Lenta biografía literaria (2/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto que se publicará antes de fin de año en los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1]
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Ficciones y El aleph, de Jorge Luis Borges

Jorge-Luis-Borges-Ficciones21-22 años | De Cortázar a Borges: zafar de una droga para hacerse adicto a otra. Borges no provocaba emociones como Cortázar, pero sí un gran placer intelectual. Menos amor y más admiración (para mí vale más lo primero). Tras leer a Borges se escribe mejor, aunque como influencia resulta de una toxicidad máxima; algunos cuentos de mis dos primeros libros están contaminados con sus mañas.

Después de leer sus obras completas, escribí mi segunda novela —La casa del admirador— donde tematicé los peligros del fanatismo Jorge-Luis-Borges-El-Alephtomando como muestra el fanatismo argentino por Borges (el “borgismo” según lo llamaba David Viñas); en otro plano, quería darme una “última curda” borgeana, un empacho que no buscaba matar al padre, pero sí abandonar “la casa” para recorrer otros caminos más personales.

Borges fue la única influencia que llegó a pesarme, porque me amaneraba sin contacto íntimo con mi ser. A todas las demás siempre las recibí con la alegría de quien se enriquece lenta y seguramente.
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Cuentos, fábulas y lo demás es silencio,
de Augusto Monterroso

Cuentos-fabulas-y-lo-demas-es-silencio-Monterroso24 años | Más allá de su “Decálogo del escritor”, esta formativa antología enseña que no hace falta leerlo todo para empezar a escribir; que hay que atreverse sin pensar en el qué dirán; que además de estudiar, hay que observar a las personas; que escribir sobre escritores no tiene mucha gracia; que es mejor escribir dos libros buenos que muchos malos; que uno puede querer ser escritor pero en el camino desviarse y convertirse en otra cosa.

Tras Monterroso, probé escribir brevedades. Trescientos relatos breves para seleccionar cien y publicarlos. Pero escribí cien y me detuve: su invención se me hizo maquinal, y pronto volví a interesarme en relatos más extensos. Igual creo que ese ejercicio, sostenido por algunos años, me benefició en concisión y precisión. También sirvió como laboratorio de argumentos. Mucho después compartí algunas de esas brevedades en Facebook, bajo el título de “Bosque bonsái”. Hay amigos que las aprecian.
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Cuentos completos I, de Edgar Allan Poe

Cuentos-Completos-Poe24 años | Si todo autor señala a sus precursores, Cortázar me señaló a Poe; su traducción me pareció una garantía. De Poe aprendí que cuando el narrador dice “no puedo describir el horror que sentí en ese momento”, y abre dos puntos, a continuación viene la descripción puntual y detallada del horror que sintió en ese momento. Ese contraste enfático también se aplica con frecuencia a la belleza femenina (“era indescriptible”, y luego la resignada descripción). Poe también me contagió —¿como defecto o virtud?— la necesidad de un final que redondee justo a tiempo. Hoy sé que uno no está obligado a eso si antes ha sabido entregar un buen clímax, o una forma novedosa, una voz hipnótica, un secreto de fondo, una atmósfera extraña, un instante de pureza emotiva… En tal caso el cierre puede resolverse poéticamente, o con una suave disminución de la intensidad, o cortándolo en un momento significativo o sugerente, o sin resolver las tensiones creadas (como Chéjov, a quien descubriría más adelante).

[Estas suscintas nociones sobre Poe provienen de una nota anterior, que se publicó aquí].
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El ruido y la furia, de William Faulkner

William-Faulkner-El-ruido-y-la-furia-Planeta24 años | Gran novela, que a un tiempo está muy bien escrita y es muy difícil de leer (para los asistentes a talleres literarios mediocres esto siempre representará una contradicción en los términos). Personajes vívidos que reaparecen en varias obras; una geografía ficcional; lo universal enfocado desde lo local; un tono que es como un trueno sacado de la Biblia; y, sobre todo, una experimentación formal que no es pura cáscara sino algo medular, una estructura inseparable del contenido. Hasta aquí sabía apreciar mejor la estructura del cuento; desde Faulkner, las posibilidades de la novela llamaron mi atención.

Pasé a otras obras suyas: el contrapunto en Las palmeras salvajes, así como la fragmentación y el cambio de puntos de vista en Mientras agonizo, serían referencias capitales al componer Las ostras. También me identifiqué con su actitud ante la literatura, patente en la entrevista de The Paris Review. Me convenció eso de que, antes que cagar libros inconexos, es mejor articularlos bajo una “superestructura flexible” (el término es mío) y así tener una “continuidad conceptual” (el término es de Frank Zappa).

