A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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Fundación y Fundación e imperio, de Isaac Asimov

Por Martín Cristal

1. Fundación

El comienzo-problema de Fundación de Asimov, como impulsor del relato, me pareció interesante. El psicohistoriador Hari Seldon, que opera desde Trántor —el planeta-capital
de un Imperio galáctico—, combina el estudio de las Matemáticas con el de la Historia. Mediante un manejo casi perfecto del cálculo probabilístico, Seldon es capaz de razonar el futuro comportamiento de las masas, y así prevé, con altísimo grado de certeza, la inevitable caída del Imperio. Seldon le pone fecha y todo; volverá la barbarie y durará milenios… salvo que se siga su plan. El psicohistoriador no puede impedir la caída del Imperio, pero esa barbarie milenaria podría ser mucho más breve, casi un mal pasajero, si se hace lo que él propone: crear una Fundación, oculta en una esquina del sistema planetario; conformada por la crema del mundo científico, la Fundación se abocará en un principio a la construcción de una Enciclopedia Galáctica que conserve el conocimiento de la humanidad, para que éste no se pierda tras la caída del Imperio. Así podrá contrarrestarse la barbarie y reducir su reinado de oscuridad a apenas algunos siglos, hasta una posterior restauración.

El impulso de ese planteo —que vuelve “científico” el viejo tema narrativo del oráculo y sus espejismos— me duró mientras leía las tres primeras partes (“Los psicohistoriadores”, “Los enciclopedistas” y “Los alcaldes”); en la cuarta (“Los comerciantes”), mi interés decayó por el mecanicismo argumental de la serie. Y es que, si bien el planteo de esta popularísima saga de Isaac Asimov es poderoso, después nos será repetido machaconamente en cada capítulo, un defecto cuyo origen seguramente nace en la publicación original por entregas, que se veía obligada a actualizar a los nuevos lectores sobre el concepto inicial de la obra. En el conjunto de la llamada Trilogía de la Fundación, ya fusionada en un único volumen —donde no han sido editadas esas actualizaciones repetidas— el efecto resulta hartante.

En Fundación, Asimov no invierte en la construcción interior de los personajes (como si lo hace, por ejemplo, Frank Herbert en Dune, cuyo primer tomo leí al abandonar esta trilogía asimoviana; como escritor, Herbert me pareció muy superior). Quizás Asimov renunció a esforzarse en esa inversión debido a los amplísimos saltos temporales que hay entre las partes, elipsis centenarias que impiden que un personaje pueda reaparecer vivo en la parte siguiente. Por esta razón o por la que sea, lo cierto es que en este Asimov no hay nada del investment of character que J. J. Abrams nos recomienda apasionadamente para cualquier ficción (aun si la batuta la llevan los efectos o los elementos fantásticos, como en su serie Lost).

Así, los personajes de Fundación se perciben como meros peones en sucesivos dilemas lógicos apenas disfrazados de narración. Esta sensación de que el problema a resolver tiene más peso que el propio relato de la búsqueda de una solución —es decir, que el relato es apenas un ejemplo animado para comprender la abstracción de dicho dilema—, es algo que ya había detectado en los cuentos de Yo, robot, del propio Asimov, los que en su momento también me parecieron meras ilustraciones de paradojas lógicas. Sin embargo, en aquellos cuentos, por ser más breves, el frío provocado por la frazada corta de ese camuflaje narrativo se me hizo más tolerable.

La estrategia discursiva principal de Asimov en Fundación es el diálogo, pero en esto el autor tampoco se muestra muy sutil. Los intercambios entre los personajes son agobiantes declamaciones sobre intrigas y encrucijadas históricas, centradas en detectar fallas y descartar cursos de acción posibles, para así hallar el más conveniente en cada crisis. Las nuevas intrigas palaciegalácticas y políticas —que pueden ser tan aburridas como las del Episodio II de Star Wars— y los engaños que suceden a esas discusiones siempre se resuelven al final de cada parte, como en un relato policial clásico.

En suma, el libro se vuelve una narración mecánica, bastante monótona. Luego de tres partes, esa monotonía queda desnuda en su sentido seriado, y ahí el interés comienza a decaer. Quizás esta lectura mía sólo se deba a que, tras unos pocos libros, la space opera y la ciencia ficción hard se han ido perfilando como una de las variantes que menos me atraen dentro del género.

2. Fundación e imperio

[Atención: spóilers].

