Contraluz, de Thomas Pynchon (II)

Por Martín Cristal

Segundo post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

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I: Personajes principales

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Parodias, temas, recurrencias

La parodia serial de géneros y estilos que Pynchon hace a lo largo de Contraluz se corresponde con el modo en que funciona el espato de Islandia: un mineral —o un texto— transparente, pero que simultáneamente permite ver, para cada cosa —o género literario conocido— un duplicado ligeramente modificado. Así, la novela ejecuta guiños y variaciones sobre los mecanismos de la novela juvenil de aventuras, del relato de terror cósmico a lo H. P. Lovecraft (aunque montado sobre un argumento tipo King Kong), de la novela negra (con detective suelto en Hollywood), de la de sci-fi primigenia (con destartaladas máquinas del tiempo a lo Wells o un Nautilus a lo Verne pero para navegar bajo las arenas del desierto), de la novela erótica (con triángulo en Venecia) o del western americano de sangre y venganza (cruzado con el Infierno del Dante en un inolvidable pueblo de Utah llamado Jeshimon).

Todo esto regado con la ya famosa paranoia conspirativa pynchoneana (“…complots, golpes, cismas, traiciones…”; p. 573). Abundan las intrigas internacionales llevadas a cabo por una plaga de sociedades secretas más o menos absurdas según el caso, que luchan por controlar el mundo en un nuevo siglo lleno de novedades.

Para el capitalismo, los nuevos poderes tecnológicos implican nuevos campos que dominar. Todos buscan ser los primeros en apoderarse de estos terrenos que desconocen, pero que representan al futuro inmediato. Las fuerzas invisibles son (re)exploradas: la naturaleza del tiempo, del espacio, del espíritu (y lo metafísico), del éter y, en especial, de la luz (“La luz podía ser un factor secreto determinante en la historia”; p. 542). Pynchon no narra —como dice la contratapa— “un mundo en descomposición”, sino un mundo en recomposición (social, tecnológica y geopolítica).

El contrapeso de ese capitalismo salvaje es el anarquismo, encarnado sobre todo en el personaje de Webb Traverse. Mineros deslomándose en Colorado, trabajadoras hacinadas tras bambalinas en las grandes tiendas departamentales de Nueva York, fogoneros sudorosos y tiznados en la oscura panza de un transatlántico/acorazado… A lo largo de la novela, Pynchon nunca olvida el tema de la explotación (“…le habría preguntado dulcemente en qué medida creía él que la cultura occidental había dependido a lo largo de toda la historia de ese tipo de trabajo vergonzosamente mal pagado”; pp. 1169-1170) ni tampoco la consecuente resistencia del anarquismo (condensada alegóricamente en un divertido deporte pynchoneano, el “Golf Anarquista”; p. 1156). La necesidad de una revolución —¿una revulsión?— mundial se manifiesta en los relatos sobre huelgas, atentados con bombas y dinamita, la Revolución Mexicana y el clima de inestabilidad en los Balcanes, entre otros sucesos históricos que atraviesa la novela.

Pynchon, de quien se dice que en su juventud estudió ingeniería, se interesa muchísimo por la tecnología. Ésta es, decididamente, la novela —¿el autor?— más nerd que he leído en mi vida. La electricidad, la fotografía, las armas y los motores, los transportes y las máquinas —reales o inventadas—, y también teorías sobre las bilocaciones (“el extraño y útil talento de estar en dos lugares a la vez”; p. 853), el viaje temporal, las posibilidades de la cuarta dimensión… el autor se detiene en el funcionamiento de casi todo.

(Nota al margen: no puedo evitar comparar este aspecto con Esta historia [2005], novela de Alessandro Baricco que —por eso de las interrupciones cotidianas de mi vida como lector— leí muy próxima a Contraluz. La historia de Baricco transcurre en la misma época, pero los adelantos tecnológicos no son vistos desde el intelecto, como en el caso de Pynchon, sino desde la emoción de su descubrimiento por parte del hombre común. Pynchon prefiere detenerse en lo técnico y sus implicancias en la cosmovisión de toda la humanidad. [Más conexiones Baricco-Pynchon en Contraluz: autos, aviones, motos, en p. 1128; un biplano, en p. 1147; referencia a la batalla del Caporetto, en p. 1315]).

En el contexto de su gran interés científico-técnico, los coqueteos de Pynchon con la matemática van de lo interesante a lo soporífero. Y él lo sabe: “Otra conversación matemática […] pronto aburrió tanto a todos que acabaron marchándose” (p. 750). Así como hay momentos en que divierte a rabiar con su inventiva (¡un intento de asesinato en una fábrica de mayonesa!), en estos otros casos a Pynchon sencillamente no le importa aburrir con disquisiciones de este tipo.