La “constelación de obras” se me hizo deseable, pero enseguida entreví que un plan así, si era demasiado férreo, generaría una monotonía mortal a la hora de escribir (o a la de ser leído). Pasó bastante tiempo hasta que decanté hacia la solución intermedia de una tetralogía: un proyecto amplio pero con principio y final, que pueda ser núcleo para futuras obras o bien clausurarse como trabajo independiente. La inauguré en 2012 con Las ostras; actualmente trabajo en la siguiente novela del conjunto.


[Continuará en el próximo post].

Borges en su laberinto

Por Martín Cristal

Aprovechando algunas de las notas que tomé en su momento para La casa del admirador, va el siguiente laberinto de relaciones, curiosidades y recurrencias en la narrativa borgeana. Una forma de recordar a Borges hoy que se cumplen 25 años de su muerte. [Clic sobre la imagen para ampliarla].


La cronología de las publicaciones va de izquierda a derecha. El código de colores indica qué cuentos pertenecen a un mismo libro. Se considera sólo la narrativa, aunque hay algunas excepciones —dos ensayos, un poema, una obra inédita de juventud— que se indican en recuadros grises. Si se pierden dentro del laberinto, sepan que para eso son.

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Más sobre Borges en El pez volador:
• Cuántos libros hay en “La biblioteca de Babel”
Borges, Eastwood y los infames del cine
• Borges y el Quijote (I): un error
Borges y el Quijote (II): una solución

Iniciación (I)

Por Martín Cristal

En febrero de 2003 participé de un ciclo de charlas titulado «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México). También estuvieron Mauricio Molina, Alejandro Osorio Ibáñez y Ruy Xoconostle. El tema común era la iniciación en la literatura.

La siguiente es la primera parte del texto que preparé para aquel encuentro. En ese momento yo vivía en el DF y tenía tres libros publicados; el primero de ellos había aparecido en Córdoba cinco años antes de esa charla. Ya han pasado cinco años más: buen momento para reencontrarme con aquel texto, tan sincero como ingenuo, que intentaba dar cuenta de lo que había ido pasando entre la literatura y yo.

En muchos lectores expertos me topo con una actitud que quiere demostrar cierta madurez literaria, una especie de “ahora soy crítico con lo que leía antes, porque hoy sé más que ayer”. Creo que eso está bien, pero sólo si se evita el extremo de negar las lecturas de juventud, porque esa negación no hace más que demostrar una enorme ingratitud para con los autores y las obras que nos iniciaron en la literatura. Con ese espíritu agradecido es que recuerdo en este texto aquellas obras, cuyos títulos son famosos y no sorprenderán a nadie.

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Así empezó todo

La historia de un escritor es,
antes que nada, la historia de un lector.

El lugar común dice que un niño leerá si está acostumbrado a la presencia de libros en su casa. La verdad es que en mi casa siempre hubo una sola biblioteca: la de mi papá. Llamarla “biblioteca” es casi una coquetería. No es más que un mueble de roble, parecido a un ropero mediano de tres puertas. La puerta del centro es de vidrio: la mayoría de los libros que pueden verse a través del vidrio no son de literatura, sino de arte y pintura (porque mi papá es galerista y pintor). Antes de sacar alguno de ellos hay que pensarlo dos veces, porque primero hay que remover con mucho cuidado un ejército de figuritas de cristal de Murano y otros frágiles adornitos que hay en la parte delantera de cada estante. En mi casa, siempre se supo que romper alguna de esas figuritas podía caratularse de crimen contra la humanidad; así que recién a los 15 ó 16 años adquirí el valor suficiente para enfrentar el castigo que podía significar el que me descubrieran barriendo un caballito de mar pulverizado. Entonces sí, me animé y comencé a hurgar en la biblioteca paterna.

Mis primeros encuentros con la literatura ocurrieron un poco antes de explorar esa biblioteca, durante mi infancia, y tienen principalmente dos orígenes: la biblioteca del aula, en la escuela primaria; y la aparición de una colección de historietas, titulada Joyas literarias juveniles.

La biblioteca del aula funcionaba así: a comienzos del año cada alumno aportaba un libro suyo en préstamo; luego, cada viernes, uno podía elegir un libro —de los veintitantos aportados por toda la clase— para llevárselo a su casa. La mayoría eran libros de cuentos infantiles, de ésos que vienen impresos en gran formato y con ilustraciones. Yo, igual que mis compañeros, siempre tendí a elegir este tipo de libros y nunca uno de esos “otros” que seguramente eran más aburridos porque eran más chicos, con puras letras y sin ningún dibujo. Pero, a medida que pasaba el año, las posibilidades de elegir sin repetirse se agotaban. Así que, un viernes, me llevé a casa uno de los libros “aburridos”.