En el segundo libro de la trilogía, Fundación e imperio, Asimov subsana lo de la discontinuidad de los personajes, ya que aparece un grupo de ellos que persiste de un capítulo a otro. En lo dramático, el golpe magistral en este segundo libro es el de cancelar la ilusión de “éxito asegurado” de esa misión transgeneracional iniciada en el primer libro. El plan perfecto de Hari Seldon, que parecía destinado al triunfo, aquí se revela como falible, abriendo las posibilidades de la trama.

La aparición mística y amenazadora del Mulo es refrescante como elemento desestabilizador de la imperturbable lógica seldoniana, pero la «intriga» de cuál es su verdadera identidad se ve venir a media legua: es muy previsible, porque cede y cede ante la sospecha de que responde a la fórmula de “en el más débil se esconde el más poderoso”. (En El señor de los anillos, por ejemplo, éste es uno de los temas centrales: cada ser es vital para el equilibrio del todo, por lo que no hay ningún ser insignificante; así, la Tierra Media debe esperar que su destino sea resuelto por el viaje de un minúsculo hobbit).

La apertura del final hacia la búsqueda de la Segunda Fundación —tal el nombre del tercer libro de la trilogía— seguramente logrará su propósito de revivir la intriga sobre la continuación de la saga para muchos lectores, pero en mi caso no consiguió que remontara mi creciente desagrado por el estilo trabado y mecánico de Asimov. Esos diálogos —formales, repetitivos, llenos de planteos que vuelven a recapitularse cada vez sólo para agregar un término más a la ecuación lógica que el autor construye tras cada crisis histórica— me fueron cargando de impaciencia al negarme otro disfrute que no fuera el de “descubrir” o “adivinar” soluciones para esos problemas planteados, como si en vez de estar leyendo una novela, estuviera resolviendo un sudoku de 895 páginas. Con todo el dolor del mundo (es sólo una forma de decir, en realidad) decidí no leer las 300 de Segunda Fundación, al menos por ahora. Quizás me arrepienta y termine la Trilogía alguna vez. Hari Seldon seguramente ya calculó que la mayoría de los lectores lo hace.

Antología: Obras maestras. La mejor ciencia ficción del siglo XX (II)

Por Martín Cristal

Continúo con mi recorrido por esta antología
confeccionada por Orson Scott Card en 2001.

[Leer la primera parte].

Parte 1. La edad de oro

Los cuentos que más me gustaron de esta parte:

• Theodore Sturgeon, “Un platillo de soledad” [1953]: Quizás el relato más lírico del libro. Una mujer, golpeada en la cabeza por un pequeño platillo volador en Central Park, recibe un mensaje del extraño objeto. Queda confinada en la soledad de quien resulta estigmatizado socialmente por poseer una vivencia extraordinaria, por mínima que ésta sea, algo incomunicable a los demás. Para la curiosidad social, «eso que pasó» es más importante que la persona en sí misma.

• Ray Bradbury, “Tenían la piel oscura y los ojos dorados” [1949]: La memoria me engañó: creí que este cuento estaba incluido en Crónicas marcianas, y que yo simplemente lo había olvidado; resultó que no era de ese libro (se incluyó más adelante en Remedio para melancólicos). Es que también transcurre en Marte: una familia de colonos se integra a la vida del planeta rojo luego de saber de una guerra mundial en la Tierra. [Recordé este cuento en mi reciente obituario por la muerte de Ray Bradbury].

Robert A. Heinlein, “Todos vosotros zombis…” [1959]: Recientemente leí El mercader y la puerta del alquimista, de Ted Chiang; aunque disfruté el relato —con su atmósfera robada de Las mil y una noches—, sentí que Chiang no iba a fondo con su tema como sí suele hacerlo en otros cuentos suyos; revisita el tópico de los viajes temporales, pero parece querer evitar a toda costa el tener que extremar las paradojas que necesariamente generan de dichos viajes, para que el cuento no se complique más allá de su aire de fábula antigua. En cambio Heinlein, en este cuento, hace lo contrario: va a fondo con el tema, lo extrema, lo agota. Así, su viajero temporal, que trabaja para una “Agencia”, provoca tantas paradojas temporales con sus idas y vueltas que en cierto punto él mismo llega a ser todos los personajes del cuento. Me costó entrar a este texto, pero al final me alegré de no haberlo dejado.

