Homo narrator

Por Martín Cristal

Podemos pensar nuestras existencias, desde lo social, en términos de “relato”: todos narramos y todos somos narrados. Estoy sentado en la mesa de un bar, mirando por la ventana, y de pronto descubro a un amigo que viene caminando hacia mí: lo que se acerca no es un cuerpo anónimo, no viene un significante vacío. Lo que se aproxima es un relato andante, una historia de vida que conozco en mayor o menor medida, que reconozco en esa persona que ahora me saluda y se sienta a mi mesa.

La mayoría de nosotros somos narrados en forma sencilla: por ejemplo, en un asado o un bar, en la voz de un amigo que le cuenta a los otros una anécdota que nos tiene por protagonistas, en forma de chisme o incluso estando nosotros presentes. Hay narraciones que nos señalan, en segunda persona: los reproches, las acusaciones, los regalos, las expresiones de agradecimiento, las de amor… Nos cuentan lo que hicimos o hacemos, y hacen ver que contamos.

Algunas personas se cuentan a sí mismas, en una carta, o en el consultorio de su terapeuta; otras lo hacen para sí mismas, en un diario íntimo (aunque, incluso en ese caso, uno siempre es un “otro”). A veces pareciera que sin estas narraciones simples no existiríamos.

Para algunos esa necesidad es más bien un deseo megalomaníaco que se expresa en un sueño de estrellato: llegar a ser narrado hasta en los más mínimos detalles por los medios masivos de comunicación. Revistas de chismes, shows de TV… La fama es la ilusión de muchos, a pesar de las advertencias que sobre sus incomodidades nos hacen los famosos desde sus autobiografías (y las autobiografías no son más que otra manera imperfecta de narrarse, para afirmar y confirmar la propia existencia; por eso son tan mentirosas, porque casi siempre se doblegan ante el ansia de pulir ese borrador inalterable que es el pasado de quienes las escriben).

Existimos socialmente como un relato, porque alguien narra y alguien escucha el relato sobre nuestra vida: fans, paparazzi, o en el más común y deseable de los casos, amigos, amantes, familiares, nosotros mismos. Nuestras propias narraciones son importantes como testimonio de un mundo, el nuestro, interior o exterior, sin que esto tenga que caer necesariamente en la literalidad autobiográfica (toda narración es una puesta en situación de quien la produce). Si nadie narrase, nadie existiría; si ni siquiera nosotros mismos fuéramos capaces de narrarnos, entonces no dejaríamos huella en este mundo: el abrir y cerrar de ojos de nuestras vidas pasaría tan inadvertido como si nunca hubiésemos estado aquí. Es ahí donde el acto de narrar se vuelve imprescindible.

Y es que narrar resulta esencial: el homo sapiens —rebautizado más de una vez como homo narrator— lo ha venido haciendo desde la consabida fogata del campamento prehistórico. La sociedad está fundada en narraciones: las mitológicas fortalecen su ancha base; sobre ésta se erigen las versiones y reversiones históricas. La estructura se completa hacia arriba con un complejo entramado de perspectivas cruzadas sobre el presente, y de miradas esperanzadas o pesimistas acerca del futuro.

Narrar es una forma de transferir experiencia vital; esa experiencia está conformada no sólo por todo lo acontecido, sino también por lo pensado, lo añorado, lo sospechado, lo imaginado… Hacerlo por escrito es una de las formas más importantes que el hombre ha encontrado para tal fin, ya que está íntimamente ligada al lenguaje y, por ende, al pensamiento. Sin embargo, en mi interior, siento que es mucho más importante narrar que meramente escribir. Escribir es importante, pero no es una actividad esencial del hombre: pasaron siglos hasta que la humanidad desarrolló y puso en práctica esa forma de codificación, y aun así hoy mismo son miles las personas que no se dedican a escribir. A pesar de eso, ninguna de esas personas deja de narrar algo casi a diario, porque la narración es nuestro aglutinante social: necesitamos contar lo que nos pasó ayer, preguntarle a nuestra pareja o hijos o amigos cómo les fue hoy en el trabajo, en la escuela, en sus viajes…

Cuando el vastísimo campo de la narración interseca el campo de la Literatura, entonces a esa transferencia de experiencia vital se le agrega la búsqueda de un goce estético, propia de todo arte. Y cuando, dentro de ese espacio —y dejando de lado el grado de mayor o menor fantasía alcanzado por cada invención—, la experiencia vital transmitida en forma de relato es promovida por la verosimilitud, y no ya por la mera verdad documentable, entonces estamos en el terreno de la ficción, una puesta en situación del propio autor en un contexto imaginario.

En mi caso particular, deseo una narrativa que cobre vida en el medio que se elija para desarrollarla (la novela, el cuento, la narración oral, la historieta, el cine…); con gran fantasía o bien ciñéndose a la más pura realidad, pero sin otras especulaciones secretas, sin segundas intenciones. Sólo placer, goce y deleite, al narrarlo y al escucharlo, verlo o leerlo. Ningún aspecto de la creación debe descuidarse. Prefiero las siguientes proporciones: el arte como una parte de la vida, y no al revés; lo estético al servicio de la narración, y no al revés. Así, prefiero explorar quiénes somos nosotros, y no tanto qué es la literatura. Quiero narrar de manera que mi relato sea comprendido y amado, tal como yo mismo —en mi entorno privado, en mi vida cotidiana e íntima— quiero ser comprendido y amado.

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Imagen: Albert Finney y Jessica Lange en Big Fish (Tim Burton, 2003, basada en la novela de Daniel Wallace). Will Bloom aprenderá de su padre que «un hombre cuenta sus historias tantas veces que termina convirtiéndose en esas historias…».