El libro en cuestión se llamaba 20.000 leguas de viaje submarino, de un tal Julio Verne. Aunque era una versión condensada para niños (de la colección Billiken) considero que es el primer libro “de verdad” que leí, o más bien el primero que terminé de leer. La historia del Nautilus y el capitán Nemo, fue casi tan impresionante para mí como la magia recién descubierta de poder imaginar lo que esas letritas de tinta no dibujaban en el papel.

Al poco tiempo, mi papá me regaló dos historietas que acababan de salir en los puestos de periódicos. Eran las dos primeras entregas de la colección Joyas literarias juveniles, editada por Bruguera. La primera de ellas tenía un título muy sugerente para la imaginación de un niño: se llamaba La isla del tesoro. La leí esa misma noche, y todavía recuerdo el terror reverente que me causó el asunto aquel del black spot (si bien, en aquella edición española, aquella amenaza de muerte había sido traducida como “la mota negra”).

La segunda historieta era Miguel Strogoff y también me atrapó, no tanto por el héroe de la portada (que era capaz de matar a un oso enorme con la sola ayuda de un cuchillito), como por el nombre del autor: era Julio Verne otra vez. Para mí, fue como una garantía. Comenzaba a entender lo que era un autor: una imaginación única de la que podían nacer múltiples historias. [De grande, releí ambas obras en sus versiones completas. La prosa de Stevenson superó esa prueba; la de Verne, no.]

De ahí en adelante siempre leí cualquier cosa que cayese en mis manos. Decirlo así es otro lugar común que suele aplicarse cuando se quiere significar que se leía mucho. Pero la verdad es que esta afirmación es muy relativa, sobre todo si atendemos a su corolario, que era justamente mi caso: si en mis manos no caía nada durante meses, entonces no leía nada durante meses. Yo no iba todavía hacia los libros, leía solamente si alguno se me cruzaba por ahí, sin ninguna clase de búsqueda. Así atravesé la secundaria, leyendo sólo lo que me obligaban a leer, y a veces ni eso. Entre los libros obligatorios que sí leí en esos años de adolescencia, disfruté el Martín Fierro, de José Hernández; El túnel, de Ernesto Sabato, y varios cuentos de Horacio Quiroga. Por el contrario, la máxima tortura que me impusieron en la secundaria fue la de leer el insoportable Lazarillo de Tormes, un verdadero tormento de lazarillo, al que aún hoy detesto con toda mi alma.

A los 19 años, ya terminada la escuela, me fui a Israel por un año a trabajar en un kibutz, para evaluar la posibilidad de vivir definitivamente en aquel país. Luego de aprender algo de hebreo, me tocó trabajar en un campo de girasoles, comenzando cada día a las cuatro de la mañana para volver a mi casa, agotado, a las dos de la tarde. En el kibutz, yo compartía una pequeña casita con cinco compañeros más, que trabajaban en otras áreas. Nuestros horarios diferían: yo siempre me levantaba antes que ellos; y también regresaba antes, cuando la casita estaba solitaria. Cierta tarde, sobre la cama de uno de mis amigos vi un libro: era Crónicas marcianas, de Bradbury, traducido al español. Fue toda una sorpresa, porque me di cuenta de que durante más de seis meses no había visto ni un solo libro escrito en español. Me resultó urgente robarle el libro a mi amigo y leerlo. ¿De dónde lo había sacado? Esa tarde, cuando volvió, se lo pregunté.

Descubrí que el kibutz tenía una bibliotequita. Debido a que una buena parte de esa pequeña comunidad estaba conformada por inmigrantes argentinos, algunos de los libros donados a la biblioteca estaban en castellano. Igual, nunca averigüé dónde quedaba la biblioteca —mi hambre de lectura todavía no daba para tanto—, pero sí compartimos con mi amigo el libro de Bradbury. Por las noches, lo leía él; a la siesta, cuando él no estaba, lo leía yo.

Lo terminé antes que él. Durante ese año esta escena se repitió tres veces más: algún otro sacaba un libro de la biblioteca y yo lo terminaba antes que él. Los otros tres libros fueron Fahrenheit 451, también de Bradbury, y dos de Borges: Historia universal de la infamia y El informe de Brodie. En ese primer encuentro con los libros de Borges, salvo por los cuentos “La intrusa” y «El evangelio según Marcos», no disfruté gran cosa; Bradbury, en cambio, me fascinó de entrada.

