Cervantes, a cuatrocientos años de su muerte

Cervantes-400-aniversarioPor Martín Cristal

Hice el siguiente gráfico divulgativo sobre la vida de Miguel de Cervantes Saavedra a pedido de “Ciudad X”, el suplemento de cultura del diario La Voz de Córdoba, Argentina. Se publicó ayer, por los cuatrocientos años de la muerte del autor de Don Quijote de la Mancha (22 de abril de 1616). [Clic para ampliar]
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En la parte inferior izquierda del esquema figuran las principales fuentes consultadas. Fue fundamental el Resumen cronológico de la vida de Cervantes, de Jean Canavaggio, incluido en la edición online del Quijote dirigida por Francisco Rico y publicada en el sitio del Centro Virtual Cervantes.

1616 también es el año de la muerte de William Shakespeare. Hace un tiempo hice una infografía equivalente sobre su vida y obra. Puede verse aquí.
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Más sobre el Quijote en El pez volador:

Lenta biografía literaria (5/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto con el que colaboré en el Nº 10 de los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1 | Leer la parte 2 | Leer la parte 3 | Leer la parte 4]
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Cae la noche tropical, de Manuel Puig

Manuel-Puig-Cae-la-noche-tropical29 años | Leer para aprender cómo se hacen diálogos perfectos. ¿Cómo consigue Puig que los personajes sean tan vívidos sin acotaciones del narrador? Con lenguaje allanado a conciencia para ser coloquial y, al mismo tiempo, comprensible, con la información dispuesta para que sea tan natural para ellos (en lo que hace a los sobreentendidos que manejan) como interesante para el lector (develándole de a poco las relaciones interpersonales, los conflictos, el argumento). Es teatro pero sin un director; en otras palabras: es la vida.

Por esa trabajada sencillez, hay quien piensa que la profundidad en la obra de Puig es escasa (el señorón de Mario Vargas Llosa es un caso célebre). Por el contrario, yo creo que tiene gran hondura, pero no intelectual, sino emocional, o incluso sentimental. Sus personajes —que también viven en el extranjero, como lo hizo Puig, y como yo cuando la leí— me calaron hondo como si hubieran sido personas de carne y hueso a las que hubiera conocido.
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Cuentos completos, de Isidoro Blaisten

Isidoro-Blaisten-Cuentos-completos32 años | Blaisten demuestra que la división entre “lo popular” y “lo culto” no tiene mucho sentido, y que en todo caso no tienen por qué ser compartimentos estancos (en mis textos trato de practicar ese intercambio de referencias, claro que sin abusar). Su humor tampoco se resiente por el feliz hallazgo de formas sofisticadas para dar cauce a relatos magistrales como “Violín de fango”, “El tío Facundo”, “Mishiadura en Aries”, “Dublín al Sur”, “A mí nunca me dejaban hablar”, “Cerrado por melancolía” o “Versión definitiva del cuento de Pigüé”, entre otros. (Más tarde reencontré una ironía similar a la de Blaisten en algunos cuentos de Hebe Uhart, aunque apoyada en una prosa y una estructura narrativa en apariencia más sencillas). Por supuesto, también me identifico con la cultura judía que subyace en muchos de estos relatos.
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Diez clásicos universales

Ulises-James-Joyce33-35 años | En estos años decidí encarar una selección personal de diez autores clásicos universales, depurados de una larga lista. Los que más me impactaron fueron la Ilíada (ya conocía la Odisea); el Quijote; la Divina comedia; varias obras de Shakespeare (sobre todo Hamlet, Romeo y Julieta y El mercader de Venecia) y el Ulises de Joyce. También releí el Martín Fierro.

Me gustaron un poco menos, la Eneida de Virgilio; Madame Bovary de Flaubert; y Crimen y castigo de Dostoievski. Poco y nada: el Werther de Goethe, aunque subrayé varias partes; y su Fausto me pareció directamente horrible.

En las shortlists la polémica siempre se instala en la arbitrariedad del límite. Cumplo en agregar entonces que el autor número once de mi lista fue Thomas Mann, quien también tuvo su chance y de cuya montaña mágica me bajé en la página 400 (no descarto volver a ella algún día); el doceavo fue Marcel Proust, con quien apliqué una lectura experimental que resultó muy disfrutable. Tras este paréntesis clásico, continué con mi secuencia variada de lecturas.
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La conciencia de Zeno, de Italo Svevo

Italo-Svevo-La-conciencia-de-Zeno34 años | Conecta con Fante en la honestidad brutal con que sus (rimados) narradores —Cosini y Bandini— se observan a sí mismos. Pero el Zeno Cosini de Svevo llega mucho más hondo y a la vez desborda de humor, incluso en las escenas más patéticas, como aquélla del cachetadón que le da el padre moribundo justo antes de fallecer.

“¡Escriba! ¡Escriba! Y verá que llegará usted a descubrirse por completo”, le dice el doctor a Zeno, quien no ceja en su intento de autoexplorarse, sin solemnidad alguna. Esa introspección no aburre en sus propios recovecos porque jamás para de narrar, siempre con prosa transparente (la única parte cuyo tono difiere del resto es la última). Antes de escribir cualquier cosa —en especial si va a ser realista y en primera persona— uno debería darse un baño en las páginas de este libro.
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[Continuará en el próximo post].

El proyecto Lázaro, de Aleksandar Hemon

Por Martín Cristal

Recomendamos esta novela impresionante en el Nº 24 de la revista Ciudad X (junio de 2012).

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Aleksandar Hemon (1964) viajó a Estados Unidos justo antes de que se desatara la guerra en su Bosnia natal. Imposibilitado de volver, se estableció en Chicago y comenzó a escribir en inglés, idioma que domina con tal maestría que su caso ha sido comparado con el de Nabokov. Después de leer La cuestión de Bruno (cuentos, 2001), pero sobre todo tras El proyecto Lázaro (novela, 2008), soy un convencido más de la calidad literaria de Hemon.

“Yo quería que mi futuro libro hablara del inmigrante que escapó del pogromo de Kishinev y llegó a Chicago para morir a manos del jefe de policía de la ciudad. Quería sumergirme en el mundo tal como había sido en 1908, quería imaginar cómo vivían entonces los inmigrantes”. Esto declara Vladimir Brik —alter ego de Hemon— a las 56 páginas de la novela, cuyo plan inicial entrelaza la vida de ese escritor bosnio en la Chicago de 2004, con la muerte de Lázaro Averbuch, un inmigrante judío que en 1908 es tomado por anarquista y asesinado en circunstancias confusas. La concisa primera persona de Brik diferencia bien este nivel narrativo del que narra los sucesos de 1908 (más lírico, en tercera persona, y que recuerda un poco a Ragtime, de Doctorow).

Para escribir su libro, Brik mendigará una beca y viajará a Europa para averiguar qué brutalidades expulsaron a Averbuch de su hogar (“el hogar es allí donde tu ausencia no pasa desapercibida”, define Hemon). Lo acompañará Rora, un viejo amigo bosnio: fotógrafo irónico y gran fabulador, cargado de historias sobre la guerra en Sarajevo.

Hemon no se limitará a alternar la reelaboración narrativa de un hecho histórico con el relato biográfico del escritor que se propone realizarla; las historias orales de Rora, al borde de lo creíble, introducirán un tercer andarivel narrativo. El lector se ve compelido a entretejer relaciones entre los tres niveles. Con sutileza, Hemon les infiltra coincidencias (de nombres, de situaciones): circunstancias del entorno de Brik que parecen inspirarle rasgos para su futuro relato de Lázaro, esa narración que Brik aún no ha escrito, pero que el lector de la novela ya sigue paralelamente.

