La masacre de Kruguer, de Luciano Lamberti

Por Martín Cristal

Las fuerzas extrañas

Kruguer se parece un poco a La Cumbrecita, aunque con nieve garantizada en cada invierno. En 1987 el pueblo está listo para su tradicional Fiesta de la Nieve, pero ese 26 de junio brota una misteriosa psicosis colectiva: en pocas horas, sus casi cien habitantes se matarán entre sí con un perturbador surtido de crueldades.

“El hielo de nuestra cordura es fino y frágil”, dirá un comisario ante lo insoluble del caso. “Acá pasó algo que no puede explicarse en términos racionales”, afirmará un parapsicólogo (mucho más en su salsa que el otro).

Los lectores de La masacre de Kruguer tienen una ventaja sobre estos personajes en lo referido a la develación del misterio; se las otorga el autor, Luciano Lamberti (San Francisco, Córdoba, 1978) al iniciar la novela narrando la pretérita —y desconocida— caída de un meteorito en la región.

Este disparador suma al libro de Lamberti a la “lluvia de meteoritos” de la literatura argentina reciente (junto con Quedate conmigo, de Inés Acevedo, y Campo del cielo, de Mariano Quirós). La probada eficacia del recurso permite imaginar fuerzas extrañas que operen sin tener que explicarlas demasiado. Esa materia desconocida que llega del espacio puede ser una mancha voraz y gelatinosa (The Blob), o “eso” que se alimenta del miedo y suele adoptar la forma de un payaso maléfico (It, de Stephen King), o un “color que cayó del cielo” (otro meteorito, pero de H. P. Lovecraft). Es más raro, pero también podría ser un bien, la llegada de la vida misma, como en la teoría de la panspermia.

En Kruguer, lo que trae es un influjo de muerte, irradiado, sin forma (o apenas como una voz). En desorden cronológico bien concertado, Lamberti narra los efectos de esa anomalía. No hay contrato social que contenga los violentos impulsos desatados por esa interferencia sobrenatural. Las instituciones —la policía, los bomberos, los medios de comunicación— resultan inútiles.

La prosa es ligera, coloquial, con destellos de ironía y humor negro. En lo formal, ese “misterio de fondo” —que aúna las vidas de un pueblito idílico, mostradas de a poco— recuerda a El misterio de Crantock, de Sergio Aguirre (limpiando varios hectolitros de sangre, claro). Aunque hay dos diferencias radicales: donde Aguirre se reserva para el final un “misterio de misterios”, Lamberti nos muestra “el núcleo del disturbio” —Samanta Schweblin dixit— desde el principio (por eso contar acá lo del meteorito no es un spoiler). Y mientras Crantock es parejita y episódica, ensartando enigmas dispersos que finalizarán en una resolución conjunta, en Kruguer hay un elogiable “batido” de elementos varios: los capítulos en tercera persona se alternan con otros que compilan “testimonios” en primera (como hace Bolaño en Los detectives salvajes); como Puig, Lamberti también intercala materiales de códigos heterogéneos (fragmentos de un guión de telenovela, descripciones de fotos, la cronología del pueblo y hasta una cita del Facundo de Sarmiento). Así completa la trama y el ambiente, o brinda un alivio cómico. Esta decisión novelística me parece destacable.

El parapsicólogo —autor de un libro sobre la masacre— dice algo que resuena como si el propio Lamberti hablara de su novela: “Mi libro gira en torno a la idea de misterio. De esa parte de la experiencia humana para la que no hay palabras. Del misterio, la locura y la oscuridad en la que vivimos”. Y también, podría agregarse, del largo tiempo que lleva construir un pueblo, una familia —cualquier vínculo humano—, y de lo poco que cuesta reducirlos a cenizas.

 

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La masacre de Kruguer, de Luciano Lamberti. Novela. Literatura Random House, 2019. 208 páginas. Con una versión más corta de esta reseña, recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 18 de noviembre de 2019).

Las redes invisibles, de Sebastián Robles

Por Martín Cristal

Atlas imaginario de un presente virtual

Sebastian-Robles-Las-redes-invisibles-OKSi en su clásico Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino proponía un delicioso viaje por exóticas ciudades imaginarias —descriptas por un igualmente imaginario Marco Polo—, lo que Sebastián Robles (Villa Ballester, 1979) ofrece en Las redes invisibles son diez relatos, sin una historia-marco que los contenga, pero ensartados por un claro concepto unificador: todos ellos parten de la descripción de redes sociales imaginarias.

