Mapas literarios. Tierras imaginarias de los escritores, por Huw Lewis-Jones (ed.)

Por Martín Cristal

Locos por los mapas

La edición de Mapas literarios: tierras imaginarias de los escritores es lujosa: trae 167 ilustraciones a color en un señor papel de 21 x 30 cm, con tapas enteladas y sobrecubierta. Puede resultar muy cara para el pauperizado bolsillo argentino; sin embargo, a quienes les fascinen los mapas de tierras imaginarias (o reales pero no del todo exploradas) sin duda este libro les parecerá irresistible.

Su compilador es Huw Lewis-Jones (Inglaterra, 1980), historiador de la exploración y doctor por la Universidad de Cambridge. También es director de arte, editor y autor de otros libros relacionados con la exploración del Ártico, el Everest y la Antártida.

Dos docenas de autores —incluido él mismo— aportan ensayos histórico-filosóficos, crónicas y memorias personales sobre el asunto de los mapas. Están, entre otros, David Mitchell (El atlas de las nubes), Cressida Cowell (Cómo entrenar a tu dragón), Philip Pullman (La materia oscura, trilogía base para la película La brújula dorada) y Brian Selznick (La invención de Hugo Cabret). También diseñadores como Miraphora Mina o Daniel Reeve, responsables de los mapas en las películas de Harry Potter o El hobbit, respectivamente.

Mapa de la Tierra Media para la película de El señor de los anillos. Daniel Reeve hizo un pequeño cambio respecto del original de los libros: «El golfo de Lune, en Eriador, ahora guarda un ligero parecido con el puerto de Wellington, en Nueva Zelanda», país donde se filmó la película (Reeve es neozelandés) [pág. 164 del libro].

No es un tratado exhaustivo sobre la cartografía; el conjunto de los textos resulta más variopinto que sistemático (por ejemplo hay algunos conceptos que se repiten a lo largo del libro). La ventaja es que así el lector circula por sus páginas con total libertad, zigzagueando entre los artículos, salteándose alguno según su curiosidad o hilando la lectura desde la exploración preliminar de las ilustraciones.

Porque, por muy interesante que sean algunos textos (o descubrir que aquella idea borgeana del mapa en escala 1:1 ya estaba en la última novela de Lewis Carroll), la verdadera gloria de este libro son los mapas. Entre los ficcionales muestra un grabado de 1518 con la isla Utopía, de Tomás Moro. Hay un corte de los círculos dantescos pintado en pergamino por Botticelli. Están la isla de Crusoe, tal como apareció en la edición de 1720, y el mapa del tesoro de Stevenson y el que Rider Haggard incluyó en Las minas del rey Salomón. El condado de Yoknapatawpha dibujado por Faulkner, y el plano del estanque Walden, de Thoreau. La hojita de una libreta en la que Jack Kerouac dibujó los viajes de En el camino. El bosque de Winnie The Pooh (¡creado en 1926!), la Neverland de Peter Pan, el reino de Oz y el mapa que abría las historietas de Astérix.

Y Terramar, de Úrsula K. Le Guin. Y los Siete Reinos de George R. R. Martin. Y muchas versiones de Ásgard, de Narnia y de la Tierra Media de Tolkien. Y dos portentosas infografías sobre Moby Dick y Huckleberry Finn. Incluso los mapas de juegos de rol como el primigenio Calabozos y dragones tienen su lugar en este libro, en la medida en que también son ficciones (interactivas).

Infografía (portrait map) sobre la novela Moby Dick, de Herman Melville. Diseño de Everett Henry realizado en 1956 para «una imprenta que deseaba presumir de sus tintas de alta calidad». Ese mismo año se había estrenado la versión fílmica de la novela, con Gregory Peck como el Capitán Ahab [pp. 30-31 del libro].

Todos estos mapas ficcionales —algunos no incluidos en las ediciones de los libros, sino tomados de los cuadernos donde los autores pergeñaron sus obras— se alternan con otros históricos, de territorios verdaderos. Esa intercalación evidencia como el mapa imaginario intenta pasar por real —de ahí que haya autores de ficción que basan sus territorios fantasy en mapas carreteros actuales—, pero también cómo los mapas reales siempre incorporaron elementos imaginarios, al menos antes de arribar a la frialdad práctica del GPS y Google Maps. El mundo se exploraba sobre el terreno, sin satélites y paso a paso; siempre quedaban zonas por descubrir. ¿Qué dibujar ahí?