Interrupciones cotidianas

Por Martín Cristal

En casa tengo empezada Contraluz. Ya leí unas 150 de sus 1300 páginas. Esa novela sólo puedo leerla en casa: el libro es un ladrillo intransportable. (Osteópata, revisándome la espalda: “¿Hace algún tipo de actividad física?”. Yo: “Sí, estoy leyendo a Thomas Pynchon”).

Para el morral reservo libros más delgados: por ejemplo, Esta historia, de Alessandro Baricco. Me lo regaló mi hermana y es ligero en todo sentido. Refrescante y liviano. (Al hecho de que hay libros que da para llevarlos en la mochila y otros que no, ya lo habíamos comentado).

Mi «sintaxis» de lectura, entonces, podría ser

Pynch[Baricco]on

Diez años atrás no hubiera podido —ni me hubiera permitido— leer de esta forma. Pero hoy estas «subrutinas» me resultan bastante frecuentes. A veces claro, esto no es más que una excusa para inconclusiones del tipo

Pynch[Baricco]… [otros autores]

A principios de diciembre, fui al centro a cortarme el pelo. Tenía que caminar diez cuadras y no tenía apuro. Entonces, lo de siempre: “¿qué habrá de nuevo en las librerías?”. (Las librerías más importantes de Córdoba se encuentran en un conveniente cuadrado de tres por tres manzanas).

Así que, de camino a lo del peluquero, hice el tour por las librerías. Pero sucede que me avergüenza comprar libros con más rapidez de lo que puedo leerlos (releer a Monterroso y su cuento “Cómo me deshice de quinientos libros”). Cuando me descubro a punto de hacer eso, me freno: entonces miro vidrieras, pero no entro. Lo que sí me permito es pasar por las librerías de usados: el hallazgo de una oportunidad que no hay que dejar escapar justifica la compra más allá de mis eventuales sentimientos de culpa por mi acumulación burguesa.

Entré en Macao y no paré hasta descubrir esa oferta corleonesca que no podía rechazar: Inolvidables veladas, de Marcelo Cohen. Un Minotauro en tapa dura, editado en Barcelona, por sólo $15 (unos 3,75 dólares). Una ganga. Por supuesto, al salir de la librería, en vez de seguir a lo del peluquero, me desvié a un café para leerlo.

Hacía calor, así que elegí un café que tiene sus mesas afuera, en la nueva zona peatonal de Caseros. Y empecé a leer, con lo cual la fórmula ya era

Pynch[Bari[Cohen]cco]on

…y esto sólo si a la fórmula no le incorporamos las otras procrastinaciones extraliterarias, lo cual esa tarde hubiera dado

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Cohen]fé]quería]cco]on

Pedí un café con leche y dos medialunas. El mozo —muy lookeado y algo amaneradón— volvió con el pedido a los diez minutos. No tenía bandeja: traía la taza en una mano (el platito tomado desde abajo como con una garra) y las medialunas, el azúcar y el vasito de soda amontonados en la otra mano: un asco. Para colmo cuando llegó a la mesa, se distrajo con un pibe que, rosa en mano, trataba de sacarle un billete al macho de la parejita de al lado. Molesto porque el mangazo era insistente y se producía en su área de cobertura, el mozo terminó volcando medio café con leche sobre la mesa.

Se disculpó, limpió y volvió con otro café con leche. Y entonces, como para socializar, me preguntó qué estaba leyendo. Le mostré la tapa del libro (en la que hay un personaje cabizbajo sentado a una mesa con un vaso enfrente, tal como estaba yo en ese momento). Entonces el mozo me dijo: “Enseguida te vas a llevar una sorpresa. Pasate a la otra silla”.

Me cambié a la silla de enfrente. Ahí descubrí que, a espaldas de mi silla anterior, habían puesto un silloncito con una especie de pareo colorido encima, junto a una mesita baja y una vela muy coqueta. Miré esa escenografía durante dos minutos, con la creciente molestia de reconocer que había obedecido al mozo de inmediato, como un corderito. No, no, no: me volví a mi silla anterior (un rebelde con delay). Leí algunas páginas más y disfruté medio café, cuando del bar salió un violinista rastafari para tocar y pasearse entre las mesas.

Cuando el violinista de Hamelín capturó la atención de todos, la condujo hasta el silloncito en el que se instaló una chica con el pelo recogido y anteojos de marco negro. El violín se calló —no así la ciudad alrededor del violín— y la chica, sin micrófono y sin mediar presentación alguna, empezó a leer. (Tuve que volver a la silla que me había sugerido el mozo).

La chica tenía acento español. Y leía poemas. Que quizás eran tan lindos como ese acento, no sé: aunque quise, no pude concentrarme, porque mi fórmula de lectura ya había hecho metástasis a

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Coh[PoetaDesconocida]en]fé]quería]cco]on

El día se me estaba complicando: pedí la cuenta y huí. Me apuré en las siguientes cinco cuadras, pero llegué tarde: estaban cerrando. Por ahora sigo con el pelo largo.