Lenta biografía literaria (5/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto con el que colaboré en el Nº 10 de los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1 | Leer la parte 2 | Leer la parte 3 | Leer la parte 4]
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Cae la noche tropical, de Manuel Puig

Manuel-Puig-Cae-la-noche-tropical29 años | Leer para aprender cómo se hacen diálogos perfectos. ¿Cómo consigue Puig que los personajes sean tan vívidos sin acotaciones del narrador? Con lenguaje allanado a conciencia para ser coloquial y, al mismo tiempo, comprensible, con la información dispuesta para que sea tan natural para ellos (en lo que hace a los sobreentendidos que manejan) como interesante para el lector (develándole de a poco las relaciones interpersonales, los conflictos, el argumento). Es teatro pero sin un director; en otras palabras: es la vida.

Por esa trabajada sencillez, hay quien piensa que la profundidad en la obra de Puig es escasa (el señorón de Mario Vargas Llosa es un caso célebre). Por el contrario, yo creo que tiene gran hondura, pero no intelectual, sino emocional, o incluso sentimental. Sus personajes —que también viven en el extranjero, como lo hizo Puig, y como yo cuando la leí— me calaron hondo como si hubieran sido personas de carne y hueso a las que hubiera conocido.
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Cuentos completos, de Isidoro Blaisten

Isidoro-Blaisten-Cuentos-completos32 años | Blaisten demuestra que la división entre “lo popular” y “lo culto” no tiene mucho sentido, y que en todo caso no tienen por qué ser compartimentos estancos (en mis textos trato de practicar ese intercambio de referencias, claro que sin abusar). Su humor tampoco se resiente por el feliz hallazgo de formas sofisticadas para dar cauce a relatos magistrales como “Violín de fango”, “El tío Facundo”, “Mishiadura en Aries”, “Dublín al Sur”, “A mí nunca me dejaban hablar”, “Cerrado por melancolía” o “Versión definitiva del cuento de Pigüé”, entre otros. (Más tarde reencontré una ironía similar a la de Blaisten en algunos cuentos de Hebe Uhart, aunque apoyada en una prosa y una estructura narrativa en apariencia más sencillas). Por supuesto, también me identifico con la cultura judía que subyace en muchos de estos relatos.
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Diez clásicos universales

Ulises-James-Joyce33-35 años | En estos años decidí encarar una selección personal de diez autores clásicos universales, depurados de una larga lista. Los que más me impactaron fueron la Ilíada (ya conocía la Odisea); el Quijote; la Divina comedia; varias obras de Shakespeare (sobre todo Hamlet, Romeo y Julieta y El mercader de Venecia) y el Ulises de Joyce. También releí el Martín Fierro.

Me gustaron un poco menos, la Eneida de Virgilio; Madame Bovary de Flaubert; y Crimen y castigo de Dostoievski. Poco y nada: el Werther de Goethe, aunque subrayé varias partes; y su Fausto me pareció directamente horrible.

En las shortlists la polémica siempre se instala en la arbitrariedad del límite. Cumplo en agregar entonces que el autor número once de mi lista fue Thomas Mann, quien también tuvo su chance y de cuya montaña mágica me bajé en la página 400 (no descarto volver a ella algún día); el doceavo fue Marcel Proust, con quien apliqué una lectura experimental que resultó muy disfrutable. Tras este paréntesis clásico, continué con mi secuencia variada de lecturas.
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La conciencia de Zeno, de Italo Svevo

Italo-Svevo-La-conciencia-de-Zeno34 años | Conecta con Fante en la honestidad brutal con que sus (rimados) narradores —Cosini y Bandini— se observan a sí mismos. Pero el Zeno Cosini de Svevo llega mucho más hondo y a la vez desborda de humor, incluso en las escenas más patéticas, como aquélla del cachetadón que le da el padre moribundo justo antes de fallecer.

“¡Escriba! ¡Escriba! Y verá que llegará usted a descubrirse por completo”, le dice el doctor a Zeno, quien no ceja en su intento de autoexplorarse, sin solemnidad alguna. Esa introspección no aburre en sus propios recovecos porque jamás para de narrar, siempre con prosa transparente (la única parte cuyo tono difiere del resto es la última). Antes de escribir cualquier cosa —en especial si va a ser realista y en primera persona— uno debería darse un baño en las páginas de este libro.
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[Continuará en el próximo post].

Simpatía por el diablo

Por Martín Cristal

La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.

Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.

En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.

No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:


“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un
moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.

¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.

Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.

De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.

Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.

Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.

El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.

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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).

Citas para el bronce en el Werther de Goethe

Por Martín Cristal

Dos cosas opacan mi lectura de Werther: 1) Los arrebatos románticos del narrador me resultan casi risibles, tan emblemáticos del romanticismo que leídos hoy parecen una parodia de aquel período. 2) Me aburre la lectura de Ossian que Goethe intercala en labios de Werther: otra digresión similar a las que más tarde haría en el Fausto (las “novelas dentro de la novela” que encontramos en el Quijote no llegan a aburrir tanto como estos desvíos de Goethe). Por suerte esta lectura que Werther hace para Carlota es la única que quiebra el dinamismo general de la novela, cuyo ritmo está bien llevado por la estructura epistolar.

Olvidando esa parte y poniendo en el contexto de la época los arranques trágicos del narrador, Werther me resulta una lectura muy agradable. Lo que más rescato de Goethe como autor es la maestría con que redondea sentencias generales sobre la humanidad, el mundo, la vida… Creo que en ellas hay una gran sabiduría que se suma al conocimiento de cómo deben expresarse esta clase de ideas para que queden grabadas en el bronce de la memoria: hay que hacerlo con palabras francas, sin temor a equivocarse y sin detenerse demasiado en las excepciones que podrían hacer que el lector dude de estas “reglas generales” (a sabiendas de que el lector podrá razonarlas y luego aceptarlas o no). Al respecto, el joven Werther critica a uno de sus interlocutores de esta manera:


“…cómo lo quiero al hombre, hasta que llega a sus ‘sin embargo’. ¿Acaso no se sobreentiende que toda regla tiene sus excepciones? Pero él es así de escrupuloso. Cuando cree haber dicho algo a la ligera, alguna generalidad, una verdad a medias, no termina de modificarla, de arreglarla, de componerla, hasta que por último ya no queda nada de lo que dijo. A raíz de este suceso se explayó tanto sobre el tema que al final terminé por no escuchar lo que decía…”.

La estrategia de Goethe surge de contrariar ese estilo; así, a la hora de definir con brevedad al género humano, no desluce su gran capacidad de observación con excepciones, matices o bemoles de poca monta. Sus pensamientos resuenan con contundencia y adquieren el peso de lo verdadero; el lector queda en libertad de analizar lo dicho más tarde. En Borges, el diario de Bioy Casares acerca de su relación con Jorge Luis Borges, se lee un diálogo sobre este tema (entrada del 10 de agosto de 1956):


BORGES: “El estilo de Eliot es desesperante. Dice algo y en seguida lo atenúa con un
quizá o según creo, o le resta importancia reconociendo que en ocasiones lo contrario es cierto. A veces me parece que lo hace para llenar papel, porque hay que escribir un artículo”. BIOY: “Yo creo que es porque en cuanto dice algo teme exponerse, por haber cometido una inexactitud. A mí, por lo menos, me pasa eso, pero creo que los autores deben atenerse a hacer afirmaciones un poco audaces, en la inteligencia de que el lector comprenderá que no hay que tomar todo literalmente y contribuirá con las dudas. Por un ideal de nitidez y simplificación hay que tener ese coraje de afirmar algo a veces”. BORGES: “Goethe declaró que esas palabras como tal vez, quizá, según me parece, si no me equivoco, deben estar sobreentendidas en todos los escritos; que el lector puede distribuirlas donde lo juzgue conveniente y que él escribía cómodamente sin ellas”.

Transcribo a continuación algunos pasajes de Werther que me interesaron y dan cuenta del modo sentencioso de Goethe, de la manera en que pasa de lo particular a lo general (del “yo mismo” a “el hombre” o “la humanidad”) y viceversa. Este primer fragmento trata de la libertad y los momentos de alegría:


“El ser humano es una cosa uniforme. La mayoría emplea la mayor parte del tiempo para vivir y lo poco que le queda de libertad le asusta tanto que hace lo imposible para deshacerse de ella. ¡Oh, el destino del hombre!

”Sin embargo, la gente es buena. A veces, cuando me dejo llevar por las circunstancias y comparto alguna de las alegrías que le han quedado al hombre, como divertirse abierta y francamente en una mesa bien compartida, una excursión, participar de un baile en el momento propicio, y otras situaciones semejantes, noto que me sienta bien. Solo que en ese momento no debo pensar en todas las otras fuerzas que residen en mi interior, que enmohecen sin ser aprovechadas y debo ocultar cuidadosamente. Ay, eso sí que angustia el corazón. Y, sin embargo, el ser malentendidos es nuestro destino”.

La insatisfacción que obliga al regreso luego de muchos viajes por el mundo es el tópico sobre el cual armé mi Mapamundi (2005). Acerca de ella, dice Werther:


“Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. Con lo lejano pasa lo mismo que con lo futuro. Ante nuestra alma se halla un todo, enorme y en penumbras, nuestra sensibilidad se diluye en él al igual que la mirada. Nuestro anhelo es el de poder entregarnos por completo y dejar que nos inunde un sentimiento majestuoso, magnífico, único. Pero, ay, cuando nos acercamos, cuando el allá se convierte en acá, cuando lo que fue es igual a lo que será, entonces nos quedamos con nuestra pobreza, con nuestras limitaciones; nuestra alma sigue sedienta del bálsamo que se nos ha escapado.

”Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo”.

En el final de la cita anterior se oye claramente un eco de la Odisea; hay que recordar que en los días en que comienza el relato, Werther está leyendo a Homero.

Identificación total con el fragmento que sigue:


“Hoy volví a tener mi diario entre mis manos, al que tanto tiempo estuve descuidando, y me sorprendió cómo, a sabiendas, me he ido metiendo en esto, paso a paso. Cómo veía con absoluta claridad en qué estado me encontraba y sin embargo actuaba como un niño, cómo lo sigo viendo ahora todo con claridad pero sin perspectivas de corregirme”.

Werther les cuenta historias a los niños; éstos reclaman si Werther introduce variaciones en una historia que cuenta por segunda vez. De esto, Werther concluye lo siguiente:


“De esto aprendí que un autor indefectiblemente daña su obra si en la segunda edición de su libro introduce cambios, por más poéticos que sean. La primera impresión la aceptamos con agrado y el ser humano está preparado para admitir cualquier aventura; pero, al mismo tiempo, ésta le queda tan grabada que pobre de aquel que intente cambiarla o borrarla”.

A primera vista parecería que Goethe descubre reglas generales para vivir, pero no siempre es así: sólo dice lo que piensa con convicción, y entonces el lector tiende a aceptar lo dicho como una ley universal. Consideremos la última cita: el ser humano, ¿siempre está preparado para admitir cualquier aventura? No creo que todos sean “uniformes” en esto. Y, ¿no ha habido nunca autores que hayan mejorado sus obras al modificarlas en su segunda edición? Claro que los hay (lamento que los ejemplos que se me ocurren sean posteriores a Goethe: estoy pensando en Borges y en Faulkner; en Daniel Moyano, también. Por supuesto que los cambios introducidos en las segundas ediciones nunca son estructurales, sino relativos a detalles). Esos cambios, por otra parte, podrán no ser tolerados por quienes releen, pero tal vez son vitales para quienes leen al autor por primera vez en esa segunda edición.

Más citas para el bronce. Sobre la inseguridad ante el alarde ajeno:


“Cuando otros alardean delante de mí tranquilamente con su poco talento y vigor, desconfío de mi fuerza y mis aptitudes. Dios mío, tú que me diste todo eso, ¡por qué no te quedaste con la mitad para darme a cambio seguridad y satisfacción!”

Sobre quiénes son los que verdaderamente tienen la sartén por el mango:


“¡Qué necios aquellos que no ven que en realidad no es importante la posición en sí, y que los que están ubicados en el primer puesto casi nunca juegan realmente el primer papel! ¡Cuántos reyes son gobernados por sus ministros y cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es entonces el primero? Aquél, creo yo, que supera a los otros y además dispone de tanta fuerza y viveza como para aprovecharse del ímpetu y las pasiones ajenas en la consecución de sus propios fines”.

En el fragmento anterior llama la atención ese “yo creo” que viene a contradecir la teoría que el propio Goethe ha construido acerca de cómo afirmar. Más allá de eso, coincido plenamente con la idea…

Hay más. Inteligencia versus sentimientos:


“[La gente que rodea al príncipe] valora mi inteligencia y mis talentos mucho más que mi corazón, mi único orgullo, fuente sin igual de todas mis fuerzas, de toda dicha y de toda desventura. Ay, lo que sé lo puede saber cualquiera, pero mi corazón sólo me pertenece a mí”.

Del imprescindible feedback sentimental (dar y recibir):


“El amor, la felicidad, el calor y la ternura que soy incapaz de entregar, el otro tampoco me los dará, y no podré alegrar al prójimo con un corazón lleno de dicha si él mantiene su frialdad y su desgano”.

Luego de leer Werther, me resultó muy agradable releer los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes para buscar aquellos párrafos en los que el francés ejemplifica las entradas de su diccionario con referencias a esta obra de Goethe.

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La traducción de los fragmentos presentados aquí es la de Osvaldo y Esteban Bayer para la edición de Colihue (2005). Imagen: Estatua de Goethe en la ciudad de Leipzig.


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