Mr Gwyn, de Alessandro Baricco

Por Martín Cristal

De cómo dejar la literatura para escribir de verdad

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Cuando un escritor elige que el protagonista de un relato también sea un escritor, la ficción suele tomar por un camino trillado donde el oficio del personaje da pie a consideraciones librescas: se intercalan citas, anécdotas de otros autores, reflexiones sobre el arte de narrar o escribir, cantos sobre la dificultad, el valor o la inutilidad de dedicarse a esa tarea… entre otros ensayos camuflados de narración.

Menos abundantes son los casos en que el autor sólo toma el aura del artista-escritor como un punto de partida, para luego llevar el relato hacia la vida que ese hombre-escritor vive cuando no está escribiendo. Los ejemplos contemporáneos más difundidos quizás sean varios personajes de Roberto Bolaño [*]: narradores y poetas de cuya vida se nos cuentan muchísimas cosas, pero de cuyas obras, estilo o ideas estéticas se nos dice bastante menos.

De las obras literarias de Jasper Gwyn no leeremos casi nada a lo largo de la novela que lo tiene por protagonista. Alessandro Baricco (Turín, 1958) nos presentará en Mr Gwyn a este exitoso escritor inglés en el preciso momento en que decide abandonar la escritura para siempre. Un lugar común, sí  —otro que renuncia, un Bartleby más para la colección de Vila-Matas—, salvo que Gwyn no permanecerá ocioso tras su retiro. Ante la desesperación de su agente, dejará atrás las formas habituales de la literatura, se inventará una actividad artística interdisciplinaria, y se concentrará en las obsesiones necesarias para llevarla a cabo.

No conviene revelar el espíritu de la nueva empresa de Jasper Gwyn. Adelantemos sólo dos cosas: primero, que Gwyn necesitará que alguien lo asista en su proyecto, alguien cuya perspectiva ante la vida cambiará tras prestarse para ese trabajo. Y segundo, que el acto de escribir participará del asunto pero sin volverse literatura convencional, es decir, sin que Baricco tenga que volver a ese camino gastado que mencionábamos al principio. (Puede amagar con hacerlo en algunos pasajes reflexivos iniciales, pero luego se despega).

Y es que no importa qué tal escribe Gwyn o qué personajes creó para sus novelas. Lo que importa en Mr Gwyn es que Baricco ha vuelto a modelar personajes que uno quisiera abrazar. Los narra con cariño, sin miedo de rozar —y algunas veces, incluso, de saltar— la cuerda que separa la emoción pura del mero sentimentalismo; una frontera difícil de determinar, pero que sin duda separa a sus fans de sus detractores.

¿Demasiado dulce, tal vez? Yo aprecio al autor de Seda por el pulso de su prosa, pero sobre todo porque narra y narra y narra y no para de narrar nunca, afirmándose en símiles efectivos y en un humor cándido o irónico según convenga. Baricco crea historias que al leerlas nos importan como personas queridas, y también personajes entrañables que al fin y al cabo no son otra cosa que historias vivientes.

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Mr Gwyn, de Alessandro Baricco. Novela. Anagrama, 2012. 178 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 4 de abril de 2013).

[*] Por cierto, Baricco camufla en la novela una broma (?) que involucra a Bolaño: «Cuando acabó de comer, [Gwyn] dejó la mesa puesta y se tumbó en el sofá, escogiendo los tres libros a los que le dedicaría la velada. Eran una novela de Bolaño, las historietas completas del Pato Donald de Carl Barks, y el Discurso del método, de Descartes. Por lo menos dos de los tres habían cambiado el mundo. El tercero al menos, lo había respetado.» [p. 76]

2666: los críticos, Amalfitano y Fate

Por Martín Cristal

En un artículo anterior ya me referí al misterio del título de 2666, la gran novela póstuma de Roberto Bolaño. Aquí empiezo a recorrer la novela parte por parte, arrancando con las tres primeras (de cinco): «La parte de los críticos», «La parte de Amalfitano» y «La parte de Fate».

