La conquista de la singularidad (segundo movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el segundo de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.

[Leer el Primer movimiento]
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Segundo movimiento:

La conquista de la singularidad

“El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser ésta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin…”. Cees Noteboom toma esta cita de un sabio del siglo XII, Ibn Arabi, para abrir su libro Hotel nómada. Supe de esta proposición —antieleática y contradictoria— gracias a una amiga que pasó por mi blog y dejó un comentario en un post que trata sobre el tópico literario que equipara la vida con un viaje: peregrinatio vitae. En ese texto me centraba en la idea del regreso y su imposibilidad: nadie vuelve porque, en una perspectiva temporal amplia, volver es seguir yendo.
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Para un artista, ¿es posible irse de su ciudad y a la vez seguir estando en ella? En el Nº4 de Un pequeño deseo, Natalia Blanch dice que el que se va no es quien debe responder esta pregunta. Para un escritor, la respuesta es fácil: siempre dirá que sí se puede, porque es así como todos los escritores quieren entender no sólo el espacio, sino también el tiempo. La posteridad: irse, pero seguir estando. Malas noticias, muchachos: el universo vuelve inexorablemente a su Nada previa y nuestras vidas y obras viajan con él. Bolaño nos lo recuerda en Los detectives salvajes:


Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura.
[…] Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

Llevaba en México casi tres años cuando leí Los detectives salvajes. El libro me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida entristece porque no consigue enraizarse en ninguna parte. “Uno se puede pasar toda la vida dando vueltas sin dirección”, dice Carlos Godoy. “El desarraigo siempre duele”, recuerda Daniel Giannone. Un dolor así comenzaba a surgir en mí por aquellos días.
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¿Cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en mi decisión de volver? Sumó lo suyo. ¿Qué hubiera podido seguir escribiendo yo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos) y luego de haber leído algo como Los detectives…? ¿Adoptaría el lenguaje mexicano ya no como un juego de contrastes, sino como algo propio? ¿Seguiría con otras historias de exilio o extranjería?

“El retorno es una pieza clave en el pensamiento”, dice Godoy; “todo se trata de tener presente la idea de volver con la misma idea de que a lo mejor nunca se vuelve”. En mí, ese equilibrio duró cinco años y al fin se inclinó hacia la vuelta a Córdoba. Volví a rastrear las historias que me concernieran a nivel afectivo. ¿Contar primero lo que se vio al viajar? Por qué no: parte del oficio de ser artista —según Blanch— es contar lo que se ve y se hace. “Lo exótico en narrativa es la mediación entre ‘el extranjero’ y un público que se supone ‘es de casa’”. Esto lo dice David Lodge en El arte de la ficción, apoyándose en ejemplos de Conrad y Greene. Practiqué esa mediación en los cuentos de Mapamundi, que fue lo primero que publiqué al volver. Ahora estoy dando el siguiente paso: adentrarme en el universo de mis afectos recuperados y deshacerme poco a poco de reglas y condicionamientos inútiles para narrar. La libertad y la originalidad no se compran hechas en un free shop lejano ni tampoco en un kiosco de Colón y General Paz. La única forma de ser algo así como original es ser personal. La cuestión no es sólo por la forma, sino también por el contenido: claro que importa el cómo, pero también tengo que pensar bien qué historias debo contar yo, esas historias que, si no son contadas por mí, no serán contadas por nadie. “La cuestión reside en la singularidad del individuo más allá de la identidad demasiado ligada al lugar de origen”, dice Natalia Blanch citando a William Kentridge. Y tiene razón: donde sea que estés, lo que importa es conquistar tu propia singularidad.

No tenemos ni la menor idea de quién pueda ser William Kentridge, pero si quisiéramos enterarnos, hoy esa información está a sólo dos o tres clics de distancia. Esto linkea directamente con la urgente revisión del consejo más trillado en la historia de la literatura: pinta tu aldea y pintarás el mundo. ¿Lo dice Tolstoi? Ya no: hoy lo dice Google, y agrega: “quizás quiso decir pinta tu aldea global”. El planeta se ha encogido y la trashumancia épica es historia. Ya nadie extrema el Oeste como Colón, o el Este, como Marco Polo; ya nadie fuerza el Norte como Peary o el Sur como Amundsen. Hoy sacás un crédito (o mendigás la bequita) y después volás a Nueva York o a México DF; caminás mucho, sacás fotos, tomás una sopa en lata, mirás una caja de cartón, leés una novela, creés entender un par de cosas y pegás la vuelta a ese lugar del que nunca saliste ni saldrás: el presente. Porque tu lugar puede cambiar, pero tu tiempo es hoy, muchacha (corazón de tiza). Y esto será siempre así, quedándote o yéndote. Y si mañana es mejor, es porque —dentro o fuera del arte— para todo lo que hagas mientras el universo no termine de desintegrarse, el Tiempo será tu juez. Un juez voluble, pero insobornable. Un juez mucho menos corrupto que el Lugar, ese envidioso intrigante que no quiere que nadie sea profeta en su tierra.