• James Blish, “Una obra de arte” [1956]: Un “escultor mental” del año 2161 “recrea” al compositor Richard Strauss en el cuerpo de un hombre joven. La excusa perfecta para hacer una meditación sobre lo predurable en el arte y la música.
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Otros:

Lloyd Biggle Jr., “Componedor” : En una época en la que sólo se escuchan jingles comerciales, un compositor de éxito decide largar todo para volver a tocar música. Música de verdad. En vivo.

Poul Anderson, “Llámame Joe”: Una especie de centauro —Joe— es enviado a la conquista de la inhóspita superficie de Júpiter. Se trata sólo de un avatar: en una nave en órbita, hay un cosmonauta que lo controla. Aunque, ¿quién controla a quién?

Arthur C. Clarke, “Los nueve mil millones de nombres de Dios” : Cruzando nociones de cálculo combinatorio y un monasterio lama, Clarke consigue que una antigua profecía se acelere mediante el uso de la tecnología humana.

Edmond Hamilton, “Involución” : Unas “gelatinas intergalácticas” (¡?) exploran la Tierra, un planeta cuya especie dominante no es más que una involución de esas mismas “gelatinas”. Maso.

Isaac Asimov, “Sueños de robot” : Dialogal. Un robot que tiene sueños libertarios —un Moisés de la robótica— asiste a una sesión con un analista humano.

Parte 2. La nueva ola

Éste es el segmento del libro que me resultó más equilibrado de los tres. Los cuentos que más me gustaron de esta parte:

• Robert Silverberg, “Pasajeros” [1968]: Unos alienígenas incorpóreos “cabalgan” las conciencias de los seres humanos cada tanto. Nunca se sabe cuándo uno de estos seres puede ocupar la conciencia de quien está con vos. O la tuya.

• Larry Niven, “Luna inconstante” [1971]: El fin del mundo nunca pasa de moda (hace poco vimos Melancolía de Lars Von Trier, por ejemplo). Aquí el astro que nos indica la cercanía del final no es otro que nuestra querida Luna, demasiado brillante en el cielo de la que, por lo demás, sería una noche perfecta para la pareja protagonista.

• Frederik Pohl, “El túnel bajo el mundo” [1955]: Una comunidad es sujeto de un experimento publicitario. Lleno de vueltas de tuerca, parece una mezcla de El día de la marmota con los simulacros de Philip Dick.

• Ursula K. Le Guin, “Los que se van de Omelas” [1973]: ¿Es válido que haya una aldea de felicidad impecable pero a costa de la infelicidad de uno solo de sus individuos? Un relato que interpela al lector, cuya reflexión sobre la relación entre la alegría y el arte vale el libro completo:


El problema es que nosotros padecemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los intelectuales, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Ahí radica la traición del artista: negarse a aceptar la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no puedes ganar, únete a ellos. Si duele, repite. Pero alabar la desesperación es condenar el deleite, abrazar la violencia es perder todo lo demás. Ya casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar ceremonias alegres.
[p. 291]

 
Otros:

Brian W. Aldiss, “¿Quién puede reemplazar a un hombre?”: Ya lo conocíamos de Galaxias como granos de arena (corresponde a su “milenio robot”). Tras una catástrofe, los robots de la Tierra quedan a su suerte. Liberados del mandato humano, piensan cómo encarar su independencia.

Harlan Ellison, “‘¡Arrepiéntete, Arlequín!’, dijo el señor TicTac”:
En una sociedad donde la puntualidad es obligatoria, aparece Arlequín, un rebelde de las horas y enemigo de los relojes. El tono del cuento parece de dibujo animado.

R. A. Lafferty, “La madre de Eurema”: Un niño, que se juzga a sí mismo como un tonto, crece para terminar siendo el inventor más importante del mundo. El más importante y el más peligroso también, aunque siga pensando que es un tonto.

[Leer la tercera y última parte de esta reseña]

Sci-fi Fever

Por Martín Cristal

No había vuelto a leer ciencia ficción (CF) desde los veintidós o veintitrés años. Los pocos autores que había leído hasta entonces son iniciáticos y bien conocidos: Verne, Bradbury, Burgess, Clarke, Orwell, Asimov… En esa época sólo por casualidad me había tropezado con algo fuera de esas coordenadas archicanónicas: un par de novelas de Brian Aldiss, una de John Mantley, otra del dúo Pohl-Kornbluth… y no mucho más.