De vuelta en Argentina se desató en mí una verdadera sed de lectura. En Israel había leído sólo cuatro libros en un año. La verdad es que nunca antes me había fijado en ese tipo de estadísticas; pero, de repente, haber leído tan poco me pareció algo terrible. Quise recuperarme y leer más. Primero agoté los libros potables que había en la casa, que no eran muchos. Y después, por primera vez en la vida, salí a comprar libros. Tarde, pero seguro.

En los siguientes tres años —mientras estudiaba Publicidad, una carrera en la que me inscribí con demasiada premura y con la que me iba desencantando cada día— leí varios libros de esos que al terminarlos nos obligan a recoger del piso los pedacitos diseminados de nuestro cráneo. Explosión total de la masa encefálica producida por libros demoledores. Fue una época maravillosa en la que vivía con una fascinación absoluta por los libros que leía mientras los leía. Aquello se había transformado para mí en un mundo nuevo y sorprendente. La Publicidad se iba por el caño mientras la Literatura cotizaba en alza.

La literatura me dio un verdadero cross a la mandíbula durante un invierno en el que mis padres salieron de vacaciones. Mi papá me dejó a cargo de su galería de arte, que por entonces ya había devenido en un lánguido comercio de pintura y antigüedades. Nada sobre la tierra podía ser más aburrido para mí que ese encargo: entraba una persona por hora y era para hacerme preguntas sobre cosas de las que yo no sabía nada. Por eso, para hacer más amena mi suplencia, decidí comprar tres o cuatro libros. Fui a una librería de segunda mano y me dejé guiar por las recomendaciones de la vieja que me atendió.

Ya de vuelta en la galería, abrí uno de los libros que había comprado: era Final del juego, de Julio Cortázar. No hay por qué leer los cuentos de un libro en el orden en que vienen presentados, pero yo empecé por el primero, “Continuidad de los parques”.

Al terminar de leer las dos únicas páginas del cuento, no lo podía creer. Levanté la vista y le pregunté al local vacío: “pero, ¿cómo? ¿vale hacer esto?”. Me apliqué de inmediato a la relectura del cuento. Al finalizarla, me di una palmada en la frente. Luego seguí con el segundo cuento, titulado “No se culpe a nadie”. Lo mismo. Y así: un cuento tras otro, una cachetada tras otra.

Terminé el libro completo y, todavía maravillado, seguí de largo con el siguiente que había adquirido. También era de Cortázar: Todos los fuegos el fuego. Pasó lo mismo que con el otro: las sorpresas no se agotaban.

Después tuve mucha suerte, porque en esa época maravillosa y veinteañera pude leer también a otros autores que me resultaron sorprendentes: al uruguayo Mario Levrero; al mejor Borges (el de Ficciones y El Aleph); Oliverio Girondo, Bioy Casares… Pero leer a Cortázar era para mí como querer parar de pecho un huracán: abría un libro suyo y me ganaba por knock out.

Por fin, conseguí una edición barata de Rayuela.

Comencé a leer esa novela de corrido y al principio no me gustó nada. ¿Dónde estaban esas trampas camaleónicas que en sus cuentos Cortázar sembraba en la línea menos pensada? Esto era distinto. Lo dejé por un tiempo y luego lo recomencé, siguiendo esta vez su tablero de dirección. Ahí sí, el libro me atrapó y no me soltó más. Al terminar esa novela, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue: “yo quiero hacer lo mismo que hace este tipo. Yo quiero escribir”.

Eso era lo que yo quería hacer. Ése fue el punto de inflexión: nada en el mundo me parecía más maravilloso que la literatura. Y dentro de todas sus posibilidades, me pareció que narrar era algo importante, necesario. Ahí supe que quería dedicarme a cultivar esa misma magia: la magia de narrar.

[Leer la segunda parte]

Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

Me gusta!

Cuántos libros hay en “La biblioteca de Babel”

Por Martín Cristal

Cerca del final del diálogo que mantuvimos con Susana Chas y el público en la Alianza Francesa —acerca de La casa del admirador, el pasado 2 de mayo— surgió la siguiente pregunta: ¿es posible calcular cuántos libros hay en la biblioteca de babel borgeana? ¿Es o no es infinita esa biblioteca? A continuación el cálculo, que no soy el primero en hacer, explicado para quienes gustan más de las letras que de los números.
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En su cuento “La biblioteca de Babel” (Ficciones, 1944), Jorge Luis Borges no desconoce la contradictoria ilusión que provoca su biblioteca: a la imaginación, la cantidad de libros que contiene se le hace infinita, y por eso el espacio de la biblioteca se piensa equiparable al del Universo, comparación con la que inicia el cuento; pero, en virtud de los precisos datos numéricos que el mismo texto presenta, se sabe también que esa cantidad de libros no puede ser infinita: es una cifra que puede calcularse.

