Por Martín Cristal
El poder, tal como se diseñó a sí mismo en la Argentina menemista —época en que transcurre la acción de Vivir afuera, novela de Fogwill publicada cuando el gobierno de Carlos Menem todavía no llegaba a su fin—, fue un poder centrífugo, excluyente, que giraba a la velocidad de los mass media, generando un espacio central que dejaba a todos los que no comulgaban con él en la periferia de aquella zona: al margen. Era un poder en forma de salvavidas: un hueco en el centro (un vacío, pero no de poder sino de moral, un vacío de sentido: el poder por el poder mismo y lo “hueco” entendido aquí también como lo superficial, lo frívolo y lo vacuo: la tilinguería menemista), rodeado de un amplio “sálvese quien pueda”, perimetral y circular. Un salvavidas que, a la larga, no salvaría a nadie.
Por esa zona periférica transitan los personajes de esta novela de Fogwill. Sobreviven afuera, en el sálvese quien pueda, y su herramienta principal es la transa. El que mejor conoce los mecanismos de la transa, más posibilidades tiene de sobrevivir. Hay que sabérselas todas, hay que calcular, prever… o perecer.
Geográficamente, esa figura del salvavidas se calca sobre el mapa de la capital argentina: la figura queda así dibujada sobre el suburbio, el anillo exterior, la periferia, todo lo que está por fuera de la avenida General Paz. El agujero es la ciudad, Buenos Aires, aunque en sus calles también sea posible encontrar marginados.

La mujer, el judío, el negro, el pobre, el drogadicto, el enfermo de sida, el viejo, el que todavía vive de las ideas de otra década, el extranjero ilegal, el homosexual, el que opera fuera de la ley, el ex convicto, el ex combatiente… Todos ellos son marginales y, a su vez, todos marginan, todos tienen de algún tercero una idea discriminatoria: ninguno está, entonces, en el centro de nada. En Vivir afuera también hay marginales para distintos estratos de la sociedad, o para una parte de la sociedad (en la novela, es el caso de Saúl respecto de la comunidad judía porteña).
La supervivencia descarnada se inclina hacia la violencia. Las drogas la potencian, pero no siempre como un fin en sí mismas: muchas veces son sólo la moneda corriente para la transa, el equivalente a la sal o las especias de antaño, circulante con el que se comercian otras cosas: transas “más grossas” que la droga misma o bien información, infidelidades.
En Vivir afuera, el punto de vista narrativo favorece la perspectiva del marginado, y no la de esos otros que viven en la parte vacía del salvavidas, a los que el marginal, despectivamente, apoda “la gilada”. Mientras que en El gusano máximo de la vida misma, novela de Alberto Laiseca, la gilada se organiza verticalmente —los seres de las alcantarillas, abajo; la gilada, arriba, en la superficie—, en la novela de Fogwill la organización se extiende en un eje “adentro-afuera”: los protagonistas de esta novela, como señala su título, viven afuera, en el mundo real. En cambio, la gilada no vive en el mundo de verdad: la gilada no tiene idea de la vida, de lo que ocurre, porque vive en un mundo que ha aceptado las reglas impuestas por el poder, un mundo inflado de convertibilidad y cuotas, ciego, clasemediero; la gilada es feliz en su manera idiota de vivir sin enterarse de nada con tal de mantener cierto nivel de confort y bienestar económico. Sin embargo, en el fondo, el marginal flaquea a veces y termina deseando lo mismo, tal como en el caso de Susi, que suspira por unas vacaciones en el paraíso costero de la clase media argentina, Mar del Plata:
“¡Estar con gente y con parejas en un lugar donde nadie te conozca y que nadie tenga miedo ni hable de vos y lejos de aquí!”