El libro abre con una cita de Calvino sobre el infierno “social” de nuestra existencia diaria y algunas formas de sobrellevarlo; es este epígrafe el que señala la relación intencional entre los títulos de ambos libros que, por lo demás, tienen estilos marcadamente diferentes.

A los relatos de Robles se les puede aplicar sin inconvenientes la vieja y conocida sentencia de Marshall McLuhan: “el medio es el mensaje”. Cierto que el medio ahora es un libro, pero algunos de estos relatos fueron publicados previamente en internet; en cualquier caso, la constante es que el mensaje de cada relato es un medio: una nueva red social imaginada por el autor, quien suele abordar su descripción con cierto tono de arqueólogo que escribe para una revista especializada.

Robles pone a prueba su imaginación diez veces, con ímpetu parejo y suerte disímil. Los mejores cuentos del libro quizás sean aquellos en los que el autor se suelta a narrar una historia que se desprende y crece más allá de la mera descripción inicial de una red hipotética, de sus reglas y su funcionamiento. Mientras cuentos como “Mon Amour” (sobre una red social para encontrar parejas mediante un algoritmo infalible) se circunscriben casi solamente a un ejercicio puramente descriptivo, los mejores cuentos delinean personajes y desarrollan su participación con esas redes; desde ahí desatan una peripecia interesante como consecuencia de dicha participación.

Son ejemplos de esto “Tod” (el primer relato, sobre una red tipo Facebook pero que aglutina sólo a enfermos terminales que ya cuenten con un plazo de vida acreditado); “Mamushka” (el de un foro casi abstracto, con niveles sin aparente propósito, pero en los que resulta importante diferenciar el discurso propio para así subir de nivel); o “Cthulhu” (relato con centro en un blog semiabandonado, que desemboca en una actualización de la mitología lovecraftiana al reinsertar sus deidades oscuras en la deep web). Además de Lovecraft, otros referentes literarios que Robles deja ver son Philip K. Dick, con su influencia de conspiraciones paranoicas en el cuento “Hospital”; Jorge Luis Borges, en el cuento “Tlön”; y el valioso catálogo de la editorial Minotauro, mencionado por el autor en los agradecimientos del libro.

En algunos cuentos es el humor —irónico— lo que lleva adelante el relato: sucede así en “Balzac”, que narra una red social de escritores realistas (no hace falta calcular mucho para darse cuenta que, con un libro como éste, Robles se ríe de ellos parado desde la vereda de enfrente); “Animalia”, una actualización de la Rebelión en la granja de Orwell, donde la red social que aglutina a los animales no es otra que el puro lenguaje, adquirido tecnológicamente. También “Crítica”, una historia de la literatura argentina presentada como si fuera una red social.

Más allá de la valoración puntual de cada cuento (que, como siempre sucede con los libros de cuentos, seguramente variará de lector en lector), el libro se aprecia por su invitación a pensar el presente y por lo que de seguro dejará en la memoria: el sabor del concepto sencillo y atractivo que lo aglutina. Como la más interesante ciencia ficción, Las redes invisibles se preocupa menos por la prosa que por dejar servido un mapa de posibles ramificaciones mentales que prosigan en la cabeza del lector tras haber dado cuenta de la última página: el cálculo de otras implicancias que se desprendan de sus extrapolaciones. Las redes invisibles invita a imaginar otras redes sociales posibles que puedan volverse una realidad (¿o virtualidad?) cotidiana más temprano que tarde, al menos hasta que la siguiente novedad digital las hunda en el olvido.

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Las redes invisibles, de Sebastián Robles. Relatos. Momofuku, 2014. 212 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 6 de agosto de 2015).

Mujeres, de Elvio E. Gandolfo

Por Martín Cristal

Recomendamos este libro en el Nº 21 de la revista Ciudad X (marzo de 2012).

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El libro se titula Mujeres, pero no es ningún tratado con perspectiva de género. Yéndonos al otro extremo, tampoco es la novela homónima de Charles Bukowski, ésa en la que las palabras clave eran “coño”, “polla” y “follar”.

La cosa es así: cuando Elvio Gandolfo lo publicó, en 1992, el título de este libro era menos abarcativo. Nombrándolo Dos mujeres, el autor indicaba de entrada que lo central en aquel díptico serían esas mujeres particulares con las que se encontrarían los narradores de cada relato. Dos mujeres fue reeditado recientemente en España, con muy buena recepción crítica; en nuestras librerías puede conseguirse otra reedición, la montevideana de 2007, en la que Gandolfo agregó un tercer relato y consecuentemente cambió el título a Mujeres (quizás por aquello de que “tres son multitud”).

En el más memorable de estos tres relatos, “Escamas, piel”, la evocación de un levante en una panadería evoluciona morosamente hasta transportar al narrador (y al lector) desde esa atmósfera cotidiana y reconocible hasta el centro de un terror informe, lovecraftiano e insondable. Lo sigue “Rete Carótida”, la narración más paranoica y rara del libro, tanto por el extraño nombre de la mujer en cuestión (una gorda que acosa con fotos pornográficas al narrador) como por el clímax gélido y fantástico que consigue cristalizar. Ambos relatos comparten un aire de familia. El cuento extra es “Las negritas”: incluso el gay declarado y venido a menos que narra la historia se ve atraído sexualmente por estas dos voluptuosas “negritas” que hipnotizan al barrio de Pompeya. Habrá música tropical, sudor, sangre y mucho misterio en el camino hacia una inquietante resolución.

En las tres narraciones hay respeto y por momentos hasta un temor reverente por la figura femenina, la cual se ubica siempre como capaz de escapar de su propio molde (el establecido por la expectativa social, el estereotipo figurado y solventado por el varón) para convertirse en algo único, tan atractivo y deseable como repulsivo y amenazante: una síntesis de lo complejo de las relaciones hombre-mujer. Nunca el narrador-hombre aparece en una posición de superioridad respecto de esas extrañas mujeres que le toca conocer. Si así lo cree, es algo momentáneo: pronto cae en el plano inclinado de lo desconocido y rueda directo a una revelación fantástica, imprevisible. Porque “las chicas de Gandolfo”, más que particulares, son singularísimas.

“Ésta será un historia de terror… pero no lo parecerá porque soy yo la que la cuenta”, decía Auxilio Lacouture al comienzo de Amuleto, la novela de Bolaño. Las tres historias de Mujeres son un poco así: escalofriantes, aunque al principio no lo parecen… porque es Gandolfo el que las cuenta. Su estilo transparente y minucioso dosifica el mecanismo narrativo de modo tal que el estupor se apodera de los lectores en el momento justo.

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Mujeres, de Elvio. E. Gandolfo. Relatos. HUM Editor, 2007. 96 páginas.

Contraluz, de Thomas Pynchon (II)

Por Martín Cristal

Segundo post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anterior:
I: Personajes principales

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Parodias, temas, recurrencias

La parodia serial de géneros y estilos que Pynchon hace a lo largo de Contraluz se corresponde con el modo en que funciona el espato de Islandia: un mineral —o un texto— transparente, pero que simultáneamente permite ver, para cada cosa —o género literario conocido— un duplicado ligeramente modificado. Así, la novela ejecuta guiños y variaciones sobre los mecanismos de la novela juvenil de aventuras, del relato de terror cósmico a lo H. P. Lovecraft (aunque montado sobre un argumento tipo King Kong), de la novela negra (con detective suelto en Hollywood), de la de sci-fi primigenia (con destartaladas máquinas del tiempo a lo Wells o un Nautilus a lo Verne pero para navegar bajo las arenas del desierto), de la novela erótica (con triángulo en Venecia) o del western americano de sangre y venganza (cruzado con el Infierno del Dante en un inolvidable pueblo de Utah llamado Jeshimon).

Todo esto regado con la ya famosa paranoia conspirativa pynchoneana (“…complots, golpes, cismas, traiciones…”; p. 573). Abundan las intrigas internacionales llevadas a cabo por una plaga de sociedades secretas más o menos absurdas según el caso, que luchan por controlar el mundo en un nuevo siglo lleno de novedades.

Para el capitalismo, los nuevos poderes tecnológicos implican nuevos campos que dominar. Todos buscan ser los primeros en apoderarse de estos terrenos que desconocen, pero que representan al futuro inmediato. Las fuerzas invisibles son (re)exploradas: la naturaleza del tiempo, del espacio, del espíritu (y lo metafísico), del éter y, en especial, de la luz (“La luz podía ser un factor secreto determinante en la historia”; p. 542). Pynchon no narra —como dice la contratapa— “un mundo en descomposición”, sino un mundo en recomposición (social, tecnológica y geopolítica).

El contrapeso de ese capitalismo salvaje es el anarquismo, encarnado sobre todo en el personaje de Webb Traverse. Mineros deslomándose en Colorado, trabajadoras hacinadas tras bambalinas en las grandes tiendas departamentales de Nueva York, fogoneros sudorosos y tiznados en la oscura panza de un transatlántico/acorazado… A lo largo de la novela, Pynchon nunca olvida el tema de la explotación (“…le habría preguntado dulcemente en qué medida creía él que la cultura occidental había dependido a lo largo de toda la historia de ese tipo de trabajo vergonzosamente mal pagado”; pp. 1169-1170) ni tampoco la consecuente resistencia del anarquismo (condensada alegóricamente en un divertido deporte pynchoneano, el “Golf Anarquista”; p. 1156). La necesidad de una revolución —¿una revulsión?— mundial se manifiesta en los relatos sobre huelgas, atentados con bombas y dinamita, la Revolución Mexicana y el clima de inestabilidad en los Balcanes, entre otros sucesos históricos que atraviesa la novela.

Pynchon, de quien se dice que en su juventud estudió ingeniería, se interesa muchísimo por la tecnología. Ésta es, decididamente, la novela —¿el autor?— más nerd que he leído en mi vida. La electricidad, la fotografía, las armas y los motores, los transportes y las máquinas —reales o inventadas—, y también teorías sobre las bilocaciones (“el extraño y útil talento de estar en dos lugares a la vez”; p. 853), el viaje temporal, las posibilidades de la cuarta dimensión… el autor se detiene en el funcionamiento de casi todo.

(Nota al margen: no puedo evitar comparar este aspecto con Esta historia [2005], novela de Alessandro Baricco que —por eso de las interrupciones cotidianas de mi vida como lector— leí muy próxima a Contraluz. La historia de Baricco transcurre en la misma época, pero los adelantos tecnológicos no son vistos desde el intelecto, como en el caso de Pynchon, sino desde la emoción de su descubrimiento por parte del hombre común. Pynchon prefiere detenerse en lo técnico y sus implicancias en la cosmovisión de toda la humanidad. [Más conexiones Baricco-Pynchon en Contraluz: autos, aviones, motos, en p. 1128; un biplano, en p. 1147; referencia a la batalla del Caporetto, en p. 1315]).

En el contexto de su gran interés científico-técnico, los coqueteos de Pynchon con la matemática van de lo interesante a lo soporífero. Y él lo sabe: “Otra conversación matemática […] pronto aburrió tanto a todos que acabaron marchándose” (p. 750). Así como hay momentos en que divierte a rabiar con su inventiva (¡un intento de asesinato en una fábrica de mayonesa!), en estos otros casos a Pynchon sencillamente no le importa aburrir con disquisiciones de este tipo.

Tras las huellas de Cthulhu

Por Martín Cristal


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El mismo fragmento, del original en inglés:

Then, driven ahead by curiosity in their captured yacht under Johansen’s command, the men sight a great stone pillar sticking out of the sea, and in S. Latitude 47°9′, W. Longitude 123°43′, come upon a coastline of mingled mud, ooze, and weedy Cyclopean masonry which can be nothing less than the tangible substance of earth’s supreme terror – the nightmare corpse-city of R’lyeh, that was built in measureless aeons behind history by the vast, loathsome shapes that seeped down from the dark stars.

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Algunas notas:

1) La adaptación del relato de H. P. Lovecraft «El llamado de Cthulhu» para la versión de historieta —dibujada magistralmente por Alberto Breccia—, corrió por cuenta de Norberto Buscaglia. No creo que la confusión entre latitud y longitud deba atribuírsele a Buscaglia: es probable que él haya sido fiel a una traducción anterior que ya haya incluido ese desliz.

2) Después de mi búsqueda en Google Earth, noté que, además, los grados y minutos tampoco coinciden entre la versión castellana y el original en inglés… Para aumentar mi confusión, en Wikipedia figura que Lovecraft localizó a R’yleh «en la latitud 47º 9′ S, longitud 126º 43′ O». En el mismo artículo sobre R’iyeh, se lee que un seguidor de Lovecraft, August Derleth, «usó las coordenadas de latitud 49º 51′ S, longitud 128º 34′ O». Sin embargo, en la historieta de Breccia (y también en la 3a edición castellana de Minotauro, de 1974), ésas no son las coordenadas de la isla, sino las del encuentro e inmediato combate entre la goleta Emma y el yate Alert. En resumen: todas coordenadas distintas…

3) La máxima diferencia entre las cuatro variantes es de 2º de latitud y 4º 51′ de longitud. Esto quiere decir que, si alguno de ustedes tiene una embarcación apta y el dinero suficiente para que hagamos la travesía, deberíamos buscar a Cthulhu en una elipse de más o menos 220 x 300 kilómetros. Avisen cuándo salimos.

En resumen: todas coordenadas distintas…