Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet

Por Martín Cristal

Las almas muertas 2.0

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En 2012, el prestigioso jurado del VII Premio a la Joven Literatura Latinoamericana eligió por unanimidad a Los cuerpos del verano de Martín Felipe Castagnet (La Plata, 1986). El narrador de esta novela breve es Ramiro: un difunto que tras décadas “en flotación” digital se reincorpora para buscar a su descendencia y concretar una venganza. “Es bueno tener otra vez cuerpo”, nos dice al principio, “aunque sea este cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere, y salir a caminar por la vereda para sentir la rugosidad del mundo”.

¿Qué se almacenaría en Internet? ¿El alma, la psiquis, la memoria, la personalidad? Con acierto, Castagnet no lo define ni se enreda en disquisiciones filosóficas. A los fines narrativos basta con saber que lo digitalizado es la integridad de lo “no corpóreo”; la identidad, la persona, aunque “persona” implique “máscara”, y más en un mundo donde ya es posible disfrazarla con cuerpos diferentes.

Sorprende la fluidez de la prosa, más aun tratándose de una primera novela. Impera un pulso firme que no deja de narrar, es decir, de contestar incesantemente la pregunta “¿y entonces qué pasó?” (ese motor secreto que adoramos desde niños). Los cuerpos del verano nunca deja de incentivar al lector con nuevos descubrimientos a lo largo de su centenar de páginas.

Él único extrañamiento que ofrece el lenguaje (a diferencia de, por ejemplo, los cada vez más insistentes neologismos del futuro que prodiga Marcelo Cohen) es el de los nombres propios de algunos personajes, excentricidades que sugieren un tiempo con registros civiles más permisivos que en el presente.

Si en algún punto se vuelve necesario explicar en lugar de mostrar (algo que suele señalarse como pecado, pero que las narraciones que coquetean con la ciencia ficción siempre se ven arrinconadas a hacer, tarde o temprano, para allanar su legibilidad), Castagnet lo resuelve en pocas líneas, siempre sintéticas e inteligentes, y casi siempre por necesidad interna del relato. Incluso las reflexiones más interesantes son siempre concisas:

“La tecnología no es racional; con suerte, es un caballo desbocado que echa espuma por la boca e intenta desbarrancarse cada vez que puede. Nuestro problema es que la cultura está enganchada a ese caballo”.

(El eco simbólico de esta cita vuelve a oírse en los hechos finales de la novela).

La ciencia ficción tiene predilección por ciertos temas (el contacto con extraterrestres o los viajes en el tiempo son quizás los ejemplos más conocidos). Todo autor que lo intente sabe que su aporte no revolucionará el género ni el subgénero, sino que —con suerte— quizás le aporte una variante que faltaba al tratamiento de ese tema. En este sentido, Los cuerpos del verano podría intercalarse entre las obras de ciencia ficción (o adyacentes) que extrapolan nuestro presente digital, tanto como entre aquellas que exploran el umbral de la muerte y el más allá.

En ese degradé de ficciones —donde también están “Quedarse atrás” de Ken Liu o “San Junipero” de Black Mirror—, la novela de Castagnet podría ocupar un lugar entre Cero K de Don DeLillo (que especula sobre cómo mantener congelados los cuerpos y las mentes mientras la tecnología encuentra una forma de burlar a la muerte) y un clásico del manga: Ghost in the Shell (a punto de ser revivido en la pantalla grande con Scarlett Johansson en el protagónico).

En este universo cyberpunk creado por Masamune Shirow, muchas personas ya tienen implantes mecánicos o digitales; son cyborgs, y por ende sus memorias y sus almas —o sus “fantasmas”: eso que no es cuerpo ni hardware— son tan susceptibles de ser hackeadas como cualquier otro software.

La tecnología que esperan los personajes de DeLillo ya existe en la ficción de Castagnet, quien a partir de ella desarrolla consecuencias de todo tipo… excepto esa que motoriza a Ghost in the Shell: la posibilidad de que esas almas “en flotación” sean hackeadas. Porque podría haber secuestros virtuales de difuntos, desapariciones, modificaciones, eliminaciones y copias de seguridad para evitarlas… Pero, claro, un relato no puede ser infinito. Castagnet limita las premisas del suyo para dejar que la imaginación del lector siga ramificándose, como sucede con la mejor ciencia ficción.

La lectura de Los cuerpos del verano nos hace esperar ansiosos la próxima novela de Castagnet: Los mantras modernos, anunciada ya por la editorial porteña Sigilo.

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Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet. Factotum Ediciones, Buenos Aires, 2016 [2012]. 112 páginas. Con una versión más breve de este texto, recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 26 de febrero de 2017).

