Los hackers en la ficción

Por Martín Cristal

El cracker homérico

En la Ilíada, Ulises quiebra las defensas de Troya escondiendo soldados en el caballo de madera que los griegos ofrecen como regalo. A ciertos softwares maliciosos que se infiltran en las computadoras (generalmente para controlarlas a distancia), hoy se les llama “troyanos”. No son estrictamente virus, cuya finalidad es un ataque destructivo, aunque en el caso del Caballo de Troya sabemos que ése era, en efecto, su objetivo final.

Pekka-Himanen-La-etica-del-hacker-y-el-espiritu-de-la-era-de-la-informacionSi Ulises fuera un genio actual de las computadoras, ¿sería su ardid algo propio de un hacker? Según las definiciones propuestas por La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, del finlandés Pekka Himanen (Barcelona: Destino, 2002), Ulises sería más bien un cracker: “aquel que rompe la seguridad de un sistema”. El término fue creado hacia 1985 por los mismos hackers “a fin de defenderse de la tergiversación periodística”: no toleraban que los medios de comunicación los mezclaran con criminales informáticos.

Según Himanen, el verdadero hacker sería quien “programa de forma entusiasta”, un apasionado que comparte su propia pericia y, entre otras cosas, elabora software gratuito, abierto (al estilo de Linux y al contrario de los programas que venden corporaciones como Microsoft o Apple). El hacker detecta vulnerabilidades, sí, pero facilita el acceso a la información y a los recursos tanto como sea posible; es un revolucionario digital que tiende a la anarquía. Valora su tiempo, desprecia las corporaciones y el trabajo por dinero. Su capital es el respeto de los pares.

Ante un conflicto informático entre griegos y troyanos, un verdadero hacker aplicaría su talento en solucionarlo sin caballos tramposos ni virus. Colectivamente y sin mala fe, buscaría una solución creativa: clonar a Helena, tal vez, copiando su data genética para almacenarla en un disco duro compartido por Paris y Menelao. Y también por el resto de los mortales, incluidos otros hackers que podrían mejorar los resultados de esa misma solución, o incluso “retocar” la belleza de la propia Helena.

 

Antihéroes tecno-románticos

Muchos usamos la tecnología, pero la mayoría no comprendemos ni siquiera una pequeña parte de su metalenguaje. Saberlo todo sobre la tecnología lleva tiempo, concentración, aislamiento; el precio de ese conocimiento muchas veces es sufrir la inadaptación social, haber experimentado la marginación, el rechazo de los felices ignorantes.

El hacker —al menos en la ficción— siempre se presenta con un minicomponente de fracaso social y, por ende, tiene bastante de antihéroe. Ante el rechazo, se rehace a sí mismo en un mundo marginal donde prima un saber-hacer que le granjea respeto, le cura algunas heridas sociales y le devuelve la autoestima, le confiere una identidad, un poder y un propósito superior.

¿Anarquistas informáticos? ¿Nerds vengativos? ¿Justicieros marginales? ¿Exhibicionistas del código que, tras conseguir notoriedad, venden sus habilidades a las corporaciones? ¿Freaks, criminales, piratas? ¿Revolucionarios? ¿Un poco de todo? Hoy los hackers son nuestros antihéroes tecno-románticos. Pero, ¿románticos como caballeros andantes que ayudan a damas en apuros, o como piratas que las secuestran?

 

El hacker de Mr. Robot

El límite es dudoso porque, en cierto punto, las prácticas ideales de los hackers se superponen con las acciones criminales de los crackers. La serie Mr. Robot es un buen ejemplo de ese dilema ético, otra variante de la eterna discusión sobre si “el fin justifica los medios”. Queda claro que las categorías finalmente dependen del lado en que está cada quien (al fin y al cabo, Ulises también fue un héroe, aunque no para los troyanos).

