Mapas literarios. Tierras imaginarias de los escritores, por Huw Lewis-Jones (ed.)

Por Martín Cristal

Locos por los mapas

La edición de Mapas literarios: tierras imaginarias de los escritores es lujosa: trae 167 ilustraciones a color en un señor papel de 21 x 30 cm, con tapas enteladas y sobrecubierta. Puede resultar muy cara para el pauperizado bolsillo argentino; sin embargo, a quienes les fascinen los mapas de tierras imaginarias (o reales pero no del todo exploradas) sin duda este libro les parecerá irresistible.

Su compilador es Huw Lewis-Jones (Inglaterra, 1980), historiador de la exploración y doctor por la Universidad de Cambridge. También es director de arte, editor y autor de otros libros relacionados con la exploración del Ártico, el Everest y la Antártida.

Dos docenas de autores —incluido él mismo— aportan ensayos histórico-filosóficos, crónicas y memorias personales sobre el asunto de los mapas. Están, entre otros, David Mitchell (El atlas de las nubes), Cressida Cowell (Cómo entrenar a tu dragón), Philip Pullman (La materia oscura, trilogía base para la película La brújula dorada) y Brian Selznick (La invención de Hugo Cabret). También diseñadores como Miraphora Mina o Daniel Reeve, responsables de los mapas en las películas de Harry Potter o El hobbit, respectivamente.

Mapa de la Tierra Media para la película de El señor de los anillos. Daniel Reeve hizo un pequeño cambio respecto del original de los libros: «El golfo de Lune, en Eriador, ahora guarda un ligero parecido con el puerto de Wellington, en Nueva Zelanda», país donde se filmó la película (Reeve es neozelandés) [pág. 164 del libro].

No es un tratado exhaustivo sobre la cartografía; el conjunto de los textos resulta más variopinto que sistemático (por ejemplo hay algunos conceptos que se repiten a lo largo del libro). La ventaja es que así el lector circula por sus páginas con total libertad, zigzagueando entre los artículos, salteándose alguno según su curiosidad o hilando la lectura desde la exploración preliminar de las ilustraciones.

Porque, por muy interesante que sean algunos textos (o descubrir que aquella idea borgeana del mapa en escala 1:1 ya estaba en la última novela de Lewis Carroll), la verdadera gloria de este libro son los mapas. Entre los ficcionales muestra un grabado de 1518 con la isla Utopía, de Tomás Moro. Hay un corte de los círculos dantescos pintado en pergamino por Botticelli. Están la isla de Crusoe, tal como apareció en la edición de 1720, y el mapa del tesoro de Stevenson y el que Rider Haggard incluyó en Las minas del rey Salomón. El condado de Yoknapatawpha dibujado por Faulkner, y el plano del estanque Walden, de Thoreau. La hojita de una libreta en la que Jack Kerouac dibujó los viajes de En el camino. El bosque de Winnie The Pooh (¡creado en 1926!), la Neverland de Peter Pan, el reino de Oz y el mapa que abría las historietas de Astérix.

Y Terramar, de Úrsula K. Le Guin. Y los Siete Reinos de George R. R. Martin. Y muchas versiones de Ásgard, de Narnia y de la Tierra Media de Tolkien. Y dos portentosas infografías sobre Moby Dick y Huckleberry Finn. Incluso los mapas de juegos de rol como el primigenio Calabozos y dragones tienen su lugar en este libro, en la medida en que también son ficciones (interactivas).

Infografía (portrait map) sobre la novela Moby Dick, de Herman Melville. Diseño de Everett Henry realizado en 1956 para «una imprenta que deseaba presumir de sus tintas de alta calidad». Ese mismo año se había estrenado la versión fílmica de la novela, con Gregory Peck como el Capitán Ahab [pp. 30-31 del libro].

Todos estos mapas ficcionales —algunos no incluidos en las ediciones de los libros, sino tomados de los cuadernos donde los autores pergeñaron sus obras— se alternan con otros históricos, de territorios verdaderos. Esa intercalación evidencia como el mapa imaginario intenta pasar por real —de ahí que haya autores de ficción que basan sus territorios fantasy en mapas carreteros actuales—, pero también cómo los mapas reales siempre incorporaron elementos imaginarios, al menos antes de arribar a la frialdad práctica del GPS y Google Maps. El mundo se exploraba sobre el terreno, sin satélites y paso a paso; siempre quedaban zonas por descubrir. ¿Qué dibujar ahí?

Según Aldo Leopold, “para aquellos que no tienen imaginación, un lugar en blanco en el mapa es un desperdicio; para los demás es la parte más valiosa”. Una palabra que rima con “misteriosa”, pero también con “peligrosa”.

Así, en su mapamundi del siglo XVI, Abraham Ortelius escribe, sobre todo el continente blanco del sur: terra australis nondum cognita (“tierra austral todavía no conocida”).

Theatrum Orbis Terrarum de Abraham Ortelius (1570). Uno de los mapas más conocidos del siglo XVI. «En el sur hay un continente enorme basado en mitos y rumores» [pp. 24-25 del libro].

Ortelius también rodea a su volcánica Islandia con monstruos marinos amenazantes, basándose en historias danesas y cuentos tradicionales. La leyenda “aquí hay dragones” (hic sunt dracones) se consignaba en esas zonas misteriosas de los mapas antiguos para decir: cuidado, este lugar está inexplorado. De él sólo tenemos mitos y leyendas.

Con el título original de The Writer’s Map, este deslumbrante compendio de Lewis-Jones se editó simultáneamente en varios idiomas. No debe ser confundido con otro libro vistoso para la mesita del living. Mapas literarios es un viaje fascinante por los territorios de la abstracción y por la abstracción de los territorios.

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Mapas literarios: tierras imaginarias de los escritores, edición de Huw Lewis-Jones. Blume, 2018. 256 páginas. Con una versión más corta del presente artículo, recomendamos este libro en el suplemento “Número Cero” de La Voz (Córdoba, 24 de febrero de 2019).

Lenta biografía literaria (5/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto con el que colaboré en el Nº 10 de los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1 | Leer la parte 2 | Leer la parte 3 | Leer la parte 4]
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Cae la noche tropical, de Manuel Puig

Manuel-Puig-Cae-la-noche-tropical29 años | Leer para aprender cómo se hacen diálogos perfectos. ¿Cómo consigue Puig que los personajes sean tan vívidos sin acotaciones del narrador? Con lenguaje allanado a conciencia para ser coloquial y, al mismo tiempo, comprensible, con la información dispuesta para que sea tan natural para ellos (en lo que hace a los sobreentendidos que manejan) como interesante para el lector (develándole de a poco las relaciones interpersonales, los conflictos, el argumento). Es teatro pero sin un director; en otras palabras: es la vida.

Por esa trabajada sencillez, hay quien piensa que la profundidad en la obra de Puig es escasa (el señorón de Mario Vargas Llosa es un caso célebre). Por el contrario, yo creo que tiene gran hondura, pero no intelectual, sino emocional, o incluso sentimental. Sus personajes —que también viven en el extranjero, como lo hizo Puig, y como yo cuando la leí— me calaron hondo como si hubieran sido personas de carne y hueso a las que hubiera conocido.
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Cuentos completos, de Isidoro Blaisten

Isidoro-Blaisten-Cuentos-completos32 años | Blaisten demuestra que la división entre “lo popular” y “lo culto” no tiene mucho sentido, y que en todo caso no tienen por qué ser compartimentos estancos (en mis textos trato de practicar ese intercambio de referencias, claro que sin abusar). Su humor tampoco se resiente por el feliz hallazgo de formas sofisticadas para dar cauce a relatos magistrales como “Violín de fango”, “El tío Facundo”, “Mishiadura en Aries”, “Dublín al Sur”, “A mí nunca me dejaban hablar”, “Cerrado por melancolía” o “Versión definitiva del cuento de Pigüé”, entre otros. (Más tarde reencontré una ironía similar a la de Blaisten en algunos cuentos de Hebe Uhart, aunque apoyada en una prosa y una estructura narrativa en apariencia más sencillas). Por supuesto, también me identifico con la cultura judía que subyace en muchos de estos relatos.
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Diez clásicos universales

Ulises-James-Joyce33-35 años | En estos años decidí encarar una selección personal de diez autores clásicos universales, depurados de una larga lista. Los que más me impactaron fueron la Ilíada (ya conocía la Odisea); el Quijote; la Divina comedia; varias obras de Shakespeare (sobre todo Hamlet, Romeo y Julieta y El mercader de Venecia) y el Ulises de Joyce. También releí el Martín Fierro.

Me gustaron un poco menos, la Eneida de Virgilio; Madame Bovary de Flaubert; y Crimen y castigo de Dostoievski. Poco y nada: el Werther de Goethe, aunque subrayé varias partes; y su Fausto me pareció directamente horrible.

En las shortlists la polémica siempre se instala en la arbitrariedad del límite. Cumplo en agregar entonces que el autor número once de mi lista fue Thomas Mann, quien también tuvo su chance y de cuya montaña mágica me bajé en la página 400 (no descarto volver a ella algún día); el doceavo fue Marcel Proust, con quien apliqué una lectura experimental que resultó muy disfrutable. Tras este paréntesis clásico, continué con mi secuencia variada de lecturas.
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La conciencia de Zeno, de Italo Svevo

Italo-Svevo-La-conciencia-de-Zeno34 años | Conecta con Fante en la honestidad brutal con que sus (rimados) narradores —Cosini y Bandini— se observan a sí mismos. Pero el Zeno Cosini de Svevo llega mucho más hondo y a la vez desborda de humor, incluso en las escenas más patéticas, como aquélla del cachetadón que le da el padre moribundo justo antes de fallecer.