La ficción es siempre en parte una transposición de lo vivido por su autor. Pero esa biografía, ¿no será también una construcción ficticia?  Brik también es un personaje (uno más) de Hemon. Pasado cierto punto, es posible anular las jerarquías entre la historia marco “real” de Brik y la interior “ficcionalizada” de Lázaro. ¿No es ese viaje a Ucrania, Moldavia, Rumania y Bosnia una invención más, tan verosímil, dudosa o falsa como las historias que Rora dice haber vivido en Sarajevo? Y Rora también es un personaje, una sombra. ¿Y Lázaro Averbuch? ¿Existió? Sí: hay fotos de su cadáver y su caso salió en los diarios. ¿Pero cuán “real” es lo que sale en los diarios? ¿No mienten o (se) engañan, también, los periodistas?

Los personajes de la subtrama de Lázaro, que comparativamente tendrían un grado menor de realidad (como los de las subnovelas intercaladas dentro del Quijote), de pronto demuestran cimientos más reales; y la “realidad” exterior de Brik y Rora de repente puede leerse sólo como una invención más de un demiurgo llamado Aleksandar Hemon. El interés del autor en el arte de la ficción se explicita en abiertas y jugosas reflexiones sobre el tema. El proyecto Lázaro puede leerse como un paralelismo entre el miedo a los anarquistas pretéritos y el actual a los terroristas; o como una madura declaración sobre qué conlleva ser “extranjero” en cualquier lugar y época del mundo; pero, sobre todo, como una exploración magistral de la volátil frontera entre realidad y ficción, entre verdad y mentira, entre memoria e invención.

En su afán de extremar la (con)fusión de ficción y realidad, Hemon la amplía en una página web donde se barajan citas de la novela y fotos (algunas históricas, y otras más actuales tomadas por Velibor Vožobić). ¿Son todas esas imágenes “reales”? ¿Refieren o no a los hechos que sugieren sus epígrafes? ¿Hubo un viaje para tomarlas? Esto ahonda las hermosas dudas sobre “lo verdadero” planteadas por este impecable proyecto. El contorno ficcional pergeñado por Hemon logra que sus verdades a medias se levanten y anden, hasta conectarse con todas esas mentiras parciales que tomamos por “el mundo real”.

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El proyecto Lázaro, de Aleksandar Hemon. Novela. Duomo Nefelibata, 2009. 364 páginas.

Chronic City, de Jonathan Lethem

Por Martín Cristal

Chronic City no empieza con esa frase matadora por las que abogan tantos talleres literarios, sino que inyecta progresivamente en el lector una Manhattan hecha a la medida del delirio de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964). En principio el autor parece menos concentrado en intrigar con la trama que en darles carnadura a sus personajes, sobre todo al central: no el narrador —el hueco y pintón Chase Insteadman—, sino el adorable tuerto freak, marginado, culturoso, conspiranoico, enfermizo, marihuano, ex artista callejero, ex crítico de rock y actual teorizador crónico que responde al nombre de Perkus Tooth. Los nombres excéntricos que Lethem da a sus personajes revelan a Thomas Pynchon como una de sus influencias para esta novela.

Chase, ex estrella infantil de una vieja serie de TV, vive de regalías y se aburre en los cócteles de la alta sociedad neoyorkina. Ahí siempre hay alguien que lo palmea en el hombro para darle fuerzas por el drama de su novia de la adolescencia, la astronauta Janice Trumbull: ella está atrapada en la órbita de una estación espacial, sin posibilidad de volver a la Tierra. La muerte lenta de Janice y las cartas que le envía a Chase son la comidilla diaria del New York Times (en su versión Sin Guerra). El tedio y la vacuidad carcomen la vida de Chase, hasta que conoce a Perkus Tooth.

Si cierto manchego del siglo XVII enloqueció de tanto leer novelas de caballería —su única fuente de entretenimiento—, Perkus podría ser su versión urbana y contemporánea: un neoyorkino del siglo XXI cuyas manías no devienen sólo de la literatura, sino de todas las manifestaciones de la cultura global y popular. Libros, claro, pero también discos y películas y documentales y la web y los diarios y las revistas (y la tipografía de las revistas). Todo esto potenciado con algún porro de Chronic o Hielo, sus variedades de THC preferidas. La obsesión de Perkus consiste en querer desnudar los patrones comunes de esa catarata de referencias que lo abarca (y “desnudar patrones” también es descubrir a los dueños del poder). Por momentos lo consigue y así encandila a Chase, un Sancho —aunque alto y sin panza— que resultará un compañero fiel para Perkus.

El riesgo del mecanismo discursivo entre Chase y Perkus reside en que el lector recuerde momentáneamente que ambos son (o provienen de) un mismo hombre: Jonathan Lethem. Su relación es similar a la de Hans Castorp y el quemasesos de Settembrini en La montaña mágica: un protagonista alucinado por el pensamiento de otro personaje que perora sobre esto y aquello, y quiere deslumbrar(nos) con su capacidad para establecer conexiones diversas; un disfraz dialógico para que el autor exprese sus propias teorías y se felicite a sí mismo por ellas. De esta forma de la vanidad ya nos advertía Macedonio Fernández en su Museo de la Novela de la Eterna.

Aun así, la sinapsis libre de Tooth es uno de los pilares de la novela: Perkus será tan querible para Chase como para nosotros, que lo extrañaremos como al Quijote al finalizar el último capítulo. El otro pilar es la Manhattan alucinante que compone Lethem: una niebla y una nevada permanentes; un tigre gigante (¿mecánico, real, simbólico?) que socava edificios enteros; un escultor que hace land art y que también agujerea a su modo el territorio; una semana en la que el aire de la isla huele a chocolate; dos águilas que anidan en una cornisa; una adorable pitbull de tres patas; un linyera tecno y, sobre todo, ciertos objetos del deseo que adoptan la forma de calderos. Cuando la novela excava en el tema de las realidades virtuales, la inventiva de Lethem empieza a deberle algo a Philip K. Dick.

(Otro autor que asoma, pero para soportar cierta burla o parodia, es David Foster Wallace: Chase compra un libro imposible de terminar titulado La bruma indistinta. Su autor es Ralph Warden Meeker. Sonoro y cercano a DFW y La broma infinita).

La mejor decisión de Lethem es no darnos una solución centralizadora para el problema de qué debe tomarse por real y qué por simulacro en su fantástica ciudad crónica. Casi todo tendremos que decidirlo nosotros, incluso si el tigre es, como quería Borges, siempre el mismo tigre. La única certeza remanente es que existe un Sistema —un Poder, natural o fraguado— que termina expulsando a quienes lo cuestionan o tratan de mirar tras bambalinas. En especial si lo hacen con un ojo desviado de toda norma.

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PD. No creo que esta novela pueda situarse netamente dentro de la Ciencia Ficción, pero la incluyo en esta serie de posts debido a que comparte varios rasgos del género, y también a que la leí durante mi Sci-Fi Fever. Con otra versión de esta reseña, recomendamos este libro en el número 18 de la revista Ciudad X (diciembre de 2011).

La credulidad de Sancho

Por Martín Cristal

En el Capítulo XXXIII de la Segunda Parte, Sancho le explica a la duquesa cómo fue que se animó a engañar a don Quijote cuando éste le pidió que le llevara una carta a Dulcinea. Sancho dice que se atrevió a hacerlo porque


“…yo tengo á mi señor don Quijote por loco rematado […] Como yo tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fué aquello de la respuesta de la carta…”.