1. “La parte de los críticos”

Cuatro críticos literarios europeos se conocen y estrechan relaciones a partir de su interés por la obra de Benno von Archimboldi: un escritor oculto, una especie de Salinger alemán, aunque más prolífico que Salinger. No hay que confundirlo —o quizás sí— con J. M. G. Arcimboldi, novelista francés al que se menciona un par de veces en Los detectives salvajes (y cuyas iniciales coinciden con las del Nobel 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio). En ambas novelas, Archimboldi/Arcimboldi figura como autor de un texto borgeanamente titulado La rosa ilimitada, como si Bolaño, en 1998, ya hubiera entrevisto al personaje central de 2666 sin definirlo del todo todavía: francés en lugar de alemán, con un nombre que todavía no era el definitivo…

Siguiendo el rastro difuso de su admirado escritor, los críticos terminan visitando un “páramo cultural”: la ciudad de Santa Teresa, en el estado de Sonora (México), ciudad ficcional por la que también pasaron Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives…, y que se calca sobre la verdadera Ciudad Juárez.

Bolaño despliega su máxima plasticidad poética cuando narra los sueños de los personajes. Y ya que sus personajes son críticos, Bolaño aprovecha para interpolar consideraciones literarias o artísticas: plantea una paradoja para preguntarse hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro; margina a la crítica “ultraconcreta”, que aporta datos pero no tiene ideas propias (una “arqueología de la fotocopiadora”); presenta a la obra de un autor como el campo de batalla donde críticos contrapuestos buscarán imponer su lectura, una “lectura que va a durar”; caracteriza a los escritores e intelectuales mexicanos como cortesanos seducidos por el Estado. Como siempre, Bolaño equilibra magistralmente lo vital y lo literario.

Como curiosidad: hay un cameo de Rodrigo Fresán en Kensington Gardens. A lo largo de 2666, Bolaño también se las arregla para nombrar a otros amigos suyos: Vila-Matas, Rey Rosa, Villoro…

Otra vez el viaje en busca de un escritor: la misma motivación que en Los detectives salvajes, que arrastra a los protagonistas de ambas novelas al mismo punto del planeta, Santa Teresa. Más allá de esa similitud, en esta “parte de los críticos” no se encuentra aquel relato coral con voces bien diferenciadas, en primera persona, que Bolaño había desplegado en Los detectives…, sino un narrador convencional, en tercera persona y tiempo pasado. La estrategia narrativa principal de Bolaño en esta parte de 2666 es otra: se trata de la digresión fecunda, el aprovechamiento de cada detalle nimio de la historia principal, de cada textura del tronco, para hacer que de ahí nazca una historia nueva, una rama que se sumará a la frondosa fabulación de 2666.

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2. “La parte de Amalfitano”

Amalfitano es un profesor universitario chileno que, luego de vivir en Barcelona, recala en la Universidad de Santa Teresa, Sonora, el mismo “páramo cultural” al que más tarde llegarán los críticos de la primera parte. Amalfitano vive con su hija Rosa y, en el patio de su casa, reproduce un ready-made: en la soga para la ropa, cuelga un libro de geometría de Rafael Dieste. (“Se me ocurrió de repente, dijo Amalfitano, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza. Oye, tú cada día estás más loco, dijo Rosa.”). En efecto, el ambiente sórdido y ominoso de Santa Teresa hará mella en la salud mental del viejo profesor.

Si en la primera parte se echó a los intelectuales en México, aquí Bolaño despacha a los de Chile:


En Chile los militares se comportaban como escritores y los escritores, para no ser menos, se comportaban como militares, y los políticos (de todas las tendencias) se comportaban como escritores y como militares, y los diplomáticos se comportaban como querubines cretinos, y los médicos y abogados se comportaban como ladrones, y así hubiera podido seguir hasta la náusea, inasequible al desaliento.
(p.286)

En esta parte, hay un fragmento importante que funciona como una defensa de las novelas “torrenciales”, o totales, al estilo de 2666:


[El farmacéutico] prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía
La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez. (p.289)

“Sangre, heridas mortales y fetidez”: todo eso hay, y de sobra, en la cuarta parte de 2666: “La parte de los crímenes”, la más densa de todo el libro. Pero antes pasemos por la tercera…

3. “La parte de Fate”

Quincy Williams —hay que leer un rato para darse cuenta— es negro o, si se prefiere, afroamericano (“Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?”). Trabaja como periodista para una revista de Harlem, Nueva York. Suele escribir sobre temas sociales pero, debido al fallecimiento del columnista de deportes, es enviado a México para cubrir una pelea de boxeo. Ahí se interesará por los asesinatos de mujeres que se cometen en Santa Teresa, y terminará visitando la cárcel para entrevistar a uno de los inculpados.