Supongo que las ganas estaban latentes y se desataron después de un viaje a Rosario que hicimos en agosto de 2011 con Vigna, Carbonell y Quintá. En ese viaje conocí a Elvio Gandolfo. Al tanto de su experiencia en el género, aproveché para consultarle sobre viejas recomendaciones de terceros; que yo las hubiera conservado en mente por tanto tiempo indica que mi deseo estaba ahí, esperando un disparador. Completé esa lista mental con otros autores que esa noche nombró el propio Gandolfo: Stephenson, Miéville, Millhauser, Chiang

Al volver, gugleé algunos listados de «clásicos», grossos del género, leí una buena cantidad de sinopsis para ver cuáles ideas me interesaban más y después salí a las librerías de Córdoba… pero —tal como nos había advertido Gandolfo— me di con que en la actualidad hay poquísima CF en las librerías argentinas. De libros que todo el mundo en la web dice que son geniales, magistrales, clásicos ya… nada, no están. Los grandes autores contemporáneos también son difíciles de encontrar, salvo contadas excepciones.

Mi primera hipótesis —sin leer todavía a Capanna; una wild guess, más bien— fue que el género de la CF tal vez encontró un mejor espacio de expresión en el cine. Y es cierto que en el cine creció, pero no es cierto que los libros de CF hayan declinado por completo en el resto del mundo. En España, por ejemplo, la tradicional editorial de CF, Minotauro, sigue existiendo, aunque fagocitada por Planeta; incluso otorga un premio anual. Sin embargo, actualmente nada de lo que se edita allá —en Minotauro o en otras editoriales— llega con fluidez a la Argentina. Es como si consideraran que el mercado de acá no vale la pena.

Esto me hizo pensar si la CF no será un género para países «desarrollados»: en los países pobres, donde el problema es el aquí y el ahora, ¿cómo narrar, además, el futuro o el espacio exterior? ¿Cómo distraerse con especulaciones, con what ifs? ¿Qué ciencia ficción puede haber escrita en África, por citar el continente en que los sudamericanos pensamos cuando no queremos vernos a nosotros mismos como el último orejón del tarro?

Por una razón o por la otra, el hecho relevado es que las librerías cordobesas son un páramo para la CF. Hay poca oferta, apenas unos títulos repetidos de unos pocos autores (Bradbury y Asimov a la cabeza); muchos empleados —sobre todo los de las grandes cadenas— confunden ciencia ficción con otras ramas de la narrativa «de imaginación». Sí: a veces la frontera es difusa. Lo cierto es que ante mi pedido de CF me ofrecían fantasías de Tolkien, historias de terror de Stephen King, la saga Crepúsculo, etc. En las de usados y saldos, me explicaron que, cuando aparece algo, los fans de la CF locales lo compran enseguida. En pocos días desaparece todo.

En materia de libros, buscar y no encontrar puede ser desalentador… pero cuando encontrás, la polaridad se invierte: te entusiasmás en extremo con lo que pescaste. Eso, más el incentivo de leer más tarde El libro de los géneros, del mismo Gandolfo (Norma, 2007)… listo. El daño ya estaba hecho: quedé envenenado de ganas de leer ciencia ficción.

Así que empecé a comprar lo que me iba cruzando por ahí. Me da un poco de vergüenza confesar que en cierto punto empecé a comprar más libros de los que podía leer en un plazo más o menos razonable. Tenía el impulso y la sensación (¡tan infantiles!) de querer llenar un álbum de figuritas. Un álbum inabarcable.

De a poco aprendí a buscar mejor. Me di cuenta de que en las librerías hay rincones que uno deja de mirar, debido al hábito de autoservirse sólo de aquellos estantes en los que se encuentra lo que lee habitualmente. Desprogramándome, logré encontrar varias perlas. En la Feria del Libro de Córdoba, en un par de stands de librerías que vienen de Buenos Aires, también conseguí algunas cosas viejas y buenas.

La pila de libros me duró toda la primavera y también parte del verano. En
El pez volador voy a ir subiendo apuntes sobre algunas de las obras leídas durante esta sci-fi fever (ampliando el rango, en algún caso, a las zonas aledañas con la fantasía, menos definidas). Seguramente esas notas apuradas no aportarán novedades para los veteranos del género; si las consigno acá es para dejar registro de una etapa más de mi vida como lector. Una etapa muy divertida, por cierto.

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PD. Los libros de ciencia ficción comentados en este blog
se irán agrupando bajo la categoría Ciencia Ficción: