Borges en su laberinto

Por Martín Cristal

Aprovechando algunas de las notas que tomé en su momento para La casa del admirador, va el siguiente laberinto de relaciones, curiosidades y recurrencias en la narrativa borgeana. Una forma de recordar a Borges hoy que se cumplen 25 años de su muerte. [Clic sobre la imagen para ampliarla].


La cronología de las publicaciones va de izquierda a derecha. El código de colores indica qué cuentos pertenecen a un mismo libro. Se considera sólo la narrativa, aunque hay algunas excepciones —dos ensayos, un poema, una obra inédita de juventud— que se indican en recuadros grises. Si se pierden dentro del laberinto, sepan que para eso son.

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Borges, Eastwood y los infames del cine
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Borges y el Quijote (II): una solución

Borges, Eastwood y los infames del cine

Por Martín Cristal

Adoro las películas de Clint Eastwood, pero no creo que El sustituto (Changeling, 2009) se encuentre entre las mejores, más allá de los Óscares que pueda cosechar dentro de un par de días. El problema quizás no está tanto en la película como en la difusión previa de la película. El sustituto quiere ir a lo seguro, y por eso no entrega casi nada que no sepamos desde antes de entrar a la sala, debido a que el caso —real— en el que se basa la historia ya se nos había presentado en los avances con demasiados detalles, y así la trama tiene poco más que ofrecer para completar aquella información.

Ya desde el trailer de la película sabíamos que un niño desaparece a fines de los años veinte; su madre, Christine Collins (Angelina Jolie), hace la denuncia. La policía de Los Ángeles —desprestigiada por su corrupción, su violencia y su ineptitud— intenta anotarse una victoria frente a la prensa, y halla al niño… sólo que el que le devuelven a Christine no es su hijo, sino un impostor. Ante los reclamos de Christine, quien jamás acepta que ése pueda ser su hijo Walter, la policía hace de todo por desacreditarla, y llega al extremo de ordenar que la encierren en un manicomio.

Lo que vemos en el trailer es más o menos media película, y recuerda a esas contratapas (o reseñas) traicioneras que nos cuentan casi todo del libro que vamos a leer.


El sustituto
(Changeling; Clint Eastwood, 2009) – Trailer

En mi caso, a la traición del trailer se le sumó el hecho de darme cuenta, en medio de la película, que ya conocía un relato por el estilo. En Historia universal de la infamia (1935), Borges incluye un cuento titulado “El impostor inverosímil Tom Castro”, cuya síntesis es la siguiente:

Arthur Orton es un tosco inglés que sale a recorrer los mares; cuando pasa por Chile, cambia su nombre por el de Tom Castro. Más tarde, en Australia, conoce a un ingenioso negro llamado Bogle, cuyo mayor miedo es morir atropellado. Bogle se entera por los periódicos que Lady Tichborne de Inglaterra reclama noticias del paradero de su hijo, Roger Charles, náufrago desde hace ya catorce años. A cambio de una recompensa y comodidades, Bogle decide presentar a Castro como el hijo de Lady Tichborne, prescindiendo de todo parecido para evitar las comparaciones: la treta funciona gracias al enorme deseo de la madre de recuperar a su hijo. Cuando Lady Tichborne muere, los herederos denuncian al impostor. El fabulador Bogle es atropellado por un coche, y no auxilia con su labia al insulso Castro, que va a parar a la cárcel y muere en 1898.

El caso también habría sido real, aunque según explica Emir Rodríguez Monegal —en su antología Ficcionario—, la fuente de este relato no es la que declara Borges en su libro (la Historia de la piratería de Philip Gosse), sino la edición de 1911 de la Enciclopedia Británica.

Las circunstancias son diferentes, pero el meollo del argumento es el mismo. En ambas historias el deseo de la madre de volver a ver a su hijo es idéntico. En la historia de Borges, la madre —ya vieja— acepta al impostor, se entrega al autoengaño; en la de Eastwood, la joven Christine no lo admite. Quizás esa diferencia en las reacciones pueda atribuirse a las diferentes edades de las madres, o bien al tiempo transcurrido desde la desaparición del hijo, lapso mucho mayor en el caso de Lady Tichborne.