Mr-Robot

[Atención: spoilers]. En el guión de Mr. Robot, el uso del actual contexto tecnológico y sus posibles aplicaciones me resultó infinitamente más interesante que el recurso del “narrador-no-confiable-porque-está-mentalmente-alterado” (éste, por demasiado visto y conocido desde El club de la pelea, hace que esa parte de la trama se vuelva previsible ya desde el tercer episodio).

Y sí, además de ése la serie tiene otros robos —V de Vendetta, American Psycho—, pero aun así creo que todos esos rip-offs están bien concertados entre sí para que digamos: ok, adelante, sigo mirando porque el asunto es interesante, róbame mi dinero (qué dinero, si la bajé).

Rami Malek realiza un trabajo impecable en la caracterización del protagonista, y la fotografía aporta al rectángulo de la TV varias composiciones que caen fuera de lo común.

 

Whitehats, blackhats y otros hackers del cine

Esa moral tan volátil y malinterpretable que se les atribuye a los hackers resulta en extremo seductora para incorporarlos a la ficción. La escala que los gradúa según sus intenciones va desde los de “sombrero blanco” —whitehats, cercanos al virtuosismo que planteaba Himanen en su libro—, hasta el extremo criminal de los crackers, o hackers de “sombrero negro” (blackhats).

Precisamente la última película de Michael Mann se titula Blackhat. En ella, Chris Hemsworth es un hacker convicto al que sacan de prisión para que ayude a desbaratar una red mundial de cibercriminales. La trama deriva hacia el thriller y Hemsworth —más conocido como Thor— está más cerca del héroe que del antihéroe tecno-romántico que todo hacker es; no logra incorporar el componente específico de inadaptación social del hacker tan bien como, por ejemplo, Noomi Rapace y Rooney Mara en sus respectivas interpretaciones de Lisbeth Salander, la inflamable protagonista de la saga Millenium, del sueco Stieg Larsson.

Noomi-Rapace-como-Lisbeth-Salander

En un vano intento de actualización, Duro de matar 4.0 introdujo a un joven hacker que realzaba a John McClane como héroe de acción de la vieja escuela: cero tecnología y puños. Uno que sabe y otro(s) que ignora(n): con la misma división, y si se amplía el rango de fantasía tecnológica, también pueden considerarse Matrix y Ghost in the Shell dentro del grupo de ficciones con hackers, o cuyos argumentos se basan en la lógica informática.

Entre los documentales, hay que mencionar al menos dos. We Are Legion (2012), sobre el trabajo y las creencias del colectivo “hacktivista” Anonymous; y el oscarizado e imperdible de Laura Poitras sobre Edward Snowden, Citizenfour (2014), un verdadero documento histórico sobre el espionaje informático en nuestros días.

 

Computer jockeys

Otra de ficción, clásica: Juegos de guerra. El personaje de Matthew Broderick no era estrictamente un hacker, sino un chico talentoso que lograba ingresar al sistema de una computadora militar; creyendo que era un videojuego, casi detonaba una tercera guerra mundial.

Broderick-Juegos-de-guerra-War-games

La película es de 1983, y rezuma el espíritu de su época: no sólo por la amenaza de la guerra fría, sino también porque, por esas fechas pero en literatura, la figura del hacker y sus potencialidades se agigantaban con el arribo de la corriente cyberpunk a la ciencia ficción.

William-Gibson-Neuromante-Minotauro-tapa-duraFue sobre todo por William Gibson y su novela Neuromante (1985) que el hacker/cracker se coló al centro del imaginario ficcional del mundo. En Neuromante, Case es un computer jockey, un humano con implantes tecnológicos que le permiten conectarse directamente a la computadora y así ver el universo de datos como un paisaje. Fue en esta novela donde Gibson acuñó el término “ciberespacio”; el autor ensancharía este universo ficcional en Conde Cero y Mona Lisa acelerada.

Otro relato gibsoniano, “Johnny mnemónico”, pasó al cine con Keanu Reeves en el papel de un tipo que se alquila como disco duro externo: almacena data digital de la mafia japonesa en un implante cerebral. El relato está compilado en Quemando cromo (1986); el cuento que da título a ese libro también tiene por protagonistas a dos hackers: uno representa el software, y el otro —un cyborg—, el hardware.

