La credulidad de Sancho

Por Martín Cristal

En el Capítulo XXXIII de la Segunda Parte, Sancho le explica a la duquesa cómo fue que se animó a engañar a don Quijote cuando éste le pidió que le llevara una carta a Dulcinea. Sancho dice que se atrevió a hacerlo porque


“…yo tengo á mi señor don Quijote por loco rematado […] Como yo tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fué aquello de la respuesta de la carta…”.

Sin embargo, a juzgar por lo dicho en la Primera Parte, Sancho miente, o por lo menos se contradice. En el Capítulo XXV, cuando don Quijote le confiesa a Sancho que Dulcinea no es otra que la campesina Aldonza Lorenzo, Sancho no lo toma por loco al instante; por el contrario: aunque primero duda, al fin le dice “en todo tiene vuestra merced razón”; y más tarde (Capítulo XXVI), cuando Sancho les cuenta al cura y al barbero de la penitencia de su señor en la Sierra Morena, lo hace con total seriedad, creyéndose todo lo que cuenta —emperatrices, ínsulas, etcétera—, tal que sus dos oyentes “se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre”.

Hasta ese momento, el simple de Sancho se lo creía todo de su amo y no sospechaba su locura. En los capítulos donde figura el diálogo del escudero y su amo sobre la carta en cuestión (XXX y XXXI de la Primera Parte), Sancho no engaña a don Quijote en tanto loco, sino como se engañaría —para evitar una reprimenda— a un amo cuerdo al que se ha desobedecido.

En aquel mismo episodio, Sancho iba tan creído como don Quijote respecto de las promesas que Dorotea le ha hecho acerca del reino de Micomicón y la ínsula que el escudero recibiría para su gobierno. Sancho no era parte del complot, sino víctima; él aún no tenía a su amo como un loco de remate. De esto se irá convenciendo poco a poco: comienza a dudar en el Capítulo XXXII de la Primera Parte; lo confirma totalmente en el Capítulo X de la Segunda (“este mi amo, por mil señales he visto que es un loco de atar”).

Así, en ese mismo capítulo y por primera vez, Sancho se anima a engañar a su señor en tanto loco, y lo convence de que una aldeana cualquiera es en realidad Dulcinea, sólo que el pobre caballero andante está encantado y no puede verla tal cual es. Cervantes invierte aquí el recurso del “encantamiento”. Esta inversión será dominante en toda la Segunda Parte.

Ahora bien: en el mismo Capítulo XXXIII del que empezamos hablando, Cervantes eleva el juego de los encantamientos al cuadrado. La duquesa revierte el engaño que Sancho había pergeñado en el Capítulo X, enfundándolo en otro mayor: le hace creer al escudero que él mismo fue encantado previamente con el fin de hacerle creer a don Quijote que estaba encantado y no podía ver a su señora Dulcinea… “El buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado…”. Sancho acepta el embuste de la duquesa; de esta forma, aunque ya había confirmado la locura de su amo, Sancho sufre una regresión: se retracta (“ni creo yo que mi amo es tan loco…”), vuelve a creer en él y en sus delirios.

Cervantes logra que la credulidad de Sancho sea tan maleable como su desconfianza, y así se asegura que el escudero haga o deje de hacer todo lo que la historia necesite.

El Quijote: un resumen

Por Martín Cristal

Ayer fue el segundo cumpleaños de El pez volador. Para celebrar, va de regalo un resumen del Quijote dedicado a todos los espíritus pragmáticos que llegan a este blog mediante los motores de búsqueda con palabras como «quijote«, «resumen» «síntesis» y «breve».

Miguel de Cervantes Saavedra es el autor de una novela llamada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la cual se publicó en dos partes: la primera en 1604, aunque el impresor consignó 1605, y la segunda en 1615. Dentro de esa obra, un narrador, cuyo nombre nunca se dice que sea Miguel de Cervantes Saavedra, contrata a un traductor anónimo para que vierta al castellano cierto texto escrito por el sabio árabe Cide Hamete Benengeli, quien a su vez lo había compuesto basándose en dos fuentes: ciertos “autores que de esto escriben” y la “memoria de la Mancha”, la cual registra muchos hechos famosos de un tal Alonso Quijano, un hidalgo que de tanto leer libros de caballería terminó loco, y quiso convertirse en caballero andante. Dos amigos de Quijano —un barbero que a veces usa barbas falsas y un cura amigo de Miguel de Cervantes—, quieren salvar al hidalgo de su locura y para ello queman muchos de sus libros; se salva de la hoguera uno titulado La Galatea, obra del género pastoril cuyo autor es Miguel de Cervantes Saavedra, escritor nacido en el siglo XVI que en el prólogo de la segunda parte de su novela más famosa, asegura que está a punto de acabar la segunda parte de otra obra suya: La Galatea. El mismo cura quemalibros leerá más tarde la Novela del curioso impertinente, texto que un ventero encontró en una valija olvidada; en esa misma valija se encontró también el manuscrito de la Novela de Rinconete y Cortadillo, obra que cierto autor español, Miguel de Cervantes Saavedra, publicó en 1613. Éste es el mismo Miguel de Cervantes que de joven fue soldado y estuvo preso durante un lustro en Argel; mucho después, a los 55 años de edad, se encontró preso nuevamente en España y, para matar el tiempo, escribió la primera parte de una novela que titularía El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Esta obra trata de la locura de uno que se cree caballero y de la necedad de quien le sirve de escudero, un tal Sancho Panza, aunque el cronista original (un moro) no siempre los sigue de cerca y cada tanto presenta ciertas digresiones y desvíos, como la Novela del curioso impertinente o el relato de Ruy Pérez de Viedma, un capitán que narra cómo logro escapar de su prisión de Argel, donde sufrió casi tanto como “un tal de Saavedra”, un soldado manco que allá conoció y de quien se dice que permaneció preso en África por cinco años, durante los cuales se especula que habría concebido —aunque no escrito todavía— una novela que más tarde sería considerada como la primera de concepción moderna en la literatura universal: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, cuya segunda parte sería publicada en 1614 por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. No duró mucho el embuste de esta secuela falsa, porque ese largo seudónimo no alcanzaba para ocultar lo evidente: que el autor de esa segunda parte no era Miguel de Cervantes Saavedra, el genial creador de un loco caballero que —en la verdadera Segunda Parte, publicada por Cervantes un año después de la falsa— se entera de que se ha impreso la Primera Parte de sus aventuras, lo cual como caballero lo pone muy contento, aunque después, cuando conoce que también se imprimió en Tarragona una Segunda Parte falsa, se ofusca tanto como su escudero, Sancho Panza, quien también es difamado en esa obra apócrifa, por más que antes el señor Hamete Benengeli se había esmerado en detallar que a veces el escudero podía decir cosas discretas. Esos arrebatos sanchescos siempre le resultaron sospechosos al traductor anónimo de la historia, quien a veces se rehúsa a creer lo que traduce. Pero no por esto él debería dejar partes sin traducir, porque es un traductor y no un censor, y porque para algo le paga el “autor segundo desta historia”: le paga para que traduzca punto por punto lo escrito por Cide Hamete Benengeli, el “autor primero”, sabio moro que en su momento puso en boca de Sancho un nuevo apodo para su amo: el Caballero de la Triste Figura, que así llama el escudero a don Quijote de la Mancha, personaje principal de la novela cumbre de la lengua castellana, idioma en el que nunca son vertidos los epitafios mal conservados de los personajes, que Cide Hamete entregó a un académico para que dilucidase su sentido por conjeturas. Pero nada se supo del académico; y así sólo se tradujeron al castellano los pocos epitafios que el sabio moro pudo encontrar gracias a un médico. Entre esos epitafios está el de la bella Dulcinea del Toboso, bella dama que en realidad se llamaba Aldonza Lorenzo y no era más que una labradora de pelo en pecho, conocida de oídas por el escudero y jamás vista por el caballero cuyas andanzas recogió Cide Hamete; éste, para evitar que cualquier otro Fernández de Avellaneda, o quizás el mismo, intentara robarse de nuevo el personaje y la historia, terminó de narrar la muerte de Alonso Quijano y luego le pidió a su pluma que por favor no escribiera más ni se dejara usar por nadie, y que en especial se cuidara del licenciado tordesillesco, a quien debía insultar de arriba abajo si lo veía. Se aseguró así Benengeli de que la historia de don Quijote quedase irremisiblemente terminada, agregando además que si él no había querido decir de qué villa era don Quijote, lo había hecho para que todas las villas de la Mancha se lo disputasen, y que por eso dijo desde un principio que el pobre loco aquel era de un lugar de la Mancha de cuyo nombre él —Cide Hamete— no quería acordarse. Y si todos nos acordamos de esa primera línea aun sin entenderla del todo, eso es porque El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra (cuya cuna también se disputaron varias ciudades de España y cuyo nombre, edad y heridas de guerra fueron menospreciados por el falsario de Tordesillas, a quien casi nadie recuerda ya), es una obra memorable, tal como tú, prudente letor, comprobarías si intentaras leerla directamente de sus páginas en lugar de leer estos resúmenes, que al fin y al cabo nunca se sabe muy bien por quién fueron escritos ni con qué intenciones.