No es el primer contacto entre una película de Hollywood y un cuento de Historia universal de la infamia. En “El asesino desinteresado Bill Harrigan”, Borges cuenta la historia de un personaje al que el cine regresa de tanto en tanto: el famoso pistolero Billy The Kid, quien a los veintiún años de edad —cuando el sheriff Garrett lo mató, en 1880— debía ya veintiuna muertes (“sin contar mexicanos”). Por ejemplo, lo vimos en Young Guns (1988) en la piel de Emilio Estevez. Otro ejemplo es el relato “El proveedor de iniquidades Monk Eastman”, el cual narra la vida del líder de una pandilla de principios del siglo XX. Eastman es una bestia bruta con garrote, y todo el cuento ejemplifica esa brutalidad. El relato de Borges antecede a la película de Martin Scorcese, Pandillas de New York (2002) y está basado en la misma fuente: un libro de Herbert Asbury, Gangs of New York, publicado en 1928.

Iniciación (I)

Por Martín Cristal

En febrero de 2003 participé de un ciclo de charlas titulado «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México). También estuvieron Mauricio Molina, Alejandro Osorio Ibáñez y Ruy Xoconostle. El tema común era la iniciación en la literatura.

La siguiente es la primera parte del texto que preparé para aquel encuentro. En ese momento yo vivía en el DF y tenía tres libros publicados; el primero de ellos había aparecido en Córdoba cinco años antes de esa charla. Ya han pasado cinco años más: buen momento para reencontrarme con aquel texto, tan sincero como ingenuo, que intentaba dar cuenta de lo que había ido pasando entre la literatura y yo.

En muchos lectores expertos me topo con una actitud que quiere demostrar cierta madurez literaria, una especie de “ahora soy crítico con lo que leía antes, porque hoy sé más que ayer”. Creo que eso está bien, pero sólo si se evita el extremo de negar las lecturas de juventud, porque esa negación no hace más que demostrar una enorme ingratitud para con los autores y las obras que nos iniciaron en la literatura. Con ese espíritu agradecido es que recuerdo en este texto aquellas obras, cuyos títulos son famosos y no sorprenderán a nadie.

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Así empezó todo

La historia de un escritor es,
antes que nada, la historia de un lector.

El lugar común dice que un niño leerá si está acostumbrado a la presencia de libros en su casa. La verdad es que en mi casa siempre hubo una sola biblioteca: la de mi papá. Llamarla “biblioteca” es casi una coquetería. No es más que un mueble de roble, parecido a un ropero mediano de tres puertas. La puerta del centro es de vidrio: la mayoría de los libros que pueden verse a través del vidrio no son de literatura, sino de arte y pintura (porque mi papá es galerista y pintor). Antes de sacar alguno de ellos hay que pensarlo dos veces, porque primero hay que remover con mucho cuidado un ejército de figuritas de cristal de Murano y otros frágiles adornitos que hay en la parte delantera de cada estante. En mi casa, siempre se supo que romper alguna de esas figuritas podía caratularse de crimen contra la humanidad; así que recién a los 15 ó 16 años adquirí el valor suficiente para enfrentar el castigo que podía significar el que me descubrieran barriendo un caballito de mar pulverizado. Entonces sí, me animé y comencé a hurgar en la biblioteca paterna.

Mis primeros encuentros con la literatura ocurrieron un poco antes de explorar esa biblioteca, durante mi infancia, y tienen principalmente dos orígenes: la biblioteca del aula, en la escuela primaria; y la aparición de una colección de historietas, titulada Joyas literarias juveniles.

La biblioteca del aula funcionaba así: a comienzos del año cada alumno aportaba un libro suyo en préstamo; luego, cada viernes, uno podía elegir un libro —de los veintitantos aportados por toda la clase— para llevárselo a su casa. La mayoría eran libros de cuentos infantiles, de ésos que vienen impresos en gran formato y con ilustraciones. Yo, igual que mis compañeros, siempre tendí a elegir este tipo de libros y nunca uno de esos “otros” que seguramente eran más aburridos porque eran más chicos, con puras letras y sin ningún dibujo. Pero, a medida que pasaba el año, las posibilidades de elegir sin repetirse se agotaban. Así que, un viernes, me llevé a casa uno de los libros “aburridos”.

