Por Martín Cristal
Muerte de Héctor
Los troyanos, en franca retirada desde el regreso de Aquiles, han vuelto corriendo a refugiarse dentro de las murallas de Ilión (Troya). El último en llegar de vuelta es, lógicamente, quien a la ida había sido el primero: Héctor. No alcanza a entrar en la ciudad ni pide que le abran las puertas. Aquiles lo encuentra afuera y comienza la famosa persecución alrededor de la muralla… Engañado por los dioses y alcanzado por Aquiles, Héctor lucha y muere. Aquiles humilla su cadáver y se lo lleva. Más tarde, el rey Príamo se arriesgará en territorio enemigo para rogarle a Aquiles la devolución del cadáver de su hijo Héctor. Aquiles, conmovido, accederá a devolvérselo.
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¿Por qué es inmortal el relato de esta lucha despareja entre un hombre y un semidiós? Porque en esa desigualdad están cifrados el valor y la libertad del hombre, cosas que nos emocionan a todos, desde Homero hasta los que vivimos en el siglo XXI. Esa emoción nos lleva a contar este combate una y otra vez.
En Ética para Amador, Fernando Savater utiliza una sencilla comparación para arribar al concepto de libertad (esencial para comprender el de ética). El primer término de esa comparación vienen a ser las termitas, que al ver su hormiguero destruido por alguna causa externa, salen automáticamente a defenderlo: las termitas-obrero reconstruyen la brecha abierta en la tierra, mientras que las termitas-soldado defienden el nido de otras hormigas enemigas, mucho más corpulentas, que aprovechan la ocasión para atacarlo. Sobre las termitas-soldado, Savater se pregunta: «¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?». En seguida, el filósofo pasa al segundo término de su comparación: la lucha de…
…Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?
Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan, él siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.
Lo interesante al leer el Canto XXII de la Ilíada es que efectivamente vemos que muchas de las motivaciones de Héctor para enfrentar a Aquiles provienen de la presión social, y no tanto de un mero «sentido heroico incorporado» en el guerrero troyano:
Y gimiendo, a su magnánimo espíritu [Héctor] le decía: —¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme reproches será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche en que Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir —mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas».
Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente ante la misma. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro de Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?
… Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es conversar con él desde lo alto de una encina o de una roca, como un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una doncella suelen conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria. (Ilíada, XXII, 98-130).
Incluso en esto, el gran Héctor no deja nunca de ser un hombre: lleno de dudas y debilidades, vulnerable al punto de pensar en el qué dirán y perderse en cálculos mezquinos antes de asumir lo que finalmente hará. El héroe es de carne y hueso: esto es lo que me emociona. Si se comparan estos motivos para pelear contra una fuerza superior y los motivos iniciales de Aquiles para no pelear contra los troyanos, los de Aquiles nos parecen el berrinche de un niño caprichoso; no son nada junto a la respetable resolución de un hombre valiente que sale a enfrentarse con su destino.


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