Por Martín Cristal
Cuando don Antonio (en el Capítulo LXV de la Segunda Parte del Quijote) se entera de que la contienda con el Caballero de la Blanca Luna no ha sido más que un plan para curar a Quijano y devolverlo a La Mancha, exclama:
“¡Oh señor! […] Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él”.
Los personajes secundarios de la novela pueden dividirse a uno y otro lado de esta exclamación, verdadera frontera de sus motivaciones. Unos —como el cura, el barbero o Sansón Carrasco— se preocupan por el hombre bajo la armadura, un ser “cuya locura y sandez mueve á que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos”, tal como explica el bachiller en el mismo capítulo; en cambio, otros —como los duques o el mismo don Antonio— no se compadecen de Quijano: sólo piensan en la diversión que les proporciona su locura. Es notable el hecho de que los segundos suelen ser de un estrato social más alto que los primeros.
Sancho destaca en el grupo de los que sí se preocupan por Quijano en tanto hombre. Si el escudero llega al punto de no dudar acerca de que su amo está rematadamente loco, ¿por qué sigue aún a su lado?
Lo hace por amistad. En el capítulo XIII de la Segunda Parte, Sancho le confiesa a otro escudero que, para él, don Quijote…
“…tiene una alma como un cántaro; no sabe hacer mal á nadie, sino bien á todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como á las telas de mi corazón; y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.
Ninguno de los personajes secundarios enfrenta a Quijano y su locura abiertamente; sólo lo hace un transeúnte barcelonés que lo reconoce —en el Capítulo LXII— y le dice: “Vuélvete, mentecato á tu casa, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso…”.
Por mi parte, como lector, la percepción que tengo de la locura de don Quijote queda bien resumida por el joven estudiante Lorenzo —hijo de Diego de Miranda—, cuando diagnostica (Cap. XVIII, Segunda Parte): “…es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”. Ese “entreverado” de locura y lucidez me mantiene en equilibrio sobre la fina línea que divide a los demás personajes: mientras leo, quiero que la locura de don Quijote continúe para seguir divirtiéndome con ella; pero, al mismo tiempo, estimo cada vez más al personaje, tanto que lo escucho con atención en sus momentos de brillantez y, cuando al fin se cura, me conmuevo y me alegro por él. Esta alegría me dura sólo el tiempo que la Muerte le da a Quijano para decir sus últimas palabras. Que es muchísimo tiempo, porque es lo que duran en mí las últimas palabras de este gran libro después de haberlo cerrado.
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PD. Por supuesto, esto que sucede con don Quijote no pasa con todos los locos de la ficción…