Cero K, de Don DeLillo

Por Martín Cristal

Meditación sobre la (in)mortalidad

don-delillo-cero-kComo en Cosmópolis —su novela llevada al cine por David Cronenberg—, Don DeLillo (Nueva York, 1936) acota en Cero K un espacio donde sus personajes puedan circunscribir su pensamiento y discutir algún aspecto de la cultura contemporánea. Esta vez ese lugar no es una lujosa limusina tecno que atraviesa Manhattan, sino un contradictorio complejo edilicio, tan minimalista como laberíntico, situado cerca de la frontera entre Kazajistán y Kirguistán. Los temas centrales no son el dinero y el poder, sino la muerte y nuestra ansiedad por trascenderla: tener (o fabricarnos) un más allá, insertar otra moneda —todas las monedas— para seguir jugando.

En ese edificio “apenas verosímil” se congelan cuerpos de personas pudientes cercanas a la muerte, hasta que la tecnología pueda despertarlos. Su aislamiento premeditado se basa en “fuentes de energía duraderas y potentes sistemas mecanizados. Muros blindados y suelos reforzados. Redundancia estructural. Seguridad antiincendios. Patrullas de seguridad por tierra y aire. Ciberdefensa elaborada”. Su diseño también busca promover una reflexión específica: “Estamos aquí para replantearnos todo lo que tenga que ver con el fin de la vida”.

Ahí llega Jeffrey Lockhart para acompañar a su padre y a la esposa de éste, una enferma terminal a punto de ser congelada (“cero K” refiere a la temperatura en grados Kelvin). Desestimada la promesa de un paraíso, se invierte en tecnología para perdurar acá: DeLillo toma este motivo de la ciencia ficción (véanse Ubik de Philip K. Dick, el relato “Quedarse atrás” de Ken Liu o el reciente episodio “San Junipero” de Black Mirror), pero es apenas el disparador para una novela que muy pronto muestra su verdadera vocación filosófica.

Esta eutanasia que deja los cuerpos en stand by, “¿es una forma horriblemente prematura de suicidio asistido? ¿O bien es un crimen metafísico que necesita ser analizado por filósofos?”. Suele decirse que una novela no está para dar respuestas, sino para hacer preguntas; DeLillo se toma ese dictum al pie de la letra y en varios pasajes de su libro, las preguntas afloran explícitas y abiertas, en cascada.

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“La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos donde escondernos de ella.” —Don DeLillo, Cero K.

La preocupaciones literarias del autor se traslucen en algunas taras del narrador-protagonista: se toma su tiempo para elegirles nombres ficticios a los demás; se obsesiona con la semántica; evalúa la calidad de sus propias expresiones… Su preocupación por el lenguaje es manifiesta: “Vitrificación, criopreservación, nanotecnología. Dios bendiga el lenguaje […]. Que el lenguaje refleje la búsqueda de una serie de métodos cada vez más intrincados, hasta alcanzar los niveles subatómicos”. Una parte fundamental del pasaje helado a la vida futura es el aprendizaje de un nuevo idioma.

Cierto delay en algunas descripciones obliga al lector a remodelar lo que ya había imaginado por su cuenta. La primera parte del libro está saturada de imágenes catastróficas; en la segunda, DeLillo incrusta escenas fragmentarias del cotidiano neoyorquino, viñetas de la vida urbana con una mirada tendiente al extrañamiento, como si el autor hubiera razonado que, si se ha de discurrir sobre el rasero de la muerte, también se debiera dar cuenta de lo rara y variada que puede ser la vida.

Don DeLillo es todo gravedad; el humor queda afuera de esta novela. (¿Se puede hablar sobre la muerte con humor? Sí: los Monty Python lo hicieron). Introspectiva y seria a morir, Cero K explora en clave de literatura filosófica el mismo impulso que inspiró aquella leyenda urbana de un Walt Disney congelado: el de los millonarios que, ante la incertidumbre de la muerte, se autodepositan a plazo fijo para burlarla y algún día volver a vivir como seres “ahistóricos”, “libres de la inacción del pasado”.

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Cero K, de Don DeLillo. Seix Barral, 2016. 320 páginas. Traducción de Javier Calvo. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 4 de diciembre de 2016).

Sueños de trenes, de Denis Johnson

Por Martín Cristal

El tren de una vida

Denis-Johnson-Suenos-de-trenes-tapaLa admiración por la obra narrativa de Denis Johnson (escritor estadounidense, si bien nacido en Munich, en 1949) viene creciendo entre los lectores en castellano a medida que dicha obra se va trasladando, en desorden, a nuestro idioma.

Va un ejemplo de ese desorden (saltándome varios títulos): en 2003, Rodrigo Fresán tradujo El nombre del mundo, novela del año 2000 sobre un profesor universitario que, golpeado por la vida, termina cubriendo la Guerra del Golfo y volando en helicópteros artillados por el desierto. En 2014 llegó a nuestras librerías Árbol de humo, su novela de 2007 sobre la guerra de Vietnam, con la cual ganó el National Book Award de su país; y ahora le toca el turno a una novela anterior, de 2002: Sueños de trenes, recientemente traducida por Javier Calvo.

La vida de Robert Grainier, un pionero norteamericano que trabaja como leñador y jornalero en el tendido de vías y puentes para los ferrocarriles, arranca a fines del siglo XIX y termina en la década de 1960. Eso si se la considera en años; los aciertos de una narración bien concertada, condensan esa existencia completa en sólo 140 páginas.

Decimos “existencia completa” no porque se narren absolutamente todas las vicisitudes de Grainier en tiempo real, sino porque Johnson logra que algunas partes den cuenta del todo. Sueños de trenes es un prodigio de la economía narrativa: sin llegar al extremo de Borges —quien creía que la vida entera de un hombre puede cifrarse en un sólo instante crucial de esa vida—, Johnson elige un puñado de esos momentos dramáticos para circular entre ellos con el mismo desorden cronológico con que se viene publicando su propia obra.

Por caso, elige empezar en el verano de 1917, cuando “Robert Grainier participó en el intento de matar a un jornalero chino al que habían pillado robando, en los almacenes de la compañía ferroviaria Spokane International, en el corredor septentrional de Idaho”. Ése es el primer párrafo de la novela; Idaho es el estado donde Johnson vive actualmente.

La economía narrativa que destaco —la cual, leída, puede parecer fácil de lograr, aunque cualquiera que lo haya intentado sabe que no lo es— no reseca la prosa al punto de volverla monocorde o plana, una tarjeta perforada meramente informativa. No: Johnson, quien también es conocido como poeta, sabe destilar de cada escena también un filón lírico, bien contenido para que la historia no se le azucare en ningún momento.

La novela avanza con fluidez no sólo por la pericia narrativa de Johnson, por su dosificación justa de acción y detalles, sino también por el impulso de ese hálito poético cuya acumulación va volviendo más y más hondos al personaje de Grainier y su epopeya. Su hipnosis deviene de una potencia epifánica que no para de crecer, y que nos acostumbra a esperar una revelación de cada escena del libro.

Grainier sufre el desgaste que se produce por el enfrentamiento del deseo personal e íntimo —por más que éste sea tan sencillo como vivir con la familia en una casita del bosque— con las contingencias del azar más implacable: las circunstancias, el mundo, “lo que nos pasa” (por encima). Todo eso que, en un contexto rural como el de esta breve novela, podríamos achacarle a la Madre Naturaleza.

Sueños de trenes también es un relato sobre el final de una época. Algo en el respeto percibido de Johnson por su personaje parece celebrar al pionero norteamericano en general. Su temple, su manera de resistirlo todo: los elementos, el trabajo duro, las pérdidas, las tragedias imborrables… y también el ánimo para seguir adelante siempre.

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Sueños de trenes, de Denis Johnson. Literatura Random House, 2016 [2002]. 144 páginas. Traducción de Javier Calvo. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 7 de abril de 2016).

La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski (I)

Por Martín Cristal

Más grande por dentro que por fuera

Mark-Z-Danielewski-La-casa-de-hojasLa casa de hojas, de Mark Z. Danielewski (Nueva York, 1966) demoró trece años en aparecer en castellano: supongo que nadie estaba dispuesto a asumir los esfuerzos de traducción y edición que supone publicar una novela así.

Finalmente salió en España —con gran interés de la crítica— gracias al trabajo de las editoriales Alpha Decay y Pálido Fuego (que seguirán editando otras obras de Danielewski). El solvente traductor es Javier Calvo. Llegamos al libro por la insistencia del amigo René López Villamar, quien lo comentó tempranamente con tanta pasión y conocimiento que acabó siendo el revisor de la maqueta en castellano.

Basta hojear sus 710 páginas para apreciar lo titánico de esta coedición. La casa de hojas es un libro de diagramación no convencional, intransferible —por ahora— al formato electrónico. Danielewski trastoca el género del terror y lo trasciende mediante una estructura y recursos visuales de corte experimental. Resulta inevitablemente posmoderno (y, quizás por eso, un tanto demodé) en su manera de licuar toda clase de variantes visuales: hay diferentes tipografías alternadas, según qué narrador escribe; hay párrafos invertidos, espejados, tachados, inclinados; hay cajas de texto con distintas formas, marcos, orientaciones y tamaños; hay páginas con una sola línea, y otras cargadísimas de letra enana; hay textos en braille, pentagramas musicales, esquemas, fórmulas físicas, guiones de cine, poemas, cartas, historieta, fotos, collages; hay tintas de colores (la azul, siempre, para la palabra “casa”, sin importar dónde aparezca ni en qué idioma).

¿Caprichos? A veces lo parecen (ya ahondaremos sobre esto más adelante), pero en la mayoría de los casos esas piruetas apuntalan el sentido de la historia, sintetizable en cuatro círculos concéntricos:

  1. Johnny Truant, un tatuador de Los Ángeles limado por las drogas y la vida, explora los papeles de Zampanò, un vecino viejo y ciego, que acaba de morir.
  2. Así como Truant se obsesiona con esos papeles, en ellos Zampanò dejó constancia de su propia obsesión: un documental, El expediente Navidson, sobre el que escribió un ensayo erudito, plagado de citas y referencias.
  3. El documental fue rodado años antes por Will Navidson, ex fotoperiodista, en una casa de Virginia a la que se mudó con su esposa e hijos. Su intención era recomponer un tejido familiar dañado, pero en el camino se encontró con que…
  4. …la casa de Ash Tree Lane evidenciaba una anomalía: algunas habitaciones resultaban más grandes por dentro que por fuera. Cuando en una de las paredes apareció una puerta hacia un amenazante pasillo negro (sin que por fuera la casa mostrase ninguna alteración), el documental de Navidson se volcó a la exploración de ese nuevo territorio, cada vez más extenso: un misterio oscuro, helado e insondable.

O bien, detallando un poco más la cosa…

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En resumen: notas erráticas y digresivas (de Truant) sobre un ensayo pormenorizado (de Zampanò) sobre un documental inquietante (de Navidson) sobre un lugar aterrador (la casa “de hojas”: una posible explicación para dicho apodo se encuentra en uno de los poemas de Zampanò). En esta mediación de fuentes sucesivas para el relato —y también en el supuesto registro documental—, la novela se relaciona con una película estrenada poco antes de su publicación: El proyecto de la bruja de Blair.

Si bien la estructura y sus artificios visuales atraen en primera instancia al lector, es la historia de la casa y su exploración la que interesa una vez que se ha superado la sorpresa formal. Sin embargo, la importancia de dichos experimentos no puede soslayarse: sin esa faceta crucial, La casa de hojas sólo sería una (llana) historia de terror más sobre el tópico de la casa “embrujada” o “encantada”.

[Continúa en el próximo post.]

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La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski. Novela. Pálido Fuego-Alpha Decay, 2013 [2000]. Traducción de Javier Calvo. 710 páginas. Con una versión más corta de este texto —que acá en el blog continuará en dos posts más—, recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 6 de febrero de 2014).