Contraluz, de Thomas Pynchon (IV)

Por Martín Cristal

Cuarto post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anteriores:
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos

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Puestas en abismo

En la Exposición Universal de Chicago, donde arranca la acción de Contraluz, está el Edificio de las Manufacturas y las Artes Liberales, al que se describe como “…una ciudad en miniatura, anidada dentro de la ciudad-dentro-de-la-ciudad que era la Exposición misma” (p. 39).

Un recurso más de esta novela: la puesta en abismo. Volvemos a encontrar otra más adelante, cuando el Inconvenience entra en un agujero antártico que le permitirá hacer un viaje “intraterrestre” para salir en la otra punta del planeta (!). El autor se incluye a sí mismo dentro del texto (aunque no dentro de la acción):


“…se remite a los lectores a
Los Chicos del Azar en las entrañas de la Tierra, por raro que parezca, una de las entregas menos atractivas de esa serie, como lo atestiguan cartas procedentes de puntos tan remotos como Tunbridge Wells, en Inglaterra, que expresan su desagrado, con frecuencia muy intenso, hacia mi pequeño e inofensivo scherzo intraterrestre”. [p. 154].

Leo 1) una novela de Thomas Pynchon donde 2) hay un escritor innominado que me cuenta que escribe sobre 3) las aventuras de los Chicos del Azar (y que, a veces, recibe quejas por ello)… Es decir, ya hay tres niveles en el relato, salvo que uno quiera entender que ese “mi” se refiere efectivamente al propio Pynchon, al real. Muy cervantino.

En todo caso, así queda certificado el carácter de invención de todo lo leído, lo que también es una manera de ablandar y volver más plástica la verosimilitud interna del relato. Podemos transitar entre lo histórico-real y la fantasía más absurda —que Pynchon ofrece a manos llenas— porque de hecho tanto lo primero como lo segundo sería inventado por ese autor al que sus lectores, a veces, incluso le hacen reclamos por carta.

Más adelante, incluso Reef Traverse lee un libro de los Chicos del Azar:


“Había llevado consigo una novela barata de la serie de los Chicos del Azar,
Los Chicos del Azar en los confines de la Tierra, y un rato cada noche se sentaba al amor de la lumbre y leía para sí, aunque pronto empezó a leerle en voz alta al cadáver de su padre, como si fuera un cuento para dormir, algo que facilitara el tránsito de Webb al país de los sueños de su muerte. […] Durante el par de días siguientes vivió una especie de existencia dual, en Socorro y en el Polo.” [p. 274]

Hay más. El pintor Hunter Penhallow le explica a Dally que cualquier lugar de Venecia es tan bueno como otro para ser pintado. Propone una puesta en abismo hacia lo infinitesimal:


Imagínate que dentro de este laberinto que ves hay otro, pero a una escala menor, reservado exclusivamente, pongamos, para gatos, perros y ratones, y luego, dentro de éste, otro para hormigas y moscas, luego otro para microbios y el mundo invisible entero, y así bajando por la escala, pues una vez que se acepta el principio del laberinto, no sé si me entiendes, ¿por qué detenerse en una escala en concreto? Es algo que se repite a sí mismo. El punto preciso donde nos encontramos en este momento es un microcosmos de toda Venecia.
[Pág. 717]

(De los hielos de Islandia ya se había dicho —en pp. 177-178— que en determinado momento podían coincidir con el mapa de Venecia).

Una vez que se acepta el principio del laberinto, ¿por qué detenerse en una escala en concreto? Pynchon y Contraluz hacen precisamente eso: ampliar su propio laberinto sin detenerse en ninguna escala, haciéndolo tender al infinito.

[Continuará…]

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