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Don Quijote en Nueva York

Por Martín Cristal

Teoría I (de Brooklyn a La Mancha)

Sobre el final del Capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote, da comienzo el delicioso entretejido de las categorías de autor, narrador y personajes, juego de espejos que, junto con otras maravillas, contribuyó a la fama de la obra maestra de Cervantes.

Paul Auster revisita este procedimiento en Ciudad de cristal (City of Glass, 1985). Esta novela integra la Trilogía de Nueva York, obra donde Auster replica ese mismo juego de espejos hasta lo inextricable, convirtiéndolo en uno de sus encantos principales. En la trilogía de Auster hay nombres que se repiten pero que no necesariamente designan a los mismos personajes. Hay personajes que escriben con seudónimos y luego asumen falsas identidades; hay intercambios, duplicidades, nombres de la vida real —el del autor, el de su hijo— intercalados entre los de la ficción, y también nombres de la ficción que refieren a otras obras de ficción (William Wilson, por ejemplo, referencia literaria que cae como anillo al dedo para esta clase de juegos con la identidad).

El interés de Auster en el Quijote se explicita en el décimo capítulo de su novela: en él, un personaje que es escritor, vive en Nueva York y se llama Paul Auster, desarrolla una teoría personal para explicar quién sería el autor del “libro dentro del libro” de Cervantes. «Auster» se lo explica con tranquilidad al personaje principal, Daniel Quinn, que ha venido a visitarlo a su propia casa.

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Según “Auster”, don Quijote no está loco, sino que se hace pasar por loco; su objetivo es engañar a Sancho, único testigo posible de todas sus andanzas; éste, analfabeto, no puede escribirlas, pero sí puede contárselas al barbero y al cura; a su vez, ellos la escribirán en castellano y le darán el texto a Simón Carrasco (sic; Auster debió decir Sansón Carrasco), el bachiller de Salamanca, quien las traducirá al árabe para que luego Cervantes encuentre ese manuscrito en Toledo, firmado por un inexistente Cide Hamete Benengeli… Cervantes lo mandará traducir al castellano y luego escribirá la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Es así como Quijano —siempre preocupado por la posteridad de sus andanzas— consigue que alguien escriba sus aventuras. Según Auster, el motivo por el que este “Cuarteto Benengeli” se tomaría tantas molestias es hacer que Quijano llegue a leer su propia historia y, de esa forma, enfrentándolo a lo absurdo de sus actos, lograr sacarlo de su locura.

No hay testigos permanentes

Sin embargo, en la novela de Cervantes, hay un momento en el que don Quijote queda solo y desnudo, haciendo una penitencia en medio de la Sierra Morena (Capítulo XXVI de la Primera Parte). Para dar cuenta de su actividad en solitario, el capítulo arranca afirmando: “dice la historia, que…”.

¿Quién habría recogido esa historia? Aquí fallaría la teoría de Paul Auster: Sancho no siempre acompaña a su amo. El único testimonio de los actos de don Quijote en la sierra son los versos que él dejó escritos en la corteza de algunos árboles. Por lo demás, dentro de la narración, ¿qué personaje podría conocer y referir lo hecho —y, más aún, lo pensado— por don Quijote cuando queda solo, si él mismo nunca se lo cuenta a nadie? En la Segunda Parte (Capítulo LXVIII) hay una situación similar: es de noche y Sancho duerme; don Quijote se pone a cantar junto a unos árboles, esta vez incluso sin escribir los versos en sus cortezas. Nadie lo ve… ¿quién recoge esa historia?

Cervantes es consciente de este tipo de problemas, y los arregla con un oportuno comentario de Sancho en el Capítulo II de la Segunda Parte. Sancho le informa a don Quijote que Sansón Carrasco, bachiller de Salamanca, le ha contado que:

“…andaba ya en libros la historia de vuesa merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan á mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y á la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á solas, que me hice cruces de espantado, cómo las pudo saber el historiador que las escribió”.

Con este asombro de los personajes que se leen a sí mismos se asume y se salva el problema de quién recogió esos sucesos que ellos vivieron a solas. Es la forma que encuentra Cervantes para hacernos ver a sus lectores que el asunto no se le ha pasado por alto. En vez de corregir aquellos otros episodios, aumenta la maravilla del texto al ponerlos él mismo en duda, en este comentario de Sancho.

Federico Jeanmaire, en su libro Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), destaca un fragmento del Capítulo XLVIII de la Segunda Parte donde pasa algo similar: “Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho…” (se refiere a don Quijote y a la dueña Rodríguez). Al respecto, dice Jeanmaire (pp. 213-214):


“Cualquiera daría lo mejor que tiene por haber visto la escena. El problema no es ése. No. El problema reside en que Benengeli es el único que aparentemente
ve todas las escenas que narra. Aquí parece que no es así, que el abismo del sistema narrativo se hace todavía más complejo, que incluso puede haber un narrador anterior al moro, y el moro sólo sea el primer eslabón en la larguísima cadena de copistas de la historia. […] La cadena de narradores tiende a la infinitud a partir de este extraño paréntesis de Cide Hamete. […] Otra maravilla. Una más. Y que, en tres líneas termina clausurando el posible conflicto que hubiese podido quedar abierto entre algún lector por demás exigente y su particular lectura de la omnisciencia narrativa del libro”.

Creo que es cierto lo que afirma Jeanmaire respecto de la existencia de una “cadena de narradores”: para comprobarlo basta con recordar que el narrador del primer capítulo establece que no es él solo sino muchos los autores que han escrito sobre don Quijote de la Mancha (las negritas son mías):


“Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.”

Los autores que de este caso escriben”: plural. Efectivamente, Cide Hamete no sería el primero en escribir sobre don Quijote. El moro consulta otras fuentes, además de recurrir a «las memorias de la Mancha», como se ve en el Capítulo LII de la Primera Parte:


“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, á lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza…”.

Esas “memorias”, que son depositarias de las acciones de don Quijote inhallables en los documentos escritos, podrían justificar la expresión “dice la historia, que…”, con la que se da cuenta de los momentos de soledad de don Quijote en la Sierra Morena.

El narrador dice: «el autor desta historia». No es casual que en Ciudad de cristal, Paul Auster también utilice el recurso de referirse alguna vez a “el autor de esta obra” así, en tercera persona: es otro cruce con Cervantes. También lo es que Daniel Quinn, el personaje principal de la novela de Auster, lleve las mismas iniciales que Don Quijote…

Teoría II (de Córdoba a Brooklyn)

En la Segunda Parte del Quijote, Cervantes va entretejiendo cada vez más estrechamente la ficción con la realidad. ¿No sería divertido especular que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto —o encargado a un ghostwriter— y luego publicado con seudónimo para enriquecer su propio juego de “fantasía y realidad” por el lado de la realidad? Dice Paul Auster en Ciudad de cristal: “después de todo, el libro [el verdadero Quijote] es un ataque a los peligros de la simulación”. De ser así, ¿no perfeccionaba Cervantes la demostración de esa tesis haciéndose pasar como víctima de una simulación que pretendía robarle su propia creación, el Quijote? Además, el ardid también hubiera funcionado como promoción para la verdadera Segunda Parte de Cervantes, donde éste podría resarcirse de sus propios insultos, enalteciendo su honor al contestarse a sí mismo en el prólogo…

Es poco probable, lo sabemos. Lo único seguro al respecto es que a cierto escritor de Nueva York, esa posibilidad le encantaría.