“¡Escriba! ¡Escriba! Y verá que llegará usted a descubrirse por completo”, le dice el doctor a Zeno, quien no ceja en su intento de autoexplorarse, sin solemnidad alguna. Esa introspección no aburre en sus propios recovecos porque jamás para de narrar, siempre con prosa transparente (la única parte cuyo tono difiere del resto es la última). Antes de escribir cualquier cosa —en especial si va a ser realista y en primera persona— uno debería darse un baño en las páginas de este libro.
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[Continuará en el próximo post].

Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon

Por Martín Cristal

Entre las obras que había leído antes de mi reciente Sci-Fi Fever, la que abarcaba el mayor trayecto temporal en la acción narrada era Galaxias como granos de arena (1960), de Brian Aldiss, con ocho mil años de historia repartidos en ocho partes: el Milenio Guerrero, el Milenio Estéril, el Milenio Robot, el Milenio Oscuro, el Milenio Estelar, el Milenio Cambiante (o Mutante), el Milenio Megalópolis y el Milenio Final. Cada parte se compone de una breve introducción histórica seguida de un relato que, a su manera, la ilustra y la resume.

Esas “galaxias de arena” quedan reducidas a menos que polvo microscópico si se compara su acción con la de Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon (Star Maker, 1937), una novela que en 280 páginas comprime nada menos que la historia completa del universo. Incluso junto a La última y la primera humanidad (Last and First Men, 1930) —novela anterior de Stapledon que da cuenta de dieciséis eras en la historia del ser humano, desde el siglo XX hasta su extinción, en Neptuno— los ocho milenios
de Aldiss duran menos que un latido del corazón.

La partida

El viaje ultracósmico del narrador arranca en una colina cercana a su casa. Es de noche, las estrellas colman el cielo; abajo se ve el pueblo y la casa donde su familia duerme. La manera en que Stapledon contrasta la grandeza del Universo con lo diminuto de la vida cotidiana —pequeña, pero no por eso insignificante— es de un belleza sobria y directa, entre amarga e ingenua. En el prólogo de la edición (Minotauro, 1965), Borges subraya que Stapledon “deja una impresión de sinceridad”. Creo que eso se percibe con fuerza y un toque agridulce en este fragmento sobre la vida en pareja:


¡Qué predestinada me había parecido nuestra unión! Y ahora, en el recuerdo ¡qué accidental! Por supuesto, como muchos viejos matrimonios, nos entendíamos muy bien, como dos árboles que han crecido unidos, distorsionándose, pero soportándose. Fríamente, la vi a ella como un simple aditamento a mi vida personal, a veces útil, pero muy a menudo irritante. Éramos en realidad buenos compañeros. Nos concedíamos una cierta libertad, y así nos tolerábamos.

Ésa era nuestra relación. Desde ese punto de vista no parecía muy importante para la comprensión del universo. Pero en mi corazón yo sabía que no era así. Ni aun las frías estrellas, ni aun la totalidad del cosmos con todas sus vacías inmensidades podían convencerme de que ese nuestro preciado átomo de comunidad, que era tan imperfecto, que moriría tan pronto, no tuviese ningún significado. [pp. 15-16].

El viaje que emprenderá el narrador es psíquico (o “astral”, como actualiza Elvio Gandolfo —relacionándolo con la jerga new age— en su ensayo sobre Stapledon reproducido en El libro de los géneros). El inglés evita alambicar una teoría que explique el mecanismo del viaje; nos da a entender que su “combustible” es la imaginación. Al alejarse de la Tierra para visitar otros mundos, la fuerza imaginativa del viajero será cada vez mayor, gracias a que su mente peregrina se vuelve comunal: en cada planeta visitado se va uniendo a un ser de ese mundo, y así esta mente compuesta va facetando su mirada y ampliando sus ideas del cosmos a visiones múltiples, superpuestas, ya no meramente formadas con preconceptos humanos. Potenciada la imaginación, el enjambre explorador (“yo” y “nosotros” a la vez) puede llegar cada vez más lejos en el espacio, y consecuentemente, también en el tiempo. Esta sola idea —sencilla y por eso genial— vale el libro entero.

Todo el tiempo del mundo

Dado el dilatadísimo tiempo de la acción, Stapledon recurre al resumen y sobre todo a la elipsis como estrategias retóricas principales. Con la excusa de no extender demasiado el libro, muchas veces Stapledon usa expresiones como “No contaré/describiré/detallaré aquí…” tal o cual asunto, lo cual lo exime de pormenorizar ciertos procesos evolutivos que serían difíciles de verosimilizar y agotadores de leer.

Para graficar ese enorme período de tiempo, la edición trae al final tres esquemas que lo sintetizan; aquí he ensayado integrarlos en uno solo [clic en la imagen para ampliarla; recomiendo verla en pantalla completa]:
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Planetas y galaxias

El primer planeta visitado, la Otra Tierra, es muy similar a nuestro planeta, lo cual sirve a propósitos satíricos. Se plantea el uso de medios masivos como forma de control social; esto prefigura uno de los grandes temas de la ciencia ficción. De hecho, al comprender la historia de todo el universo, Hacedor de estrellas abarca muchos de los tópicos predilectos del género: utopías y distopías, los viajes y las guerras espaciales de la space opera, los mundos postapocalípticos, etcétera. Este capítulo finaliza con una meditación sobre el “Hacedor de Estrellas”: Dios, el Creador.

El autor va introduciendo variaciones a los mundos que su narrador va descubriendo. Son especies cada vez más alejadas de la humana, primero en el aspecto físico, y más adelante, en el espiritual (una mayor evolución técnica no necesariamente implica un crecimiento espiritual acorde).

Stapledon “construye y describe mundos imaginarios con la precisión y con buena parte de la aridez de un naturalista”, según comenta Borges en el prólogo. Esto es cierto sobre todo respecto de los primeros planetas visitados; en su plan narrativo, los capítulos 3 a 7 pueden emparentarse con “El informe de Brodie”, del propio Borges, con “Kappa”, de Akutagawa, o bien, con el abuelo de ambos: Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.

En términos generales, el socialismo de Stapledon aplica una lógica marxista a estas nuevas razas: pone al conflicto político-social en el centro (adaptado siempre al contexto particular de cada planeta) y, en el horizonte, a la utopía como necesario cuello de botella previo al siguiente salto evolutivo. La estrategia general de Stapledon para todas las razas de todos los niveles históricos que imagina para nuestro cosmos podría simplificarse en el siguiente proceso:

Descripción
(del planeta y de su gente: surgimiento,
características físicas y sociales, costumbres)
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Conflicto global,
con dos resultados posibles:
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a) la autodestrucción, parcial o total; o bien
b)
el alcance de la utopía, una “unidad mental” que conduce a:
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Transformación de la raza
(cambio cualitativo, salto evolutivo)
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Expansión
(cambio cuantitativo, que lleva a la especie
más allá de sus fronteras iniciales).

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Al infinito y más allá

Si bien hasta el Capítulo 10 (que sirve de resumen de los anteriores) todos los procesos resultan verosímiles en el contexto de la narración, en el 11 nos encontramos con el descubrimiento de que las estrellas son seres vivientes, un escalón difícil de aceptar. Uno sigue leyendo para ver adónde va (y de dónde viene) el Universo; en el límite último del Tiempo y del Espacio es donde uno supone que reside lo más difícil de imaginar, el premio mayor, la Última Respuesta a todas las cosas…

Sin embargo, uno ya no lee con el deleite de las primeras etapas del relato. Los primeros niveles de la exploración de Stapledon resultan más entretenidos, quizás porque son más fáciles de imaginar (en un sentido etimológico: de hacerlos imagen). Las subsiguientes abstracciones van complejizando la parte filosófica en desmedro de la narrativa, lo que es decir: cambiando un interés por otro. “El examen de su estilo, en el que se advierte un exceso de palabras abstractas, sugiere que antes de escribir [Stapledon] había leído mucha filosofía y pocas novelas o poemas”, dictamina Borges en el prólogo.

Superando con cierta indulgencia lo de las estrellas conscientes, alcanzamos con el viajero el llamado “momento supremo del cosmos”. El momento de la verdad, muy cercano al de la muerte: la mente cósmica, fruto de una utopía cósmica parcial, enfrenta el conocimiento del Hacedor de Estrellas, quien se ubica fuera del tiempo de cualquier cosmos. De aquí en adelante, la novela se aleja del todo de la ciencia, para volcarse hacia la teología y el mito.

El sueño de un mito

El autor se aproxima al Hacedor de Estrellas del mismo modo con el que Dante se acerca al Paraíso: cegándonos con luz divina, sin mostrarnos ese lugar con la misma precisión con la que nos mostró antes el Infierno. “…Salta mi pluma y no lo escribo: / Pues la imaginativa, a tales pliegues, / No ya el lenguaje, tiene un color burdo”, dice Dante del Paraíso, excusándose. Stapledon —que entre los múltiples cosmos creados por el Hacedor, se toma la libertad de incluir uno con Paraíso e Infierno, en una clara referencia a Alighieri— explica que a su regreso a la Tierra y a su pobre individualidad de ser humano, ha perdido necesariamente buena parte de su experiencia pasada con la mente comunal viajera, y por ende su relato sólo puede ser un pobre reflejo de su encuentro con el Hacedor de Estrellas. Así y todo, se las arregla para narrarnos “el sueño de un mito” que explicaría los orígenes de la Creación.

Como la Divina comedia, también Hacedor de estrellas se me hizo cuesta arriba en el último tercio. Sin embargo, el rápido —y preanunciado— regreso del narrador a la Tierra es hermoso, y cierra muy bien este libro ambicioso e importante: la imaginación de Stapledon sobrevuela nuestro planeta una vez más, en una mirada muy comprometida con la realidad geopolítica de su tiempo. Y —aunque no lo dice, quiero creerlo— entra al fin de nuevo a su hogar donde, felizmente, todavía lo espera su mujer. Ella le contará qué tal le fue en su día; y él, que tiene una gran idea para un nuevo libro.