El libro en cuestión se llamaba 20.000 leguas de viaje submarino, de un tal Julio Verne. Aunque era una versión condensada para niños (de la colección Billiken) considero que es el primer libro “de verdad” que leí, o más bien el primero que terminé de leer. La historia del Nautilus y el capitán Nemo, fue casi tan impresionante para mí como la magia recién descubierta de poder imaginar lo que esas letritas de tinta no dibujaban en el papel.

Al poco tiempo, mi papá me regaló dos historietas que acababan de salir en los puestos de periódicos. Eran las dos primeras entregas de la colección Joyas literarias juveniles, editada por Bruguera. La primera de ellas tenía un título muy sugerente para la imaginación de un niño: se llamaba La isla del tesoro. La leí esa misma noche, y todavía recuerdo el terror reverente que me causó el asunto aquel del black spot (si bien, en aquella edición española, aquella amenaza de muerte había sido traducida como “la mota negra”).

La segunda historieta era Miguel Strogoff y también me atrapó, no tanto por el héroe de la portada (que era capaz de matar a un oso enorme con la sola ayuda de un cuchillito), como por el nombre del autor: era Julio Verne otra vez. Para mí, fue como una garantía. Comenzaba a entender lo que era un autor: una imaginación única de la que podían nacer múltiples historias. [De grande, releí ambas obras en sus versiones completas. La prosa de Stevenson superó esa prueba; la de Verne, no.]

De ahí en adelante siempre leí cualquier cosa que cayese en mis manos. Decirlo así es otro lugar común que suele aplicarse cuando se quiere significar que se leía mucho. Pero la verdad es que esta afirmación es muy relativa, sobre todo si atendemos a su corolario, que era justamente mi caso: si en mis manos no caía nada durante meses, entonces no leía nada durante meses. Yo no iba todavía hacia los libros, leía solamente si alguno se me cruzaba por ahí, sin ninguna clase de búsqueda. Así atravesé la secundaria, leyendo sólo lo que me obligaban a leer, y a veces ni eso. Entre los libros obligatorios que sí leí en esos años de adolescencia, disfruté el Martín Fierro, de José Hernández; El túnel, de Ernesto Sabato, y varios cuentos de Horacio Quiroga. Por el contrario, la máxima tortura que me impusieron en la secundaria fue la de leer el insoportable Lazarillo de Tormes, un verdadero tormento de lazarillo, al que aún hoy detesto con toda mi alma.

A los 19 años, ya terminada la escuela, me fui a Israel por un año a trabajar en un kibutz, para evaluar la posibilidad de vivir definitivamente en aquel país. Luego de aprender algo de hebreo, me tocó trabajar en un campo de girasoles, comenzando cada día a las cuatro de la mañana para volver a mi casa, agotado, a las dos de la tarde. En el kibutz, yo compartía una pequeña casita con cinco compañeros más, que trabajaban en otras áreas. Nuestros horarios diferían: yo siempre me levantaba antes que ellos; y también regresaba antes, cuando la casita estaba solitaria. Cierta tarde, sobre la cama de uno de mis amigos vi un libro: era Crónicas marcianas, de Bradbury, traducido al español. Fue toda una sorpresa, porque me di cuenta de que durante más de seis meses no había visto ni un solo libro escrito en español. Me resultó urgente robarle el libro a mi amigo y leerlo. ¿De dónde lo había sacado? Esa tarde, cuando volvió, se lo pregunté.

Descubrí que el kibutz tenía una bibliotequita. Debido a que una buena parte de esa pequeña comunidad estaba conformada por inmigrantes argentinos, algunos de los libros donados a la biblioteca estaban en castellano. Igual, nunca averigüé dónde quedaba la biblioteca —mi hambre de lectura todavía no daba para tanto—, pero sí compartimos con mi amigo el libro de Bradbury. Por las noches, lo leía él; a la siesta, cuando él no estaba, lo leía yo.

