso de fabricación, o sobre su origen, o sobre sus materiales. Hasta algunas metáforas y comparaciones tienen un componente geek. A veces es agobiador, sobre todo cuando Gibson se pasa de rosca con su berretín tecno, y lleva su prosa al borde de lo incomprensible:
Hace mucho que sigue la pista de determinadas figuras del pop del mundo espejo, no porque le interesen en sí mismas, sino porque sus carreras pueden estar tan comprimidas, ser tan extraña y cuánticamente breves, como partículas cuya existencia sólo puede ser demostrada con posterioridad por estelas detectadas en placas especialmente sensibilizadas en el fondo de minas de sal abandonadas. [84-85]
Poco a poco, la novela se revela como lo que es: un thriller de espionaje (comercial/industrial). Como en las novelas de espías tradicionales, abundan —y cansan— los diálogos en los que se establece quién sabe qué en cada momento, con intercambios del tipo “yo sabía que él no lo sabía, pero esa noche le dije eso para que pensara que yo no sabía nada acerca de que tú…” etcétera. La novela se dilata en raccontos de cosas que el lector ya conoce y no ha olvidado.
Modelos de computadoras y teléfonos móviles, marcas de moda, terminología informática y de Internet (la presente y la ausente: hay foros, pero nada de Facebook o Twitter aún). Ese afán tecno de la novela, su ampuloso intento de surfear lo más alto de la ola tecnológica de sus días, es al mismo tiempo su identidad y su talón de Aquiles: leída menos de diez años después, el texto ya se siente viejo (es más: se siente cómo envejece a medida que pasamos las páginas). La obsolescencia que amenaza a cualquier texto, se come más velozmente a éste. Pronto habrá lectores para los que la Spectrum ZX81 y la Mac Cube serán dos antiguallas equivalentes.
Si se reedita esta novela en un futuro lejano —es decir, en ese tiempo que Bigend dice que ya no se puede imaginar—, tendrá que incluir cientos de notas al pie (o su equivalente para los ebooks) que expliquen de qué están hablando los personajes, o por qué hay que llevar una foto de papel personalmente hasta Tokio, cuando los tortolitos globalizados podrían verse directamente con una webcam desde sus respectivas casas, y así descubrir si se gustan o no. ¿Valdrá la pena esa reedición? Puede que tenga valor para los futuros lectores que se interesen en revivir la atmósfera paranoica posterior al 11-S. Sin el anclaje de ese hecho histórico de peso, el interés por esta novela desaparecería enseguida. Y quizás lo haga igualmente, más temprano que tarde.