Vidas perpendiculares, de Álvaro Enrigue

Por Martín Cristal

Una versión más corta del presente artículo se publicó en el número 2 de la revista Ciudad X.

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En sus Vidas paralelas, Plutarco comparaba —con fines didácticos— a algún griego famoso con su equivalente romano; los hilos de ambas biografías se tensaban, cercanos pero sin tocarse. En Vidas perpendiculares de Álvaro Enrigue (México, 1969), los hilos biográficos se entrecruzan con un fin narrativo: producir una trama.

Esa trama arranca en 1936, narrando con tono irónico y divertido la saga de una familia de Jalisco. Sólo que, apenas veinte páginas después, la novela cambia drásticamente: primera señal de una estructura compleja, basada en el concepto hindú de la transmigración de las almas (la esencia de ese concepto se sintetiza en un epígrafe inicial, con versos del Bhagavad Gita). La saga de los Rodríguez Loera se irá barajando con las memorias de personas de distintas épocas y lugares del mundo; progresivamente, esas memorias dispersas se reconocerán como la autobiografía “precoz y milenaria” de una misma alma reencarnada varias veces.

Esta novela —elogiada por Carlos Fuentes (¿a esta altura será eso bueno o malo?)— me hizo pensar en las depuradas estructuras narrativas de Ítalo Calvino; en “El inmortal” de Borges; en la “flor amarilla” de Cortázar; en “Memoria de paso”, de Fogwill (que remite a su vez al Orlando, de Virginia Woolf), y también en el duradero escarabajo de Mujica Láinez, que pasaba de mano en mano (es decir, de cuerpo en cuerpo) para contarnos todas las épocas de la humanidad.

Son (una y) siete las vidas que se intercalan aquí, primero, como capítulos; después, se empiezan a entrelazar al interior de cada capítulo; luego se entremezclan dentro de algún párrafo, y más tarde incluso dentro de una misma oración. En este proceso, la prosa nunca pierde su gracia natural. Enrigue posee una retórica elocuente, a veces algo recargada, pero con un humor que mantiene fresca a una novela que hubiera podido volverse rancia de tanto comercio con la Historia.

Los personajes secundarios también traslucen vidas pasadas. Hay, por ejemplo, una nana, intemporal como Mort Cinder, a la que se apoda la Fenicia; hay un jardinero mexicanísimo, al que sin embargo —una sola vez, y muy al pasar— se lo reconoce como “el egipcio”. Mientras, en el centro de la acción, hay un triángulo amoroso, freudiano y eterno, que se calca incesantemente sobre sí mismo. Si, en la Comedia del Dante, Francesca y Paolo terminaban en el Infierno, eternizados por su adulterio, en esta novela los amantes se mudan al módico pero efectivo infierno de un nuevo pellejo, para encarar una vita nuova en la que inevitablemente habrán de reencontrarse.

Hay un asesino en cada hombre o mujer porque ¿quién no ha matado antes? Sólo basta con hacer memoria. La memoria (un “animal incontrolable”, definido como “el conocimiento del acecho constante de la muerte”) es la clave del libro. Ella es la que deja o no deja ver qué historias se esconden tras la última carnadura de un hombre. Cualquier detalle —unos ojos verdes, por ejemplo— puede provocar el memorioso latigazo de las existencias anteriores.

Estas Vidas perpendiculares “serían infinitas si fueran honestas y quisieran ser completas”. Enrigue no aprovecha la afirmación para darnos un final deshilachado. No: aquí todo cierra, aunque sepamos que estos mismos hilos podrían seguir tramándose por siempre.
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Vidas perpendiculares, de Álvaro Enrigue. Anagrama, 2008.

El purgatorio de Lost

Por Martín Cristal

[Este artículo contiene spoilers de Lost. No parece necesario agregar que también los tiene del Purgatorio de la Divina comedia. Infiero que, entre otras razones, una obra se vuelve un verdadero clásico cuando gana para sí una sólida «unspoilerableness»].

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No vi la última temporada de Lost al ritmo de la TV. Hice lo mismo que en las anteriores: esperé a que terminara (sin leer nada del tema en internet) y enseguida le pedí a un amigo que me la pasase completa para verla con mi chica en dos o tres sesiones maratónicas, que es como más la disfrutamos.

De la cantidad de artículos sobre Lost que más tarde sí leí en la red, me quedo con los de Daniel Link; y, respecto del final propiamente dicho, con (sólo una parte de) lo que Ross Douthat escribió en su blog del New York Times. Es la que sigue:


«Había tres razones para ver
Lost —o para seguir viéndola, mejor dicho— a través de seis temporadas sumamente apasionantes y sumamente frustrantes. Podías verla por los personajes, bidimensionales y en cierta forma arquetípicos, pero ricos y narrables e incluso queribles […]. Podías verla por la emoción: los cliffhangers sin fin, el latigazo narrativo constante, la trama en forma de cinta de Moebius, y la forma en que la serie podía desmontar y volver a montar alegremente su arquitectura narrativa (¡flashbacks seguidos por flashforwards! ¡Flashforwards seguidos por viajes en el tiempo!) y de alguna manera seguir funcionando. Y por supuesto, podías verla por la trama «macro»: la mitología de una isla misteriosa, que ponía capas de rompecabezas sobre acertijos sobre intriga como ningún otro show televisivo desde Los expedientes X, prometiendo todo el tiempo (o aparentando prometer, al menos) que se estaba construyendo algo en dirección a un desenlace revelador.

Ayer por la noche, el final de la serie fue un gran éxito si vieron el show por la primera razón; fue interesante de forma intermitente si lo vieron por la segunda, y un crescendo de fracaso si lo vieron por la tercera.»

Hacía rato que yo había descartado la razón numero tres, o al menos la había subordinado a las otras porque, con tantos frentes abiertos, ¿qué podía darnos un final centrado sólo en eso de la «trama macro»? Apenas un puré de Lostpedia y poco más.

Mejor así: todos muertitos. Una posibilidad —la de «Lost como purgatorio»— que los fans habían señalado desde un principio, cuando la serie aún se componía sólo de «isla + flashbacks». En aquel entonces, los guionistas y el productor rechazaron enfáticamente esa teoría, aunque cabe recordar que sólo negaron que la isla fuera el purgatorio: nunca negaron que más adelante otras situaciones de los personajes pudieran devenir en una especie de purgatorio cuántico.

En fin: para los que desde un principio intuyeron que la mano venía por ahí, va la siguiente síntesis ilustrada de…

El Purgatorio de Dante
for
losties

Cantos I-II: Llegada a la playa.

Llegamos luego a la desierta playa,
que nadie ha visto navegar sus aguas,
que conserve experiencias del regreso.
(I, 130-132)

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Canto III: Antepurgatorio. Primer repecho: excomulgados que se arrepintieron.

Abominables mis pecados fueron
mas tan gran brazo tiene la bondad
infinita, que acoge a quien la implora.
(III, 121-123)

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Cantos IV-V: Antepurgatorio. Segundo repecho: tardos en arrepentirse.

…ya más de ti
no me conduelo; pero dime, ¿porqué sentado
aquí mismo estás? ¿Esperas escolta
o a la vieja costumbre has retornado?

(IV, 123-126)


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Canto V: Antepurgatorio. Tercer repecho:
muertos violentamente que perdonan a sus agresores y se arrepienten de sus pecados.

Todos muertos violentamente fuimos,
y hasta el último instante pecadores…
(V, 52-53)

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Canto VI-VII: Antepurgatorio. Cuarto repecho:
el valle de los gobernantes que descuidaron
sus deberes.

Desde esta altura mejor los actos y rostros
conoceréis vosotros de todos ellos,

que mezclados con ellos en el fondo.

Aquel que en lo alto asienta y muestra semblante
de haber sido negligente en lo que debiera…
(VII, 88-92)


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Canto VIII: Se hace de noche…

Era la hora en que quiere el deseo
enternecer el pecho al navegante,

cuando de sus amigos se despide…

(VIII, 1-3)


Cantos IX-XII: Purgatorio, primera cornisa:
los soberbios.

…y no sólo la soberbia
me dañó a mí—, que a todos mis parientes
ha arrastrado consigo a la desgracia…
(XI, 67-69)


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Cantos XIII-XIV: Segunda cornisa:
los envidiosos.

…En este giro se azota
la culpa de la envidia, sin embargo de amor
están hechas las cuerdas de la fusta.
(XIII, 37-39)

.

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Cantos XV-XVII: Tercera cornisa:
los iracundos.

Y he aquí que poco a poco un humo vino
hacia nosotros como la noche oscuro;
ni de él lugar había donde abrigarse.
(XV, 142-144)


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Cantos XVII-XVIII: Cuarta cornisa:
los perezosos.

Oh gente en la que el agudo fervor ahora
compensa quizá la negligencia o tardanza
que pusisteis en el bien hacer, por flaqueza

(XVIII, 106-108)


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Cantos XIX-XXI: Quinta cornisa:
los avaros…

¡Oh avaricia! ¿qué más puedes hacer,
que así te has apropiado de mi sangre
que ni te cuidas de tu propia carne?
(XX, 82-84)

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…y también los derrochadores.

Entonces advertí que por abrir demás las alas
podía irse de manos el gasto, y arrepentíme
así de éste como de los otros males.
(XXII, 43-45)

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Cantos XXII-XXIV: Sexta cornisa:
los glotones.