Sin embargo, a juzgar por lo dicho en la Primera Parte, Sancho miente, o por lo menos se contradice. En el Capítulo XXV, cuando don Quijote le confiesa a Sancho que Dulcinea no es otra que la campesina Aldonza Lorenzo, Sancho no lo toma por loco al instante; por el contrario: aunque primero duda, al fin le dice “en todo tiene vuestra merced razón”; y más tarde (Capítulo XXVI), cuando Sancho les cuenta al cura y al barbero de la penitencia de su señor en la Sierra Morena, lo hace con total seriedad, creyéndose todo lo que cuenta —emperatrices, ínsulas, etcétera—, tal que sus dos oyentes “se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre”.

Hasta ese momento, el simple de Sancho se lo creía todo de su amo y no sospechaba su locura. En los capítulos donde figura el diálogo del escudero y su amo sobre la carta en cuestión (XXX y XXXI de la Primera Parte), Sancho no engaña a don Quijote en tanto loco, sino como se engañaría —para evitar una reprimenda— a un amo cuerdo al que se ha desobedecido.

En aquel mismo episodio, Sancho iba tan creído como don Quijote respecto de las promesas que Dorotea le ha hecho acerca del reino de Micomicón y la ínsula que el escudero recibiría para su gobierno. Sancho no era parte del complot, sino víctima; él aún no tenía a su amo como un loco de remate. De esto se irá convenciendo poco a poco: comienza a dudar en el Capítulo XXXII de la Primera Parte; lo confirma totalmente en el Capítulo X de la Segunda (“este mi amo, por mil señales he visto que es un loco de atar”).

Así, en ese mismo capítulo y por primera vez, Sancho se anima a engañar a su señor en tanto loco, y lo convence de que una aldeana cualquiera es en realidad Dulcinea, sólo que el pobre caballero andante está encantado y no puede verla tal cual es. Cervantes invierte aquí el recurso del “encantamiento”. Esta inversión será dominante en toda la Segunda Parte.

Ahora bien: en el mismo Capítulo XXXIII del que empezamos hablando, Cervantes eleva el juego de los encantamientos al cuadrado. La duquesa revierte el engaño que Sancho había pergeñado en el Capítulo X, enfundándolo en otro mayor: le hace creer al escudero que él mismo fue encantado previamente con el fin de hacerle creer a don Quijote que estaba encantado y no podía ver a su señora Dulcinea… “El buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado…”. Sancho acepta el embuste de la duquesa; de esta forma, aunque ya había confirmado la locura de su amo, Sancho sufre una regresión: se retracta (“ni creo yo que mi amo es tan loco…”), vuelve a creer en él y en sus delirios.

Cervantes logra que la credulidad de Sancho sea tan maleable como su desconfianza, y así se asegura que el escudero haga o deje de hacer todo lo que la historia necesite.

Judíos y moros en el Quijote

Por Martín Cristal

En el Capítulo VIII de la Segunda Parte, Sancho Panza opina que los historiadores deberían hablar bien de él en sus libros, ya que él es sin dudas un buen hombre; para probar esto, argumenta de un modo acorde a su lugar y época:


“…creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí, y tratarme bien en sus escritos…”.

Ya en el siglo XV España había sido barrida por Tomás de Torquemada (1420-1498) y la Santa Inquisición, la cual —a fines de ese mismo siglo— forzó a los judíos a abandonar el territorio español, si bien algunos permanecieron ocultando su origen bajo apellidos castizos. El Quijote, cuya acción transcurre a principios del siglo XVII, no contiene otra referencia a los judíos más que ésta.

En cambio, la obra sí menciona varias veces a los moros. La novela de Cervantes muestra claramente el conflicto entre moros y cristianos en el Capítulo XLI de la Primera Parte. Cuando el cautivo Ruy Pérez y los demás fugitivos de África desembarcan en territorio español, Zoraida y un renegado van vestidos como árabes; un joven cristiano se topa con ellos y “como él los vió en hábitos moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y […] comenzó a dar los mayores gritos del mundo, diciendo: —Moros, moros hay en la tierra; moros, moros, arma, arma”, llamando así a la defensa contra lo que el joven creía una invasión del enemigo.

Cervantes muestra respeto por la cultura árabe al elegir para su ficción a un integrante de esa cultura, el “sabio moro” Cide Hamete Benengeli, para que figure nada menos que en el papel de autor del manuscrito original; tampoco menoscaba la persona ni la belleza de Zoraida cuando la describe en el Capítulo XXXVII de la Primera Parte (si bien el personaje deberá convertirse a la fe de “Lela Marién”, la Virgen María), ni las de Ana Félix (mora cristiana también) en el capítulo LXIII de la Segunda.

A pesar de esto, son notables en el Quijote los prejuicios respecto de los moros, generalizaciones que corresponden con el odio católico de la época. “De los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas”, se desconsuela don Quijote al enterarse que el autor de su historia es un moro (Capítulo III, Segunda Parte).

En el Capítulo LIV, Sancho se niega a ayudar a Ricote, un morisco que ha vuelto a España de incógnito para buscar su capital enterrado. Sancho le niega su ayuda a pesar de que Ricote es un ex vecino y de que ambos acaban de compartir su comida y vino en medio del campo: “…por parecerme haría traición á mi rey en dar favor á sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes doscientos escudos, me dieras aquí de contado cuatrocientos […] no quiero: conténtate que por mi no serás descubierto”. No delatarlo: eso es todo lo que Sancho está dispuesto a hacer por su ex vecino, a pesar de la alegría manifiesta del reencuentro.

A mi juicio, Cervantes no consigue que resulten verosímiles los argumentos con los que Ricote defiende la justicia del exilio morisco decretado por los reyes católicos: «…que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución […], y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro…» [La exposición sigue sobre los dolores del exilio, más verosímiles]. Es Cervantes quien alaba al rey, no Ricote; habla el autor, no su personaje. Cervantes tampoco logra que yo le crea cuando el mismo personaje, al reaparecer en el Capítulo LXV, alaba la “heroica resolución del gran Felipe III”. Por momentos, Ricote habla como si se olvidara por completo de su propio origen (que es moro, por muy bautizado que esté). Me resulta inverosímil, sobre todo si se considera que sus interlocutores —como Sancho— no olvidan ese origen ni jamás lo aceptan del todo.

El dilema moral del loco lindo

Por Martín Cristal

Cuando don Antonio (en el Capítulo LXV de la Segunda Parte del Quijote) se entera de que la contienda con el Caballero de la Blanca Luna no ha sido más que un plan para curar a Quijano y devolverlo a La Mancha, exclama:


“¡Oh señor! […] Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él”.

Los personajes secundarios de la novela pueden dividirse a uno y otro lado de esta exclamación, verdadera frontera de sus motivaciones. Unos —como el cura, el barbero o Sansón Carrasco— se preocupan por el hombre bajo la armadura, un ser “cuya locura y sandez mueve á que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos”, tal como explica el bachiller en el mismo capítulo; en cambio, otros —como los duques o el mismo don Antonio— no se compadecen de Quijano: sólo piensan en la diversión que les proporciona su locura. Es notable el hecho de que los segundos suelen ser de un estrato social más alto que los primeros.

Sancho destaca en el grupo de los que sí se preocupan por Quijano en tanto hombre. Si el escudero llega al punto de no dudar acerca de que su amo está rematadamente loco, ¿por qué sigue aún a su lado?

Lo hace por amistad. En el capítulo XIII de la Segunda Parte, Sancho le confiesa a otro escudero que, para él, don Quijote…


“…tiene una alma como un cántaro; no sabe hacer mal á nadie, sino bien á todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como á las telas de mi corazón; y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.