Haruki-Murakami-El-fin-del-mundo-y-un-despiadado-pais-de-las-maravillasTambién en 1985, pero en un registro menos tecno —mucho más ligero, fofo y fantástico—, Haruki Murakami publicaba El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Una de las dos líneas argumentales entrelazadas en esta abultada novela tiene por narrador a un informático que (oh casualidad) almacena datos ajenos en su inconsciente. Será víctima de la lucha entre el “Sistema” estatal y el grupo clandestino de los “Semióticos”.

Un digno heredero de Gibson es Neal Stephenson. En 1999 publicó una novela considerada de culto para los hackers: Criptonomicón. Menos futurista que de actualidad tecnológica (deslizamiento en el que Gibson también fue pionero), sus 918 páginas abarcan buena parte de la historia de la criptografía, trenzando dos líneas temporales: una arranca en la Segunda Guerra Mundial, con hechos que hoy se han difundido gracias a El código Enigma, la película sobre Alan Turing; y la otra, en el presente, cuando unos jóvenes tecno-empresarios intentan crear un gigantesco reservorio de datos y dinero digitales en una isla cercana a las Filipinas. En castellano, la novela salió en tres tomos, cada uno con el nombre de un código: Enigma, Pontifex y Aretusa.

Neal-Stephenson-Criptonomicon-castellano-spanish

Aunque didáctico, el libro es exigente: muchas veces Stephenson no resiste la tentación de escribir “en difícil” (y no me refiero sólo a la terminología técnica).

Pola-Oloixarac-Las-constelaciones-oscurasAlgo parecido sucede en Las constelaciones oscuras (2015), de la argentina Pola Oloixarac: exploradores en 1882; hackers en desarrollo, nacidos en 1983; y por fin el año 2024, cuando se lleva a cabo desde Bariloche el proyecto de informatizar el ADN de millones de personas, con la posibilidad de trazar derroteros de vida y realizar un control total sobre la población. Con una prosa rebuscada que entrecruza jergas y referencias cultas, este tardío revival ciberpunk puede resultar tan interesante como agotador.

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Una versión corta de este artículo se publicó en La Voz (Córdoba, 1º de noviembre de 2015).

El lector en la biblioteca pública (I)

por Martín Cristal

Intervención en el teórico de Arquitectura I —cátedra del Arq. Mariano Faraci— sobre el tema de la biblioteca pública desde la perspectiva del lector-usuario. Martes 29/04/2008, Aula Magna de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño (UNC). Parte 1 de 2.
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Introducción

Quiero agradecer al Arquitecto Faraci y a todo el cuerpo docente su invitación. Creo que en la interdisciplina hay un territorio muy fértil para explorar y así obtener conocimientos a los que, si uno estuviera atado solamente a la materia de estudio que ha elegido, no podría acceder. Particularmente entre Literatura y Arquitectura, creo que hay muchos puntos en común: en el momento de producir una narración o desarrollar un proyecto, muchas cosas se piensan en términos parecidos. En ambos casos hay, por ejemplo, un planteo inicial donde se intenta hacer congeniar ciertas estructuras con una visualización estética, tratando de que ninguna de las dos cosas quede relegada. No en vano, al desarrollar un relato, se habla de construir un relato. Estos y otros puntos en común favorecen el cruce interdisciplinario.

Sin embargo, no estoy aquí tanto en función de escritor como en función de lector. Digamos que mi rol de escritor garantiza mi papel como lector, porque la historia de un escritor es ante todo la historia de un lector. No puedo aportarles las cuestiones técnicas que les dará el cuerpo docente, ni tampoco voy a hacer una teoría sociológica para desarrollar cuáles son las cuestiones sociales relativas a una biblioteca popular, cosa que ustedes mismos podrán relevar si visitan las bibliotecas populares que ya existen en la ciudad. Lo que vengo a traerles es una perspectiva de lector, entendido como alguien que lee permanentemente, alguien para quien la lectura es una de sus actividades centrales; una persona a la que uno siempre puede preguntarle “¿qué estás leyendo en este momento?” y que siempre estará leyendo algo. No como un vicio, no como un fumador que prende un cigarrillo con el anterior, pero casi casi superponiendo un libro con el siguiente. Lo que vengo a ofrecerles son las sensaciones y los deseos que tiene un lector a la hora de pensar cuál es el lugar en el que quiere leer.

Recurro a mi memoria de lector, tanto en lo referido a mi experiencia personal como a textos que he leído y que poseen buenos ejemplos para presentarles, de manera que ustedes no tengan sólo mi perspectiva, sino que podamos compartir la de otros escritores también. Lo que vamos a ver en la pantalla son fragmentos de tres novelas de autores contemporáneos, donde se toca el tema de la biblioteca. Los dos primeros ejemplos muestran sensaciones positivas de un lector hacia la biblioteca como espacio; el tercero, una experiencia en la que ese espacio no ha jugado a favor del lector-usuario.

Las dos bibliotecas de Kafka en la orilla

Vamos a ver un fragmento de Kafka en la orilla [2002]. El autor es Haruki Murakami, japonés. Su novela arranca con un narrador de quince años, que vive en Tokio y decide escapar de la casa de sus padres. Arma una mochila y se va. Durante su viaje en ómnibus, recuerda esto que vamos a leer:


1.
“Desde chico, yo siempre he matado las horas en las salas de lectura de las bibliotecas. No son muchos los sitios adonde puede ir un niño pequeño que no quiere volver a su casa. No le está permitido entrar en las cafeterías, tampoco en los cines. Únicamente le quedan las bibliotecas. No hay que pagar entrada y, aunque vaya solo, no le dicen nada. Allí puede sentarse y leer todos los libros que quiera. A la vuelta de la escuela, yo siempre iba en bicicleta a la biblioteca municipal del barrio. Incluso los días festivos solía pasar largas horas allí solo. Cuentos, novelas, biografías, historia: leía todo lo que encontraba. Y, cuando había devorado todos los libros infantiles, pasaba a las estanterías de obras para el público en general y leía los libros para adultos. Incluso los que no entendía los leía hasta la última página. Cuando me cansaba de leer, me sentaba ante los auriculares y escuchaba música. Carecía por completo de cultura musical, así que iba escuchando por orden todos los discos que había, empezando por la derecha. Así fue como descubrí la música de Duke Ellington, los Beatles y Led Zeppelin.

La biblioteca era como mi segunda casa. En realidad, es posible que fuera mi verdadero hogar”.

Acá, desde un punto de vista literario —y si me permiten la crítica—, Murakami no suena tanto como un chico de quince años; parece más bien una persona adulta recordando un pasado bastante lejano. Sin embargo, este fragmento es importante en la novela porque sirve para preparar una escena que va a ocurrir más adelante. Después vamos a leer un fragmento de esa escena.

Las negritas son mías; remarcan aspectos a los que me gustaría que ustedes les prestaran atención. Por ejemplo, esto de que un niño pequeño puede ir a la biblioteca sin pagar entrada para sentarse y leer. La biblioteca es un lugar, una edificación, que tiene prácticamente puros aspectos positivos. Una madre que tuviera un hijo que llega tarde a casa muchas veces, y que, averiguando, se enterase de que el chico ha estado en una biblioteca, no sospecharía nada malo en su comportamiento. Se pueden hacer cosas malas en una biblioteca, no digo que no, pero el edificio en sí mismo conlleva una serie de valores positivos que permiten esto: que un niño pequeño entre y salga sin que nadie le diga nada.

El chico iba en bicicleta. Yo no sé cuántos de ustedes hayan recordado los medios de locomoción de la gente y hayan pensado —para la biblioteca que ya están desarrollando en su imaginación— en un espacio donde dejar nuestra bicicleta al llegar a la biblioteca del barrio… Estamos hablando de una biblioteca de barrio (en Tokio, sí, pero una biblioteca de barrio al fin).

Este chico, cuando se cansa de leer, no se va de la biblioteca: escucha música. Hoy las bibliotecas tienen mucho de centro cultural; ya no se privilegia la colección de libros, no hay una torre de libros que hay que santificar. La colección ya no es lo más importante de la biblioteca, sino el usuario. La biblioteca actual tiene que proveer toda una serie de medios audiovisuales: medioteca completa, internet y también talleres y otra serie de actividades. En este caso, vean lo que se produce: el chico descubre la música. Los Beatles, Led Zeppelin… Para cualquier persona, estos descubrimientos son difícilmente olvidables. Esto es muy importante: después vamos a volver sobre el tema de la biblioteca como un lugar de descubrimientos.

Que el chico diga que esa biblioteca municipal es su segunda casa o su verdadero hogar, sirve como antecedente para preparar el momento posterior en que llegará a la ciudad de Takamatsu, más al sur de Japón. Primero va a parar en un hotel y después, de a poco, se va a ir acercando a una biblioteca, en la que finalmente va a quedarse a vivir. Vamos a leer un fragmento correspondiente a la primera vez que este chico entra a esa biblioteca: la Biblioteca Conmemorativa Kômura.


2.
“Entro en la amplia biblioteca de altos techos, doy vueltas alrededor de las estanterías, busco un libro que despierte mi interés. Gruesas y magníficas vigas cruzan el techo. Por las ventanas se filtran los rayos de sol del principio del verano. Los cristales están abiertos hacia fuera y, desde el jardín, llegan los trinos de los pájaros. […] En la sala recién abierta al público no hay nadie aparte de mí. Puedo disfrutar en exclusiva de la elegante estancia. […] De techo alto, muy amplia, confortable y cálida. A través de las ventanas, abiertas de par en par, penetra la brisa. Las blancas cortinas tiemblan en silencio. Y el viento, efectivamente, huele a mar. Nada que objetar sobre la comodidad de los sillones. En un rincón de la estancia hay un viejo piano de pared y yo me siento como si estuviese en casa de unos buenos amigos. […] Doy vueltas por la alfombra, estampada con un motivo de racimos de uva. Hago girar la vieja manilla que sirve para abrir y cerrar la ventana. Enciendo la lámpara de pie, la apago. Contemplo, uno tras otro, los cuadros de las paredes, luego vuelvo a sentarme en el sofá y continúo leyendo mi libro. Me concentro en la lectura”.

Esta segunda biblioteca de la novela, en realidad no es una biblioteca popular; pertenecía a una familia adinerada y está en un edificio de bella arquitectura que ha sido puesto en manos de una fundación. Es una biblioteca especializada en poesía japonesa. El chico, de tanto ir a la biblioteca, finalmente consigue un trabajo ahí, y se queda a vivir en el edificio. Yo creo que esto es la metáfora de un deseo de lector: quedarse a vivir entre libros.

En esta metáfora, tenemos amplitud, tenemos sol, jardín, trinos… es decir, nada de aislamiento total. La biblioteca no tiene que ser un calabozo ni tiene que ser un santuario, ni un lugar de recogimiento. Tiene que haber un adentro y un afuera, y la posibilidad de que el lector levante la vista del libro y encuentre descanso. Si ustedes se fijan en este extracto de Murakami, el acercamiento a la lectura se da en forma de espiral: el lector va preparando el ambiente para la lectura. Cuando uno está en casa leyendo un libro que le gusta, se para, va a prepararse un café, deja el libro un rato… sufre un poco el tener que dejarlo, sólo para retomar la lectura con más gusto después.

Otra cosa curiosa: uno no suele imaginar bibliotecas con ventanas abiertas. Uno todo el tiempo piensa en paños fijos, cerrados, por los que entra la luz pero no el sonido del exterior. Aquí tenemos no sólo sonido: tenemos brisa, olores… Hay una sensación de tranquilidad, que luego consigue la concentración en la lectura.

La biblioteca municipal
del prólogo de Pregúntale al polvo

El siguiente ejemplo pertenece a la reedición de Pregúntale al polvo, una novela que a mí me gusta mucho, escrita por un autor ítalo-americano, John Fante. Se publicó en 1939 y permaneció en la oscuridad durante bastante tiempo. Es una novela, no vamos a decir injustamente olvidada, porque no lo fue, pero a la que no se le dio la relevancia que realmente tenía. Fue rescatada de ese semiolvido por otro escritor, que había leído la novela cuando era joven y más tarde, cuando él mismo se hizo famoso, promovió su reedición —en 1980— para que todo el mundo pudiera leer ese texto que a él lo había fascinado. Es muy común en literatura que un escritor busque señalar a sus precursores o rescatar a esos autores que a él le provocaron algo especial en su juventud.

Este segundo escritor era Charles Bukowski, nuestro queridísimo viejo indecente. Él escribió el prólogo para la reedición de la novela de Fante. Vamos a leer algunos fragmentos. Tengan en cuenta que esto es realmente autobiográfico, no ficción como en Murakami. Esto es Bukowski contándonos una parte de su vida:

1. “Yo era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. […] Tomaba de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada?. […] Probé de las distintas secciones de la biblioteca. […] Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer por ninguna parte”.

2. “Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada que comer o de beber y cuando la dueña de la casa le perseguía a uno con los recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al baño sin problemas. Vi muchísimos compañeros de vagabundeo ahí, y casi todos dormidos sobre el libro abierto.”

3. “Seguí recorriendo la sala general de lectura, tomando libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y dejándolos en su sitio a continuación.

Pero cierto día tomé un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. […] El libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor ser llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros”.

Para presentar esta novela, Bukowski ha elegido contarnos el momento en que la encontró. Ese descubrimiento —vean la comparación: “como el hombre que ha encontrado oro”—, ha sucedido en una biblioteca municipal. Así como en el libro de Murakami había un descubrimiento relativo a la música —descubrir el rock and roll en una biblioteca: algo que uno no espera, ¿no?—, aquí hay otro descubrimiento, el de un libro, que para Bukowski no va a ser cualquier libro: es uno crucial en su propia vida como escritor, es el libro que más influyó en su propia obra. Y lo encontró en una biblioteca municipal.

Podemos destacar también que la biblioteca estaba organizada en secciones, y que él se servía por sí solo los libros de los estantes, lo cual es deseable en una biblioteca de barrio: es deseable que entre el lector y los libros haya la menor cantidad posible de barreras. Sabemos que esas barreras no pueden ser iguales a cero por el simple hecho de que vivimos en un contexto donde todo lo que pueda ser robado se robará, incluso antes de saber cuál es su utilidad. Pero habría que reducirlas al mínimo.

Cambiemos de escala. En el siguiente ejemplo, vamos a ver un caso donde al lector se le ponen muchísimas barreras entre él y el libro al que quiere acceder. Se trata de una experiencia negativa en una biblioteca más grande: una biblioteca nacional.

[Leer la segunda parte]

El lector en la biblioteca pública (II)

por Martín Cristal

Intervención en el teórico de Arquitectura I —cátedra del Arq. Mariano Faraci— sobre el tema de la biblioteca pública desde la perspectiva del lector-usuario. Martes 29/04/2008, Aula Magna de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño (UNC). Parte 2 de 2.
[Leer la primera parte]
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La biblioteca nacional de Austerlitz

El fragmento que vamos a ver es de W. G. Sebald, un escritor alemán que murió en 2001. Ese mismo año había publicado una novela titulada Austerlitz (que es el apellido de su personaje principal, Jacques Austerlitz). Este personaje va a la Biblioteca Nacional de Francia a buscar datos para tratar de localizar a su padre, desaparecido hace tiempo en París.


1.
[El edificio está] “inspirado evidentemente, en su monumentalismo, en el deseo del presidente del Estado de perpetuarse […]. En todas sus dimensiones exteriores y su constitución interna, es contrario al ser humano y de antemano intransigentemente opuesto a las necesidades de cualquier lector verdadero. [Al llegar] se encuentra uno al pie de una escalinata que rodea todo el complejo […]. Si se trepan por lo menos cuatro docenas de escalones, tan estrechamente medidos como escarpados, lo que hasta para los visitantes jóvenes no carece totalmente de peligro, se llega a una explanada, literalmente abrumadora para la vista […].

2. Cuando estuve por primera vez en la cubierta de paseo de la nueva Biblioteca Nacional, necesité algún tiempo para descubrir el lugar desde el que los visitantes, por una cinta transportadora, son llevados al piso bajo, en realidad la planta baja. Ese transporte descendente —después de haber subido con el mayor esfuerzo a la meseta— me pareció enseguida algo absurdo, que evidentemente —no se me ocurre otra explicación, dijo Austerlitz— tiene por objeto deliberado infundir inseguridad y humillar al lector, sobre todo porque el viaje termina en una puerta corrediza de aspecto provisional, el día de mi primera visita cerrada con una cadena atravesada, en la que hay que dejarse registrar por personal de seguridad semiuniformado”.

El valor de este fragmento es, primero, la consideración del exterior de la biblioteca —en los otros ejemplos no disponíamos de esto—; segundo, vemos que esa consideración es negativa. El presidente con “voluntad de perpetuarse” era François Mitterrand; esa voluntad de monumentalismo es contraria a la escala del ser humano y lo obliga a una prueba de fuerza donde tiene que subir primero para después bajar y así hacer su entrada en el mismo nivel en que estaba cuando llegó… Eso es poner trabas al ingreso (para colmo, luego va a haber excesivas medidas de seguridad). El conjunto de estas trabas “infunde inseguridad y humilla al lector”. Así se siente Austerlitz ante esto.

Pasemos a los siguientes fragmentos de Sebald:

3. “A pesar de esas medidas de control, conseguí finalmente, dijo Austerlitz, sentarme en la nueva sala de lectura general Haut du Jardin, en la que, en la época que siguió, pasé horas y días enteros, mirando distraídamente, como ahora acostumbro, al patio interior, esa extraña reserva natural, cortada por decirlo así en la superficie de la cubierta de paseo y hundida a dos o tres pisos de profundidad, en la que han plantado alrededor de un centenar de pinos piñoneros, que trajeron aquí de la Foresta de Bord, no sé cómo, dijo Austerlitz, a este lugar de exilio. […] Muchas veces ha ocurrido también que los pájaros se extravíen en el bosque de la biblioteca, vuelen hacia los árboles reflejados en los cristales de la sala de lectura y, tras un golpe sordo, caigan sin vida al suelo”.

4. “Desde mi lugar en la sala de lectura he pensado mucho en la relación que tienen esos accidentes, no previstos por nadie, es decir, la muerte súbita de un ser desviado de su rumbo natural, lo mismo que los fenómenos de paralización del sistema electrónico de datos, que se producen una y otra vez, con el cartesiano plan general de la Biblioteca Nacional, y he llegado a la conclusión de que, en todo proyecto diseñado y desarrollado por nosotros, el dimensionamiento de las magnitudes y el grado de complejidad del sistema de información y dirección son los factores decisivos […]. Esa nueva biblioteca gigantesca, que según una concepción desagradable y constantemente utilizada hoy, debe ser el tesoro de toda nuestra herencia literaria, ha resultado inútil en la búsqueda de las huellas de mi padre, desaparecido en París”.

Con decir sólo esto último —que es la biblioteca es inútil— basta para ser lapidario con ella. Todas las demás críticas saldrían sobrando, aunque aquí funcionan como pruebas del porqué de la inutilidad de esta biblioteca.

Lo del bosque y el pájaro me parece una linda metáfora para el lector en una biblioteca como ésta: un pájaro perdido en un bosque, el cual finalmente choca contra una ilusión, el reflejo en un vidrio. Esto es, un lector frustrado, que no encuentra lo que quiere leer.