Toda esta gente que llorando canta,
por seguir a la gula sin medida,
santa se vuelve aquí con sed y hambre…
(XXIII, 64-66)


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Cantos XXIV-XXVII: Séptima cornisa:
los lujuriosos.

Y este modo creo que les baste
por todo el tiempo que el fuego los abrase;
que tal cura es necesaria y con tal pasto
para que la llaga del sexo se digiera.
(XXV, 136-138)


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Canto XXVII: Virgilio, el «dulce padre»,
se despide de Dante.

«El fuego temporal, el fuego eterno
has visto, hijo; y has llegado a un sitio

en que yo, por mí mismo, ya no entiendo.

Te he conducido con arte y destreza;
tu voluntad ahora es ya tu guía…»
(XVII, 127-131)

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Canto XXVIII: Paraíso terrenal. El río Leteo.
Aparece Matilda.

Cuando llegó hasta donde las hierbas
bañadas son por las ondas del bello arroyo,
de alzar sus ojos me hizo regalo.

No creo que esplendiese tanta luz
bajo las cejas de Venus…

(XXVIII, 61-65)


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Canto XXIX: Desfile alegórico: incluye
un carro que representa a la Iglesia.

Ni a Roma con un carro tan bello
alegrara el Africano, ni tampoco Augusto,
hasta el del Sol sería pobre en su presencia…

(XXIX, 115-117)


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Canto XXX: Aparece Beatriz y reta a Dante
por haberse apartado de la senda de la virtud.

Le sostuve algún tiempo con mi rostro:
mostrándole mis ojos juveniles,
junto a mí le llevaba al buen camino.
[…]

…y por errada senda volvió el paso,
siguiendo imágenes falsas de un bien,
que ninguna promesa entera cumplen
.
(XXX, 121-123; 130-132)


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Canto XXXI: Paraíso terrenal:
Dante se baña en las aguas del Leteo.

…y hundióme la cabeza con su abrazo
para que yo gustase de aquel agua.
(XXXI, 101-102)


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Canto XXXII: Paraíso terrenal.
El árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.

Así paseando por la alta selva, vacía
por culpa de quien creyó en la serpiente…
(XXII, 31-32)


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Canto XXXIII: Dante bebe el agua del río Eunoé…

Si tuviese lector, más largo espacio
para escribir, en parte cantaría
de aquel dulce beber que nunca sacia…
(XXXIII, 136-138)


…y luego pasa al Paraíso celeste,
que es todo luz.

De aquel agua santísima volví
transformado como una planta nueva
con un nuevo follaje renovada,
puro y dispuesto a alzarme a las estrellas.
(XXXIII, 142-145)

Fin.

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PD. En un comentario que hice en 2008 en el blog Nación apache, decía que, a mi entender, uno de los aciertos iniciales de la serie (que le permitió poder abrir el juego argumental) fue no definir de entrada el género de la narración: en los primeros capítulos, Lost parece cine catástrofe; de inmediato, pasa al plano de la ciencia ficción; luego se alternan el misterio, lo sobrenatural, lo fantástico, el thriller, el policial (en muchos flashbacks)… Y, ahora vemos, también la alegoría.

En ese mismo comentario también decía que, haciendo un paralelismo entre “series de TV” y “literatura”, las interrelaciones entre los diferentes capítulos de Lost se superponen de tal modo que, si uno compara esta serie con cualquier otra que hace diez o quince años nos haya parecido buena, la diferencia entre ellas es similar a la que hay entre el cosmos cerrado y complejo del Quijote y las novelas “en episodios” individuales que existían previo a la creación de Cervantes. Recientemente, Agustín Fernández Mallo hizo una comparación parecida, aunque para demostrar otra similitud entre Lost y el Quijote, e incluyendo dos elementos más: la serie Flashforwards y el Lazarillo de Tormes.

Resonancias

Por Martín Cristal

El Canto III de la Comedia es la base para el poema The Hollow Men, de T. S. Eliot. El poeta recuerda a esos hombres pusilánimes a los que ni siquiera se les permite entrar al Infierno porque nunca tomaron partido por nada. Quedan en el Anteinfierno para siempre, molestados por avispas. Elliot les da voz cuando dice [según la traducción de Jaime Augusto Shelley]:


Somos los hombres huecos
Los hombres rellenos de aserrín
Que se apoyan unos contra otros
Con cabezas embutidas de paja. ¡Sea!
Ásperas nuestras voces, cuando
Susurramos juntos
Quedas, sin sentido
Como viento sobre hierba seca
O el trotar de ratas sobre vidrios rotos
En los sótanos secos

Contornos sin forma, sombras sin color,
Paralizada fuerza, ademán inmóvil;
Aquellos que han cruzado
Con los ojos fijos, al otro Reino de la muerte
Nos recuerdan —si acaso—
No como almas perdidas y violentas

Sino, tan sólo, como hombres huecos
Hombres rellenos de aserrín.

Pero no sólo aquellos del anteinfierno, sino todos nosotros, en tanto lectores, somos hombres huecos. No todos estamos rellenos de aserrín —queremos creer que no, al menos— pero sí somos huecos como la madera escarbada de los tambores. Lo que leemos entra en nosotros como un sonido, como ritmo o como música, y queda rebotando dentro de la madera, resonando. ¿Cuánto tiempo? Eso depende de la potencia del golpe inicial. Del texto.

Dante resonó durante siglos hasta alcanzar a Elliot. Leemos a Elliot y escuchamos, como un eco lejano, a Dante. Creo que un texto se vuelve clásico cuando su resonancia se traslada de una madera a otra, resistiendo el paso del tiempo, recobrando su fuerza inicial a cada transformación. Porque el texto muta, a veces incluso deja de ser un texto, pero el relato sigue ahí, cada vez más cerca del mito. La medida de un clásico es su resonancia.

En el mismo canto, justo sobre la entrada del Infierno y luego de otras sentencias graves, se lee el famoso verso (Infierno, III, 9):


Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.

Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate.

En inglés este verso se ha traducido Abandon all hope, you who enter here. Ahora, ésa también es la primera frase de American Psycho de Bret Easton Ellis: desde un auto, el yuppie Patrick Bateman ve la frase pintada con aerosol en una pared de Nueva York.

Grabado => Graffiti; Infierno => Nueva York: transformaciones, resonancia (influencia). Así llega la vieja historia hasta nosotros. Por eso sabemos tanto de los clásicos incluso antes de leerlos: porque sus ecos llegan por otros caminos que no siempre son la lectura directa del texto. (Para algunos, esto basta para no tener que leerlos…).

Sonidos de Dante que llegan todavía más cerca de nosotros: el poema de Elliot dio origen a una canción del primer disco de Divididos (Cuarenta dibujos ahí en el piso; 1989). El tema se llama “Los hombres huecos” y su letra es la adaptación que Ricardo Mollo hizo de un fragmento del poema de Elliot.


Divididos (en vivo)

Medley: «Qué tal» (desde 0:00) / «Los hombres huecos» (desde 1:26) /
«Azulejo» (desde 3:57).

Somos los hombres huecos (x 4)
Ésta es tierra muerta
tierra de cactus
si ves bien, son todas imágenes de piedra
Pero vos no ves
porque no hay ojos acá, no hay ojos acá
Es un valle hueco, y nosotros somos
los hombres huecos

Un texto dura mientras sus palabras suenan en nuestro entendimiento, es decir, mientras se lo está leyendo (“este libro está muy bueno, no quiero que se acabe”); pero su relato perdura sólo si resuena en nosotros mucho después de que hemos cerrado el libro. Sólo lo que se transforma está vivo todavía: lo que tiene resonancia puede soportar cualquier transformación, y así perdurar quizás hasta que sea el mundo el que se agote, not with a bang but a whimper.

El libre albedrío (de Dante a Burgess)

Por Martín Cristal

El libre albedrío es la clave para que pueda realizarse la clasificación dantesca de Infierno, Purgatorio y Paraíso. El sistema de premios y castigos en la afterlife no puede funcionar si al individuo no se lo considera responsable de su propio comportamiento en vida.

Por supuesto, ésta no es la única concepción posible para una obra literaria. En Un descanso verdadero, Amos Oz pone en boca de uno de sus personajes —Azarías Gitlin— ciertos refranes de rima ridícula que sin embargo devienen del pensamiento de Spinoza: “El destino determina y el caballo camina”, “Lucha el cochero para avanzar y llega el destino para hacia atrás empujar”, entre otros. El personaje de Oz sostiene que no hay casualidades, que todo está regido por leyes muy precisas. (Entonces, ¿decidimos por nosotros o está todo predeterminado? En lo personal, yo necesito creer en el libre albedrío, aunque comprenda y acepte que mis decisiones están imbricadas en una red que las condiciona).

Todos los caminos y preguntas de la Comedia descienden (¿o ascienden? Bueno, también) hasta el tema del libre albedrío. En Purgatorio, XVI, 67 y ss., Dante pone el asunto sobre la mesa y explica sus teorías al respecto:


Cualquier causa achacáis los que estáis vivos
al cielo, igual que si moviese todas
las cosas él obligatoriamente.

Destruido sería así en vosotros
el libre arbitrio, y no sería justo
dar la alegría al bien, y al mal dar luto.

El cielo inicia vuestros movimientos;
no digo todos, mas aunque lo diga,
una luz para el bien o el mal os dieron,

Y libre voluntad; que si se cansa
en el primer combate contra el cielo,
luego lo vence si bien se sustenta.

A mayor fuerza y a mejor natura
libres estáis sujetos; y ella cría
vuestra mente, en que el cielo nada puede.

Lo humano se define por la conciencia y el ejercicio de esa libertad. Sin el libre albedrío, el hombre sería una marioneta que no podría más que obedecer condicionamientos preestablecidos. Una máquina, tal como le sucede a Alex, el personaje de La naranja mecánica (1962), luego de ser sometido al cruel experimento ideado por Anthony Burgess.