La biblioteca de Babel

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El mismo Borges promueve la indefinición —y la discusión— de ambas posibilidades, finitud e infinito. Esto puede verse en varios pasajes de su cuento (las negritas son mías):


• “En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?)”

• “Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.”

• “De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito)…”

• “…la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita…”

El asunto es central en el relato, tanto que el autor le dedica el último párrafo a proponer una conciliación entre ambas posibilidades (no lo transcribo para no traicionar a quienes no hayan leído el cuento todavía). Que quede claro: a Borges no se le escapa que la cantidad de libros de la biblioteca de Babel es limitada y calculable; el resultado —en sus propias palabras— es un número, aunque vastísimo, no infinito. Lo digo para que se comprenda que el cálculo que presento a continuación no invalida en nada el cuento de Borges; es sólo un pasatiempo matemático (por el que no soy el primero en transitar), de esos a los que los interesados en la literatura no solemos ser afines. De ahí que opte por consignarlo paso a paso.

El cálculo

Para poder calcular cuántos libros hay en “La biblioteca de Babel”, el cuento nos provee los siguientes datos:

  • Cada libro es de 410 páginas; cada página, de 40 renglones; cada renglón, de unas 80 letras.
  • El número de símbolos ortográficos impresos es 25: el espacio, la coma, el punto y 22 letras (agreguemos de paso que, según lo expresado por Borges en el ensayo “La biblioteca total”, esas letras podrían ser las siguientes: a b c d e f g h i j k l m n o p r s t u w y).
  • Por último, dos datos muy importantes. “Todos los libros constan de elementos iguales”, se nos aclara; pero, permutando esos mismos elementos, “no hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos”. No hay repeticiones. (Esto, dice el cuento, es inferido por un pensador de la biblioteca luego del hallazgo de un libro cuyo contenido —para nada casualmente— abarca “nociones de análisis combinatorio”).

Lo primero que deberíamos calcular es cuántos caracteres tiene cada libro en total. Esto es fácil:

410 páginas x 40 renglones x 80 letras =
1.312.000 caracteres por libro

Para saber cuántos libros de 1.312.000 caracteres podemos escribir valiéndonos de sólo 25 símbolos, corresponde calcular cuantas combinaciones posibles hay. La cantidad total de combinaciones posibles equivale a la cantidad total de libros, ya que el cuento establece que no hay libros repetidos en la biblioteca.

Podemos imaginar que somos tipógrafos y que estamos armando el libro a la vieja usanza, con tipos móviles de plomo que hay que ubicar en casilleros. Un libro se completa llenando 1.312.000 casilleros; en cada casillero sólo podemos ubicar alguno de los 25 símbolos alfabéticos/ortográficos de que disponemos.

Si en lugar de 1.312.000 casilleros, cada libro contuviera sólo un casillero, entonces podríamos armar sólo 25 libros: uno con una letra a impresa; otro con una b; otro con una c… Al agotar los 25 símbolos ya no podríamos repetirnos: habríamos agotado todas las posibilidades. Habría sólo 25 libros en la biblioteca.

Ahora bien: sólo con que en cada libro hubiera dos casilleros para completar, las combinaciones posibles serían mucho mayores. Para calcularlas, habría que multiplicar los 25 símbolos que podríamos poner en el primer casillero por los 25 que podríamos hacer que los acompañaran en el segundo:

25 x 25 = 625

Las posibilidades aumentan muchísimo: con 2 casilleros para rellenar con 25 símbolos posibles, se generarían 625 libros distintos. ¿Y si hubiera 3 casilleros?

25 x 25 x 25 = 15.625

Con cuatro casilleros por libro, nos iríamos a 390.625 libros en total; con cinco casilleros, a 9.765.625 libros… El incremento es exponencial: por cada casillero que aumentemos, hay que multiplicar por 25 otra vez. Así, el número de libros que hay en la biblioteca planteada por Borges se consigue de multiplicar 25 x 25 x 25… y no parar hasta haberlo hecho 1.312.000 veces. Esto es: 25 elevado a una potencia de 1.312.000. Expresado matemáticamente:

Cantidad de libros que hay en \" width=

Ésa es la cantidad exacta de libros que contiene la biblioteca de Babel: ni un libro más. Con esa cifra y otros datos numéricos presentes en el cuento, se pueden hacer muchos otros cálculos, deducir la cantidad de hexágonos que tiene la biblioteca, y por ende, aproximarse a su extensión total…

¿Alguien tiene una calculadora a mano?