Según Aldo Leopold, “para aquellos que no tienen imaginación, un lugar en blanco en el mapa es un desperdicio; para los demás es la parte más valiosa”. Una palabra que rima con “misteriosa”, pero también con “peligrosa”.

Así, en su mapamundi del siglo XVI, Abraham Ortelius escribe, sobre todo el continente blanco del sur: terra australis nondum cognita (“tierra austral todavía no conocida”).

Theatrum Orbis Terrarum de Abraham Ortelius (1570). Uno de los mapas más conocidos del siglo XVI. «En el sur hay un continente enorme basado en mitos y rumores» [pp. 24-25 del libro].

Ortelius también rodea a su volcánica Islandia con monstruos marinos amenazantes, basándose en historias danesas y cuentos tradicionales. La leyenda “aquí hay dragones” (hic sunt dracones) se consignaba en esas zonas misteriosas de los mapas antiguos para decir: cuidado, este lugar está inexplorado. De él sólo tenemos mitos y leyendas.

Con el título original de The Writer’s Map, este deslumbrante compendio de Lewis-Jones se editó simultáneamente en varios idiomas. No debe ser confundido con otro libro vistoso para la mesita del living. Mapas literarios es un viaje fascinante por los territorios de la abstracción y por la abstracción de los territorios.

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Mapas literarios: tierras imaginarias de los escritores, edición de Huw Lewis-Jones. Blume, 2018. 256 páginas. Con una versión más corta del presente artículo, recomendamos este libro en el suplemento “Número Cero” de La Voz (Córdoba, 24 de febrero de 2019).

A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy

Por Martín Cristal

Sangre, sudor y cabelleras cortadas

Cormac-McCarthy-Meridiano-de-sangre-DebateIncluso después del gran éxito alcanzado a principios de los años noventa por su Trilogía de la frontera, Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) siguió cultivando el mito de “autor-que-no-concede-entrevistas”. Ese modo misántropo de encarar la propia figura de autor —el mismo con el que Salinger canalizó una paranoia sin fisuras, y que hoy persiste en un famosísimo fantasma llamado Thomas Pynchon— empezó a ceder un poco ante las luminarias luego del Pulitzer que recibiera por su novela La carretera, de 2006 (lo hizo, por ejemplo, con una sorprendente aparición pública en el programa de Oprah Winfrey).

Probablemente McCarthy haya escrito su gran novela mucho antes de todo eso, en 1985. Meridiano de sangre es —según el crítico Harold Bloom— la “auténtica novela apocalíptica [norte]americana”. Si La carretera es postapocalíptica al presentarnos un país desolado tras una catástrofe sin nombre —con el canibalismo y la destrucción amenazando permanentemente a un niño y su padre (Viggo Mortensen en la pantalla grande)—, Meridiano de sangre se revela como un apocalipsis previo a la formación de ese mismo país, o de una parte significativa: su actual frontera sur. Así, es posible conjeturar que la historia, las costumbres y el territorio de Estados Unidos no son para McCarthy más que un paréntesis lógico entre la certeza de un comienzo violento y la hipótesis de un final violento.

En Meridiano de sangre, la muerte y el mal son un espectáculo continuo; la ley del más fuerte aplicada veinticuatro horas al día durante veintitrés capítulos (cada uno trae al comienzo el resumen de los acontecimientos que abarca, a la usanza de los textos antiguos). El argumento es lineal a más no poder y está emparentado con el género del western: a mediados del siglo XIX —pasada ya la guerra entre Estados Unidos y México—, un chico se une a una pandilla de mercenarios que se dedican a exterminar indios entre lo que hoy serían Texas y California, bajando también a los desérticos estados del norte mexicano.

Cormac-McCarthy

La minuciosidad de la violencia en McCarthy impregna al lector, al igual que sus detalladas descripciones de vestimentas, cabalgaduras, armas y paisaje (Hugo Pratt se hubiera hecho un festín dibujando esta novela). Por Hollywood sabíamos que los indios eran sanguinarios y cortaban las cabelleras de los hombres blancos; por McCarthy nos enteramos que también podía suceder al revés, ya que las cabelleras de los indios sirven para cuantificar la matanza y cobrar la faena. Los mismos mexicanos que pagan por el exterminio se vuelven víctimas de este grupo de asesinos, entre los que se destacan el capitán Glanton, su impiadoso líder, y sobre todo el juez Holden: un personaje espeluznante, tan inolvidable como el cruel asesino de No es país para viejos (también de McCarthy).