En la sala de lectura, Austerlitz se topa con un enorme esfuerzo por lograr una tranquilidad artificial: un bosque de pinos importado. No sé si ustedes conocen o han visto el edificio: en medio de su zigurat —dice Sebald— hay un pozo donde están los pinos, sujetos con cables de acero. La sala de lectura está ahí abajo y uno ve los pinos plantados ahí, en un entorno totalmente artificial. Esto sería como si en la biblioteca de Murakami, para que haya olor a mar, ubicáramos un mar artificial en la parte exterior, o pusiéramos un aparato que hiciera olas para escuchar el sonido del mar: no tendría sentido. Sin duda, esta biblioteca francesa está promovida por una gran megalomanía.

La última reflexión de Sebald, un poco más abstracta, puede servirles (llevándola a la escala de una biblioteca popular, por supuesto). Según Sebald, el dimensionamiento de las magnitudes —las proporciones, la escala de los espacios, sus tamaños— y el grado de complejidad del sistema de información y dirección son los factores decisivos en la organización del espacio “biblioteca”.

Consideraciones finales

Para cerrar esta intervención, quiero proponerles una serie de reflexiones breves relacionadas con lo que hemos visto hasta aquí.

Hemos hablado mucho de lectura, pero tenemos que recordar que la lectura, si bien es la actividad emblemática en una biblioteca, no es la única. La biblioteca no es un lugar sólo para leer; es un lugar para pensar. Ustedes pueden hacer un rápido recorrido mental por la ciudad y darse cuenta de que casi todos los espacios hoy están hechos para distraer al individuo; todo quiere captar nuestra atención, la publicidad, en escalones, en mingitorios, en lugares absurdos. Uno no puede encontrar —ni siquiera en un bar— un lugar para pensar. La biblioteca, si está bien hecha, podría ser ese lugar.

No es el silencio absoluto, sino la tranquilidad lo que permite pensar. Esto es a lo que tiene que apuntar, por lo menos, la sala de lectura. Por supuesto que hay muchas formas de pensar: a veces el debate es una manera de pensar, a veces el taller… estos otros ámbitos deberán desarrollarse de otra manera, pero la sala de lectura tiene que proponer tranquilidad, que no es silencio absoluto. Piénselo un segundo: si ustedes se levantan una mañana y escuchan un silencio absoluto sobre el planeta… sería algo terriblemente inquietante, para nada tranquilizador.

Como motivación, es un desafío diseñar un espacio como éste, pensarlo, construirlo, porque hoy la biblioteca se encuentra en una encrucijada donde están cambiando los formatos y por ende, la función de la biblioteca.

La biblioteca, para el lector, es un lugar de descubrimientos. Lo hemos visto claramente en los ejemplos de Murakami y Bukowski.

Por último, a modo de reflexión final, quisiera que pensáramos en lo siguiente. Creo que no hay lector que olvide su etapa iniciática, que se olvide de esa etapa en la que se enganchó con sus primeros libros. Pronto el lector suma lecturas y se hace inevitable que los textos se vayan difuminando; que uno —cuando ya ha leído 400 ó 500 libros— se vaya olvidando de los argumentos… Quedan solamente algunos rasgos exteriores, o algún detalle interior, pero no mucho más. Sin embargo, resulta difícil olvidarse de los lugares donde uno ha leído tal o cual libro. Uno a veces ya no recuerdo el argumento, pero, con sólo rever la tapa, se acuerda del lugar donde estaba cuando lo leyó.

Si cruzamos estos dos factores —la imposibilidad de olvidar la iniciación en la lectura y esta característica extraña de olvidar lo leído pero no el lugar donde se leyó—, creo que todos los lectores que nazcan como tales en la biblioteca que ustedes van a desarrollar, a modo de recompensa —recompensa para ustedes— no van a olvidar jamás el espacio que ustedes habrán diseñado. Desde la perspectiva de un humilde lector, me parece que no es poca cosa lograr el diseño de un lugar que resulte inolvidable.