Ninguno de los personajes secundarios enfrenta a Quijano y su locura abiertamente; sólo lo hace un transeúnte barcelonés que lo reconoce —en el Capítulo LXII— y le dice: “Vuélvete, mentecato á tu casa, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso…”.

Por mi parte, como lector, la percepción que tengo de la locura de don Quijote queda bien resumida por el joven estudiante Lorenzo —hijo de Diego de Miranda—, cuando diagnostica (Cap. XVIII, Segunda Parte): “…es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”. Ese “entreverado” de locura y lucidez me mantiene en equilibrio sobre la fina línea que divide a los demás personajes: mientras leo, quiero que la locura de don Quijote continúe para seguir divirtiéndome con ella; pero, al mismo tiempo, estimo cada vez más al personaje, tanto que lo escucho con atención en sus momentos de brillantez y, cuando al fin se cura, me conmuevo y me alegro por él. Esta alegría me dura sólo el tiempo que la Muerte le da a Quijano para decir sus últimas palabras. Que es muchísimo tiempo, porque es lo que duran en mí las últimas palabras de este gran libro después de haberlo cerrado.

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PD. Por supuesto, esto que sucede con don Quijote no pasa con todos los locos de la ficción…

¿Arte o entretenimiento? (II)

Por Martín Cristal

De la discusión cervantina citada en el post anterior se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. Éste es señalado por el cura cuando matiza:


“…no tienen la culpa desto los poetas que las componen [a las comedias pensadas para el vulgo], porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra, le pide.”

Así el cura excusa a aquellos buenos autores que, ya demostradas sus capacidades con obras de valía, de vez en cuando realizan alguna obra de calidad inferior por motivos comerciales, diciendo que “por querer acomodarse al gusto del representante, no han llegado todas [sus obras], como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren”. A quienes no perdona Cervantes son a los que “no saben representar otra cosa” que los disparates que prefiere el vulgo, porque no han demostrado ninguna capacidad que vaya más allá de eso.

Interrelación arte/entretenimiento:
Donkey Xote, un videojuego basado en
una película de animación sobre el Quijote.

Cervantes reclama que el texto —narrativo o teatral— guarde los “preceptos del arte”, pero en otras partes del Quijote también señala que se escriben ficciones “para universal entretenimiento de las gentes”, “para entretener nuestros ociosos pensamientos”, “para el efecto […] de entretener el tiempo” o “para gusto y general pasatiempo de los vivientes”. Así, a Cervantes le importa tanto la opinión de los doctos como el entretenimiento del vulgo. Como dijimos, es un equilibrio bastante difícil, y más aún si a la exigencia cervantina se la pormenoriza como en el famoso prólogo de la Primera parte:


… Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.

Nada fácil, aunque justamente por eso vale la pena intentarlo.

¿Arte o entretenimiento? (I)

Por Martín Cristal

Ante la pregunta por el antónimo de “aburrido”, algunas personas suelen contestar que es “divertido”, mientras que otras dicen que es “interesante”. No sin cierta arbitrariedad, ubico entre las primeras a quienes ven la literatura como un mero entretenimiento, mientras que entre las otras siento que han de estar los “pocos sabios” —Cervantes dixit— que entienden la literatura como un arte.

Hay escritores que se vuelcan netamente hacia una vertiente o la otra, lo cual —creo— está bien si no confunden sus objetivos (y si son buenos en lo que hacen, claro). Sin embargo, no podemos pensar en un buen escritor de entretenimiento que no se preocupe por algunas cuestiones formales o estéticas, ni tampoco tolerar a un escritor que, dentro de su programa artístico —sin importar cuán radical sea—, incluya el efecto de lograr nuestro rotundo aburrimiento como lectores.

El equilibrio entre ambas categorías es algo difícil de lograr. Si lo consigue, el precio que el escritor paga por ese equilibrio puede ser un doble desdén: los grandes artistas le dicen que su trabajo es pobre o demasiado simple, mientras que los entertainers lo encuentran demasiado pretencioso o rebuscado.

En el Quijote (I, 48) se discute la calidad de lo escrito y para quiénes escribirlo. Así lo expone el canónigo (las negritas son mías):


“…es más el número de los simples que el de los prudentes; y que puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, á quien, por la mayor parte, toca leer semejantes libros”.

Luego sigue así:


“…estas [comedias teatrales] que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas ó las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan piés ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores que las representan, dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos. […] Y aunque algunas veces he procurado persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia, que dél los saque”.

Y después:


“Decidme: ¿no os acordáis que a poco años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta de estos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron, y suspendieron a todos cuántos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros á los representantes, ellas tres solas, que treinta de las mejores que después acá se han hecho? […] y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á todo el mundo: así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa”.

Quizás después de leer estas razones, Augusto Monterroso decidió acortar con paradójica ironía la distancia entre ambos públicos y —en el famoso decálogo de su novela Lo demás es silencio—  optó por incluir el mandamiento que dice: “Entre mejor escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado”.

De esta misma discusión cervantina se desprende luego el problema de la “escritura comercial”. [Sigue en el próximo post.]

El Quijote: un resumen

Por Martín Cristal

Ayer fue el segundo cumpleaños de El pez volador. Para celebrar, va de regalo un resumen del Quijote dedicado a todos los espíritus pragmáticos que llegan a este blog mediante los motores de búsqueda con palabras como «quijote«, «resumen» «síntesis» y «breve».