Lo terminé antes que él. Durante ese año esta escena se repitió tres veces más: algún otro sacaba un libro de la biblioteca y yo lo terminaba antes que él. Los otros tres libros fueron Fahrenheit 451, también de Bradbury, y dos de Borges: Historia universal de la infamia y El informe de Brodie. En ese primer encuentro con los libros de Borges, salvo por los cuentos “La intrusa” y «El evangelio según Marcos», no disfruté gran cosa; Bradbury, en cambio, me fascinó de entrada.

De vuelta en Argentina se desató en mí una verdadera sed de lectura. En Israel había leído sólo cuatro libros en un año. La verdad es que nunca antes me había fijado en ese tipo de estadísticas; pero, de repente, haber leído tan poco me pareció algo terrible. Quise recuperarme y leer más. Primero agoté los libros potables que había en la casa, que no eran muchos. Y después, por primera vez en la vida, salí a comprar libros. Tarde, pero seguro.

En los siguientes tres años —mientras estudiaba Publicidad, una carrera en la que me inscribí con demasiada premura y con la que me iba desencantando cada día— leí varios libros de esos que al terminarlos nos obligan a recoger del piso los pedacitos diseminados de nuestro cráneo. Explosión total de la masa encefálica producida por libros demoledores. Fue una época maravillosa en la que vivía con una fascinación absoluta por los libros que leía mientras los leía. Aquello se había transformado para mí en un mundo nuevo y sorprendente. La Publicidad se iba por el caño mientras la Literatura cotizaba en alza.

La literatura me dio un verdadero cross a la mandíbula durante un invierno en el que mis padres salieron de vacaciones. Mi papá me dejó a cargo de su galería de arte, que por entonces ya había devenido en un lánguido comercio de pintura y antigüedades. Nada sobre la tierra podía ser más aburrido para mí que ese encargo: entraba una persona por hora y era para hacerme preguntas sobre cosas de las que yo no sabía nada. Por eso, para hacer más amena mi suplencia, decidí comprar tres o cuatro libros. Fui a una librería de segunda mano y me dejé guiar por las recomendaciones de la vieja que me atendió.

Ya de vuelta en la galería, abrí uno de los libros que había comprado: era Final del juego, de Julio Cortázar. No hay por qué leer los cuentos de un libro en el orden en que vienen presentados, pero yo empecé por el primero, “Continuidad de los parques”.

Al terminar de leer las dos únicas páginas del cuento, no lo podía creer. Levanté la vista y le pregunté al local vacío: “pero, ¿cómo? ¿vale hacer esto?”. Me apliqué de inmediato a la relectura del cuento. Al finalizarla, me di una palmada en la frente. Luego seguí con el segundo cuento, titulado “No se culpe a nadie”. Lo mismo. Y así: un cuento tras otro, una cachetada tras otra.

Terminé el libro completo y, todavía maravillado, seguí de largo con el siguiente que había adquirido. También era de Cortázar: Todos los fuegos el fuego. Pasó lo mismo que con el otro: las sorpresas no se agotaban.

Después tuve mucha suerte, porque en esa época maravillosa y veinteañera pude leer también a otros autores que me resultaron sorprendentes: al uruguayo Mario Levrero; al mejor Borges (el de Ficciones y El Aleph); Oliverio Girondo, Bioy Casares… Pero leer a Cortázar era para mí como querer parar de pecho un huracán: abría un libro suyo y me ganaba por knock out.

Por fin, conseguí una edición barata de Rayuela.

Comencé a leer esa novela de corrido y al principio no me gustó nada. ¿Dónde estaban esas trampas camaleónicas que en sus cuentos Cortázar sembraba en la línea menos pensada? Esto era distinto. Lo dejé por un tiempo y luego lo recomencé, siguiendo esta vez su tablero de dirección. Ahí sí, el libro me atrapó y no me soltó más. Al terminar esa novela, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue: “yo quiero hacer lo mismo que hace este tipo. Yo quiero escribir”.

Eso era lo que yo quería hacer. Ése fue el punto de inflexión: nada en el mundo me parecía más maravilloso que la literatura. Y dentro de todas sus posibilidades, me pareció que narrar era algo importante, necesario. Ahí supe que quería dedicarme a cultivar esa misma magia: la magia de narrar.

[Leer la segunda parte]

Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

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