Al respecto, Burgess dice (en una introducción escrita en 1986):


…por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral.

Obligado a ver escenas de violencia hasta la náusea, a Alex quiere extirpársele su tendencia natural a la violencia, al mal. Se consigue, pero el costo es anularlo como ser humano. Y, como efecto secundario, que también genere un rechazo a la música que acompañaba a esas imágenes violentas: Beethoven, música que antes era la favorita de Alex, y que ahora lo atormenta hasta el vómito.

Con desnuda ironía, en Francia apodaron «Beethoven» a un aparato de ultrasonido que ahuyenta a los jóvenes mediante el uso de frecuencias que sólo ellos pueden oír. El objetivo del «Beethoven Antijóvenes» es evitar el merodeo o las concentraciones de jóvenes en espacios públicos (o semipúblicos). El año pasado, un juez prohibió su uso. La perfecta paradoja de vivir en libertad: tener que aplicar una prohibición para que esa libertad no se vea coartada.

La novela de Burgess fue editada en dos versiones: la americana, cuyo final coincide con el de la película de Kubrick (1971), y la inglesa, en la que hay un capítulo más (el 21); en esa versión más larga, el personaje logra regenerarse. En la introducción antes citada, el autor ofrece en reedición la «versión completa» del libro para el público norteamericano, apelando al libre albedrío de los lectores:


Los lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos, y tampoco son críticos.
Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese 0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones. Coman esta porción dulce o escúpanla. Son libres.

Por qué adoro Los detectives salvajes

Por Martín Cristal

Le he dedicado varios artículos a 2666 simplemente porque es una gran novela y tiene mucha tela para cortar, pero mi favorita entre las novelas de Roberto Bolaño sigue siendo Los detectives salvajes.

A mediados de 2001, yo ya llevaba en México DF casi tres años; había publicado mi primera novela, tenía un buen trabajo y acababa de mudarme a la calle Bucareli. Una fiebre me tumbó en la cama de ese departamento, enorme y vacío; falté al trabajo y me animé con el único libro que me quedaba sin leer: Los detectives salvajes. Lo había comprado junto con otros libros, por recomendación de Mónica Maristain (quien tiempo más tarde le haría a Bolaño su última entrevista). De esos libros, Los detectives salvajes había quedado al final, quizás por su mayor volumen. De inmediato me sorprendió que la historia escrita por un chileno que vivía cerca de Barcelona iniciara, no ya en el DF, sino precisamente en la misma calle a la que yo me había mudado.

Me sedujeron, claro, el dominio de un lenguaje mexicano con el que por entonces yo convivía, la evocación de un México mítico elegido como un territorio fecundo para disparar la imaginación… pero lo que más me atrapó fue la desmesura (que no es meramente extensión): una novela de seiscientas y tantas páginas, sí, pero cuya acción transcurre en un lapso de veinte años, en muchas ciudades diferentes, con más de cincuenta narradores distintos (algunos de ellos tomados de la vida real), con una gran cantidad de historias y voces… Imposible no impresionarse.

Bolaño narra vidas completas: registra todo el “ancho de banda” de la vida. En esto se opone diametralmente a Borges, cuya estrategia era cifrar el destino de un hombre en un momento de la vida de ese hombre, como si narrando ese único momento diera cuenta de la vida entera de esa persona. Bolaño no le saca el cuerpo a los pormenores, a las idas y vueltas, y así la vida en sus relatos se parece, efectivamente, a la vida: caprichosa, llena de meandros e incertidumbres, con tiempos muertos, pausas, vértigo, cambios, traslados… No se trata de que Borges sólo haya escrito cuentos y entonces, por una cuestión de síntesis, haya preferido aquella estrategia, mientras que Bolaño puede desarrollar más porque escribe largas novelas: no es eso, digo, ya que Bolaño no lo hace sólo en las novelas; también se da el lujo de lograr esa impresión en muchos de sus cuentos, como por ejemplo en “Vida de Anne Moore” (en Llamadas telefónicas).

Con Los detectives… Bolaño se ubica en la genealogía de Rayuela de Cortázar (1963), novela que le debe mucho al Adán Buenosayres de Marechal (1948), que a su vez desciende de dos líneas entrelazadas, el Ulises de Joyce (1922) y la Comedia de Dante (siglo XIV), y por ende de Virgilio y de Homero. Una línea genealógica en la que reconozco diversos placeres que me definen como lector.

Audacia, desmesura; narración coral; emociones alternadas, no pura tristeza, tampoco pura alegría; humor, a veces absurdo, con frecuencia irónico o lúdico, muy pocas veces simple; prosa sin ornamentos innecesarios, con períodos largos, y cadencias atractivas, de poeta con calle, que no reniega de la oralidad; metáforas desbordadas, hiperdesarrolladas; cierto riesgo estructural (estructuras abiertas); descripciones disyuntivas —del tipo “en la habitación había tal cosa, o quizás tal otra, o quizás no había nada”— que construyen una atmósfera, no meros inventarios; un buen equilibrio entre lo vital y lo metaliterario; la digresión como estrategia y un poder de fabulación enorme, una gran concatenación de anécdotas pequeñas y grandes: todo eso encontré en Los detectives salvajes.

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Eso me sorprendió desde el arte; en un plano más íntimo, la novela me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida parece triste porque no consigue enraizarse en ninguna parte. Ése era exactamente el sentimiento que comenzaba a surgir en mí por aquellos años (yo viviría aún dos más en el DF). El viaje como búsqueda. La vida lejos del lugar que te vio nacer. Ulteriormente, ese sentimiento creció y pesó mucho en la decisión de volver a la Argentina, luego de un paso muy breve por Europa. De vuelta, lo primero que publiqué fue Mapamundi (2005), un librito con siete cuentos que, en distintos tonos, querían tocar esa fibra. Hoy sé que la vida no para en ningún lado porque está en todas partes.

Mis razones para volver de México a la Argentina fueron muchas, y no todas muy claras al momento de volver, por eso me pregunto: ¿cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en esa decisión? Quizás leer a Bolaño tuvo algo que ver también porque ¿qué hubiera podido seguir escribiendo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos, 2001) y luego de haber leído algo como Los detectives salvajes? ¿Seguir con otras historias de exilio o extranjería? ¿Adoptar el lenguaje mexicano ya no como un juego, sino como algo propio? Quizás era hora de volver, de descubrir mi verdadero lugar, y tal vez leer a Bolaño me ayudó a darme cuenta de eso.

Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Hoy se cumplen seis inviernos. Este pequeño artículo no surge del mero deseo de hacer un homenaje, sino de la más pura gratitud.

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El tedio del Paraíso

Por Martín Cristal

El paraíso de la Divina comedia es una especie de cebolla celestial donde un cielo se superpone a otro, con la Tierra en el centro. Con la ayuda del programa Swift 3D hice un corte de los cielos del Paraíso, los cuales se organizan de la siguiente manera:

paraisochico

Ampliar la imagen para ver en detalle la estructura del Paraíso de la Divina comedia.
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Dante asciende a través de cada uno de estos cielos —administrados por las diferentes categorías angélicas— y va conversando con una multitud de personajes. Por ejemplo, en el cielo de Marte, donde están las almas militantes, Dante se encuentra con su abuelo Cacciaguda (¿por qué Dante nunca se pregunta dónde está su padre? Se refiere a Virgilio como su “dulce padre”, pero no le dedica ni un pensamiento a su padre verdadero…). En cierto momento —XVII, 128—, su abuelo lo conmina a poner de manifiesto lo que ha visto en este viaje, es decir, a que escriba la Comedia

Así, conversando, Dante llega al Empíreo, el gran finale (XXVIII, 109-111), el lugar donde se alcanza a ver a Dios. La Belleza divina resulta insoportable para los mortales (Paraíso, XXI). Esto, que es razonable para el pensamiento teológico, exime a Dante de pintarnos los cielos: todo es luz, nada vemos… Luego (en XXIII, 61-69), el poeta se excusa abiertamente sobre la imposibilidad de describir lo que ve; lo mismo hace después (en XXIV, 25-27), cuando dice:


Y así salta mi pluma y no lo escribo:
Pues la imaginativa, a tales pliegues,
No ya el lenguaje, tiene un color burdo.

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Però salta la penna e non lo scrivo:
ché l’imagine nostra a cotai pieghe,
non che ‘l parlare, è troppo color vivo.

Gracias a esto, el Paraíso resulta bastante más desvaído que el Infierno, mucho menos vívido. A quien me pidiera mi resumen valorativo de la Divina comedia, le diría: el Infierno es impresionante; el Purgatorio, interesante; y el Paraíso, un tedio insufrible.

Incluso Borges, que ponía a la Comedia entre las obras cumbres de la humanidad y le dedicó un libro entero de ensayos, dijo de ella, en una de las conferencias de Siete noches (1980):


“Carlyle y otros críticos han comentado que la intensidad es la característica más notable de Dante. Y si pensamos en los cien cantos del poema parece realmente un milagro que esa intensidad no decaiga, salvo en algunos lugares del Paraíso que para el poeta fueron luz y para nosotros sombra”.

Para mí, esas “sombras” ocupan casi toda la tercera cantiga… lo cual le restó potencia a mi lectura. Sé que a algunos puede sonarle a blasfemia el que yo fuera perdiendo interés conforme nos íbamos acercando a Dios… pero así sucedió conmigo.

En lo personal, de la Divina comedia me resulta más atractivo el nivel estructural que el poético (sin desmerecerlo, claro); sucede que, en general, a mí lo narrativo me atrae más que lo lírico. En cuanto a los personajes, mi interés, de menor a mayor, los ordena así: contemporáneos de Dante (güelfos, gibelinos…); otros personajes históricos de la antigüedad; personajes bíblicos y personajes mitológicos. La articulación que Dante consigue entre estas dos últimas categorías, me parece un puente fascinante.

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Ver además:
Esquema del Infierno.
Esquema del
Purgatorio.
Esquema integral.

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La capacidad del Purgatorio

Por Martín Cristal

Geométricamente, el monte del Purgatorio es la contrafigura perfecta del Infierno: de aquella concavidad cuyos escalones se abismaban en las tinieblas, Dante y Virgilio pasan a transitar por las cornisas de una elevación que alcanza las alturas del paraíso terrenal. En la Comedia leemos (Purgatorio, VI, 40-42):


La cima, de tan alta, era invisible
Y aún más pina la cuesta que la raya
Que une el medio cuadrante con el centro.

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Lo sommo er’alto che vincea la vista,
e la costa superba più assai
che da mezzo quadrante a centro lista.

Según Martínez de Merlo, esto indica que la ladera del monte tiene una inclinación mayor a 45º (Pina: “mojón cónico”). Con la ayuda del programa Swift 3D, conseguimos realizar el siguiente esquema (hacer clic sobre la imagen para ampliarla):

Ampliar la imagen para ver en detalle la estructura
del Purgatorio de la
Divina comedia.

 

De estas y otras dimensiones explicitadas por Dante —así como del hecho de que la montaña del Purgatorio es la exacta contraparte del foso infernal—, se desprende que las capacidades de los círculos del Infierno y del Purgatorio para un mismo pecado no concuerdan. En el foso del Infierno, los círculos más grandes son los de los pecados más leves, y los círculos menores los de los más graves; en la montaña del Purgatorio, es justo al revés: las cornisas más amplias son las de los pecados más graves, que quedan abajo, lejos del Paraíso; las de los pecados más leves son más pequeñas y quedan arriba, más cerca del Paraíso.

Se comprende, claro, que en el Infierno haga falta una gran capacidad, ya que allí se concentra toda la humanidad que vivió antes de Cristo (no sólo en el Limbo, hay que recordarlo); respecto de los demás círculos infernales, y considerando también la organización del Purgatorio, uno estaría dispuesto a pensar que el Dios cristiano sabe que habrá más hombres que caigan en los pecados de incontinencia sin arrepentirse por ello, que hombres que caigan en los mismos pecados y luego elijan el arrepentimiento. Dicho con un ejemplo: necesariamente caben más glotones en el amplio cuarto círculo del Infierno que en la sexta cornisa del Purgatorio; por ende, Dios sabe que habrá más glotones no arrepentidos que glotones arrepentidos…

Sin embargo, uno no debe olvidar un aspecto fundamental: del Infierno no se sale; del Purgatorio, si se cumple la penitencia correspondiente, sí. Es lógico que el foso infernal reserve vastos espacios para las faltas más comunes, mientras que el Purgatorio puede darse el lujo de ofrecer menos lugar a esos pecadores: por ser más leves sus faltas, las purgarán más rápido para ver a Dios en el Paraíso, dejando libre su lugar en la montaña para otras almas recién llegadas.

Queda por resolver el tema de la finitud del espacio infernal. ¿Sería capaz la humanidad de colmarlo algún día? Se diría que, por la maldad que el género humano alberga, sí; aunque, por esa misma maldad, puede que la raza humana se extermine a sí misma antes de contar con suficiente población como para llenar el Infierno dantesco.

De completarse el cupo, es probable que las almas, no corpóreas, puedan superponerse en un mismo espacio. De todos modos, el hacinamiento podría convertirse en un suplicio extra, común a todos los círculos.

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El viaje de la vida

Por Martín Cristal

En “Los cuatro ciclos” (El oro de los tigres, 1972), Borges apunta cuatro historias que, transformadas, el hombre contará siempre: 1) La batalla, cuyo ejemplo es la Ilíada; 2) el viaje, cuyo modelo es la Odisea; 3) la búsqueda, que puede ser una variación del viaje y presenta muchos casos célebres, como la del Santo Grial o la de Moby Dick; 4) el sacrificio de un Dios. Borges quiere ser contundente al seleccionar sólo estos cuatro grandes temas, si bien es sabido que éstos se integran en una lista —apenas más larga— de “temas recurrentes” de la humanidad: los llamados tópicos.

Entre esos tópicos, uno de los que más me interesa es “el viaje de la vida” (peregrinatio vitae), tema de aquellas obras narrativas que —como todas las road movies, por ejemplo— se aproximan a la comprensión de la vida humana mediante la metáfora del viaje. Me interesa en particular un momento crucial de todo viaje: el regreso.

Nadie vuelve

Si el modelo insoslayable de este tópico es la Odisea, habrá que empezar recordando a Ulises, para quien la vuelta a Ítaca es su máximo afán:


Deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso Ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores, pues he padecido mucho en el mar como en la guerra; y venga este mal tras de los otros.

(Odisea, V)

Ulises se propone resistir a todo con tal de volver a su isla… pero, ya en sus costas, descubrirá que las cosas han cambiado. Así todos los viajeros después de él: nadie vuelve. Todos vamos, aunque las tierras de nuestro futuro se llamen igual que las de nuestro pasado. Y es que entre nuestra partida y nuestro regreso no media tanto el espacio como el tiempo, que altera a lugares y viajeros por igual. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, entonces nadie vuelve a la ciudad de la que partió alguna vez.

En su Diario argentino (1967), Witold Gombrowicz consigna —después de haber vivido 24 años en Buenos Aires—, mientras su barco se aleja de la Argentina:


Sí, el pasado se puede amar desde lejos, cuando uno se aleja no sólo en el tiempo sino también en el espacio… Me veo secuestrado, sometido al proceso interrumpido del distanciamiento, de la separación, y, en ese alejamiento, consumido por la pasión del amor hacia eso que se va alejando de mí: la Argentina, ¿el pasado o el país?

En el caso de Gombrowicz, el regreso es a Europa, pero su reflexión respecto de esa Argentina que deja es aplicable a todo desplazamiento: apenas dejo un lugar, lo confino en una época. La tierra que dejo atrás es el pasado. Y aunque siga informándome sobre esa tierra lejana, de lo que sucede en ella, todas las noticias que tenga las imaginaré conforme a mi recuerdo de aquel lugar. Sólo si vuelvo a Ítaca, descubriré cuán poco se parece ahora a Ítaca: la belleza de Penélope no está del todo intacta; la isla está llena de enemigos; muchos de mis sirvientes ya no me son fieles; las reservas del reino han mermado; mi perro está viejo y no sobrevive a la emoción de volver a verme…

La de Ulises es una vuelta trabajosa, pero feliz; su contracara es la vuelta de Agamenón: su mujer lo ha engañado, y junto con su amante lo matarán cuando vuelva de Troya. Aunque los regresos —que se definen por lo geográfico, la “vuelta al punto de partida”— son el cierre natural de éstas y otras historias, confiriéndoles todos los beneficios de un ciclo completo, en lo biográfico nunca son un verdadero cierre, porque la vida del viajero continúa. Así, los segmentos posteriores de ese continuo vital también podrán tomarse para forjar otras historias: Electra, la hija de Agamenón, clamará por una venganza que Orestes llevará a cabo más adelante (Sófocles, Electra); y Ulises recuperará su reino pero volverá a hacerse a la mar, tal como lo dicta la imaginación de Dante: en el Infierno, el propio Ulises nos contará que murió por navegar más allá de las columnas de Hércules —en Gibraltar—, las que con su advertencia Non plus ultra prohibían salir a mar abierto (como curiosidad: esta muerte contradice lo que Tiresias vaticinó cuando Ulises buscó su consejo en el Hades —Odisea, XI, 100-140—: “Te vendrá más adelante y lejos del mar muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos”).

Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2004) narra el primer viaje del Che Guevara por Latinoamérica. El viajero vuelve cambiado por el viaje. El sentido de ese cambio marcará el resto de su vida; volverá a salir para tratar de ser él
quien cambie al mundo.

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Estar de vuelta

Entre nosotros, “estar de vuelta” es haber acumulado cierta experiencia. Martín Fierro se asume más sabio en la Vuelta que en la Ida (y por eso se dedida a darnos más consejos…). En la expresión “cuando vos vas, yo ya fui y volví”, es el regreso el que certifica esa mayor experiencia de quien habla respecto de su interlocutor.

Y es que el motivo secreto de todo viaje es ir en busca de experiencia. Aunque el motivo declarado de Ulises sea combatir en Troya, en su itinerario no perderá ninguna oportunidad de tener nuevas experiencias, especialmente de regreso, como bien lo ejemplifica el episodio de las sirenas: Ulises se ata al mástil sin ponerse cera en los oídos porque quiere escuchar ese canto que pierde a los hombres.

Experiencia: salir a buscarla, vagar on the road y traerla de vuelta a casa, quizás para poder contársela a los coterráneos… Hermoso anhelo, salvo que: no hay regresos, nadie vuelve. El viajero será otro, su tierra será distinta y sus coterráneos también habrán cambiado, ya que la vida ofrece lecciones tanto a José, que salió de viaje, como a Juan, que nunca se fue de casa. En tal sentido, el Tao Te Ching nos sugiere:


Sin salir de casa
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
puede verse el cielo del
Tao.
Cuanto más lejos se mira, menos se aprende.
Por ello el sabio
no anda y llega,
no contempla y comprende,
no obra y realiza.