Miguel de Cervantes Saavedra es el autor de una novela llamada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la cual se publicó en dos partes: la primera en 1604, aunque el impresor consignó 1605, y la segunda en 1615. Dentro de esa obra, un narrador, cuyo nombre nunca se dice que sea Miguel de Cervantes Saavedra, contrata a un traductor anónimo para que vierta al castellano cierto texto escrito por el sabio árabe Cide Hamete Benengeli, quien a su vez lo había compuesto basándose en dos fuentes: ciertos “autores que de esto escriben” y la “memoria de la Mancha”, la cual registra muchos hechos famosos de un tal Alonso Quijano, un hidalgo que de tanto leer libros de caballería terminó loco, y quiso convertirse en caballero andante. Dos amigos de Quijano —un barbero que a veces usa barbas falsas y un cura amigo de Miguel de Cervantes—, quieren salvar al hidalgo de su locura y para ello queman muchos de sus libros; se salva de la hoguera uno titulado La Galatea, obra del género pastoril cuyo autor es Miguel de Cervantes Saavedra, escritor nacido en el siglo XVI que en el prólogo de la segunda parte de su novela más famosa, asegura que está a punto de acabar la segunda parte de otra obra suya: La Galatea. El mismo cura quemalibros leerá más tarde la Novela del curioso impertinente, texto que un ventero encontró en una valija olvidada; en esa misma valija se encontró también el manuscrito de la Novela de Rinconete y Cortadillo, obra que cierto autor español, Miguel de Cervantes Saavedra, publicó en 1613. Éste es el mismo Miguel de Cervantes que de joven fue soldado y estuvo preso durante un lustro en Argel; mucho después, a los 55 años de edad, se encontró preso nuevamente en España y, para matar el tiempo, escribió la primera parte de una novela que titularía El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Esta obra trata de la locura de uno que se cree caballero y de la necedad de quien le sirve de escudero, un tal Sancho Panza, aunque el cronista original (un moro) no siempre los sigue de cerca y cada tanto presenta ciertas digresiones y desvíos, como la Novela del curioso impertinente o el relato de Ruy Pérez de Viedma, un capitán que narra cómo logro escapar de su prisión de Argel, donde sufrió casi tanto como “un tal de Saavedra”, un soldado manco que allá conoció y de quien se dice que permaneció preso en África por cinco años, durante los cuales se especula que habría concebido —aunque no escrito todavía— una novela que más tarde sería considerada como la primera de concepción moderna en la literatura universal: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, cuya segunda parte sería publicada en 1614 por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. No duró mucho el embuste de esta secuela falsa, porque ese largo seudónimo no alcanzaba para ocultar lo evidente: que el autor de esa segunda parte no era Miguel de Cervantes Saavedra, el genial creador de un loco caballero que —en la verdadera Segunda Parte, publicada por Cervantes un año después de la falsa— se entera de que se ha impreso la Primera Parte de sus aventuras, lo cual como caballero lo pone muy contento, aunque después, cuando conoce que también se imprimió en Tarragona una Segunda Parte falsa, se ofusca tanto como su escudero, Sancho Panza, quien también es difamado en esa obra apócrifa, por más que antes el señor Hamete Benengeli se había esmerado en detallar que a veces el escudero podía decir cosas discretas. Esos arrebatos sanchescos siempre le resultaron sospechosos al traductor anónimo de la historia, quien a veces se rehúsa a creer lo que traduce. Pero no por esto él debería dejar partes sin traducir, porque es un traductor y no un censor, y porque para algo le paga el “autor segundo desta historia”: le paga para que traduzca punto por punto lo escrito por Cide Hamete Benengeli, el “autor primero”, sabio moro que en su momento puso en boca de Sancho un nuevo apodo para su amo: el Caballero de la Triste Figura, que así llama el escudero a don Quijote de la Mancha, personaje principal de la novela cumbre de la lengua castellana, idioma en el que nunca son vertidos los epitafios mal conservados de los personajes, que Cide Hamete entregó a un académico para que dilucidase su sentido por conjeturas. Pero nada se supo del académico; y así sólo se tradujeron al castellano los pocos epitafios que el sabio moro pudo encontrar gracias a un médico. Entre esos epitafios está el de la bella Dulcinea del Toboso, bella dama que en realidad se llamaba Aldonza Lorenzo y no era más que una labradora de pelo en pecho, conocida de oídas por el escudero y jamás vista por el caballero cuyas andanzas recogió Cide Hamete; éste, para evitar que cualquier otro Fernández de Avellaneda, o quizás el mismo, intentara robarse de nuevo el personaje y la historia, terminó de narrar la muerte de Alonso Quijano y luego le pidió a su pluma que por favor no escribiera más ni se dejara usar por nadie, y que en especial se cuidara del licenciado tordesillesco, a quien debía insultar de arriba abajo si lo veía. Se aseguró así Benengeli de que la historia de don Quijote quedase irremisiblemente terminada, agregando además que si él no había querido decir de qué villa era don Quijote, lo había hecho para que todas las villas de la Mancha se lo disputasen, y que por eso dijo desde un principio que el pobre loco aquel era de un lugar de la Mancha de cuyo nombre él —Cide Hamete— no quería acordarse. Y si todos nos acordamos de esa primera línea aun sin entenderla del todo, eso es porque El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra (cuya cuna también se disputaron varias ciudades de España y cuyo nombre, edad y heridas de guerra fueron menospreciados por el falsario de Tordesillas, a quien casi nadie recuerda ya), es una obra memorable, tal como tú, prudente letor, comprobarías si intentaras leerla directamente de sus páginas en lugar de leer estos resúmenes, que al fin y al cabo nunca se sabe muy bien por quién fueron escritos ni con qué intenciones.

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Don Quijote versus Don Quijote

Por Martín Cristal

Sobre el final de la Primera Parte del Quijote, Cervantes adelantó que la siguiente excursión de su personaje tendría como destino Zaragoza. Como es sabido, a partir de ese dato el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda fraguó una Segunda Parte apócrifa del Quijote, en 1614. Fue un primitivo robo de propiedad intelectual (antes de que ésta fuera inventada).

Cervantes se venga en su Segunda Parte —la verdadera—, la cual publica al año siguiente; no para de criticar al Quijote falso hasta el mismísimo capítulo final de la novela. Hay ejemplos de esto en el Capítulo LIX (en el que don Quijote decide no ir jamás a Zaragoza: «…y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes, como yo no soy el don Quijote que él dice»); y también en los capítulos LXII y LXX.

El combate de los dos Quijotes

Cervantes llega al punto de introducir en su Quijote personajes del Quijote falso. En el Capítulo LXXII aparece un tal Álvaro Tarfe; al verlo, don Quijote dice de él: “cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe”.

En efecto, se trata de ese mismo Tarfe, el cual declara más tarde que él conoció en persona al don Quijote que protagoniza el libro de Avellaneda: “fue grandísimo amigo mío”, dice. Sancho y don Quijote le explican que eso no puede ser; le revelan que los verdaderos héroes son ellos (“yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció”). Tarfe, sin más pruebas que las buenas maneras y el lenguaje con que se dirigen a él, les cree y termina declarando (¡ante escribano público!) “como [él, Tarfe] no conocía a don Quijote, que estaba allí presente; y que no era aquel que andaba impreso” en la obra del licenciado de Tordesillas.

La idea es simpatiquísima: tenemos a un personaje del Quijote apócrifo que está dispuesto a testimoniar la falsedad de aquella obra que le dio cuna, así como la verdad del personaje central de Cervantes. Tarfe es un personaje que traiciona a su autor, se evade de su novela y se pasa al bando de Cervantes por artificio de éste.

Más divertida aún es otra idea que se desprende de la anterior: tal vez sin querer, al incluir en la trama al personaje “don Quijote” del licenciado de Tordesillas, Cervantes lo subió al mismo plano de realidad que su propio don Quijote. Hasta este punto de la novela, el “falso don Quijote” estaba en un plano inferior que el don Quijote original: no cumplía otro rol que el de ser el personaje de una novela leída por algunos personajes de la novela de Cervantes (tal como Anselmo o Lotario lo son en la Novela del curioso impertinente; I, 23). Pero si al don Quijote de Cervantes se le permite encontrarse con Álvaro Tarfe; y si Tarfe asegura haber conocido al otro don Quijote, al falso; entonces, por carácter transitivo, los tres están en el mismo plano de realidad. Esto permitiría suponer que mientras nuestro don Quijote andaba por los caminos de España, había alguien que cabalgaba por las mismas tierras haciéndose pasar por él. Cierto: Álvaro Tarfe ha jurado que el otro don Quijote es un impostor y que el verdadero es el de Cervantes; pero ha declarado la falsedad del otro, no su inexistencia, aun cuando luego él quiera creer que todo lo que vio y pasó fue obra de un encantamiento.

Dicho encantamiento no sería plausible. En la Odisea, por ejemplo, cuando Homero nos dice que Palas Atenea transfiguró temporalmente a Ulises en un anciano para que nadie lo reconociera al regresar a Ítaca, aceptamos ese encantamiento —al igual que los otros que pueblan la obra— porque ninguno de los personajes ni el narrador niega o pone en duda la posibilidad de esa magia; así queda establecido que la magia divina es un hecho corriente en el cosmos del relato homérico. En cambio, en el Quijote, aunque se habla de encantamientos aquí y allá, no podemos creer en ninguno de ellos porque siempre hay personajes que no creen en esa magia, la niegan o la ponen en duda —cuando de plano no la descarta el propio narrador al indicarnos que todo es un artificio—; los lectores siempre sabemos que todos los encantamientos no son más que autoengaños de don Quijote, o «industrias» de terceros. Así, aunque Tarfe pueda creer que el pasado que recuerda es obra de un encantamiento, los lectores no podemos aceptar esa versión, porque eso sería creer que éste es un encantamiento verdadero, el único en toda la novela de Cervantes (y por ende, deberíamos creer además en la existencia del mentado encantador, y de un móvil para sus actos mágicos…).