De paso: es raro que Fogwill —quien predica el abandono de los “encender” y los “ascender” para escribir “prender” o “subir”— haya elegido decir “lejos de aquí”, en vez de “lejos de acá” (y también que varias de las marcas comerciales que figuran en el texto estén mal escritas, lo cual es grave si se considera la predilección del autor por mencionarlas). Más allá de estos deslices, el lenguaje de Vivir afuera quiere ser fiel al registro oral de cada sector social; la jerga puede ser difícil para un lector no argentino, aunque muchas expresiones estén explicadas por el contexto o, directamente, por los personajes. Este hábil manejo de los sociolectos forma parte del procedimiento verosimilizador de Fogwill; el recurso que completa dicho procedimiento es el de la profusión de detalles técnicos: autos, motores, aviones, armas, drogas, tendencias sociales y de consumo, cuestiones médicas (y transas)… en todo se interesa el autor para explicárnoslo con minuciosidad, lo cual produce que el lector acepte esa cascada orgánica de datos como cierta, sin preocuparse de verificar si todos sus detalles son verdaderos: uno lee, entiende y cree. Fogwill no inserta esos contenidos en la novela en forma de miniensayos interpolados en la acción (como sí lo hace, por ejemplo, otro autor con “mirada sociológica”, Michel Houellebecq, en novelas como Las partículas elementales o Plataforma), sino en las voces comunes y corrientes de sus narradores, lo cual no le resta eficacia.
En el margen —consuelo— se coge como Dios manda, mientras que los de la gilada incluso llegan a creer a veces que lo que Dios manda es no coger. El sexo es un elemento siempre presente en la novela, y es por momentos perverso y salvaje, si bien como engranaje narrativo de la novela para muchos lectores quizás raye en lo gratuito y lo burdo.
El poder no ignora a los marginales; por el contrario, los observa. Los espía, los vigila y hasta los usa de vez en cuando, para luego escupirlos otra vez en el borde externo de ese espacio central que quiere sólo para sí. El lector puede comenzar a sentirse paranoico cuando arribe a las partes de la novela donde queda claro que las herramientas de control que el poder utiliza son variadas, y nunca descansan.
¿Es autorreferencial la breve mención de un escritor —cuyo nombre no se explicita— que escribe “libros sobre la marginalidad” en el piso de arriba de la librería de un tal Platygorsky (pp. 284-285)? ¿Sería Fogwill este escritor que se encontraría así con sus propios personajes? Habría que confirmarlo con el autor. En todo caso, encuentro también otras señales autorreferenciales, como por ejemplo, en los nombres de “Guillermo Wolff” (Guillermo = William = Will; y también las letras F/O/G/W/I/L/L incluidas en ese nombre), que es la voz narradora tal vez más próxima a la voz pública del autor, y del secundario “Quique Frog” (a quien se refiere como “el padre de la estrellita de la tele”: Vera, la hija de Fogwill, es actriz). Fogwill, amigo de los anagramas y las autorreferencias, ya había usado este recurso en su novela mas famosa, Los Pichiciegos, donde uno de los personajes usaba su apodo (Quique).
La novela también incluye referencias a relatos anteriores de Fogwill. Reconozco por ejemplo al personaje apodado “Pichi”, cuya inclusión establece la intertextualidad entre Vivir afuera y Los pichiciegos. Este enlace de una novela con la otra le confiere a cada una el carácter de “partes del todo”, de ese todo que vendría a ser la obra completa del autor.
En esta novela —que Fogwill terminó en 1998, aunque se distribuiría sólo un año después debido a diferencias del autor con la editorial—, Ricardo Piglia es satirizado a través de un personaje que aparece de soslayo: un escritor de apellido Millia. En cierto momento, la novela se ensaña con él. Sin embargo, en una entrevista con Daniel Link (nota que en su momento desencadenó alguna polémica), Fogwill declaró que a él le gustaría saber si Vivir afuera, pensada respecto de los años noventa, llegaría a ser comparable con lo que representa Respiración artificial de Piglia respecto de los ochenta.
Bueno: han pasado diez años. Pasaron demandas, elogios, críticas y polémicas. Creo que es hora de releer Vivir afuera para comprobar si aquel deseo se ha cumplido. Es posible que así sea.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...