El recogimiento, la “vuelta” hacia nuestro interior, es la manera en que Lao-Tsé propone que debe conocerse el mundo. ¿Puede imaginarse un consejo más sabio? Y sin embargo, los viajeros aran los caminos del planeta. Dan la vuelta al mundo y vuelven, perplejos como Walt Whitman en “Facing West From California’s Shores” (de Hojas de hierba):


Habiendo errado mucho tiempo, habiendo errado alrededor de la tierra
Ahora alegre y feliz miro mi antigua casa.
(Pero, ¿adónde está lo que busco desde hace tanto tiempo?
¿Y por qué todavía no lo encontré?)

_______
Long having wander’d since, round the earth having wander’d
Now I face home again, very pleased and joyous
(but where is what I started for so long ago?
And why is yet unfound?)

…o desencantados a su colina como el “Jonathan Houghton” de Edgar Lee Masters (en su maravillosa Antología de Spoon River):


…y el niño mira a las nubes que navegan
y siente un deseo de algo, de algo,
de algo que él no sabe qué es:
¡ser mayor, vivir, el mundo desconocido!
Pasaron después treinta años,
y el niño volvió gastado por la vida
y encontró que el huerto no estaba,
que el bosque había desaparecido,
que la casa tenía otro dueño,
que la carretera estaba llena del polvo de los coches…
y que él anhelaba la Colina.

…o se convencen, como el joven Werther, de que en el punto de partida se encuentra aquello que salieron a buscar por el mundo:


Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. […] Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo.

¿Cómo volver?

El consejo del Tao es sabio, pero ¿cómo pedirle tanta sabiduría al hombre que quiere partir, cómo pedirle que desista de ese deseo, si quien le reclama salir a buscar experiencia es su propia inmadurez? El hombre no desistirá, porque quiere ese premio que justificará por sí sólo cualquier periplo. De ahí que Cavafis nos recomiende que, si vamos a Ítaca, pidamos “que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” La madurez ganada por el viajero deberá ayudarlo a paliar su desencanto en la vuelta:


[…]

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

[“Ítaca”, 1911]

Cavafis también nos advierte que nuestro destino, nuestra esencia, no variará en función de irnos a vivir a otra parte; lo hace en otro poema, “La ciudad”. Pedro Bádenas —en la antología de Cavafis editada por Alianza— anota que esos versos coinciden con el sentido de uno de Horacio: Caelum non animum mutant qui trans mare currunt, “quienes surcan la mar mudan de cielo, no de alma” (Cartas, I, 11, 27). El cual también resuena indirectamente en un fragmento de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry: “…me veo como un gran explorador que ha descubierto un país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el Infierno. Claro que no está en México, sino en el corazón”.

Así, aunque el viaje modifique al viajero, siempre habrá cargas que él llevará dentro suyo adonde sea que vaya. Fue para señalar la inmutabilidad de esos componentes personales que elegí como epígrafe para mi Mapamundi (2005) el estribillo de una canción de Spinetta: “y esto será siempre así, quedándote o yéndote”.

Si toda partida implica preparativos, también habría que prepararse para volver. Pero, ¿cuál es la fórmula del buen volver? ¿Será la de haber logrado trastocar los términos de «Naranjo en flor«, para reordenarlos así: Primero hay que saber partir / después andar / después sufrir / y al fin amar sin pensamientos? ¿Cómo volver? ¿Más sabio, más sosegado, más desencantado, más pobre, más cansado, más exitoso…?

Sancho Panza nos da una pista cuando él y su amo regresan a la Mancha (Quijote, II, 72):


…descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo: —Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, sino muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede.

Ésta es la verdadera victoria de quien regresa a casa: volver vencedor de sí mismo, con la experiencia suficiente para entender que volver significa seguir yendo. Un camino distinto al del Tao, pero que, para muchos de nosotros, ha valido la pena salir a recorrer.

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La forma del Infierno

Por Martín Cristal

Las figuras del cono invertido o del anfiteatro son las que suelen utilizarse como esquema rápido del infierno dantesco. Sin embargo, la descripción detallada que nos presenta la Divina comedia no coincide exactamente con una figura tan regular como ésas. Para visualizar con mayor precisión el espacio infernal, habría que tener en cuenta algunas variaciones que Dante introduce en su recorrido, a saber:

  • Entre el séptimo círculo y el octavo hay un salto mucho mayor que en los círculos anteriores: éste es un abismo tan profundo que precisa de las alas del monstruo Gerión para ser sorteado. Dicho vuelo se lleva todo un canto (el XVII).
  • El diámetro total que necesariamente debe tener el octavo círculo, con sus diez valles concéntricos separados por fosos (XVIII, 1-18), es amplísimo; por el relato, la pendiente de esta zona infernal se nos hace menos pronunciada que en los primeros seis círculos (donde el conjunto sí semejaba un anfiteatro).
  • El pozo final del noveno círculo necesariamente debe tener un diámetro menor (calculable, como se verá más adelante), aunque es muy profundo (XVIII, 4-6; se estima que Lucifer, atrapado en el fondo del pozo, mide él sólo unos mil metros).

De esto se desprende que el infierno no tiene la forma de un cono perfecto, ni la de un anfiteatro regular, sino más bien la de un embudo con las siguientes características: primero, boca ancha; después, pendiente escalonada de alrededor de 45º; luego larga caída a 90º (la que Dante baja volando en el lomo de Gerión); después, durante una larga extensión de valles concéntricos —el Malebolge— la pendiente no es tan pronunciada como en la primera parte (¿15, 20º?); luego otra vez pendiente pronunciada en un pozo de algunos kilómetros de diámetro; final en forma de tubo angosto con caída a 90º respecto de la horizontal. Un corte —sin profundizar todavía en los cálculos— podría ser el siguiente:

Haciendo girar 360º este corte —con la ayuda del programa Swift 3D—, he conseguido la siguiente vista tridimensional del Infierno (hacer clic sobre la imagen para ampliarla):

Ampliar la imagen para ver en detalle la estructura
del Infierno de la
Divina comedia.

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Del tamaño del Infierno

Respecto de las dimensiones del inframundo, Dante da pocas referencias. Salvo omisión de mi parte, son sólo las siguientes:

  • XXIX, 9: “que millas veintidós el valle abarca”. (che miglia ventidue la valle volge): Se refiere al noveno valle del Octavo Círculo (Malebolge). Entiendo que son 22 las millas a recorrer si se quiere dar la vuelta completa al valle, de forma anular. Podemos suponer que la milla a la que hace referencia Dante es la antigua milla romana, que equivalía a 1.480 metros.
  • XXX, 86-87: “aunque once millas abarque esta fosa [el valle] / y no menos de media de través”. (con tutto ch’ella volge undici miglia, / e men d’un mezzo di traverso non ci ha): Se refiere al décimo valle del Malebolge; mide la mitad del anterior que lo rodea. Entiendo que son 11 las millas a recorrer si se quiere dar la vuelta completa al valle anular y por lo menos media milla para cruzarlo desde el borde exterior al interior.
  • XXXI, 61-66: “y así la orilla, que les ocultaba / del medio abajo, les mostraba tanto / de arriba, que alcanzar su cabellera // tres frisones en vano pretendiesen; / pues treinta grandes palmos les veía / de abajo al sitio en que se anuda el manto”. (sì che la ripa, ch’era perizoma / dal mezzo in giù, ne mostrava ben tanto / di sovra, che di giugnere a la chioma // tre Frison s’averien dato mal vanto; / però ch’i’ ne vedea trenta gran palmi / dal loco in giù dov’omo affibbia ‘l manto.): Es la altura de la parte visible —de la cintura para arriba— de los gigantes que circundan el Noveno Círculo. Según nota al pie de Martínez de Merlo (en la edición de Cátedra), son unos 20 metros.
  • XXXIV, 30: “y más con un gigante me comparo, / que los gigantes con sus brazos [los de Lucifer] hacen: / mira pues cuánto debe ser el todo / que a semejante parte corresponde”. (e più con un gigante io mi convengo, // che i giganti non fan con le sue braccia: / vedi oggimai quant’esser dee quel tutto / ch’a così fatta parte si confaccia): Dante compara que él es a un gigante más de lo que un gigante es a un brazo de Lucifer. La sintaxis del verso traducido no me lo deja del todo claro, aunque atiendo a una nota al pie de Martínez de Merlo, quien asegura que los comentaristas de la Comedia —como ya adelantamos— han calculado la altura de Lucifer en unos 1000 metros.

A partir de las dimensiones enumeradas aquí no podrían calcularse a ciencia cierta las proporciones de todo el Infierno (éstas sólo podrían inferirse), pero sí el tamaño de algunas partes significativas, como por ejemplo el diámetro del noveno círculo infernal:

a) Si el noveno de los diez valles del Malebolge mide 22 millas de circunferencia (¿borde exterior o punto central más bajo del valle? Vamos a considerar el borde exterior del valle, la circunferencia más grande), entonces:

22 / π = 7 millas de diámetro

Sobre el ancho de este anillo infernal, Dante no nos da datos; sí nos los brinda del siguiente, el décimo valle:

b) El décimo valle, concéntrico con el anterior, tiene 11 millas de circunferencia (exterior). Por lo tanto:

11 / π = 3,5 millas de diámetro desde el borde exterior

Pero de este anillo, Dante nos informa que tiene no menos de media milla de través. Si tomamos como exacto ese valor mínimo, vemos que:

3,5 – (0,5 . 2) = 2,5 millas de diámetro
para la circunferencia interior

Esto es un diámetro de 3,7 km para el Noveno Círculo infernal. Lucifer, dijimos, tiene 1 km de alto, aunque está enterrado hasta la cintura en un pozo helado… Compárense estos valores con la escena imaginada por Gustave Doré para ilustrar el momento en que Dante y Virgilio avistan al demonio gigantesco (recomiendo ampliar la imagen para apreciar sus detalles):

Ampliar la imagen.