Lo divertido del asunto es que podríamos imaginar un azaroso encuentro entre don Quijote y su émulo. ¿Quién estaría más loco: el loco famoso o el impostor que se hace pasar por ese mismo loco famoso? ¿Qué diálogo y qué picnic departirían los dos escuderos? Y si batallaran los caballeros, ¿quién vencería? Yo quisiera que el de Cervantes, porque me cae mejor su tierna demencia que la impostura del otro.

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Don Quijote en Nueva York

Imprecisiones del Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

Don Quijote en Nueva York

Por Martín Cristal

Teoría I (de Brooklyn a La Mancha)

Sobre el final del Capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote, da comienzo el delicioso entretejido de las categorías de autor, narrador y personajes, juego de espejos que, junto con otras maravillas, contribuyó a la fama de la obra maestra de Cervantes.

Paul Auster revisita este procedimiento en Ciudad de cristal (City of Glass, 1985). Esta novela integra la Trilogía de Nueva York, obra donde Auster replica ese mismo juego de espejos hasta lo inextricable, convirtiéndolo en uno de sus encantos principales. En la trilogía de Auster hay nombres que se repiten pero que no necesariamente designan a los mismos personajes. Hay personajes que escriben con seudónimos y luego asumen falsas identidades; hay intercambios, duplicidades, nombres de la vida real —el del autor, el de su hijo— intercalados entre los de la ficción, y también nombres de la ficción que refieren a otras obras de ficción (William Wilson, por ejemplo, referencia literaria que cae como anillo al dedo para esta clase de juegos con la identidad).

El interés de Auster en el Quijote se explicita en el décimo capítulo de su novela: en él, un personaje que es escritor, vive en Nueva York y se llama Paul Auster, desarrolla una teoría personal para explicar quién sería el autor del “libro dentro del libro” de Cervantes. «Auster» se lo explica con tranquilidad al personaje principal, Daniel Quinn, que ha venido a visitarlo a su propia casa.

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Según “Auster”, don Quijote no está loco, sino que se hace pasar por loco; su objetivo es engañar a Sancho, único testigo posible de todas sus andanzas; éste, analfabeto, no puede escribirlas, pero sí puede contárselas al barbero y al cura; a su vez, ellos la escribirán en castellano y le darán el texto a Simón Carrasco (sic; Auster debió decir Sansón Carrasco), el bachiller de Salamanca, quien las traducirá al árabe para que luego Cervantes encuentre ese manuscrito en Toledo, firmado por un inexistente Cide Hamete Benengeli… Cervantes lo mandará traducir al castellano y luego escribirá la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Es así como Quijano —siempre preocupado por la posteridad de sus andanzas— consigue que alguien escriba sus aventuras. Según Auster, el motivo por el que este “Cuarteto Benengeli” se tomaría tantas molestias es hacer que Quijano llegue a leer su propia historia y, de esa forma, enfrentándolo a lo absurdo de sus actos, lograr sacarlo de su locura.

No hay testigos permanentes

Sin embargo, en la novela de Cervantes, hay un momento en el que don Quijote queda solo y desnudo, haciendo una penitencia en medio de la Sierra Morena (Capítulo XXVI de la Primera Parte). Para dar cuenta de su actividad en solitario, el capítulo arranca afirmando: “dice la historia, que…”.

¿Quién habría recogido esa historia? Aquí fallaría la teoría de Paul Auster: Sancho no siempre acompaña a su amo. El único testimonio de los actos de don Quijote en la sierra son los versos que él dejó escritos en la corteza de algunos árboles. Por lo demás, dentro de la narración, ¿qué personaje podría conocer y referir lo hecho —y, más aún, lo pensado— por don Quijote cuando queda solo, si él mismo nunca se lo cuenta a nadie? En la Segunda Parte (Capítulo LXVIII) hay una situación similar: es de noche y Sancho duerme; don Quijote se pone a cantar junto a unos árboles, esta vez incluso sin escribir los versos en sus cortezas. Nadie lo ve… ¿quién recoge esa historia?

Cervantes es consciente de este tipo de problemas, y los arregla con un oportuno comentario de Sancho en el Capítulo II de la Segunda Parte. Sancho le informa a don Quijote que Sansón Carrasco, bachiller de Salamanca, le ha contado que:

“…andaba ya en libros la historia de vuesa merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan á mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y á la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á solas, que me hice cruces de espantado, cómo las pudo saber el historiador que las escribió”.

Con este asombro de los personajes que se leen a sí mismos se asume y se salva el problema de quién recogió esos sucesos que ellos vivieron a solas. Es la forma que encuentra Cervantes para hacernos ver a sus lectores que el asunto no se le ha pasado por alto. En vez de corregir aquellos otros episodios, aumenta la maravilla del texto al ponerlos él mismo en duda, en este comentario de Sancho.

Federico Jeanmaire, en su libro Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), destaca un fragmento del Capítulo XLVIII de la Segunda Parte donde pasa algo similar: “Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho…” (se refiere a don Quijote y a la dueña Rodríguez). Al respecto, dice Jeanmaire (pp. 213-214):


“Cualquiera daría lo mejor que tiene por haber visto la escena. El problema no es ése. No. El problema reside en que Benengeli es el único que aparentemente
ve todas las escenas que narra. Aquí parece que no es así, que el abismo del sistema narrativo se hace todavía más complejo, que incluso puede haber un narrador anterior al moro, y el moro sólo sea el primer eslabón en la larguísima cadena de copistas de la historia. […] La cadena de narradores tiende a la infinitud a partir de este extraño paréntesis de Cide Hamete. […] Otra maravilla. Una más. Y que, en tres líneas termina clausurando el posible conflicto que hubiese podido quedar abierto entre algún lector por demás exigente y su particular lectura de la omnisciencia narrativa del libro”.

Creo que es cierto lo que afirma Jeanmaire respecto de la existencia de una “cadena de narradores”: para comprobarlo basta con recordar que el narrador del primer capítulo establece que no es él solo sino muchos los autores que han escrito sobre don Quijote de la Mancha (las negritas son mías):


“Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.”

Los autores que de este caso escriben”: plural. Efectivamente, Cide Hamete no sería el primero en escribir sobre don Quijote. El moro consulta otras fuentes, además de recurrir a «las memorias de la Mancha», como se ve en el Capítulo LII de la Primera Parte:


“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, á lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza…”.

Esas “memorias”, que son depositarias de las acciones de don Quijote inhallables en los documentos escritos, podrían justificar la expresión “dice la historia, que…”, con la que se da cuenta de los momentos de soledad de don Quijote en la Sierra Morena.

El narrador dice: «el autor desta historia». No es casual que en Ciudad de cristal, Paul Auster también utilice el recurso de referirse alguna vez a “el autor de esta obra” así, en tercera persona: es otro cruce con Cervantes. También lo es que Daniel Quinn, el personaje principal de la novela de Auster, lleve las mismas iniciales que Don Quijote…

Teoría II (de Córdoba a Brooklyn)

En la Segunda Parte del Quijote, Cervantes va entretejiendo cada vez más estrechamente la ficción con la realidad. ¿No sería divertido especular que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto —o encargado a un ghostwriter— y luego publicado con seudónimo para enriquecer su propio juego de “fantasía y realidad” por el lado de la realidad? Dice Paul Auster en Ciudad de cristal: “después de todo, el libro [el verdadero Quijote] es un ataque a los peligros de la simulación”. De ser así, ¿no perfeccionaba Cervantes la demostración de esa tesis haciéndose pasar como víctima de una simulación que pretendía robarle su propia creación, el Quijote? Además, el ardid también hubiera funcionado como promoción para la verdadera Segunda Parte de Cervantes, donde éste podría resarcirse de sus propios insultos, enalteciendo su honor al contestarse a sí mismo en el prólogo…

Es poco probable, lo sabemos. Lo único seguro al respecto es que a cierto escritor de Nueva York, esa posibilidad le encantaría.