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Ver además:
Don Quijote
versus Don Quijote

Imprecisiones del
Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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Borges y el Quijote (II): una solución

Por Martín Cristal

En el Capítulo 47 de la Primera Parte, la ventera, su hija y la criada, para reírse de don Quijote, fingen llorar de tristeza por la partida de éste. Don Quijote las consuela con un discurso de despedida en el que, entre otras cosas, dice: “Perdonadme, hermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y á sabiendas jamás le di á nadie”.

Resulta interesante esta declaración para revisar bajo su luz una de las conjeturas que Jorge Luis Borges presenta en su texto “Un problema” (El hacedor, 1960). En él, Borges trata de responder la pregunta: ¿Cómo reaccionaría don Quijote si descubriera, luego de uno de sus combates, que ha dado muerte a un hombre?

Sin considerar la teoría oriental con que cierra el texto —una del tipo “todo es ilusorio en el universo”, la cual es demasiado distante y amplia como para ajustarse al problema planteado porque bien podría ajustarse a cualquier otro—, Borges propone antes otras tres respuestas, a saber:

  • a) Don Quijote ha matado a un hombre, pero nada le ocurre porque “haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores”.
  • b) Don Quijote ha matado a un hombre; “ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura para siempre”.
  • c) Don Quijote ha matado a un hombre; luego “no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrá nunca de su locura”.

Dice Borges que, entre las respuestas que propone, (c) es la más verosímil; a mi juicio, (c) tiene cierto efecto literario, pero no es la opción más creíble, sino todo lo contrario. Mis pensamientos sobre cada respuesta son los que siguen.

Caso a

El caso (a) podría darse si la locura del Quijote fuera tan poderosa que él resultase inconmovible ante la muerte violenta de un hombre (del mismo modo en que un desequilibrado asesino serial sigue matando, imperturbable, aun luego de ver morir a su primera víctima). Si así fuera, don Quijote creería haber actuado en sus cabales y haber matado con justicia: nada de qué arrepentirse porque, aunque habría matado de verdad, lo habría hecho dentro de una ilusión de justicia caballeresca que en su mente todavía seguiría proyectándose. Don Quijote no sospecharía su locura; no se produciría ningún shock. El caso es verosímil.

Rompamos el orden alfabético: antes de ver el caso (b), pasemos al (c).

 

Caso c

Entiendo que, tal como la plantea Borges, (c) no es más que una variante ampliada de (a), salvo que esa ampliación implica un par de defectos que la imposibilitan. Según Borges, al ver el cadáver, don Quijote podría pensar: “¡He matado a un hombre! Ahí está el muerto: lo veo, lo toco, lo huelo… ¡Lo he matado de verdad! Su muerte es real, por lo tanto no puede ser obra y producto de un delirio mío. No, no: las razones para esta muerte, como todo lo demás —mi corcel, mi yelmo, mi condición de caballero—, tienen que ser reales desde el comienzo…”. Así don Quijote confirmaría el mundo de su locura como real, y quedaría preso en ese mundo para siempre. Opción en principio atractiva, pero que presenta los siguientes defectos:

Primer defecto: La única oportunidad de que don Quijote hiciera un proceso como el anterior, sería que intuyera de antemano la posibilidad de su delirio, que de algún modo se barruntara la locura que domina sus actos. Esto, sabemos, no ocurre ni una sola vez durante sus andanzas. Sólo sucederá entre la fiebre y las sábanas de su cama, en el último capítulo; antes de eso, don Quijote jamás sospecha de su propia locura, y así Rocinante es siempre un bravo corcel, una bacía de hojalata es siempre el yelmo de Mambrino y él mismo, siempre un caballero andante que, si mata a un hombre, lo hace porque debe hacerlo, por las razones de caballería que sean.