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Natalia Blanch
Leo Chiachio & Daniel Giannone
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Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard

Por Martín Cristal

Una versión más corta del presente artículo se publicó en el número 3 de la revista Ciudad X.

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En un cuento de Efraim Kishón, éste se encuentra con un escritor que hace meses le envió por correo un ejemplar de su último libro. El encuentro desemboca en la pregunta inevitable: “¿qué te pareció?”. Pero Kishón no ha leído el libro; ni siquiera le ha quitado el papel madera en que venía envuelto. No sabe el título ni el género de la obra. El cuento («Cómo comentar libros sin demasiado esfuerzo», incluido en El arca de Noé, clase turista) prosigue con los esfuerzos de Kishón por hacer observaciones ambiguas y generales que le permitan obtener de su colega algún dato con el cual construir un comentario decente.

Situaciones así le interesan a Pierre Bayard (Francia, 1954) en su brillante ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído. La estrategia para arrancar cada capítulo es la que usamos aquí: recordar una obra literaria donde alguien habla de un libro no leído. Enseguida, el autor analiza a fondo dicho ejemplo. Bayard toma casos de Musil, Valéry, Eco, Montaigne, Greene, Lodge y Wilde, entre otros. El elocuente epígrafe que abre el libro es precisamente de Oscar Wilde: Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia.

Entre todos los ejemplos que analiza Bayard, se destaca el de un estudio antropológico: la interpretación que una tribu africana —los tiv— hace de Hamlet. Cuando, en la propia aldea de los tiv, la antropóloga Laura Bohannan les refiere la obra de Shakespeare, las opiniones y críticas que expresan los miembros de la tribu resultan articuladas e interesantes, incluso sin que ellos conozcan nada de la cultura inglesa o europea (mucho menos de Shakespeare en particular).

¿Licencia para mentirosos? ¿Recetario cínico? No: el de Bayard es un ensayo honesto, que sincera ciertas imposturas de la circulación cultural. En especial blanquea la “no-lectura”, que no es la prescindencia total de los libros, sino toda situación limítrofe a la lectura: los libros leídos y luego olvidados, los que sólo hojeamos alguna vez, aquellos de los que sólo hemos oído algo… Primero, Bayard razona estas “maneras de no leer”; luego distingue situaciones en las que podría tocarnos hablar de un libro no leído (en la vida mundana, frente a un profesor, frente al mismo autor del texto o frente al ser amado); por último, analiza algunas conductas que convendría adoptar en esas situaciones (no sentir vergüenza, inventar el libro que se comenta o bien, hablar menos del libro que de uno mismo).

El autor alega por una “evolución psicológica” que nos libere del peso de la cultura y nos haga entrar de lleno en el terreno de la creación. Sostiene también que nuestra relación con los libros se da en “un espacio oscuro habitado por fragmentos de recuerdos”. En suma, Bayard nos dice: nadie lee tanto como dice leer y nadie puede leerlo todo, así que relajémonos un poco, desactivemos las prohibiciones culturales y opinemos libremente con los elementos que tengamos a mano. Bayard nos propone esto a través de un libro irónico, divertido y liberador. Un libro que espero poder leer entero alguna vez.

Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard. Anagrama, 2008.

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Una lectura de Mantra, de Rodrigo Fresán

Por Martín Cristal

Un lector disfruta más de aquellas obras que descubre en un momento de la vida que favorece una conexión total entre su entendimiento —su sensibilidad, su experiencia— y el tema, el tono o la complejidad que esos textos proponen. Antes o después de ese momento propicio puede que la lectura también se finalice, incluso con agrado, pero sin ese impacto fortísimo que podría traducirla en una experiencia memorable.

Mi acercamiento a Mantra, segunda novela de Rodrigo Fresán, fue lento y desconfiado. Cuando se publicó (2002), yo vivía en México desde hacía ya casi tres años: era un argentino que había llegado al DF sin ningún plan y había terminado escribiendo Bares vacíos (2001), una novela acerca de un argentino que llega al DF sin ningún plan. Por eso, cuando se publicitó el plan pergeñado por cierta editorial transnacional —pagarle a un escritor argentino que vivía en Barcelona para que viajara al DF y escribiera una novela cuyo eje fuera la capital mexicana—, yo desconfié de inmediato: escritura por encargo, pasajes, plazos… Demasiado plan. Yo ya sabía que casi todos los que llegaban al DF, con plan o sin él, terminaban haciendo algo distinto de lo que pensaban.

Hojeé Mantra por primera vez en la librería Gandhi, o quizás fue en El Péndulo. Cuando vi que la primera parte de la novela no transcurría en el DF y que además el personaje principal era un mexicanito que iba a su primer día de escuela con un revólver para jugar a la ruleta rusa en frente de sus nuevos compañeros, me dije: “Uf, el cliché del mexicano loco, peligroso y machote. Mejor no sigo leyendo”. Pero seguí hojeando el libro: a vuelo de pájaro vi que la segunda parte era una especie de glosario sobre la ciudad. Aliterando, me dije: “qué género generoso es la novela: cualquier cosa puede hacerse en su nombre”. Me pareció que muchos términos del glosario también eran clichés, lugares comunes del DF, porque alcancé a leer algunas entradas breves que sí lo eran (“Picante” o “¿Dónde queda?”, por ejemplo). Decidí no leer Mantra: ese libro no podía ser bueno.

Hoy me doy cuenta de que mi primera aproximación estuvo sesgada, aunque creo que ese sesgo a la larga me resultó beneficioso. La Ciudad de México era mi (ir)realidad cotidiana de aquel entonces y creo que ninguna novela por encargo podría haber competido contra la experiencia verdadera, presente y tangible, de (sobre)vivir a diario en la misma metrópoli de la que dicho texto intentaría dar cuenta. Creo que, en esos días, el libro me hubiera desilusionado, porque yo hubiera tenido que pensar: “aquí faltan muchísimas cosas que también son esta ciudad”. Yo vivía en esa realidad contaminada e impura, estaba inmerso en ella, y sólo hubiera podido catalogar al autor como un simple turista empleado por una editorial transnacional, y a su novela como “el chingado libro de un chingado extranjero queriendo ser más mexicano que los mexicanos”.

La cita anterior pertenece a Mantra. También la que sigue: “Los extranjeros que llegan a México suelen encontrar finales más bien infelices”. No fue mi caso, aunque quizá sólo supe irme a tiempo. Tanta cita entrecomillada me delata: sí, al final la leí. Viví cinco años en México, por varios motivos decidí regresar a la Argentina y, dos años después de eso, volví a tener la novela de Fresán entre mis manos, esta vez en una librería argentina. Supongo que por nostalgia del DF, leí Mantra en una hamaca mexicana que colgaba en mi departamento de Córdoba. Creo que ese lugar y ese momento hicieron que disfrutara mejor de esta novela, la cual se suma al amplio abanico de escritores no mexicanos que escribieron una “obra-que-transcurre-en-México”; o escribimos, corrijo, con total y absoluta vergüenza debido al calibre de los nombres que estoy a punto de recordar: Lawrence, Greene, Lowry, Traven, Kerouac y también Roberto Bolaño (con muchos de sus textos, entre los que reina su brillantísima novela Los detectives salvajes).

El comienzo de Mantra se me reveló mucho más atrapante de lo que yo esperaba, quizás, justamente, por mi nueva predisposición. La primera de sus tres partes se me fue en una sola sentada (o hamacada). Para comenzar la segunda parte —la más extensa: un glosario en apariencia tan hipertextual como el Diccionario Jázaro de Pavic, pero mexicano y sin cruces, lunas o estrellas que nos guíen y oficien de link entre un término y otro—, tuve que hacer una pausa y bajar un cambio, aguantar el quiebre narrativo hasta comprender que lo que seguía finalmente no era puro fragmento (puro cut-up), sino una historia que de a poco se podría ir reconstruyendo. Conforme avanzaba en la lectura, la ilusión de hipertextualidad que el formato “glosario” le da a esta segunda parte de la novela fue cediendo terreno ante la certeza de que el autor no espera (ni favorece) un tránsito no lineal por su texto; lo corroboré al notar que muchas veces los títulos de las “entradas” del glosario no son más que pausas formales intercaladas en un relato continuo y bien hilado. Había relato en el fondo, y eso lo agradecí: la novela sí era una novela, no un cuaderno de apuntes de viajes disfrazado, como me había parecido al principio.

Debo decirlo: una entrada de este glosario me provocó el malestar que todo escritor siente cuando lee algo parecido a lo que él mismo ha escrito alguna vez. Hablo de esas coincidencias que —cualquiera que lea y escriba lo sabrá—, suceden de vez en cuando. Dos meses antes de comprar y leer Mantra, yo había publicado un libro —Mapamundi (2005)— con cuentos cuyos personajes son argentinos en el extranjero. La acción de cada cuento transcurre en una ciudad diferente. Uno de ellos (“Vivir en aeropuertos”) ocurre en el DF. Las coincidencias entre ese cuento y la entrada de Mantra referida al Aeropuerto Internacional Benito Juárez son lógicas, lo sé: somos dos argentinos hablando acerca de un mismo lugar en la misma época, pero… igualmente, uno se siente entre sorprendido e incómodo.

La prosa es fluida y experta, precisa o ambigua a voluntad del autor. Creo que el estilo de Fresán en Mantra puede terminar de pintarse con sus propias palabras: “el hombre casi siempre exagera sus conocimientos cuando habla de lo que no conoce” (p. 215); “somos cultos y sofisticados y adictos a los nombres y a las firmas de otros. Manía referencial…” (p. 416); “Yo y mi jodida costumbre de relacionar todo con todo” (p. 413).

La mencionada manía referencial es a veces autorreferencial: en varias partes de la novela hay guiños para quien haya leído obras anteriores de Fresán, como por ejemplo los cuentos de Historia argentina. Otro elemento constructor de la novela son las paráfrasis o reescrituras. Las hay de Cortázar, Lowry y también de Rulfo: la tercera parte de la novela comienza parafraseando Pedro Páramo, en una especie de cover que quiere ser una contribución a la ciencia ficción mexicana, la cual, según Fresán, es casi inexistente toda vez que “poco y nada les importa a los mexicanos el concepto de futuro como tema”. (Quien tenga ganas de discutir el punto, podrá hacerlo fácilmente si antes consulta el libro Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana, de Gabriel Trujillo Muñoz; Grupo Editorial Vid, México DF, 1999).

Por momentos —cuando Fresán parece olvidarse de la narración, distraído quizás con la tematización de la ciudad en su glosario—, el método de juntar datos y luego combinarlos entre sí hasta la exasperación produce que de a ratos el libro se convierta en un extensísimo artículo de Página/12, de esos que Fresán nos tiene acostumbrados a leer (Uno, Dos, Tres…). Esto sucede sobre todo hacia el final de la segunda parte: la acción ya está planteada, quedan pocos acicates argumentales que motiven la lectura porque uno espera ya la resolución de la trama; hay cierto suspenso, sí, pero como seguimos dando vueltas por la ciudad, la novela se estira y el suspenso se diluye en el cansancio del lector, cansancio que es alimentado también por otros recursos de los que el autor abusa, como el copy-paste del “(a.k.a.)”, con el que verdaderamente llega a ponerse pesado.

Para Fresán, el DF es un “mesías apocalíptico” (“postapocalíptico”, diría Carlos Monsiváis). Es una visión posible. En plan de personificar la ciudad, yo creo que el DF no es más que uno de esos borrachos grandotes, nobles pero llenos de ideas confusas y arranques de violencia difíciles de contener por los meseros de la cantina. Un alcohólico crónico, que por lo general se la pasa cantando o durmiendo la mona, pero que es capaz de madrear a quien lo despierte antes de averiguar la razón por la cual ha sido despertado.

“Aquí faltan muchísimas cosas que también son esta ciudad”: eso es lo que hubiera dicho de haber leído Mantra mientras vivía en el DF. Ahora veo que es inevitable que lo diga en este momento también. El catálogo mexicano de Fresán es incompleto. Además de faltarle muchísimo alcohol, al DF de Fresán le faltan los tianguis (o mercados) y los cordeles estranguladores de sus lonas, al acecho del cuello de cualquiera que mida más de un metro setenta; otros barrios peligrosos (que Tepito no es el único); la mordida (o soborno) instituida como lubricante de las transas urbanas; los chiles en nogada de septiembre y muchas otras delicias del país que confluyen en su capital; el albur, ignorado olímpicamente en la novela; las pulquerías, el barrio chino (¡pinche Martita!) y una infinidad de cosas más. Pero los que crean que por insinuar una lista de “cosas que faltan” —lista que inevitablemente también es incompleta— aquí se pretende restarle valor a la novela de Fresán, no entienden lo que digo y de seguro integran el “Conjunto de las Personas que Jamás Han Pisado el DF”; porque los que conocen la ciudad saben o deberían saber que el DF no cabe en una novela, aunque ésta tenga más de 500 páginas. No hay otra alternativa que seleccionar y omitir.

Más allá de los señalamientos que puedan hacérsele aquí o allá a una obra extensa y compleja como ésta, creo que Mantra es una buena novela, con una narración original y bien planteada. Creo también que es todo lo honesta que puede ser una novela que no nos esconde su naturaleza de obra por encargo, ni sus intenciones, ni su procedimiento. No sé cómo apreciará Mantra alguien que nunca haya estado en el DF o alguien que nunca haya salido del DF; yo estoy contento de haber vivido y salido de esa ciudad para poder disfrutar de esta novela, o de haber disfrutado de esta novela para recordar que alguna vez viví en México.

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