Lo mejor que leí en 2016

Por Martín Cristal

bestlibros2016

Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2016:

  • Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich [leer reseña].
  • The Volturno Poems, de Francisco Bitar.
  • El ciclo de vida de los objetos de software [The Lifecycle of Software Objects], de Ted Chiang.
  • Cero K, de Don DeLillo [leer reseña].
  • Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez [leer reseña].
  • El increíble Springer, de Damián González Bertolino [leer reseña].
  • Sueños de trenes, de Denis Johnson [leer reseña].
  • La maestra rural, de Luciano Lamberti.
  • La rueda celeste [The Lathe of Heaven], de Ursula K. Le Guin [leer reseña].
  • The paper menagerie [El zoo de papel], de Ken Liu (lectura en curso, ya casi).
  • Maniobras de evasión, de Pedro Mairal.
  • Aquí, de Richard McGuire [leer reseña].
  • Después de Mao. Narrativa china actual, antología de Miguel Ángel Petrecca [leer reseña].
  • Arrugas, de Paco Roca [leer reseña].
  • 25 minutos en el futuro. Nueva ciencia ficción norteamericana, antología de de Pepe Rojo y BEF [leer reseña].

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[Ver lo mejor de 2015 | 2014 | 2013 | 2012 | 2011 | 2010 | 2009]

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Cero K, de Don DeLillo

Por Martín Cristal

Meditación sobre la (in)mortalidad

don-delillo-cero-kComo en Cosmópolis —su novela llevada al cine por David Cronenberg—, Don DeLillo (Nueva York, 1936) acota en Cero K un espacio donde sus personajes puedan circunscribir su pensamiento y discutir algún aspecto de la cultura contemporánea. Esta vez ese lugar no es una lujosa limusina tecno que atraviesa Manhattan, sino un contradictorio complejo edilicio, tan minimalista como laberíntico, situado cerca de la frontera entre Kazajistán y Kirguistán. Los temas centrales no son el dinero y el poder, sino la muerte y nuestra ansiedad por trascenderla: tener (o fabricarnos) un más allá, insertar otra moneda —todas las monedas— para seguir jugando.

En ese edificio “apenas verosímil” se congelan cuerpos de personas pudientes cercanas a la muerte, hasta que la tecnología pueda despertarlos. Su aislamiento premeditado se basa en “fuentes de energía duraderas y potentes sistemas mecanizados. Muros blindados y suelos reforzados. Redundancia estructural. Seguridad antiincendios. Patrullas de seguridad por tierra y aire. Ciberdefensa elaborada”. Su diseño también busca promover una reflexión específica: “Estamos aquí para replantearnos todo lo que tenga que ver con el fin de la vida”.

Ahí llega Jeffrey Lockhart para acompañar a su padre y a la esposa de éste, una enferma terminal a punto de ser congelada (“cero K” refiere a la temperatura en grados Kelvin). Desestimada la promesa de un paraíso, se invierte en tecnología para perdurar acá: DeLillo toma este motivo de la ciencia ficción (véanse Ubik de Philip K. Dick, el relato “Quedarse atrás” de Ken Liu o el reciente episodio “San Junipero” de Black Mirror), pero es apenas el disparador para una novela que muy pronto muestra su verdadera vocación filosófica.

Esta eutanasia que deja los cuerpos en stand by, “¿es una forma horriblemente prematura de suicidio asistido? ¿O bien es un crimen metafísico que necesita ser analizado por filósofos?”. Suele decirse que una novela no está para dar respuestas, sino para hacer preguntas; DeLillo se toma ese dictum al pie de la letra y en varios pasajes de su libro, las preguntas afloran explícitas y abiertas, en cascada.

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“La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos donde escondernos de ella.” —Don DeLillo, Cero K.

La preocupaciones literarias del autor se traslucen en algunas taras del narrador-protagonista: se toma su tiempo para elegirles nombres ficticios a los demás; se obsesiona con la semántica; evalúa la calidad de sus propias expresiones… Su preocupación por el lenguaje es manifiesta: “Vitrificación, criopreservación, nanotecnología. Dios bendiga el lenguaje […]. Que el lenguaje refleje la búsqueda de una serie de métodos cada vez más intrincados, hasta alcanzar los niveles subatómicos”. Una parte fundamental del pasaje helado a la vida futura es el aprendizaje de un nuevo idioma.

Cierto delay en algunas descripciones obliga al lector a remodelar lo que ya había imaginado por su cuenta. La primera parte del libro está saturada de imágenes catastróficas; en la segunda, DeLillo incrusta escenas fragmentarias del cotidiano neoyorquino, viñetas de la vida urbana con una mirada tendiente al extrañamiento, como si el autor hubiera razonado que, si se ha de discurrir sobre el rasero de la muerte, también se debiera dar cuenta de lo rara y variada que puede ser la vida.

Don DeLillo es todo gravedad; el humor queda afuera de esta novela. (¿Se puede hablar sobre la muerte con humor? Sí: los Monty Python lo hicieron). Introspectiva y seria a morir, Cero K explora en clave de literatura filosófica el mismo impulso que inspiró aquella leyenda urbana de un Walt Disney congelado: el de los millonarios que, ante la incertidumbre de la muerte, se autodepositan a plazo fijo para burlarla y algún día volver a vivir como seres “ahistóricos”, “libres de la inacción del pasado”.

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Cero K, de Don DeLillo. Seix Barral, 2016. 320 páginas. Traducción de Javier Calvo. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 4 de diciembre de 2016).