Si don Quijote no sospecha jamás de su delirio, si no detecta su posibilidad, ¿cómo podría admitir o no admitir que dicho delirio sea el origen de su “acto tremendo”? Admitir es reconocer algo que ya sabíamos o sospechábamos, o que, al declarárnoslo un tercero, convenimos en aceptar. Pero don Quijote no puede admitir ni dejar de admitir porque sencillamente no registra su propio delirio. Mientras recorre Castilla, Aragón o Cataluña, él jamás se reconoce como un prisionero de la locura; cada vez que un fragmento de la realidad viene a señalar su locura, ese fragmento es fagocitado por esta última al ser incorporado al delirio por la vía de “encantamientos” de un supuesto mago enemigo.

Por todo esto, no me parece verosímil la opción (c); al no ser posible el autodiagnóstico de la locura, el caso no evolucionaría más allá del mismo resultado que se declara en la respuesta (a): nada se alteraría. “Maté, sí, pero lo hice con justicia caballeresca, y todo esto es real”. No hay shock ni vuelco de la situación.

Segundo defecto: La única diferencia remanente entre los planteos (a) y (c) sería el agregado, en (c), de quedar preso de la locura para siempre. Pero ese remate borgeano (“y don Quijote no saldrá nunca de su locura”) es una adición efectista bastante antojadiza, ya que ese nunca no deviene necesariamente de la premisa de la respuesta (c): que don Quijote crea que tanto la causa como el efecto de su “acto tremendo” son reales, no impide la posibilidad de futuras razones —más potentes— que pudieran ocasionar que su cura se produjese. No es difícil imaginar otras muertes que pudieran provocar el impacto que no tuvo la muerte de un desconocido: ¿la muerte de Sancho, debida a alguna de las locuras de su amo? ¿La de Dulcinea, tal vez, por algún desatino del propio don Quijote? Alguna de estas muertes podría producir más adelante un shock despertador como el que —ahora veremos— sí está implícito en la posibilidad (b), la cual a mi juicio resulta tan verosímil como (a), si no la más verosímil de las tres opciones planteadas.

Caso b

La opción (b), desde su mismo planteo, sí implica para don Quijote el corrimiento de un velo: “ver la muerte; comprender…”, dice Borges. Es un verdadero vuelco en la situación: “¡He matado! ¡Soy culpable como Caín! Pero, ¿por qué he matado? ¿En qué estaba pensando cuando maté a este hombre?”. Ya hay dos momentos diferenciados: antes (loco) y ahora (culpable); o bien, para usar los términos de Borges: antes, un sueño; ahora, el despertar.

Creo sin embargo que esto no curaría la locura de don Quijote de inmediato, aunque sí podría ser el comienzo de su cura. El criminal psicótico precisa la expiación del crimen como verdadera fuente de todo alivio. Es aquí donde entran los dichos del Quijote al despedirse de las mujeres de la venta: “Perdonadme, hermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y á sabiendas jamás le di á nadie”. A la luz de estas palabras, creo que el caso que se daría es el (b): un manchego cristiano nacido en el siglo XVI como Alonso Quijano se entregaría a la justicia o por lo menos buscaría el perdón de Dios por su “desaguisado”, ya que entendería que no ha cometido el crimen “de voluntad” ni “á sabiendas”, sino movido por una fuerza extraña, la locura*. Lo que terminaría de salvarlo de la demencia sería la consecución del perdón divino, quizás mediante una justa penitencia que su amigo el cura —piadoso por amigo y por sacerdote— podría indicarle. No podemos saber si ese remedio sería, efectivamente, el definitivo.

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* También en la Segunda Parte don Quijote expresa su voluntad de pagar por los actos que ha realizado sin mala intención. Luego de destruir los títeres de maese Pedro (Capítulo 26), Quijano dice: “deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas”. Quijano, a pesar de su locura —y ya sin considerar su cosmovisión cristiana: más allá o antes de ella—, es un hombre noble, con una moral justa y clara. Creo que eso también gravitaría a favor de que se produjera un shock ante el descubrimiento de haber asesinado a un semejante.

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Ver además:
Don Quijote versus Don Quijote

Don Quijote en Nueva York

Imprecisiones del Quijote

Borges y el Quijote: un error