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Ver además:
Don Quijote
versus Don Quijote

Imprecisiones del
Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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El viaje de la vida

Por Martín Cristal

En “Los cuatro ciclos” (El oro de los tigres, 1972), Borges apunta cuatro historias que, transformadas, el hombre contará siempre: 1) La batalla, cuyo ejemplo es la Ilíada; 2) el viaje, cuyo modelo es la Odisea; 3) la búsqueda, que puede ser una variación del viaje y presenta muchos casos célebres, como la del Santo Grial o la de Moby Dick; 4) el sacrificio de un Dios. Borges quiere ser contundente al seleccionar sólo estos cuatro grandes temas, si bien es sabido que éstos se integran en una lista —apenas más larga— de “temas recurrentes” de la humanidad: los llamados tópicos.

Entre esos tópicos, uno de los que más me interesa es “el viaje de la vida” (peregrinatio vitae), tema de aquellas obras narrativas que —como todas las road movies, por ejemplo— se aproximan a la comprensión de la vida humana mediante la metáfora del viaje. Me interesa en particular un momento crucial de todo viaje: el regreso.

Nadie vuelve

Si el modelo insoslayable de este tópico es la Odisea, habrá que empezar recordando a Ulises, para quien la vuelta a Ítaca es su máximo afán:


Deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso Ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores, pues he padecido mucho en el mar como en la guerra; y venga este mal tras de los otros.

(Odisea, V)

Ulises se propone resistir a todo con tal de volver a su isla… pero, ya en sus costas, descubrirá que las cosas han cambiado. Así todos los viajeros después de él: nadie vuelve. Todos vamos, aunque las tierras de nuestro futuro se llamen igual que las de nuestro pasado. Y es que entre nuestra partida y nuestro regreso no media tanto el espacio como el tiempo, que altera a lugares y viajeros por igual. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, entonces nadie vuelve a la ciudad de la que partió alguna vez.

En su Diario argentino (1967), Witold Gombrowicz consigna —después de haber vivido 24 años en Buenos Aires—, mientras su barco se aleja de la Argentina:


Sí, el pasado se puede amar desde lejos, cuando uno se aleja no sólo en el tiempo sino también en el espacio… Me veo secuestrado, sometido al proceso interrumpido del distanciamiento, de la separación, y, en ese alejamiento, consumido por la pasión del amor hacia eso que se va alejando de mí: la Argentina, ¿el pasado o el país?

En el caso de Gombrowicz, el regreso es a Europa, pero su reflexión respecto de esa Argentina que deja es aplicable a todo desplazamiento: apenas dejo un lugar, lo confino en una época. La tierra que dejo atrás es el pasado. Y aunque siga informándome sobre esa tierra lejana, de lo que sucede en ella, todas las noticias que tenga las imaginaré conforme a mi recuerdo de aquel lugar. Sólo si vuelvo a Ítaca, descubriré cuán poco se parece ahora a Ítaca: la belleza de Penélope no está del todo intacta; la isla está llena de enemigos; muchos de mis sirvientes ya no me son fieles; las reservas del reino han mermado; mi perro está viejo y no sobrevive a la emoción de volver a verme…

La de Ulises es una vuelta trabajosa, pero feliz; su contracara es la vuelta de Agamenón: su mujer lo ha engañado, y junto con su amante lo matarán cuando vuelva de Troya. Aunque los regresos —que se definen por lo geográfico, la “vuelta al punto de partida”— son el cierre natural de éstas y otras historias, confiriéndoles todos los beneficios de un ciclo completo, en lo biográfico nunca son un verdadero cierre, porque la vida del viajero continúa. Así, los segmentos posteriores de ese continuo vital también podrán tomarse para forjar otras historias: Electra, la hija de Agamenón, clamará por una venganza que Orestes llevará a cabo más adelante (Sófocles, Electra); y Ulises recuperará su reino pero volverá a hacerse a la mar, tal como lo dicta la imaginación de Dante: en el Infierno, el propio Ulises nos contará que murió por navegar más allá de las columnas de Hércules —en Gibraltar—, las que con su advertencia Non plus ultra prohibían salir a mar abierto (como curiosidad: esta muerte contradice lo que Tiresias vaticinó cuando Ulises buscó su consejo en el Hades —Odisea, XI, 100-140—: “Te vendrá más adelante y lejos del mar muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos”).

Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2004) narra el primer viaje del Che Guevara por Latinoamérica. El viajero vuelve cambiado por el viaje. El sentido de ese cambio marcará el resto de su vida; volverá a salir para tratar de ser él
quien cambie al mundo.

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Estar de vuelta

Entre nosotros, “estar de vuelta” es haber acumulado cierta experiencia. Martín Fierro se asume más sabio en la Vuelta que en la Ida (y por eso se dedida a darnos más consejos…). En la expresión “cuando vos vas, yo ya fui y volví”, es el regreso el que certifica esa mayor experiencia de quien habla respecto de su interlocutor.

Y es que el motivo secreto de todo viaje es ir en busca de experiencia. Aunque el motivo declarado de Ulises sea combatir en Troya, en su itinerario no perderá ninguna oportunidad de tener nuevas experiencias, especialmente de regreso, como bien lo ejemplifica el episodio de las sirenas: Ulises se ata al mástil sin ponerse cera en los oídos porque quiere escuchar ese canto que pierde a los hombres.

Experiencia: salir a buscarla, vagar on the road y traerla de vuelta a casa, quizás para poder contársela a los coterráneos… Hermoso anhelo, salvo que: no hay regresos, nadie vuelve. El viajero será otro, su tierra será distinta y sus coterráneos también habrán cambiado, ya que la vida ofrece lecciones tanto a José, que salió de viaje, como a Juan, que nunca se fue de casa. En tal sentido, el Tao Te Ching nos sugiere:


Sin salir de casa
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
puede verse el cielo del
Tao.
Cuanto más lejos se mira, menos se aprende.
Por ello el sabio
no anda y llega,
no contempla y comprende,
no obra y realiza.

El recogimiento, la “vuelta” hacia nuestro interior, es la manera en que Lao-Tsé propone que debe conocerse el mundo. ¿Puede imaginarse un consejo más sabio? Y sin embargo, los viajeros aran los caminos del planeta. Dan la vuelta al mundo y vuelven, perplejos como Walt Whitman en “Facing West From California’s Shores” (de Hojas de hierba):


Habiendo errado mucho tiempo, habiendo errado alrededor de la tierra
Ahora alegre y feliz miro mi antigua casa.
(Pero, ¿adónde está lo que busco desde hace tanto tiempo?
¿Y por qué todavía no lo encontré?)

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Long having wander’d since, round the earth having wander’d
Now I face home again, very pleased and joyous
(but where is what I started for so long ago?
And why is yet unfound?)

…o desencantados a su colina como el “Jonathan Houghton” de Edgar Lee Masters (en su maravillosa Antología de Spoon River):


…y el niño mira a las nubes que navegan
y siente un deseo de algo, de algo,
de algo que él no sabe qué es:
¡ser mayor, vivir, el mundo desconocido!
Pasaron después treinta años,
y el niño volvió gastado por la vida
y encontró que el huerto no estaba,
que el bosque había desaparecido,
que la casa tenía otro dueño,
que la carretera estaba llena del polvo de los coches…
y que él anhelaba la Colina.