Un extenso western, sí, pero sin héroes. No es entonces como aquellas novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, sobre todo gracias al poderoso estilo de McCarthy, que eleva el texto a otro nivel. En la tradición del gótico sureño, McCarthy trasvasa a la sequedad mortal del desierto mexicano varios yeites de la prosa con la que Faulkner pintaba la humedad del Mississippi.

El tono y su seguridad lo son todo en esta novela. Un breve extracto como ejemplo:

“Se adentraron en el desierto para hacer un alto. No soplaba el viento y aquel silencio era muy del gusto de cualquier fugitivo como lo era el campo abierto y no había montañas cerca donde algún enemigo pudiera esconderse. Ensillaron y partieron antes de que saliera el sol, cabalgando todos a la par con las armas a punto. Cada cual escrutaba el terreno por su cuenta y los movimientos de las criaturas más minúsculas eran registrados por su percepción colectiva, los filamentos invisibles de su vigilancia federándolos entre sí, y avanzaron por aquel paisaje como una única resonancia. Vieron haciendas abandonadas y tumbas junto al camino y a media mañana habían encontrado el rastro de los apaches, venía del oeste y avanzaba ante ellos por la arena blanda del lecho del río. Los jinetes descabalgaron y cogieron muestras de arena removida al borde de las huellas y las tamizaron entre los dedos y calibraron su humedad a la luz del sol y las dejaron caer y miraron río arriba entre los árboles pelados. Volvieron a montar y siguieron adelante” [Cap. XVI; traducción de Luis Murillo Fort].

Si la prosa recuerda un poco a Faulkner, la épica recuerda otro tanto a Melville. Como en Moby Dick, las aventuras pergeñadas por McCarthy se suceden, episódicas y grandilocuentes, sólo que aquí la caza de ballenas se llama limpieza étnica.

Una novela como ésta podría volverse demasiado local si sólo se centrara en recrear un período histórico. Son las discusiones entre los personajes —usualmente alrededor del fogón nocturno— las que la vuelven universal debido a su cariz filosófico. En esos intercambios crece el personaje del juez Holden: un hombre terrorífico (cuyo título no puede más que ser irónico). Lleno de curiosidad científica, Holden es una figura cuasi diabólica. Teórico de una guerra sin fin, se presenta cínico e impredecible, capaz de perdonar o de matar sin razón alguna (o por razones íntimas pero inescrutables). Conforme esta gran epopeya de antihéroes se desangra hasta el último hombre, Holden se candidatea como una de las mayores encarnaciones del mal que haya dado la literatura.

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Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Debate, 2001 [1985]. 416 páginas. Con otra versión, más breve, recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de marzo de 2015).

2666: los críticos, Amalfitano y Fate

Por Martín Cristal

En un artículo anterior ya me referí al misterio del título de 2666, la gran novela póstuma de Roberto Bolaño. Aquí empiezo a recorrer la novela parte por parte, arrancando con las tres primeras (de cinco): «La parte de los críticos», «La parte de Amalfitano» y «La parte de Fate».

1. “La parte de los críticos”

Cuatro críticos literarios europeos se conocen y estrechan relaciones a partir de su interés por la obra de Benno von Archimboldi: un escritor oculto, una especie de Salinger alemán, aunque más prolífico que Salinger. No hay que confundirlo —o quizás sí— con J. M. G. Arcimboldi, novelista francés al que se menciona un par de veces en Los detectives salvajes (y cuyas iniciales coinciden con las del Nobel 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio). En ambas novelas, Archimboldi/Arcimboldi figura como autor de un texto borgeanamente titulado La rosa ilimitada, como si Bolaño, en 1998, ya hubiera entrevisto al personaje central de 2666 sin definirlo del todo todavía: francés en lugar de alemán, con un nombre que todavía no era el definitivo…

Siguiendo el rastro difuso de su admirado escritor, los críticos terminan visitando un “páramo cultural”: la ciudad de Santa Teresa, en el estado de Sonora (México), ciudad ficcional por la que también pasaron Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives…, y que se calca sobre la verdadera Ciudad Juárez.