Si un nombre es un destino, “destino” es el nombre que Quincy Williams eligió como seudónimo: en su trabajo todos lo conocen como Oscar Fate (fate = destino). El juego de palabras entre ambos idiomas no debe dejar de considerarse, ya que en esta parte el estilo de Bolaño varía hasta parecerse a una traducción al castellano de un autor estadounidense. Por momentos parece un ejercicio paródico de la novela negra norteamericana, y casi no se reconoce a Bolaño. Aquí van dos pequeños ejemplos:

1.
–Así me gusta, muchacho –dijo el jefe–. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
–Algo oí.
–Fue en Paradise City, cerca de Chicago –dijo el jefe–. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
(p. 300)

2.
Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.
–Probablemente nunca lo
olvidarán –dijo Ibrahim. (p. 371)

En el segundo ejemplo hay dos verbos, “Perdonar/Olvidar”, que en inglés suenan parecido (Forgive/Forget). En el libro, el segundo verbo aparece enfatizado con itálicas, como si el autor norteamericano —¿Robert Bolan?— hubiera hecho un juego de palabras en el idioma original, juego que casi se perdió en la traducción al castellano realizada por el chileno Roberto Bolaño.

En esta parte se critica la sociedad capitalista norteamericana (sus sonrisas, su mala comida, su obsesión por la utilidad…), y en ese contexto también se interpolan consideraciones salteadas sobre la esclavitud. Esto es importante: en el abanico de vileza humana que Bolaño despliega en 2666, cuyo eje son los crímenes de Ciudad Juárez, abarca las formas más terribles de la crueldad: la discriminación racial de negros y mexicanos (en esta misma parte), los campos de exterminio nazi o la tiranía soviética (en la quinta parte)… y, por supuesto, también la crítica literaria (en la primera parte).

Respecto de los crímenes, en esta parte se lee: “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo”. Quizás el destino de Oscar Fate es llegar sólo hasta el borde exterior de ese secreto.

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Vida y literatura en la literatura

Por Martín Cristal

«Un libro puede ser como un viñedo regado con lluvia o uno regado con vino», dice Milorad Pavić en la nota final sobre la utilidad de su Diccionario jázaro. Siempre ha habido textos nacidos de la vida y textos nacidos de otros textos. Es lógico: para nosotros, como hombres o mujeres, la vida es el máximo misterio, de ahí la corriente vitalista al escribir; pero, como escritores o escritoras, es normal que los textos en sí también nos interesen muchísimo… de ahí la vertiente metaliteraria. No me expido taxativamente por una o por otra vertiente —las dos hacen a la literatura completa—, pero he explorado en mi interior preguntándome: ¿qué porcentaje de vitalismo y metaliteratura son los que me seducen hoy?

En lo personal, luego de haber escrito una novela con una alta dosis de intertextualidad como La casa del admirador —donde trato de citar a Borges hasta el empacho, en una especie de manifiesta «última curda» borgeana—, encuentro que mi elección entre este tipo de obras y las que se basan en la experiencia vital —como fue mi novela anterior, Bares vacíos—, se decanta a futuro en favor de estas últimas. En adelante, elijo regar el viñedo de mi narrativa con mucha más lluvia que vino.

Me resultó muy entretenido el trabajo de escribir una novela intertextual, no lo niego; era algo que quería probar. Pero sobre el final, ¿qué queda de mí, como persona más que como mero escritor, en esa narración? ¿La —falsa— imagen de amplitud/profundidad de lecturas que da la abundancia de fechas y citas, abiertas o sugeridas? ¿La —falsa— imagen de inteligencia que sucede a la conexión de eventos aparentemente sin relación? Todo termina siendo un juego de espejos donde el autor, como hombre, como individuo, se desvanece al desviar permanentemente la luz en otras direcciones, hacia otras obras, otros autores y textos… “¿Quién escribió este libro y cómo era él?”, se podría preguntar después de leerlo. Poco y nada se sabría del hombre que lo escribió, salvo que ubicaba bien o mal los espejos que reflejan la imagen de otros. Su predilección por este tipo de juegos sólo daría cuenta de sus preocupaciones literarias, intelectuales… y de nada más por fuera de eso. ¿Dónde están su sensibilidad, sus emociones, el ánimo con que ha enfrentado el tiempo que le tocó vivir en este mundo?

No olvido que hay escritores que parecieran no vivir por fuera de lo que leen; a mí, aquello de «he leído más de lo que he vivido» me parece una confesión de lo más triste. Quizás la metaliteratura esté reservada para esos ratones de biblioteca, aunque ¿por qué no apelar al género del ensayo, entonces? ¿Qué los mueve a disfrazar sus ensayos de novela en el nombre del bendito cruce de géneros? Quizás los motivos de esto sean más comerciales de lo que en primera instancia parece: un ensayo disfrazado de novela tiene hoy más posibilidades de venderse que un ensayo propiamente dicho. Y así nos encontramos con personajes que se encuentran en un bar o un club de provincia y hablan… ¿de? Literatura. Citan y teorizan. No respiran, son por completo artificiales. O encontramos narradores que se ponen a escribir su diario… ¿sobre? Escritores que dejaron de escribir…

Libros de escritores que hablan de escritores. Tom Wolfe —según cita David Lodge en El arte de la ficción—, se quejaba:


“¡Otra historia sobre un escritor que escribe una historia! ¡Otro
regressus ad infinitum! ¿Quién no prefiere un arte que, ostensiblemente al menos, imite algo distinto de sus propios procesos?”

Por otra parte, la metaliteratura tiende a necesitar de lectores expertos en literatura para que sus juegos sean mejor apreciados: captar las citas, reconocer las variaciones en ellas, sospechar de las referencias inventadas…. Así segrega al lector de a pie; esto no contribuye a ampliar las fronteras de la propia literatura, el universo de lectores, sino a confinarla dentro del ghetto literario de los entendidos. En el fondo se vuelve también una speculation of schoolboys for schoolboys, como dice Joyce. Y no contribuye en nada a paliar ese mal del que tanto se quejan editores y escritores: “la gente ya no lee…”. Sin duda, hay una oposición entre lo popular y lo metaliterario.

No quisiera dar la sensación de que me propongo descartar por completo a la metaliteratura, ni como autor ni (mucho menos) como lector; mi pregunta aquí es acerca de la proporción que quisiera darle a su rol dentro de un todo narrativo creado por mí (esto no es una preceptiva). Augusto Monterroso —en una entrevista realizada por Betina Keizman y publicada en Página/12—, opinaba:


«…yo creo que hay que combinar los dos aspectos, esa conjunción de vida y literatura. El problema es qué hace uno en la vida con lo que lee y qué hace uno en la literatura con lo que vive.»

Combinar los dos aspectos, razonable, pero ¿cuál es el porcentaje ideal para cada uno? Pienso que los libros son una parte de la vida, están contenidos en ella, no al revés. Esta sencilla constatación —que para otros, como Piglia o Vila-Matas, es tan sólo un parecer— me orienta respecto de la correcta proporción que deberá haber en mis obras entre experiencia vital y literatura. Creo que debo escribir siempre sobre la vida, la real o la imaginada; y en ocasiones sobre la literatura, pero sólo como una parte más de la vida.


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Me gusta hablar de literatura, claro, y pensar en literatura, por qué no; pero, si tengo ganas de hacer eso, puedo intercambiar e-mails con otros escritores o lectores, o conversar en un bar con ellos. Puedo fundar una revista literaria, también. Puedo estudiar. Puedo asistir a mesas redondas y escuchar conferencias. Puedo escribir un libro de ensayos. Puedo también abrir un blog como El Pez Volador, para que me sirva como esos umbrales japoneses donde se dejan las sandalias embarradas antes de entrar a una casa de papel y maderas pulcras, llena de historias reales o fantásticas: un hogar para la imaginación que se ocupa de la vida. A las teorías literarias las dejo fuera de la obra narrativa, en el felpudo de la puerta; ni siquiera un prólogo me parece un buen lugar para guardarlas.

Creo que está bien si los libros o las lecturas participan en un relato, pero sólo si es en una proporción menor. Lo que hoy prefiero es que la motivación para escribir una pieza narrativa sea exterior a la literatura misma: una motivación humana, del individuo en tanto persona, y no en tanto escritor. Prefiero que no vuelva a pesar más el escritor (y sus asuntos literarios) que la persona que escribe: esta persona es mucho más amplia y rica que el mero rol de escritor que a veces se reduce a cumplir.

El problema, sabemos, radica en que hay que descubrir quién es esa persona…