…o se convencen, como el joven Werther, de que en el punto de partida se encuentra aquello que salieron a buscar por el mundo:


Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. […] Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo.

¿Cómo volver?

El consejo del Tao es sabio, pero ¿cómo pedirle tanta sabiduría al hombre que quiere partir, cómo pedirle que desista de ese deseo, si quien le reclama salir a buscar experiencia es su propia inmadurez? El hombre no desistirá, porque quiere ese premio que justificará por sí sólo cualquier periplo. De ahí que Cavafis nos recomiende que, si vamos a Ítaca, pidamos “que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” La madurez ganada por el viajero deberá ayudarlo a paliar su desencanto en la vuelta:


[…]

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

[“Ítaca”, 1911]

Cavafis también nos advierte que nuestro destino, nuestra esencia, no variará en función de irnos a vivir a otra parte; lo hace en otro poema, “La ciudad”. Pedro Bádenas —en la antología de Cavafis editada por Alianza— anota que esos versos coinciden con el sentido de uno de Horacio: Caelum non animum mutant qui trans mare currunt, “quienes surcan la mar mudan de cielo, no de alma” (Cartas, I, 11, 27). El cual también resuena indirectamente en un fragmento de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry: “…me veo como un gran explorador que ha descubierto un país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el Infierno. Claro que no está en México, sino en el corazón”.

Así, aunque el viaje modifique al viajero, siempre habrá cargas que él llevará dentro suyo adonde sea que vaya. Fue para señalar la inmutabilidad de esos componentes personales que elegí como epígrafe para mi Mapamundi (2005) el estribillo de una canción de Spinetta: “y esto será siempre así, quedándote o yéndote”.

Si toda partida implica preparativos, también habría que prepararse para volver. Pero, ¿cuál es la fórmula del buen volver? ¿Será la de haber logrado trastocar los términos de «Naranjo en flor«, para reordenarlos así: Primero hay que saber partir / después andar / después sufrir / y al fin amar sin pensamientos? ¿Cómo volver? ¿Más sabio, más sosegado, más desencantado, más pobre, más cansado, más exitoso…?

Sancho Panza nos da una pista cuando él y su amo regresan a la Mancha (Quijote, II, 72):


…descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo: —Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, sino muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede.

Ésta es la verdadera victoria de quien regresa a casa: volver vencedor de sí mismo, con la experiencia suficiente para entender que volver significa seguir yendo. Un camino distinto al del Tao, pero que, para muchos de nosotros, ha valido la pena salir a recorrer.

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Simpatía por el diablo

Por Martín Cristal

La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.

Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.

En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.

No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:


“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un
moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.

¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.

Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.

De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.

Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.

Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.

El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.

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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).

Imprecisiones del Quijote: cualquiera se equivoca…

Por Martín Cristal

El miedo a equivocarse paraliza a muchos de los que desean escribir. ¿Afirmar tal o cual cosa, y luego descubrir que estoy equivocado? Un error, un horror.

Sin querer justificar aquí las burradas que a veces uno lee (o escribe), creo que viene bien descubrir que los grandes autores también se equivocan de vez en cuando, para así tranquilizarnos un poco al respecto. Si hasta ellos se equivocan, ¿por qué no habría de errar uno?

En un artículo anterior señalamos una imprecisión de Borges al evocar el Capítulo 6 del Quijote; un mismo error que aparece en dos textos de Borges, cuyas publicaciones difieren en treinta años. Aquí recordaremos algunas imprecisiones (muy transitadas y discutidas por los estudiosos) del propio Quijote.

En el gran libro de Cervantes abundan las inconsistencias respecto de la línea temporal del argumento. A modo de ejemplo: en el Capítulo 36 de la Segunda Parte, aparece una carta de Sancho a su mujer (llamada aquí Teresa Panza, a pesar de que antes, en el Capítulo LII de la Primera Parte, el autor la había bautizado Juana; ésta es otra imprecisión famosa). Esta carta de Sancho a su esposa lleva una fecha imposible: 20 de julio de 1614, es decir, la fecha en que Cervantes se encontraba escribiendo el libro, y no la fecha en que Sancho escribía esa carta en la novela, momento necesariamente muy anterior al año 1614. En Una lectura del Quijote, Federico Jeanmaire —quien no se resigna a que esto sea lisa y llanamente un descuido— presenta una interesante teoría respecto de las razones que podrían haber llevado a Cervantes a elegir esa fecha para la carta del escudero. Por el contrario, la edición anotada que publicó la RAE por el cuarto centenario del Quijote (Alfaguara) detalla este asunto y prefiere asumir que Cervantes no prestó ninguna atención a la cronología de la acción en su obra. Se aclara ahí mismo, quizás para salvar el honor del autor, que era común no atender a este “detalle” en las obras de aquella época.

Otro caso: se sabe también que Cervantes, en la corrección que hizo al reimprimirse el libro en 1608, reubicó el robo del burro de Sancho (que no es negro ni marrón, como muchos lo han pintado, sino rucio: “de color pardo claro, blanquecino o canoso”) por parte del delincuente Ginés de Pasamonte en el Capítulo 23 de la Primera Parte. Sin embargo, al cambiar ese hecho de lugar, Cervantes olvidó corregir varias de sus consecuencias posteriores, de manera que en los capítulos subsecuentes generó una serie de inconsistencias: son muchos los puntos de la historia donde Sancho debería seguir andando a pie, pero Cervantes se olvida de su enmienda y del robo, y le permite al escudero seguir a lomo de burro.

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Estas inconsistencias cesan en el Capítulo 30, cuando Sancho recupera su adorado burro, líneas que también agregó Cervantes en la reimpresión de 1608.

En el Capítulo 3 de la Segunda Parte del libro, los personajes comentan éste y otros errores de Cervantes. En ese capítulo los personajes del Quijote toman conciencia de participar como tales en la Primera Parte.

En efecto, en la Segunda Parte del Quijote, varios de sus personajes ya han leído la Primera; son ahora lectores del Quijote. Digamos de paso que Borges también señala este hecho en “Magias parciales del Quijote” (Otras inquisiciones, 1952) y luego destaca inclusiones similares en otros clásicos de la literatura. El ensayo culmina bellamente. Así:

“¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector de Don Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: […] si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros […] podemos ser ficticios”.

En este mismo Capítulo 3, el bachiller Sansón Carrasco, entre alabanzas a la novela de Cervantes, comenta también las críticas que se le han hecho; una de ellas se refiere a la equivocación respecto del robo del burro de Sancho. Más adelante, en el Capítulo 27, Cervantes indica que ese desliz fue “por culpa de los impresores”, lo cual “ha dado en qué entender á muchos, que atribuían á poca memoria del autor la falta de emprenta”. En el suplemento Babelia (edición internacional del diario El País del 25/11/06) apareció la reseña del libro El texto del Quijote. Preliminares a una ecdótica del Siglo de Oro, de Francisco Rico (Ed. Destino, 2006), donde se describe el engorroso proceso de impresión de la época. Éste justificaría muchos errores y omisiones importantes.

Respecto de estos deslices de Cervantes y, sobre todo, de los errores del impresor, cabe agregar que la Real Academia Española enmendó todos o muchos de ellos en la versión del Quijote que publicó en 1780, aunque según Luis Ricardo Fors no lo hizo acertadamente en todos los casos. Ni siquiera quienes lo corrigen todo están exentos de cometer errores.

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Ver además:
Don Quijote versus Don Quijote
Don Quijote en Nueva York

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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