Bolaño despliega su máxima plasticidad poética cuando narra los sueños de los personajes. Y ya que sus personajes son críticos, Bolaño aprovecha para interpolar consideraciones literarias o artísticas: plantea una paradoja para preguntarse hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro; margina a la crítica “ultraconcreta”, que aporta datos pero no tiene ideas propias (una “arqueología de la fotocopiadora”); presenta a la obra de un autor como el campo de batalla donde críticos contrapuestos buscarán imponer su lectura, una “lectura que va a durar”; caracteriza a los escritores e intelectuales mexicanos como cortesanos seducidos por el Estado. Como siempre, Bolaño equilibra magistralmente lo vital y lo literario.

Como curiosidad: hay un cameo de Rodrigo Fresán en Kensington Gardens. A lo largo de 2666, Bolaño también se las arregla para nombrar a otros amigos suyos: Vila-Matas, Rey Rosa, Villoro…

Otra vez el viaje en busca de un escritor: la misma motivación que en Los detectives salvajes, que arrastra a los protagonistas de ambas novelas al mismo punto del planeta, Santa Teresa. Más allá de esa similitud, en esta “parte de los críticos” no se encuentra aquel relato coral con voces bien diferenciadas, en primera persona, que Bolaño había desplegado en Los detectives…, sino un narrador convencional, en tercera persona y tiempo pasado. La estrategia narrativa principal de Bolaño en esta parte de 2666 es otra: se trata de la digresión fecunda, el aprovechamiento de cada detalle nimio de la historia principal, de cada textura del tronco, para hacer que de ahí nazca una historia nueva, una rama que se sumará a la frondosa fabulación de 2666.

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2. “La parte de Amalfitano”

Amalfitano es un profesor universitario chileno que, luego de vivir en Barcelona, recala en la Universidad de Santa Teresa, Sonora, el mismo “páramo cultural” al que más tarde llegarán los críticos de la primera parte. Amalfitano vive con su hija Rosa y, en el patio de su casa, reproduce un ready-made: en la soga para la ropa, cuelga un libro de geometría de Rafael Dieste. (“Se me ocurrió de repente, dijo Amalfitano, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza. Oye, tú cada día estás más loco, dijo Rosa.”). En efecto, el ambiente sórdido y ominoso de Santa Teresa hará mella en la salud mental del viejo profesor.

Si en la primera parte se echó a los intelectuales en México, aquí Bolaño despacha a los de Chile:


En Chile los militares se comportaban como escritores y los escritores, para no ser menos, se comportaban como militares, y los políticos (de todas las tendencias) se comportaban como escritores y como militares, y los diplomáticos se comportaban como querubines cretinos, y los médicos y abogados se comportaban como ladrones, y así hubiera podido seguir hasta la náusea, inasequible al desaliento.
(p.286)

En esta parte, hay un fragmento importante que funciona como una defensa de las novelas “torrenciales”, o totales, al estilo de 2666:


[El farmacéutico] prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía
La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez. (p.289)

“Sangre, heridas mortales y fetidez”: todo eso hay, y de sobra, en la cuarta parte de 2666: “La parte de los crímenes”, la más densa de todo el libro. Pero antes pasemos por la tercera…

3. “La parte de Fate”

Quincy Williams —hay que leer un rato para darse cuenta— es negro o, si se prefiere, afroamericano (“Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?”). Trabaja como periodista para una revista de Harlem, Nueva York. Suele escribir sobre temas sociales pero, debido al fallecimiento del columnista de deportes, es enviado a México para cubrir una pelea de boxeo. Ahí se interesará por los asesinatos de mujeres que se cometen en Santa Teresa, y terminará visitando la cárcel para entrevistar a uno de los inculpados.

Si un nombre es un destino, “destino” es el nombre que Quincy Williams eligió como seudónimo: en su trabajo todos lo conocen como Oscar Fate (fate = destino). El juego de palabras entre ambos idiomas no debe dejar de considerarse, ya que en esta parte el estilo de Bolaño varía hasta parecerse a una traducción al castellano de un autor estadounidense. Por momentos parece un ejercicio paródico de la novela negra norteamericana, y casi no se reconoce a Bolaño. Aquí van dos pequeños ejemplos:

1.
–Así me gusta, muchacho –dijo el jefe–. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
–Algo oí.
–Fue en Paradise City, cerca de Chicago –dijo el jefe–. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
(p. 300)

2.
Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.
–Probablemente nunca lo
olvidarán –dijo Ibrahim. (p. 371)

En el segundo ejemplo hay dos verbos, “Perdonar/Olvidar”, que en inglés suenan parecido (Forgive/Forget). En el libro, el segundo verbo aparece enfatizado con itálicas, como si el autor norteamericano —¿Robert Bolan?— hubiera hecho un juego de palabras en el idioma original, juego que casi se perdió en la traducción al castellano realizada por el chileno Roberto Bolaño.

En esta parte se critica la sociedad capitalista norteamericana (sus sonrisas, su mala comida, su obsesión por la utilidad…), y en ese contexto también se interpolan consideraciones salteadas sobre la esclavitud. Esto es importante: en el abanico de vileza humana que Bolaño despliega en 2666, cuyo eje son los crímenes de Ciudad Juárez, abarca las formas más terribles de la crueldad: la discriminación racial de negros y mexicanos (en esta misma parte), los campos de exterminio nazi o la tiranía soviética (en la quinta parte)… y, por supuesto, también la crítica literaria (en la primera parte).

Respecto de los crímenes, en esta parte se lee: “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo”. Quizás el destino de Oscar Fate es llegar sólo hasta el borde exterior de ese secreto.

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Situaciones extremas

Por Martín Cristal

Toda persona en principio evita un gran riesgo o incluso una situación ligeramente molesta si tiene oportunidad de hacerlo. Para que resulte creíble que el protagonista de una historia no dé un paso al costado y en cambio decida enfrentar cierto peligro, el autor tiene que ir acorralándolo poco a poco frente a ese peligro, cerrándole todas las salidas laterales para empujarlo a la acción. Las situaciones extremas sólo pueden resultar verosímiles si primero se han ido anulando esos factores que le hubieran ahorrado al personaje el tener que llegar a una situación así.

La forma arquetípica de ese “aislamiento” es, precisamente, la isla: los protagonistas enfrentan variados peligros sencillamente porque el mar no los deja irse a otra parte. Por ejemplo, en Diez negritos de Agatha Christie, los invitados a una fiesta en una exclusiva isla donde no parece haber nadie más que ellos, son asesinados uno tras otro: el asesino debe ser uno de ellos, pero los sospechosos van muriendo sucesivamente… ¿Por qué los sobrevivientes no huyen? Ah, porque el bote que los trajo no volverá hasta dentro de una semana… o cuando pase la tormenta… o cuando baje la marea…

Otras islas famosas: la de Lost (donde los riesgos se superponen en una indefinición de género: al comienzo cuesta saber si estamos viendo cine catástrofe, fantástico, sobrenatural, ciencia ficción… Quizás eso fue uno de los factores del éxito inicial de la serie). También las de Dos años de vacaciones (Julio Verne), El señor de las moscas (William Golding), La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares), La tempestad (William Shakespeare), Robinson Crusoe (Daniel Defoe)… La isla siempre circunscribe el campo de la acción.

Una embarcación también puede ser una isla, porque el mar también le impone sus límites: esto se ve en la imaginativa novela Vida de Pi, de Yann Martel; en La aventura del Poseidón; o en los clásicos Moby Dick, de Melville, o El viejo y el mar, de Hemingway, donde la obsesión y el orgullo obligan a ir adelante en la aventura. Por supuesto, el mar y el bote pueden ser reemplazados por el espacio exterior y una nave solitaria, como en Solaris, o en 2001: Odisea del espacio; lo mismo pasa en las series Cosmos 1999, Galáctica, Robotech

A veces todo consiste en una noche que hay que pasar en un lugar aislado, que puede ser desde un castillo siniestro hasta una casita de madera, como en cualquier secuela de La noche de los muertos vivientes. Muchas historias de terror se basan en este principio, que los relatos más realistas no aceptan fácilmente (porque tienden a proponer que en la vida real siempre hay múltiples opciones para el protagonista).

A partir de esa estrategia, los narradores inventan trampas mortales para sus aventureros, sólo que a veces se les va la mano: extreman tanto la tensión que, cuando llega el momento de sacar al protagonista del atolladero, no nos convencen con las soluciones que ofrecen. Es el caso de “El pozo y el péndulo”, de Edgar Allan Poe, cuyo final enojaba a Stevenson, y con razón: es un típico deus ex machina.

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Otra trampa demasiado buena es la que retiene a Jonathan Harker en el castillo del conde Drácula, en la famosa novela de Bram Stoker: el autor deja a su personaje atrapado en un castillo herméticamente cerrado, a merced de tres mujeres-vampiro que lo liquidarán esa misma noche… Y no sabemos más: luego de una larga elipsis, Harker reaparece postrado en un hospital de Budapest, sin que se nos ofrezca el relato de cómo pudo escapar del castillo del conde.

Las trampas mejor logradas, creo, son aquellas en las que sí hay una salida plausible, pero que conlleva un alto costo; o aquellas donde el protagonista debe determinar cuál es el menor de dos males, tal como sucede en la Odisea, en el canto de Escila y Caribdis (XII, 234-260). Ulises y sus hombres deben pasar con su embarcación entre estos dos temibles monstruos. No es imposible lograrlo, pero alejarse de un monstruo los lleva a acercarse al otro, y el costo final de ese paso es la pérdida de muchos marinos, tanto que Ulises concluye: “De todo lo que padecí peregrinando por el mar, fue este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos”. No es poca cosa viniendo de alguien que una y otra vez se ha visto acorralado por toda clase de peligros.

La actualidad de Moby Dick

Por Martín Cristal

Pasado

Durante su campaña en las elecciones de 2004, la guerra en oriente era una de las grandes preocupaciones del candidato George W. Bush, quien en su primer período como presidente había ordenado la invasión a Afganistán en octubre de 2001. Bush tenía miedo de terminar igual que su padre en los noventa: victorioso fuera de casa, pero derrotado en ella.

Presente

Hoy hubo otro atentado en Afganistán. Su objetivo era un convoy de tropas de la OTAN. Hubo al menos ocho muertos y 22 heridos, todos civiles, según informa el diario Clarín.

Mientras tanto, en Estados Unidos, continúa la disputa por las próximas elecciones: en la esquina derecha, John McCain; en la esquina izquierda (que desde nuestra ubicación en la última fila de la platea sur se parece bastante a la otra), Hillary Clinton y Barack Obama compiten por saber quién irá por la gloria al centro del ring y quién se quedará afuera con el banquito y la toalla, esperando otra oportunidad.

Futuro

Según noticia de la agencia AFP (reproducida el 4 de abril en el diario El Comercio, de Ecuador), Estados Unidos planea enviar más tropas a Afganistán en 2009. El ministro de defensa, Robert Gates, opinó que esto sucederá sin importar quién resulte elegido presidente en las elecciones de noviembre próximo, ya que cualquiera que triunfe “querrá tener éxito en Afganistán».

Gregory Peck como el Capitán Ahab

Eternidad

En Estados Unidos, elecciones muy disputadas; en la otra punta del mundo, guerra y muerte. Y mientras tanto, gente inocente que vive su pequeña vida, la cual se filtra entre los grandes sucesos de la Historia.

Algo como esto ya estaba escrito en Moby Dick, cuya actualidad resulta sorprendente. En el Capítulo 1 —uno de los mejores comienzos de la literatura universal—, el protagonista, Ismael, nos cuenta sus razones para hacerse a la mar en un barco ballenero:


Pero, ¿por qué razón después de haber olido tantas veces el mar como marinero mercante, se me habrá metido en la cabeza la idea de zarpar en un ballenero? Esto podrá explicarlo mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados, que me vigila sin cesar, me acosa en secreto e influye sobre mí de modo inexplicable. Y sin duda, este viaje mío en un ballenero formaba parte del gran programa que la Providencia organizó hace mucho tiempo. Surgió como una especie de breve interludio, un
solo, entre los números más importantes. Imagino que esa parte del programa debió de sonar más o menos así:

GRAN LUCHA ELECTORAL
POR LA PRESIDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS
Un individuo de nombre Ismael viaja en un ballenero
SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

No puedo decir el motivo exacto por el cual esos directores de escena que son los Hados me adjudicaron este papel tan deslucido del viaje en un ballenero […]

Moby Dick, o la ballena blanca, de Herman Melville, obra cumbre de la narrativa norteamericana, se publicó en el año 1851. Los grandes hechos de la Historia siguen siendo los mismos: batallas de votos y de sangre. Decir que no hay nada nuevo bajo el sol tampoco sería decir algo nuevo.

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Imagen: Gregory Peck como el Capitán Ahab, obsesionado con la ballena blanca en la versión cinematográfica de John Huston (1956).