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La síntesis de los cálculos anteriores, en el siguiente gráfico:

Por supuesto, la diferencia de un valle y otro no se ve reflejada en el tiempo narrativo: Dante no hace ninguna referencia al hecho (necesario, según mis cálculos) de haber tardado más en cruzar el noveno valle del Malebolge que el décimo valle o el noveno círculo.

Es lícito pensar que hacer o no estos cálculos no afecta en nada la lectura del texto ni mucho menos nuestra vida real. Sin embargo, hay quien ha visto en la numerología dantesca un modelo para establecer la proporción de otras construcciones perfectamente reales, como por ejemplo el arquitecto Mario Palanti para su Palacio Barolo, un llamativo edificio ubicado en la Avenida de Mayo de Buenos Aires. No podemos menospreciar entonces el que algunos lectores de los clásicos también se ocupen de detalles en apariencia menores como éstos.

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Ver además:
Esquema del Paraíso.
Esquema del
Purgatorio.
Esquema integral.

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Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

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Simpatía por el diablo

Por Martín Cristal

La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.

Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.

En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.

No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:


“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un
moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.

¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.

Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.

De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.

Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.

Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.

El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.

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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).

Cuando los periodistas van al infierno

Por Martín Cristal

En el octavo círculo infernal, Dante se asusta de un grupo de demonios que lo acompaña durante un trecho. Mientras avanza, el poeta entiende que deberá acostumbrarse a andar junto a ellos. Cuando nos lo narra (Infierno, XXII, 13-15), Dante recuerda un dicho popular:


Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compañía!, mas en la taberna
con borrachos, y con santos en la iglesia.

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Noi andavam con li diece demoni.
Ahi fiera compagnia! ma ne la chiesa
coi santi, e in taverna coi ghiottoni.

En cada lugar con la compañía que corresponda. En el Infierno, entonces, con demonios… ¿y con quién más? Ese octavo círculo —llamado también Malebolge— es la morada final de los fraudulentos, es decir, el lugar donde se atormenta a los que en vida usaron el engaño contra los desprevenidos. Ahí están los seductores, los aduladores, los simoníacos, los adivinos y las brujas, los estafadores, los corruptos, los hipócritas, los malos consejeros, los ladrones de objetos sagrados, los falsarios, los sembradores de discordia, los alquimistas, los falsificadores…

En Bajo el volcán (1947), uno de los personajes de Malcolm Lowry sugiere que en ese selecto grupo también debería incluirse a los periodistas. En la novela, Hugh Firmin e Yvonne conversan mientras pasean por Cuernavaca; una cabra que los embiste interrumpe momentáneamente lo que Hugh viene contando, una anécdota que involucra a ciertos hombres de prensa. Hugh retoma el diálogo así:


“¡Estas cabras! —dijo rechazando a Yvonne con un enérgico movimiento de sus brazos—. Aun cuando no haya guerras, piensa en el daño que hacen […]. Me refiero a los periodistas, no a las cabras. No hay castigo en la tierra para ellos. Sólo el
Malebolge…”.

Poco después Hugh agregará que el periodismo «equivale a la prostitución intelectual masculina del verbo y la pluma”.

Algunos ecos de Dante y Lowry alcanzaron a Woody Allen. En Deconstructing Harry (también conocida como Los secretos de Harry o Desmontando a Harry), hay una escena en la que el personaje interpretado por Allen baja al infierno en un ascensor, mientras se oye una voz femenina que va anunciando por los parlantes el paso por cada nivel infernal: quinto nivel, tales pecadores; sexto nivel, tales otros… Al pasar por el séptimo nivel —no por el octavo—, la voz anuncia: “Séptimo piso, la Prensa: lo siento, el sitio está lleno” (Floor seven, the Media: sorry, that floor is all filled up). La escena sigue hasta que Harry Block se encuentra con el mismísimo Diablo (Billy Crystal).

Deconstructing Harry (Woody Allen, 1997)
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Hablando del Diablo: se sabe que él tiene su propio diccionario, el cual fue redactado nada menos que por un periodista: Ambrose Bierce. En su irónico Diccionario del diablo, Bierce define un elemento de trabajo esencial para escritores y periodistas: la tinta…


Tinta,
s. Innoble compuesto de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se usa principalmente para facilitar la propagación de la idiotez y promover el crimen intelectual. Las cualidades de la tinta son peculiares y contradictorias: puede emplearse para hacer reputaciones y para deshacerlas; blanquearlas y ennegrecerlas; pero su aplicación más común y aceptada es a modo de cemento para unir las piedras en el edificio de la fama, y de agua de cal para esconder la miserable calidad del material. Hay personas, llamadas periodistas, que han inventado baños de tinta, en los que algunos pagan para entrar, y otros pagan por salir. Con frecuencia ocurre que el que ha pagado para entrar, paga el doble con tal de salir”.

Por supuesto que los periodistas fraudulentos no existen… pero que los hay, los hay. ¿Pagan justos por pecadores? ¿O será el típico caso de “hazte fama…”?

J. Jonah Jameson (creado por Stan Lee)

Otro ejemplo literario de mala imagen periodística: en el episodio 7 del Ulises, Leopold Bloom —que vende publicidad para un diario de Dublin— nos permite leer en su flujo de conciencia cuáles son sus pensamientos acerca de los periodistas:


“Curiosa la forma en que estos hombres de prensa viran cuando olfatean alguna nueva oportunidad. Veletas. Saben soplar frío y caliente. No se sabría a quien creer. Una historia buena hasta que uno escucha la próxima. Se ponen de vuelta y media entre ellos en los diarios y después no ha pasado nada. Tan amigos como antes”.

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“Funny the way those newspaper men veer about when they get wind of a new opening. Weathercocks. Hot and cold in the same breath. Wouldn’t know which to believe. One story good till you hear the next. Go for one another baldheaded in the papers and then all blows over. Hail fellow well met the next moment”.

Por lo visto, dentro de la literatura, el periodismo sencillamente tiene mala prensa. Pero, ¿por qué? Quizás porque periodismo y literatura no son tan cercanos como podría parecer, y la literatura desea que esa diferencia se note. Fogwill, en Los libros de la guerra —una selección inteligente y picante de lo que él, no en vano, llama sus “intervenciones de prensa”— incluye un artículo de 1984 titulado “El periodismo no es para nosotros”; en ese artículo, con el filoso bisturí de su prosa, Fogwill “interviene” quirúrgicamente las posiciones relativas de ambas actividades:


“Los periodistas escriben en los medios a los que —como suele decirse— ‘pertenecen’. El valor periodístico de un texto sobre Calcuta, se calcula por la coincidencia entre lo que es Calcuta y lo que enuncia el texto. El valor literario de un texto sobre Calcuta se mide por su diferencia con Calcuta y por su semejanza con los deseos del escritor.” […]

“La afinidad entre ambas actividades no va más allá del acto mecánico de escribir. Son semejanzas de superficie. La afinidad de fondo de la literatura se establece con la composición musical, la especulación filosófica, la matemática, la teología y la pintura. La escritura tiene más en común con los oficios del asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que con la profesión de periodista.” […]

“El concepto de ‘profesión’ alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. Los profesionales hacen lo prescripto, lo necesario. Los artistas hacen lo inesperado, lo innecesario, que por obra de arte se convierte en imprescindible. Mientras en una profesión —por ejemplo, el periodismo— se recompensa con salarios y rangos el buen cumplimiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, lectores y anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra.”

De ahí que Fogwill concluya su artículo definiéndose no como un “auténtico profesional”, sino como “un escritor”. Ser escritor es también el título de un libro de Abelardo Castillo, donde este otro escritor argentino también se expide sobre el tema:


“Un escritor profesional es un artesano aplicado, que puede escribir casi sobre cualquier cosa. […] Lo que hace es parecido al trabajo periodístico: escríbame sobre aquel incendio o aquel mafioso, pero escríbalo ya. El escritor, el poeta, es cualquier cosa menos un profesional; salvo que le demos a la palabra
profesión su antiguo valor etimológico, el de profesar, como cuando decimos que se profesa una idea, una religión, ciertas convicciones. Únicamente en ese sentido el escritor es un profesional: pero entonces no escribe artesanalmente, escribe lo que debe o lo que puede. Tengo mis serias dudas de que un buen escritor pueda escribir sobre cualquier cosa. Incluso cuando imagina escribir “a pedido” es porque ese pedido coincide con algo que, íntimamente, él quería escribir o le importaba escribir”.

Quizás esa distancia que marcaba Fogwill es la que hace que, vistos en bloque desde la literatura, los periodistas parezcan marchar, no como los santos del jazz, sino como los demonios que acompañaban a Dante por el octavo círculo del infierno.

El jazz y el infierno confluyen en un álbum llamado, precisamente, Jazz From Hell, compuesto por Frank Zappa en 1986. Cierta vez, un periodista que lo entrevistaba le preguntó a Zappa qué haría si un día estuviera a punto de convertirse en un viejo sin inspiración. Zappa contestó: “Me volvería periodista”. En otras palabras: lo mandó al demonio.

¿Fraudulentos sin inspiración, máquinas de escribir por encargo, demonios alejados de todo arte? No conviene caer en una generalización precipitada. Hay grandes escritores que ejercieron el periodismo: en su artículo, Fogwill destaca a Borges, Arlt y al ejemplar Rodolfo Walsh; podemos agregar también a Fresán, a Onetti, a Hemingway… Cuando recordamos estos y otros nombres por el estilo, nos dan ganas de redimir del infierno a toda la especie. Y también de saludarla, por qué no, hoy 7 de junio: feliz día, periodistas.

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Imagen: J. Jonah Jameson, el inescrupuloso director del Daily Bugle en la historieta del Hombre Araña.